El hombre solo necesita reglas cuando está lejos de su esencia: mística y abandono de las virtudes en Margarita Porete y el daoísmo

El hombre solo necesita reglas cuando está lejos de su esencia: mística y abandono de las virtudes en Margarita Porete y el daoísmo

Ilustración 1(Fotografía tomada el 30 de abril de 2024 del siguiente sitio web, de acceso público: https://www.filosofiaesoterica.com/lao-tzu-on-all-around-mastery/ )

 

Resumen

El presente texto tiene en su base una experiencia interior. Experiencia que yace en el corazón auténtico de todas las religiones, más allá de sus vestiduras simbólico-históricas exteriores: se trata del contacto directo e inmediato con lo divino. Esta experiencia es la que decide todo lo esencial, y en la medida de haber entrado en relación con ella se obtiene, por destilación, un ethos muy particular, donde pierden pertinencia todas las reglas exteriores para conducir la conducta, pues uno es capaz de actuar en transparencia con el Sentido que le habita. Esto es lo que muestran, cada uno en sus propios términos, el sabio daoísta y Margarita Porete: el ser humano solo necesita reglas cuando está lejos de su esencia.

Palabras clave: mística, ética, daoísmo, Margarita Porete, Dao, Amor

 

Abstract

The present text is made up at its foundation of an interior experience. An experience that lies at the most authentic hearth of all religions, well beyond their outter symbolic-historical trappings: it is about the direct and unmediated contact wih the divine. This experience is what decides everything that is essential, and insofar as having come into contact with it, by distillation, a very particular ethos is obtained, whereupon all exterior rules of conduct lose their pertinence, since one is capable of acting transparently in accordance with the Sense that inhabits them. This is what both the Daoist sage and Margarita Porete—each in their own terms—show. Human beings only need rules when they are estranged from their essence.

Keywords: mysticism, ethics, Daoism, Margarita Porete, Dao, Love

 

 

 

 

Preludio

 

Aquello que aquí nos convoca es una ausencia y un olvido. El reconocimiento de que, en nuestra errancia demencial, algo extraviamos, algo perdimos (algo directamente relacionado con el extravío de nosotros mismos). Ausencia y olvido que constituyen, en unidad, la base fundamental (querámoslo o no; reconozcámoslo o no) del tono de nuestro tiempo: de los gestos errantes de nuestros rostros, de las cicatrices espurias de nuestras manos. Y si nuestra andadura ha degenerado en errancia es precisamente porque aquello largamente olvidado es no solamente la medida de lo que somos, sino el asiento donde la condición humana encuentra su verdadero sustento: su plenitud auténtica. Aquello que olvidamos, o que nos hicieron olvidar aquellos que no lo entendieron, es la realidad de lo Sagrado.

 

¡Oh misterio incomprensible! Dios se ha perdido a sí mismo.

Por eso quiere ser en mí un nacido de nuevo.

—Angelus Silesius, El Peregrino Querúbico (I, 201).

 

 

I. Mística y Ética

 

Siempre ha sido problemático hablar de una tradición «mística». ¿Es el místico un lunático, un iluminado o un hereje? Probablemente, las tres cosas, dependiendo de quién lo juzgue, pues las clasificaciones son siempre provisorias e insuficientes. Y no solo las clasificaciones, sino quizá incluso el lenguaje mismo sea incapaz de comunicar lo esencial (¿qué se puede decir con justicia de una experiencia tal? Cuando las palabras tienen que comunicar lo más sutil, incluso los más grandes desaciertan). Quizá en última instancia la palabra no sea más que el velo mismo, aunque velo, eso sí, que en su velar es capaz (cuando su decir es esencial), de orientarnos y conducirnos al umbral de lo originario y de lo original. Habiendo, pues, asumido la accidentalidad inevitable de cualquier clasificación, podemos decir: utilizaremos la noción de mística para hablar de una experiencia humana fundamental, del destino verdadero de todos nuestros anhelos: la experiencia directa e inmediata de Dios (aunque quizá con esto no estemos diciendo mucho: el mapa siempre es distinto del territorio). La pretensión central de nuestro texto será establecer que es este contacto el que decide todo lo esencial; y que habiendo morado en él cultivamos, por destilación, un ethos muy particular. Un ethos que, siendo uno con el Sentido, ya no necesita de instancias externas para dirigir la acción: un ethos que se rige por la espontaneidad del Cielo y no por la moral de los hombres. Un ethos, en fin, originario, de corazón inflamado, que está más allá de las virtudes.

