Pensamiento ontológico de nuestras circunstancias. El problema de la mexicanidad e hispanidad

Fotografía de Juan Carlos Reyes G., tomada de la cuenta de Instagram @aluro30

Resumen

El presente trabajo busca honrar a Jean-Luc Nancy buscando encontrar vías de reflexión para pensar ontológicamente, es decir, desde su nosotros somos el sentido, las actuales circunstancias en nuestras tierras mexicanas e hispánicas. ¿Cómo medir nuestras circunstancias, identidades, mitos y búsquedas desde el inconmensurable valor de la co-existencia? El desarrollo del estudio pasa por una breve exposición del existencialismo ontológico de Nancy, donde se asume su noción de sentido y comunidad. Después intentamos abrir líneas de reflexión sobre la tradición a partir de algunos de nuestros pensadores, como Paz y Zea, que se ocuparon de los temas de la identidad, el mito y la comunidad.

Palabras clave: Nancy, mito, identidad, comunidad, mexicanidad, hispanidad.

 

Abstract

The present work seeks to honor Jean-Luc Nancy looking to find some ways of reflection to think ontologically, that is, from his we are the sense, the current circumstances in our Mexican and Hispanic lands. How to measure our circumstances, identities, myths and searches from the immeasurable value of co-existence? The development of the study goes through a brief exposition of Nancy’s ontological existentialism where his notion of meaning and community is assumed. Later, some lines of reflection were tried to be opened about some of our thinkers’ tradition such as Paz and Zea who dealt with the issues of identity, myth and community.

Keywords: Nancy, myth, identity, community, mexicanness, hispanidad.

 

[…] a cada momento de su historia [Occidente], se ha entregado ya a la nostalgia de una comunidad más arcaica y desaparecida, al lamento de una familiaridad, por una fraternidad y una convivialidad perdidas.[1]

Jean-Luc Nancy

 

Un homenaje a Jean-Luc Nancy tiene el objetivo no sólo de exponer su audaz pensamiento, sino de pensar a través de él; pensar con él. Hacerlo desde el fondo donde nada se funda o se apropia; donde nada crea esencia y nada permanece. Pensar nuestras circunstancias desde la ontología que previene los errores que metafísicamente hemos construido y que siguen justificando que el sentido y la justicia siempre queden para después o como una pesquisa inagotable de originariedad verdadera donde sostener el pie.

 

Hay dos grandes impulsos en Nancy; exponer el fin: el fin de los fundamentos, de las teleologías, y pensar a partir de este sin-fondo. Todo esto con la clara intención, que no podemos nunca dejar pasar cada vez que hablamos de él: un poderoso ímpetu por lo ético, por una exigencia de nuestra época por denunciar todos los “sentidos”, hipóstasis por los que hemos terminado por aceptar lo insoportable. ¿Cómo es que los “sentidos”, que podrían tener la intención más noble, han otorgado una clara y distinta razón para que por ahí entren y se funden los absurdos que colman nuestras sociedades?; ¿cómo cualquier retorno a un gran principio o significado, lleva, per se, la impotencia de lo mejor y la vuelta perenne de lo peor?; ¿cómo el deseo mismo por el sentido, por construirlo y poseerlo, “agarrarlo” como intentamos hacer con nuestra propia sobra, es quizás el caldo de cultivo de todas nuestras desesperaciones? Estamos desesperados de sentido, en todas sus formas: identidad, historia, Dios, lo más propio y original, el mito. Quizás éste es el fondo de nuestro nihilismo: nada tiene sentido; la nada se ofrece como fundamento.

 

Con este escrito, a un año de la partida de Nancy, pretendemos problematizar y quizás, marcar una vía de reflexión para pensar ontológicamente las circunstancias en nuestras tierras, en nuestro tiempo. Pero ¿cómo construir algo? ¿Qué “sustento” nos ha dejado Nancy que no sea la deconstrucción de los fundamentos de Occidente, de todo fundamento, que se han erigido y que “soportan” las inmundicias que hemos hecho del mundo? Nos ha dejado en una ausencia de fundamento, mas no de sentido. Nos ha dejado la pasión de la misma filosofía, para pensar “la tierra dura y oscura”. Eso es, precisamente, pensar.

