Imaginación

Eduardo Barrón González, “Nerón y Séneca”, (Museo del Prado)

 

Trad. / Christian Santacroce

 

Los filósofos temen los caprichos de la imaginación, porque saben que de ahí proviene la locura de los individuos, pero también la locura de las masas, la obsesión de la revolución.

La imaginación es un don para los artistas, mas es veneno para los hombres de a pie.

La grandeza de Prusia se edificó sobre la falta de imaginación de sus habitantes, sobre su estricta disciplina y sobre su soporífera seriedad.

El bienestar de los nórdicos se construye gracias a su conmovedora falta de imaginación.

La razón tiene en pie al norte, mientras que la imaginación da color al sur.

Un comerciante holandés necesita de la reflexión, no de la exaltación periódica de que da prueba un pie calabrés.

La imaginación impone una dilatación del alma a la que no todos son capaces de hacer frente.

El rey que frecuenta largamente a los grandes filósofos de su tiempo no aprende de ellos sino su inmenso desprecio por los hombres.

Los déspotas ilustrados llegan a la conclusión de que son los únicos en comprender verdaderamente la naturaleza humana y esto les procura la suficiente confianza para intentar transformar el mundo.

El déspota ilustrado se sirve, por vez, de la imaginación y de la razón, sin que tenga necesidad de encender la imaginación de sus súbditos.

En cambio, el gran histérico sólo está dominado por la imaginación y siente una enfermiza necesidad de tener bajo control la imaginación de las masas mediante una suerte de hipnosis.

El déspota ilustrado sabe que las masas son inertes y no apuesta por su colaboración. Impone sus reformas sin necesidad del asentimiento de la multitud.

En cambio, el gran histérico vive con la ilusión de que su voluntad podrá cambiar en profundidad a las masas, transformándolas en plastilina para sus proyectos.

El gran histérico se esfuerza en alimentar constantemente la imaginación de las masas, manteniéndola en un permanente estado de exaltación.

El déspota ilustrado no necesita sino de la obediencia, está convencido de saber muy bien lo que hay que hacer.

El gran histérico es un fanático.

El déspota ilustrado es un cínico consumado.

El déspota ilustrado no vacila en utilizar látigo en nombre de los ideales de la Razón.

El gran histérico utiliza el látigo para estimular el celo de quienes cree faltos de entusiasmo.

El déspota ilustrado no necesita masas fanatizadas, sino sólo masas prestas a obedecer sin réplica.

En cambio, el gran histérico necesita el amor fanático de las masas, pues su delirio se alimenta del delirio que provoca entre la multitud.

El déspota ilustrado es frío, lúcido, implacable.

El gran histérico es un exaltado que vive su misión hasta el paroxismo y necesita el entusiasmo de la multitud.

Los agentes de los zares estaban convencidos de que la afervorada imaginación de los revolucionarios necesitaba del frío de Siberia…

Lenin realiza el paso entre un déspota ilustrado y un gran histérico. Inicialmente, cree que la razón es suficiente para guiar despóticamente a la multitud, pero luego se convence de que es preciso también desatar el pathos, y esto no es posible sin el intermedio de la imaginación.

Ciertos emperadores permanecen en la historia por sus hechos de armas, mientras que otros –sólo por las anécdotas relativas a su reinado…

Roma logró conservar su poder mientras existió un equilibrio entre sus emperadores estoicos y sus emperadores trastornados.

En cuanto estos últimos se hicieron más numerosos, la caída comenzó.

Todos los grandes historiadores de Roma parecen lamentar que Séneca no llegara al trono, pues les habría gustado disertar sobre la grandeza de los dos emperadores-filósofos, Séneca y Marco Aurelio.

Séneca, doctor de almas, tuvo que abrirse las venas para calmar la fiebre de Nerón…

Nerón es el precursor de los grandes histéricos, pues sentía una necesidad enfermiza de seducir a la multitud.

Sin embargo, no apostaba por el poder de inducir la hipnosis gracias a unos proyectos de reformación de la humanidad, sino por la intensidad de su arte.

Aunque emperador, Nerón deseaba ser amado en cuanto artista, no daba dos reales por su tiara imperial.

Es lo que les parecía imposible de comprender a los historiadores antiguos, para quienes no había gloria mayor que la de ascender al trono del más célebre imperio de la historia mundial.

Para Nerón, el harpa estaba por encima de la tiara.

No cabe duda de que habría deseado ser Homero más que Augusto.

Nerón hace parte de la serie de esos soberanos para los que nada podía igualar la importancia del arte.

Lo cual parece haber ofuscado a sus contemporáneos más que su crueldad.

Otros soberanos semejantes a Nerón en lo que se refiere a su amor por el arte: la reina Cristina de Suecia, Estanislao Leszczynski, rey de Polonia y luego duque de Lorena, el rey Luis II de Baviera.

Nerón no es un filósofo-rey, sino un emperador-artista.

Nerón perdió su trono por intentar imponer a sus contemporáneos la idea de que el arte es superior a la vida.

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