 

II. Fusión de horizontes: la experiencia interior

 

Es porque estamos hablando de una experiencia interior y de una vivencia del alma que podemos, más allá de cualquier pretensión de rigor académico hueco, poner en relación tradiciones y pensadores tan alejados (solo aparentemente, solo en lo accidental) entre sí: lo que aquí nos ocupa desafía incluso las nociones corrientes de espacio, de tiempo, de historia. Las afinidades encontradas sugieren, ciertamente, que detrás de los recubrimientos contingentes— detrás de la ilusión de la historia y de la cultura, detrás de las religiones, y de las máscaras del dios—se hallan verdades metafísicas y psicológicas más profundas: experiencias fundamentales del alma (estamos en una región anterior a la separación entre psicología, cosmología y metafísica: lo esencial es la experiencia que pulsa debajo de la corteza de la letra). Es, pues, desde esas verdades metafísicas más profundas que René Guénon o Ananda Coomaraswamy pueden hablar de una tradición primordial, de una cadena áurea del saber humano, de una philosophia perennis. Es, pues, en este mismo sentido— como revestimientos de una misma cadena áurea, como ecos de un mismo instante eterno—, que pretenderemos poner en relación, mediante una fusión de horizontes hermenéuticos, dos momentos fundamentales de la «mística»: Margarita Porete y el daoísmo.

 

Reivindicando lo anterior—poniendo el énfasis en la experiencia interior— ganamos la posibilidad de poner en relación no solamente tradiciones alejadas entre sí, sino (y esto es lo fundamental) a nosotros mismos con el texto y con lo que pulsa por debajo de él. Nuestra pretensión se justifica, pues, en la medida en que le dice algo a nuestros corazones, a nuestra vida entera (y no solamente a nuestro cerebro y a nuestra erudición). Hemos de constatar que visitamos esta clase de tradiciones no para saciar una curiosidad histórica, ni por gimnasia de la especulación estéril, sino que lo hacemos porque ello nos habla de nuestro anhelo más profundo, porque convoca a las raíces profundas de nuestro ser, a sus tribus ocultas.  No vemos, pues, en estos textos ni meras piezas de museo ni cosas que pasaron hace mucho tiempo: lo que vemos aquí es nuestra alma confrontada con su propia profundidad, que insiste y que nos teje desde dentro (desde nuestra perspectiva cualquier otra aproximación es un despropósito, por erudito o «riguroso» que sea). Visitamos, en fin, estas tradiciones para salir del olvido, para recordar lo que verdaderamente somos. Y en ello se juega nuestra redención.

 

Ahora bien, hacer un recorrido exhaustivo del cruce entre Margarita Porete y el daoísmo es ciertamente excesivo para este espacio, que solo pretende sembrar intuiciones y sugerir rutas. Aun reconociendo esto, pero buscando no quedarnos solamente en generalidades, podemos aún aproximarnos a un tema (a una región y a un aspecto de la experiencia de lo sagrado) que tiene la virtud de conjugar todos los elementos hasta aquí convocados, a saber: la constatación de que habiendo entrado en el seno profundo del Sentido (es decir: teniendo una experiencia directa e inmediata de lo divino) se trasciende, por destilación, la necesidad de toda regla externa para dirigir la acción: se vive siguiendo la espontaneidad del Cielo y no la moral de los hombres. Se abandonan las Virtudes y se mora únicamente en Amor. Si meditamos la cuestión a fondo, veremos en qué medida es lo divino el auténtico sustento de la condición humana, su base indestructible, aquello que decide todo lo esencial. Y es desde esta experiencia interior a que nos convocan el sabio daoísta y Margarita Porete que podremos hacer de nuestra desorientación, de nuestra errancia, un peregrinaje.