 

Y honraríamos muy poco de Nancy si no “pensamos” lo que nos toca pensar: las esencias que nos hemos otorgado en México en aquello que hemos nombrado como “identidad”, y que ha encaminado casi todas nuestras búsquedas y proyectos: sobrevivimos de las respuestas y representaciones que nos han y nos hemos otorgado; vivimos de la resistencia pasible donde deshacemos cada sustento; y quizás nos equivocamos cuando con Octavio Paz o Carlos Fuentes, por decir algunos pensadores mexicanos, anhelamos una transfiguración. En ello, quizás, estamos listos para identificarnos siempre con una nueva figura; incluso la de la “Santa Muerte”. Si Fuentes, entre otros, tiene razón cuando asevera que las raíces de las desesperaciones nacionales son míticas, ¿qué podremos decir, aquí y a ahora, cuando Nancy nos advierte de los mitos modernos, identidades y comunitarismos que generan?; ¿a qué apelamos cuando solicitamos el mito como fuente de nuestras creaciones?; ¿qué nos queda cuando él nos ha evidenciado los peligros de toda identidad que termina excluyendo a otro? Sería un error pensar que Nancy nos confirma que hay una especie de fluidez de la identidad propia; más bien, nos advierte de cierta condición moderna peligrosa que padecen nuestras sociedades por unas ansias identitarias. Nancy nos ha abierto a una obscuridad: no hay transfiguración; no se va de una figura a otra sin abrir un nuevo pasaje para el sin-sentido. Sólo nos queda lo que nunca nos ha abandonado y donde toda figura se gesta y se destruye en su in-apropiabilidad. Nos queda la pasión de pensarnos sin-esencia.

 

II

 

Nos proponemos aquí exponer brevemente qué se abre ante el nosotros somos el sentido; y quizás pensar, desde esto que nunca nos deja, nuestras circunstancias: pensamiento finito sobre nuestras esencias, identidades, mitos y proyectos. ¿Cómo podemos, desde el nosotros somos el sentido, releer nuestras circunstancias, tan llenas de significados y quizás tan vacías de sentido?

 

El sentido ya no puede ser conceptualizado co-originariamente con la significación, sino que éste se excede; es su fuente, es la interrupción de sus límites. El sentido es lo que siempre se está ofreciendo, antes de toda solicitud, denegación o denigración de la existencia, como posibilidad de significación[2]. Las significaciones son sus “testigos” sin embargo no lo gestan. Nosotros somos el sentido, antes o después de cualquier significación. El nosotros no es una determinación de una comunidad, más sí comunidad de sentido, su apertura como sentido y sentido como apertura; sentido que no necesita ser producido. Es en este nosotros en donde se da la posibilidad existencial de nombrar cualquier “yo” o cualquier “nosotros”: “Nosotros somos el sentido. Antes de todo sentido producido y antes de todo intercambio de sentido, nuestra existencia se nos presenta como sentido”.[3] Esto no puede iniciar el movimiento de un retorno a una antropología esencialista en donde la comunidad humana se fundamente a sí misma a través de una imagen comunitaria. Esto ha sido, grosso modo, el humanismo histórico en sus múltiples facetas. No es ninguna adhesión a alguna naturaleza o historia. Esto es lo que precisamente ha concluido. Este nosotros no deja fuera a cada singular que es, cada vez, presentación. La existencia se presenta como sentido y ella nos presenta, aun si se significa absurda, eterna, pasajera, ordenada o caótica: “Comparecemos —dice Nancy—, y esta es la aparición del sentido”.[4] El sentido nos ha hecho a nosotros, que presentimos no tener sentido, sino ser el sentido; otra vez Nancy: “Nosotros hacemos el sentido no confiándole un precio, un valor, sino exponiendo el valor absoluto que el mundo es en sí mismo”.[5] Nosotros somos nos-otros; la paradójica primera persona del plural que es el sentido como mundo. El ser singular plural, uno a uno, uno junto al otro, es la manera de nombrar el rompimiento a toda esencia o substancia de la unicidad del ser: “Lo que existe, sea lo que sea, porque existe, co-existe”.[6] La singularidad no está desvinculada de su ser con-otros, de la pluralidad de la radical co-existencia. El con es lo que da el ser, sin ser éste un añadido. No es suma o sociedad; reúne y espacia; vincula en cuanto diferencia: Desde aquí debemos de tomar esta afirmación de Nancy: “La verdad del ego sum es un nos-sumus – y este nosotros se dice de los hombres para todos los entes con los que nosotros somos, para toda la existencia como ser esencialmente con, como ser cuya esencia es el con”.[7]

 

Es desde este punto inconmensurable que debemos pensar la radicalidad de la existencia: sin raíz, sin esencia, abismal, sentido ausente mas no ausente de sentido, sin un punto original y fundamental, pero sí una originariedad que toca y expone cada cuerpo en su diferencia constitutiva. Una comunidad existencial que no crea comunión ni hace hipóstasis en nada: ni siquiera en la nada (eso es precisamente el nihilismo). Si Nietzsche había clavado la sospecha en el corazón de toda significación de los grandes fundamentos de Occidente sobre destinos, esencias y naturalezas, Nancy piensa desde esta ausencia: “¿Y podemos pensar una tierra y un hombre, que sean lo que son, es decir nada más que tierra y hombre, que sean, pues, ninguno de sus horizontes ocultos, bajo esos nombres, ninguna de las perspectivas o de las miras a las que nos hemos desesperado y desfigurado los hombres?”[8]

 

Es muy complicado desmenuzar a un filósofo de la talla de Nancy; mucho más etiquetarlo, pero si aquí nos atrevemos a aseverar que un fuerte motor de su trabajo es, precisamente, des-hacer toda idea fundamental que mantiene como una justificación la barbarie del mundo: resquebrajar cada “sentido del mundo” por lo que el mal se da razón a sí mismo. “Esta tierra es todo menos un legado de humanidad”.[9] Pensar la comunidad es para interrumpir precisamente, esos “horizontes ocultos”, los fundamentos metafísicos de la comunidad que obra y proyecta destinos, en los que se sacrifican los cuerpos; sentidos presentados, “comunidades inmanentes” que determinan la identidad: pueblo, naturaleza, jefe, raza, patria… Aquí se gesta y se construye, día a día, la historia de la inhumanidad. Pensar es pensar la vía por la que toda identidad no lleve en su seno la semilla del exterminio de los otros.

 

El asunto importante del estudio que realiza Nancy, junto a Lacoue-Labarthe, al mito Nancy,[10] y que es el que nos incumbe también aquí, es el constante peligro de la puesta en marcha del mito: la apelación, velada o tácita, al retorno de una identidad supra-representada, su renovación y disposición de las sociedades. Esta “disponibilidad” para el mito, para el sentido que otorga la identidad que funda comunidades, que desespera por retornos y destinos, es lo que exige pasar por el pensamiento. Es lo que da razón a lo siguiente: ¡No hay comunidad! No más comunidad humana que produce su propia esencia y se define en ella. No más al antropocentrismo de toda comunidad en donde el hombre se construye a sí mismo a través de la comunidad humana. Esta es la comunidad inmanente que rechaza Nancy.

 

Pero a partir de este grito, de pulso derridiano, Nancy nos insta a pensar otra comunidad, inaccesible, impresentable. No concede nada a la ideología ni a cualquier representación de lo común. No obstante, con la misma potencia, afirma el gesto comunista que está fuera de cualquier esencia, identidad o sino. Esto es lo que asevera: “Por eso, al tiempo que se plantea que el comunismo ya no es nuestro horizonte insuperable, es necesario plantear también, con la misma fuerza, que una exigencia comunista comunica con tal gesto por el cual debemos ir más lejos que todos los horizontes”.[11]

 

La comunidad del nosotros somos el sentido no desaparece: com-parece; no hay mito que le dé figura o represente una comunión. Esta ausencia no crea otra comunidad u otorga otro contenido, sino una pasión o envite que comunica la comunidad en su interrupción. No hay ser común, sino ser en común: “Nada hay más común que ser: es la evidencia de la existencia. Nada hay menos común que el ser: es la evidencia de la comunidad”.[12] Es la pasión por no fundirse, por no hacer ningún permanente, por no anegarse, por la libertad que no crea esencia, de hacerse libre de todo dato común. La tarea de la filosofía y el pensamiento es, en cualquier discurso, nunca sustraerse, nunca abandonar el sentido en común. Resistencia que “resiste en el seno de toda colectividad y en el corazón de todo individuo”[13]. Sin servidumbre ni definición en ningún grupo o soledad; es la partición de uno-con-otro y que se abre en los límites de cada una de las singularidades.