 

 

Ilustración 2(Fotografía tomada el 30 de abril de 2024 del siguiente sitio web, de acceso público: https://www.metmuseum.org/art/collection/search/53201)

 

III. El Daoísmo: una aproximación

 

Lo que aquí nos ocupa es una cuestión que se abisma metafísica, más que se destila ética. Estamos ante la comprensión de las verdades profundas del Ser, es cierto, pero no por ello se vuelve un saber tan solo especulativo, desligado de la vida. Todo lo contrario: esta es, podríamos decir con René Guénon, una metafísica operativa: de realización—y no de mera especulación—espiritual. Es, pues, una ética ligada al misterio: pero el misterio es a la vez lo más inmediato, lo más cotidiano.

Quizá esto sea ligeramente más claro en el caso del corpus daoísta. Pues la filosofía china antigua nunca fue una cuestión meramente intelectual, ni se buscaba el saber “por el saber mismo” (característica que, por otro lado, hemos descubierto de modo análogo a propósito de la filosofía antigua «occidental», como ha mostrado Pierre Hadot), sino que era un saber que naturalmente se destilaba en ética, en política, en vida. De modo que cuando hablamos del Dao no hablamos solamente de un principio metafísico abstracto y obscuro, sino que hablamos, en última instancia, del principio que rige el cosmos y su ritmo armónico, y del mandato del Cielo que rige también la conducta propicia del sabio (pues el Dao es no solo la esencia de todo el cosmos, sino la suya propia). De ahí que la pregunta filosófica fundamental del antiguo daoísta no sea tanto un “¿qué es el ser?”, sino un “¿dónde está el Camino, la Verdad, el Dao?”.[1] Aquí, una vez más, se pone de relieve en qué medida, vivir de acuerdo al Dao, morar en el Sentido, es lo único que puede engendrar una orientación ética verdaderamente armónica: la «euritmia» (el movimiento propicio, beneficioso, bello) del Dao hace de nuestras errancias verdaderos peregrinajes. En cambio, cuando uno se ha alejado de la propia esencia, del propio corazón (que es, en última instancia, el corazón del mundo), lo que acontecen son instancias externas: leyes, reglas, virtudes. En el caso del sabio daoísta esto contrastó históricamente con el corpus y el modo existente confuciano, tan labrado en torno a las virtudes morales (y al amor filial, etc.). En el Daodejing, se dice:

 

Cuando se pierde el gran Sentido,

aparecen la moralidad y el deber.

Cuando la inteligencia y la erudición prosperan,

surgen las grandes mentiras.

Cuando nace el desacuerdo entre parientes,

aparecen el deber y el amor filial.

Cuando la confusión se expande por el estado,

surgen los leales funcionarios.[2]

 

 

Para un lector poco atento esto resultará del todo extraño. Lo primero que ha de hacerse patente es que lo aquí mostrado rompe, naturalmente, con el sentido común. Llevamos tantos siglos alejados de la verdadera vida que ciertas categorías, contrarias al Sentido, gozan hoy de la aprobación dominante: moralidad, deber, erudición, amor filial, lealtad. Pero lo que quiere aquí mostrarse es que estas son categorías propias del oscurecimiento del Sentido. En realidad, en lugar de llenarse eruditamente de tratados de ética, en lugar de llegar solo intelectualmente a las conclusiones que han de conducir nuestra conducta, el sabio daoísta diría: «Olvida eso. Solo conéctate con tu esencia.»

 

Llevamos tanto tiempo alejados del verdadero Sentido que esto sonará como una vana y barata religiosidad new age. Pero en realidad, en algo tan simple (y al mismo tiempo profundo) se condensa todo el misterio. Se trata de vivir de acuerdo con el propio Deseo (nuestro Deseo más genuino y profundo, más allá de los pequeños deseos espurios), del propio Dao, del propio Amor divino que nos habita. Ciertamente, para una mentalidad moderna sería preferible erigir un sistema, racionalmente comprensible, con una serie de recetas hechas de antemano. Pero eso es contrario al Sentido último, pues el Sentido no es algo fijo, sino algo que brota naciente a cada instante (se dice en el Zhuang Zi, otro libro fundamental de la tradición daoísta antigua: «Sin embargo, hay una dificultad: el adecuado conocimiento siempre depende de algo, y este algo no es nunca fijo»[3]).

El Sentido, si bien esencial y eterno, no por ello es estático o fijo, ni por ello es predecible o está dado de antemano. En realidad, el Sentido, en su aspecto creativo y brotante (es decir, cuando opera en el plano de la manifestación), es flexible, elástico, sutil, dinámico. En su dinamismo necesita, pues, para acontecer, de lo Abierto: espacios vacíos, cuencos dispuestos a recibirlo. Como la copa o el cántaro, la verdadera utilidad de lo que pertenece a la Tierra es modelar el espacio en su interior para recibir los influjos del Cielo. Solo vaciándonos puede brotar, sin intervención, el Sol interior. En esto está pensando el sabio daoísta: «Esto es lo que llaman al Tao con el corazón, no estorbar el cielo con lo humano. Así era el Hombre Verdadero».[4] Solo estando vacíos puede acontecer el Sentido renovado a cada instante: si no estamos vacíos, estorbamos el Sentido naciente con nuestras preconcepciones fijas, que ya han caducado (recordemos: «El hombre se conforma a lo prefijado por su mente y lo toma por maestro. ¿Quién es el hombre extraordinario que se priva de ello?»[5]). El Daodejing dice:

 

¡Crea en ti la perfecta vacuidad!

¡Guarda la más completa calma!

Entonces, todo puede surgir a la vez,

contempla su cambio.

Cada cosa, por muchas que haya,

retorna a su raíz.

El regreso significa calma.

La calma significa encomendarse al destino.

Entregarse al destino significa eternidad.

Conocer la eternidad significa claridad.

La ignorancia de lo eterno

te sume en la confusión y el pecado.

El conocimiento de lo eterno

te torna tolerante.

La tolerancia conduce a la equidad.

La equidad conduce a la soberanía.

La soberanía conduce al Cielo,

y el Cielo desemboca en el Sentido.

El Sentido es lo permanente [que no estático, sino permanente en su cambio],

Desembocar en el Sentido es no correr peligro.

 

Para entender los textos fundamentales del daoísmo la erudición no alcanza: la razón discursiva, el mero raciocinio, tampoco. Abandonar y trascender la erudición y el pensamiento discursivo no significa reivindicar una infrarracionalidad (como en ocasiones muy pobremente se ha leído), sino lo contrario: osar el salto a una suprarracionalidad, ya no meramente «racional», sino intuitiva, simbólica, espontánea (desde la tradición platónica podríamos decir: ya no se trata de diánoia, sino de nóesis). Sin duda, en tanto que bordeamos el Misterio, ya no es posible hablar claramente (la claridad y la distinción son aún meramente racionales; todo lo esencial del espíritu es ambiguo). Lo que hace falta aquí es un saber del corazón, un saber que ha integrado lo racional y lo irracional, lo visible y lo invisible. Se trata de hacer comprensible lo incomprensible mediante un salto que ya no da lo yoico, sino el homus totus. En este misterio se condensa la sabiduría daoísta.

 

Con vistas en cerrar la reflexión (muy provisional, siempre insuficiente) en torno al corpus daoísta, y para partir a sus similitudes esenciales con lo intuido (es decir, tocado desde dentro) por Margarita Porete, rocemos una de las nociones que hacen sensible como pocas otras la hondura misteriosa del Dao: el wu wei. Aquí, otra vez, moramos en la ambigüedad divina, pues esta noción, como el Dao mismo, mora más allá de los pares de opuestos. Esto se pone de relieve enfáticamente cuando consideramos que el wu wei es una acción que ha logrado condensar y trascender (como hace todo símbolo) sus polaridades: es una acción más allá de la pasividad y de la actividad entendidas en sentido corriente. El wu wei, la acción más refinada posible, es una acción no-actuante (en cierto sentido una no-acción), una acción que no estorba el flujo perfecto del Dao, que es una con él. Es, sencillamente, lo inevitable (pero decir claramente qué sea esto es imposible). En esa medida, es como si el sabio daoísta «no hiciera nada», pero al mismo tiempo, al hacer esto el sabio, permite que nada quede sin hacerse. En el Daodejing se dice:

 

El que practica el estudio

incrementa cada día su conocimiento.