 

III

 

Ahora bien, pensar ontológicamente nuestras circunstancias, desde el nosotros somos el sentido, lo que hemos nombrado filosofía en nuestras tierras hispánicas y latinoamericanas, con nuestros específicos problemas y dolores, y con lo que de Occidente nos hemos comprendido, es pensar la soberanía de lo fundado. ¿Qué querrá decir, aquí y ahora, que nuestras raíces en México siempre han sido míticas, como aseveraba Carlos Fuentes[14]? Cómo podemos seguir adelante con lo que aseveró en su Radiografía de una década: 1953-1963: “La inteligencia liberada, por una atención crítica y por una independencia solidaria que rechaza los clisés, los slogans, los esquemas simples y apuntan hacia una comprensión humana radical”.[15] No buscamos en este apartado otra cosa que marcar apenas una vía futura para saber a qué se apela o se renuncia cuando hablamos de una “inteligencia liberada” o una “comprensión humana radical”.

 

Ahora bien; ¿qué significa lo humano en nuestras tierras, con sus posibilidades latentes o inertes, desde el cumplimiento del sentido como significación?; ¿algo tendrá que ver con nosotros o podría ser unas moda sobrepuesta o nuevamente adoptada?; ¿únicamente porque Occidente cae, tendríamos que tomar esa caída igual en nosotros, particularmente en nuestros pueblos indígenas que luchan, desde hace más de 500 años, y resisten a la ficción de el “México imaginario”?[16]

 

La premisa que aquí nos obliga a seguir esta vía es que el mundo, tal cual opera ahora, tal como se despliega el sistema socio-económico y político —que desde sus semillas es civilizatorio— y que ha sobre-significado el capital como el uni-valor por el cual todo lo demás, es minusvalorado, ignorado; en donde todo cuerpo es equiparable e intercambiable por dinero. Esta semilla del mundo crece, como el desierto, como la herencia de Occidente.

 

Ya Leopoldo Zea afirmaba que el pensamiento en América Latina inicia en el tema socrático: en la reflexión y cuestionamiento dirigido específicamente a lo humano, a su ser más propio: la sospecha de su originalidad. “En la polémica De Las Casas con Sepúlveda se inicia esa extraña filosofía que en siglo XX se preguntará si posee o no una filosofía”.[17]

 

La preocupación de Zea no nos es extraña aún: un fondo común que existe entre los hombres y la necesidad de un verdadero humanismo que apele a algo más allá que a la mera razón que lleva en sus entrañas la dominación y la injusticia. ¿Qué podemos decir de este “fondo común” y de un humanismo que no se funde en sí mismo? Nos decantamos ahora por ese “fondo común” entre los hombres, ya que no podemos mantenernos en ambas nociones: no hay “los hombres” como algo despegado del mundo, sino que aseveramos que, porque hay mundo como sentido, hay algo así llamado como “los hombres”. Ya no podemos pensar en un “fondo común” porque no hay ser-común, sino la finita infinitud de cuerpos finitos indeterminables co-existiendo- sin un fundamental origen. Aquí podríamos hacer una re-lectura de ese fondo común por el en-común del “estamos” que no crea ni fundamenta nada de lo que hemos entendido por dominio. Así, no somos un “reflejo del hombre europeo”, puesto que éste no es lo-más propio-de-lo-humano; más bien, no hay tal fondo como lo más propio.

 

Sobre una “dignidad común”, afirma Zea: “Una dignidad proclamada por la filosofía occidental, no para un determinado tipo de hombre, sino para todo hombre”.[18] No podemos continuar con esta vía, pues una dignidad común no podría más que sostenerse en una estática esencia dada o por construirse; sin embargo, sí podríamos hacer el gesto de un valor expuesto en la existencia misma como un valor sin contenido que quizás Zea intenta tocar en la pesquisa de “[…] una humanidad concreta, con caracteres determinados, distintos, pero no tan determinados y distintos que lo humano deje de ser común a ellos”.[19] El cuerpo humano, en su arealidad y materialidad es esta humanidad concreta; y el nosotros somos el sentido, es el en común en el que se hace y deshace todo lo humano. Quizás la época nos pide a soltar eso que nombramos dignidad común entre los hombres y nos apremia a tocar el en-común-de-la-existencia que no crea ni produce un dato general o un significado último, y sí el valor de lo inconmensurable que se des-borda de cualquier determinación de “lo digno”. Este “estamos” del sentido es pugna y resistencia a cualquier asignación del “somos algunos” o de “los míos” del sin-sentido.