Quien practica el Sentido [el Dao],

lo ve reducirse cada día.

Se va reduciendo y reduciendo,

hasta llegar al No Hacer [wu wei].

No hace nada, y nada queda sin hacerse.

El reino solo puede alcanzarse

cuando se está libre de toda actividad.[6]

 

Aquí se pone de relieve una vez más lo esencial y su misterio. La actividad (humana, yoica), en este sentido entendida, es el estorbo mismo: aquello que saca al Dao de su flujo armónico e intuitivo. En esa medida, todos los esfuerzos humanos deben operar no en el sentido de una actividad «producida» por uno mismo, sino recibida como donación, recibida desde el Sentido. El ser humano no ha de crear un sol, sino que ha de despejar las nubes para que el Sol acontezca (la vana erudición, la mera acumulación de conocimientos, a veces fungen más como nubes que obnubilan que como rayos de sol que iluminan). Esto lo saben muy bien los artistas: la «creación» es pura receptividad. Uno es el medio, uno acompaña y vigila; uno apenas abre el espacio, se torna cuenco, se pone a la escucha. Pero es desde el dictado de las voces de la profundidad, desde lo completamente Otro, que podemos encontrar la verdadera vida: la expresión del Sentido.

Ilustración 3(Fotografía tomada el 30 de abril de 2024 del siguiente sitio web, de acceso público: https://eukleria.com/wp-content/uploads/2012/10/margerite-porete.jpg )

 

IV. Margarita Porete: mística cristiana

 

            El espejo de las almas simples es la narración de una experiencia mística: el relato en el que Margarita Porete, entrando en contacto con las voces de su profundidad, se puso de camino al «País de la Libertad»: su propia esencia, su patria y su destino: el seno de lo divino. Es, en esa medida, el relato de un alma exiliada que busca el regreso a su propio origen. Claramente, las connotaciones específicas—el lenguaje y el registro en que escribe Porete— son distintas de aquellas del sabio daoísta (casi siempre más sobrias, más serenas en el caso de este último). Pero si pensamos que ambos hablan del camino interior, y del único camino genuino, que es la divinización de la propia alma, encontramos una profunda cercanía (ambos son ecos de un mismo instante eterno). De modo que esta puesta en relación no ignora ni minimiza la riqueza inmensa de sus diferencias, sino que apunta a una región donde las diferencias son menos esenciales que las coincidencias. No se ignora la diferencia: es de la más alta importancia que el camino interior sea señaladamente singular, habitado por símbolos que nos pertenezcan y nos convoquen, pero no por ello dejamos de intuir que en cierto sentido (en el sentido más esencial) son todas rutas que conducen «al mismo sitio», y que brotan de las mismas fuerzas numinosas. Singularidad y universalidad se ven, nuevamente, superados por aquello que está más allá de los opuestos, por el centro verdadero (coincidentia oppositorum).

 

Es, pues, así que encontramos ya nociones muy distintas: hablamos de gracia, de amor, de la «voluntad de Dios», y sin embargo nos vemos también conducidos al «País de la Libertad»: al vacío divino y esencial que pulsa detrás de todos los modos en que nombramos lo divino. Margarita Porete habla de la «vida anonadada», donde el corazón se ha vaciado por completo de sí mismo, pues quiere conocer lo divino sin mediación. Es así, de modo análogo a lo que escuchamos del daoísmo, que se puede tener, ya en palabras de Porete, «un amor nuevo, inmediato, pues ya no busca la divina ciencia en los maestros de este siglo»[7]. Del mismo modo, su modo de aproximación ha trascendido las obras: ya ni siquiera es que «haga algo por Dios», pues no hace nada, está anonadada. Su fé es una «fé que se salva sin obras»[8], que se halla solo en amor.[9] (Recordemos del sabio daoísta: el reino solo puede alcanzarse cuando estamos libres de toda actividad). Este amor es el que lo decide todo: ya no hay «actividad» (en el sentido corriente, o yoico, del término), pues ya no hay separación ni instancias externas. Es así que el alma enamorada de Dios se despide para siempre de las virtudes:

 

Virtudes, me despido de vosotras   para siempre,

Tendré el corazón más libre             y más alegre,

Serviros es demasiado costoso,       lo sé bien,

Era entonces vuestra sierva,             ahora me he liberado.

 

Sufrí grandes tormentos    mientras duró mi pena,

Es maravilla         que haya escapado con vida,

Pero como es así, poco importa ya:    me he separado de vosotras,

Doy por ello gracias al Dios de las alturas;   el día me es favorable,

Me he alejado de vuestros peligros,               en los que me hallaba con gran

contrariedad.

Nunca fui libre     hasta que me desavecé de vosotras;

Partí lejos de vuestros peligros        y permanecí en paz.[10]

 

 

No hace falta repetir lo que ya se ha puesto de relieve por sí mismo en el caso del sabio daoísta. Pero sí vale la pena llamar la atención una vez más sobre esto: la reivindicación de un camino interior verdaderamente singular y de contacto inmediato no puede ejercerse sin una ruptura con el orden semiótico imperante. Aun sin profundizar mucho en ello, podemos reconocer que el cristianismo históricamente fue, al menos en su faceta «oficial» y exotérica, una religión esencialmente moral y política. La Iglesia, como institución, más que un recinto de lo sagrado, fue un tribunal. No sorprende, pues, que Margarita Porete haya sido, por este escrito que nos ocupa, condenada a la hoguera por la Inquisición. Su saber se confrontaba directamente con la institución eclesiástica, e incluso ponía en entredicho su necesidad misma como mediación (pues su contacto con lo divino era, efectivamente, in-mediato: su Iglesia, su Templo, era, sin duda, interior). En una religión esencialmente moral y represiva, litigante de valores universalmente impuestos, Margarita Porete escribió: «Esta Alma no se cuida, ni de vergüenza, ni de honor, ni de pobreza, ni de riqueza, ni de alegrías, ni de penas, ni de amor, ni de odio, ni de infierno, ni de paraíso».[11] Y claro, no podía ser de otra forma, pues esas palabras, cuando impuestas externamente, están vacías de sentido. El Amor divino, que distinguimos del «amor» moral (aún preso de los pares de opuestos, demasiado humano), no necesita ya de instancias externas, pues a cada instante saca su propia medida. No se necesitan virtudes, pues se mora en el origen, en lo esencial. Es así que uno no persigue las virtudes, sino que las virtudes lo persiguen a uno: vienen libremente, sin contradicción y sin esfuerzo. Del mismo modo que el sabio daoísta «sin hacer nada», hacía todo, así, Margarita Porete, trascendiendo las virtudes, es máximamente virtuosa. «Pero las Almas de las que hablamos han puesto en su sitio a las Virtudes, pues estas Almas no hacen nada por ellas. Si no que son las Virtudes las que hacen todo lo que las Almas quieren, sin dominio, sin contradicción, pues las Almas son sus dueñas»[12].

 

Siguiendo sobre la misma intuición, observemos que, del mismo modo que en la dimensión ética, en el orden del saber también hay un «salto ontológico». Del mismo modo que el sabio daoísta renegaba de la mera erudición, de la mera acumulación de conocimientos racionales (humanos, demasiado humanos), Margarita Porete reconoce inmediatamente que la trascendencia del saber racional humano a la sabiduría divina viene dada también in-mediatamente: por la gracia. Por ello no sorprende que el siguiente diálogo sea tenido entre la Razón (humana) y el Amor (divino), instruyendo este a aquella:

 

Razón: ¡Ah, por dios, Amor! ¿Qué significa lo que estáis diciendo?