 

Quizás la radicalidad de la compresión de lo humano es este “estamos-juntos”, uno con otro y que no dimita a dos gestos: 1.- a una crítica o deconstrucción de toda comunidad en los que sus “nudos” vinculantes de proyectos o ideologías, dé razones  a la exclusión, tácita o explícitamente. 2.- No desistir al gesto por tocar, en cada significación, este nosotros somos el sentido que nada deja fuera: una comunidad ya siempre dada, llena de una pasión indómita por no perderse en ningún permanente. Aquí estamos con Luis Villoro: “La comunidad sólo se sostiene en el constante fracaso de la unificación total”.[20]

 

“La soledad es el fondo último de la condición humana”; reza Octavio Paz en su Laberinto de la soledad.[21] En esto no podemos seguir a Paz; no somos parte de una supuesta condición humana; no somos esa nostalgia de separación o de una vida más plena en una imposible totalidad. No somos de una “grandeza inefable” que se encuentra post-mortem o pre-natal. Así, no estamos presos en un laberinto entre vida y muerte. El individualismo siempre termina haciendo de la soledad esencia, y quizás Paz se equivoca al convertirlo en nuestro fondo metafísico.  El gran peligro de la representación del aislamiento son las ansias que desembocan y que Paz reconoce: “Y le pedimos al amor – que siendo deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y morir tanto como de renacer- que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte verdadera”.[22] El individuo está más que dispuesto a un dato identitario, a una philia que le dé comunión y significado a su vida y muerte. Sin embargo, aquí aseveramos que el individuo es la imposibilidad de cualquier anudamiento que no sea su propia soledad. No nos deben sorprender sus desesperaciones por el hambre de comunión. Toda desesperación es patética; toda ansia de identidad y de comunión lleva ya en sus entrañas el rechazo de lo otro.

 

En Paz podría darse una paradoja entre dos esencias: la soledad y el hambre de comunión. Aquí podría estar asentada la metafísica que sustenta a nuestra cultura, ética, política y sociedad. No nos debe extrañar la naturalización de nuestros excesos. Y todo esto con la re-creación o renovación de lo mítico: “[…] empezaremos a soñar otra vez con los ojos cerrados”;[23] aunque afirma una nueva “Forma de participación” que se oponga al racionalismo exacerbado, no deja de proponer el ciclo eterno de la recreación del mito. “…soñar con los ojos abiertos”: quizás sólo puede querer decir ahora no más que la conclusión de cierta lucidez racionalista; o de los sentidos bien identificados históricamente o del final de la identidad comunitarista como un dato que se sobre-exalta y sirve de guía para mantenernos en lo mismo. Podría ser una mejor opción orientarnos hacia la española, María Zambrano y su noción de soledad, que dista mucho de ser una condición humana y sí una creación: “En la vida humana no se está solo sino en el instante en el que la soledad se crea. La soledad en una conquista metafísica., porque nadie está solo, sino que se llega a hacer la soledad dentro de sí […]”.[24] Es una interioridad que lleva implícita lo otro. Esto lo sabía muy bien Miguel de Unamuno. “Soñar con los ojos cerrados” no puede ser más que la conclusión del sentido representado en una identidad sobre-exaltada en la comunidad; es la obscuridad clarividente de nuestra época: la negrura que alumbra como mil soles, que reza Nancy. ¡Ya no hay más mito ni identidad comunitaria! Lo que hay es la imposible soledad del nosotros somos el sentido. La imposible soledad del ser-juntos. ¿Cómo podemos pensar en creación y novedad si cerramos lo que siempre está abierto? Ello se da en la comunidad que nos des-borda, (in)significante; no es mucho, no es poco: solo donde se da todo el sentido posible.

 