Amor: ¿Qué significa? —dice Amor—. Ciertamente, eso lo sabe aquel al que Dios le dio

Entendimiento y ningún otro, pues las Escrituras no lo enseñan, ni sentido humano lo comprende, ni el esfuerzo de las criaturas logra entenderlo o comprenderlo, puesto que es

un Don concedido por el Altísimo en el que la criatura es arrebatada por la plenitud del conocimiento y no queda nada ya de su entendimiento. Y esta Alma, que se ha convertido en nada, lo tiene todo y por ello no tiene nada, lo quiere todo y no quiere nada, lo sabe todo y no sabe nada.[13]

 

Este diálogo es nodal para todo cuanto nos convoca. Por un lado, hemos de insistir en la extrañeza que experimenta la Razón cuando se está más allá de ella: en lo supra-racional. La Razón naturalmente combatirá por algún tiempo su propio desplazamiento, pues lo que se está viviendo, ella, por sí sola, no es ya capaz de comprenderlo: es necesario trascender la Razón e ir al furor divino. Por otro lado, es también evidente lo que antes se apuntaba: estamos en la región de la pura receptividad. Nada de esto es producido por el yo, ni menos por la Razón; es algo que se recibe como Don, que es pura Otredad. Lo que sí está en nuestra mano hacer es el completo vaciamiento: hacernos Nada. Pero no una Nada meramente yerma o negativa, sino una Nada que por haberse vaciado es capaz de acogerlo todo: una Nada flexible, llena de potencialidades. En esa medida podemos serlo todo, siendo nada.

 

Una vez más:

Amor: A esto os respondo, Razón—dice Amor—, como ya dije antes y os lo repito una vez más, que ni todos los maestros de las ciencias de la naturaleza, ni todos los maestros de la escritura, ni todos cuantos permanecen en el amor y la obediencia a las Virtudes lo entienden ni lo entenderán como hay que entenderlo. Estad segura de ello, Razón—dice Amor—, pues nadie entiende estas cosas, excepto aquel a quien Amor Puro llama.

 

Este don—dice Amor—se otorga a veces en un instante; quien lo reciba, que lo guarde, ya que es el don más perfecto que Dios concede a la criatura.[14]

 

Con esto hemos llegado al culmen de cuanto nos ocupa. Hemos de referir a la ausencia y al olvido con que empezamos la navegación: nuestra andadura es una errancia porque nos hemos alejado del Sentido (llámeselo Dao, llámeselo Amor divino: quienes lo han experimentado saben que su realidad trasciende el lenguaje). La única orientación virtuosa está más allá de las virtudes morales; las únicas respuestas verdaderas están más allá de las verdades de la razón. En realidad, aquello que lo decide todo es algo que está más allá de todo cuanto pueda decirse, de todo cuanto pueda actuarse: está del otro lado del espejo. Más solo habiendo cruzado el río podemos encontrar estabilidad en nuestra navegación de sus corrientes. Lo que es menester experimentar es Aquello que nos sostiene cuando ya no podemos sostenernos por nosotros mismos, cuando hemos cedido por completo el control. Es entonces que podemos conocer el Amor Puro y la Realidad Verdadera: habiéndolo perdido todo, incluso la propia voz. Así, entregándonos a ese abismo sin restricción, entregándole nuestra totalidad al Sentido, constataremos: la verdad está del lado de la muerte.

 

Bibliografía

  1. Lao Zi, Tao Te King, Marie Wohlfeil, Editorial Sirio, Málaga, 2012.
  2. Liu, Jeelou, An introduction to Chinese Philosophy. From Ancient Philosophy to Chinese Buddhism, Blackwell Publishing, 2011.
  3. Porete, Margarita, El Espejo de las almas simples, Blanca Garí, Editorial Siruela, 2005.
  4. Zhuang Zi, Los capítulos interiores de Zhuang Zi, Pilar González y Jean-Claude Pastor-Ferrer, Trotta, Madrid, 2005.

 

Notas  

[1] Cf. Jeelou Liu, An introduction to chinese philosoph. From Ancient Philosophy to Chinese Buddhism, pp. 1-15.  
[2] Tao Te King XVIII, ed. cit., p. 64.
[3] Zhuang Zi, VI.
[4] Idem.
[5] Ibidem., II.
[6] Tao Te King, XLVIII, ed. cit., p. 99.
[7] Margarita Porete, El espejo de las almas simples, p. 37.
[8] Ibidem., p. 36.
[9] Idem.
[10] Ibidem., p. 38.
[11] Ibidem., p. 39.
[12] Ibidem., p. 41.
[13] Ibidem., p. 39.
[14] Ibidem., p. 42.