Tampoco podemos seguir difiriendo infinitamente el sentido a un valor perdido o no alcanzado todavía. Reconocemos el gran esfuerzo filosófico que hizo recientemente Guillermo Hurtado por exponer un sentido perdido y apelar a otro nuevo, construido a través de la consciencia de la realidad y el ánimo por cambiarla;  sin embargo quizás nos apartamos en su fundamento, cuando en su obra, México sin sentido, apela a un valor extraviado o todavía no aprehendido: “Hemos perdido el sentido de nuestra existencia colectiva”[25]; o cuando asevera: “Mi esperanza es que en la medida en que construyamos un nuevo sentido, podemos ir resolviendo los demás problemas”.[26] No podemos seguir apostando a un “valor perdido” ni a un proyecto que envíe al sentido a un más allá histórico, sobre-significado de una esperanza que termina haciendo calumnia del presente. Aunque hace hincapié que el sentido al que se refiere es a una fuerza unificadora que oriente a la colectividad sobre unos valores, lo que realmente solicita es el mito: la Revolución Mexicana fue el último, y al estar ya perdido, nosotros estamos de igual manera. Es como si siempre necesitáramos de esa función reguladora: ya sea Barreda[27] que instaura el fundamento del orden que puede ser alcanzado a través de una “comunidad científica”; o el mito de la Revolución que dio justificación y fuerza al PRI durante la mayor parte del siglo XX; o el mito en ciernes de la Cuarta Transformación. No descartamos ni menospreciamos ningún esfuerzo; al contrario: honramos todos los esfuerzos con los que hemos aprendidos; esfuerzo que tenemos que seguir imitando. Sin embargo, sí nos decantamos por cuestionar los fundamentos y la metafísica que se construyen a partir de ahí, y que llevan la fuerza del mito y la disposición a ello de nuestras sociedades, materializándose la exclusión. Quizás, el sentido no está en nosotros, como personas o como mexicanos, y que creativamente tengamos qué realizarlo; más bien está ya siempre dado, está en el fondo obscuro que permite todas nuestras significaciones, como su fuente. No se trata de aspirar a una existencia colectiva sino de dar cuenta de que la existencia es ya, siempre, antes que cualquier colectividad y sus sentidos y sin-sentidos, co-existencia.

 

Sobre el problema de la descolonización, no pretendemos tomar ninguna posición aún, sin embargo, sí podemos problematizar aquí con el objetivo de ir abriendo vías de reflexión. ¿No toda descolonización es, lo acepte o no, radical? ¿Qué es lo que solicitamos cuando buscamos eso que hemos nombrado como “descolonización? Quizás un imposible. El descolonizador asume una cultura original que ha sido yuxtapuesta con Occidente: cristianismo, imperialismo, colonialismo, capitalismo, democracia, tecnología son las piezas incrustadas en esa cultura que, aunque lleve el fondo de lo diverso o lo mixto, es un fundamento que sigue operando en las formas de las ansias de recuperación o proyección. La justicia social e histórica quizás no puede ser llevada por una descolonización que apunta a ir quitándonos capas de Europa, como para develar algo original de nosotros. Nos mantiene, como pueblos e individuos, en una metafísica de la colonización: substancialmente somos aquello que fue colonizado; nos comprendemos desde la conquista y la colonia, con el proyecto de dar marcha atrás a lo que inició esto.

 

Nuestra posición es esta: ni ansia de identidad ni mito que la satisfaga. Ni pesquisas por el retorno a lo original, a la comunión ni a proyectos que construyan una esencia. Es en este laberinto donde, quizás, nos hemos extraviado en nuestra historia y filosofía. Las ruinas son sólo eso, y Quetzalcóatl, no regresa, afirma Carlos Fuentes.[28] Con esta posición no buscamos descalificar nada, pero sí pretendemos tomar una vía que nos lleve a desapropiarnos de una fundamental originariedad y un sentido último identificado de la comunidad. Seguimos apelando a Villoro: la comunidad no es un dato. Aún más si la pesquisa es el mito y su poder; o esta disposición a la imagen identitaria: las ansias de identidad y el capital, expuesto como la valoración sin límite, anulan todo valor, que, al final de cuentas, es deseo absoluto por lo absoluto. El capital es infinitamente deseado y expone su sentido siempre a distancia: la disposición social a la imagen política se vuelve absoluta entre las ansias identitarias y el “valor sin límite” del capital. Un valor infinito y un deseo absoluto que deja lo demás insignificante. Quizá es la razón por la que nuestras sociedades estén tan dispuestas a la hybris del narcotráfico: las desesperaciones identitarias y el valor sin límite del dinero fraguan sus atroces imágenes. Narco corridos, simbología cuasi-religiosa, el acomodamiento del cuerpo femenino a sus imágenes, lujos, leyendas… Todo bajo la barbarie y la contradicción de expresar el sentido desde la imagen del absurdo: La Santa Muerte.

 

IV

 

No obstante, nunca nos abandona el sentido: damos cuenta de ello en la intuición que tenemos de la coexistencia; en que no hay ningún Fundamento o Infinito que haga de este mundo, lo inmundo. Una resistencia pasible, que no es ejercer un poder contra otro: una Causa, Principio o Proyecto versus otro; todo aquello sostenido bajo una idea beligerante de lo fundamental y que ha sido el motor de la historia. No es pugna ni tampoco pacifismo que transige con la injusticia generalizada; es más bien, la libertad que hace temblar todo lo determinado. Es la decisión por la existencia; por soltar, dejar de hacer violencia, agarre por lo permanente, por el dato común, por la nostalgia por lo absoluto, por aquello que subyuga oda la existencia; dejar de “morder” las cadenas que nos sujetan o, más bien, con las que nos sujetamos desde esa mordida. Es el acto de des-sujetarse de un imperativo que nos obliga, desde siempre, a sostenernos, a intentar permanecer en lo permanente. Es dejarse tocar por el sentido que pasa y pesa a través de cada uno, cada cuerpo, inerte o no (¿no esto que llamamos “viviente” está nada más que conformado por lo inerte?). Es dejar-se, dejar-nos de la ficción con la que sostenemos toda la barbarie en el que día a día sobrevivimos; es abandonarnos a un sentido ya siempre dado, que le va sólo en su in-apropiación, en la sutil huida de todo lo que va naciendo. Resistencia sin bandera o imagen, pero no carente de verdad. Gesto por no hacer empuje, de no encontrar suelo firme, de no desesperar por el sentido que otorgue una función integradora (siempre a costa de la sangre, la violencia y la exclusión de algunos: de ellas están llenas nuestra historia, en donde se intercambian muertos), de esa Fuerza por lo Infinito y lo Permanente: el deshacimiento del esfuerzo patético por sostenernos y permanecer a un Infinito que nos asegure la vida. Rendirnos a lo que llega en la forma de huida. Es lo que Albert Camus atisba como la belleza del mundo: “Sin embargo, la naturaleza está siempre ahí.  Opone sus cielos tranquilos y sus razones a la locura de los hombres”.[29] Resistencia pasiva por hacernos libres, por colocar bajo el crisol del pensamiento ontológico todo discurso, identidad, proyecto, lo que pienso de mí y lo que pienso del mundo: una resistencia humana contra su propia inhumanidad; porque nada de lo que existe sea excluido. La existencia es co-existencia; y esto es su sentido; el des-bordamiento de una “comunidad imposible” que toca una pasión que interrumpe toda identidad y comunitarismo. Nosotros somos el sentido: ahí, en el ahí es donde tiene que tocar todo impulso; en un sentido siempre ya dado en su inapropiación, al que no hay que aspirar o desesperar. Quizás nuestras resistencias siempre se han intuido esto: somos en la im-propiedad; somos de lo que nada se apropia; somos en lo inapropiable. Desde aquí podemos aventurarnos a decir: “México no tiene esencia”. No tenemos un signo de lo más-propio, ni un proyecto que, al fin, nos dé comunión. Quizás nuestras más grandes desesperaciones y pasibles alegrías se gestan en sentirnos sin-esencia.

 

Quizás ir más allá de Uranga -que si bien expone magistralmente el ser del mexicano desde su finitud ontológica que lo sostiene en la accidentalidad y desasosiego como un intento de aceptarlo para una vida auténtica- y dar cuenta del abandono de nuestro ser y que, en ello, está entonces, disponible. Quizás así podamos seguir abriendo vías para que nuestro ser no se asuma únicamente desde uno de los extremos de la finitud, que es la insuficiencia, y sí desde donde todo lo nuevo surge, en un solo movimiento. No una finitud parcial que desespera y se concibe en “falta”, en el ya-no-ser o el volver-a-ser-un yo, sino desde la finitud absoluta de nacimiento/muerte, cada vez: quiasmo de lo que acaba y de lo que inicia, re-envío infinito de la finitud. Aquello que Nancy nombra la verdad de la existencia.[30]

 

Es nuestro doble movimiento: desesperar por una esencia original y lo pasible que no la necesita, que no desea más de lo que “somos”. Puede ser que en este asunto se encuentre la gravedad de nuestra época, de nuestras circunstancias: la oposición sensata a toda idea de conjunto que rompe el mundo en partes infinitas e incompatibles entre sí. Se trata de hacer mundo, no de fracturarlo; de no dar soporte y sostén a lo inmundo. Quizás se trate de cada-vez, cada-uno, nos des-identifiquemos de lo que nos ha otorgado una supuesta identidad, de lo que hemos asumido como nuestro o propio; de lo que hemos asentado como un “nosotros”, y nos abramos pasiblemente a lo ya dado: com-parecemos, nosotros somos el sentido; nada es excluido. Somos de lo que nada se apropia: la existencia; somos en lo inapropiable: el sentido.

 

Bibliografía

  1. Bonfil, Guillermo, México profundo. Una civilización negada, Grijaldo, México, 1989.
  2. Albert Camus, Obras 3, Alianza Editorial, Madrid, 1996.
  3. Fuentes, Carlos, Tiempo mexicano, Cuadernos De Joaquín Mortiz, México, 1971.
  4. Hurtado, Guillermo, México sin sentido, Siglo XXI Editores, México, 2011.
  5. Nancy, Jean-Luc, El olvido de la filosofía, Arena Libros, Madrid, 20013.
  6. ______________, La comunidad desobrada, Arena Libros, Madrid: 2001.
  7. ______________, Ser singular plural, Arena Libros, Madrid, 2006.
  8. Philippe Lacoue-Labarthe, Jean-Luc Nancy, El mito nazi (Traducción y epílogo de Juan Carlos Moreno Romo), Anthropos Editorial, Barcelona, 2002.
  9. Paz, Octavio, “Apéndice. La dialéctica de la soledad” en El laberinto de la soledad. Posdata. Vuelta a “El laberinto de la soledad”, F.C.E., México, 1999.
  10. Villoro, Luis, “Soledad y comunión”, Filosofía y Letras 17, 33 (1949).
  11. Zea, Leopoldo, La filosofía latinoamericana, Siglo XXI, México, 1994.
  12. Zambrano, María El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.

 

Notas
[1] Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, ed. cit., p. 27. En este asunto, podemos considerar que el “estado de guerra natural” también es otra idea que ha supuesto lo contrario y que tema la barbarie absoluta del hombre contra el hombre, y que por ello, le es indispensable al Estado y sus directrices mantener constreñida esa condición bélica. Aquí se encuentran contenidos todos los resquemores que apuestan a una destrucción masiva de cualquier anarquía o de pérdida de valores o leyes que regulen al hombre en su “bestialidad absoluta”.
[2] Jean-Luc Nancy, El olvido de la filosofía, ed. cit.
[3] Jean-Luc Nancy, Ser singular plural, ed. cit., p. 68.
[4] Jean-Luc Nancy, El olvido de la filosofía, ed. cit., p. 69.
[5] Jean-Luc Nancy, Ser singular plural, ed. cit., p. 15.
[6] Ibid., p. 39.
[7] Ibid., p. 43.
[8] Ibid., pp.10-11
[9] Ibid., p. 11.
[10] Philippe Lacoue-Labarthe, Jean-Luc Nancy, El mito nazi, ed. cit.
[11] Jean-Luc Nancy, Comunidad desobrada, ed. cit., p. 25.
[12] Ibid., p. 168.
[13] Ibid., p. 147.
[14] Carlos Fuentes, Tiempo mexicano, ed. cit.
[15] Ibid., p. 85.
[16] G. Bonfil, México profundo. Una civilización negada, ed. cit.
[17] Leopoldo Zea, La filosofía latinoamericana, ed. cit., p. 12
[18] Ibid., p. 40.
[19] Idem.
[20] Luis Villoro, “Soledad y comunión”, en Op. cit., p. 115, apud Teodoro Ramírez, “De Villoro a Nancy: la comunidad imposible” en DEVENIRES, IX, 17 (2008): 38-51.
[21] Octavio PAz, “Apéndice. La dialéctica de la soledad” en Op. cit., p. 211.
[22] Ibid., p. 213
[23] Ibid., p. 231.
[24] María Zambrano, El hombre y lo divino, ed. cit., p. 286.
[25] Guillermo Hurtado, México sin sentido, ed. cit., p. 13.
[26] Ibid., p. 14.
[27] Leopoldo Zea, El positivismo y la circunstancia mexicana, ed. cit.
[28] Carlos Fuentes, Tiempo mexicano, ed. cit.
[29] Albert Camus, “El exilio de Helena”, Op. cit.
[30] Crf. Jean-Luc Nancy, “Pensamiento finito”, Op. Cit.

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