Grafos de Eros: escritura, subjetividad y deseo (Una condición fronteriza entre filosofía, poética y psicoanálisis)

Grafos de Eros: escritura, subjetividad y deseo (Una condición fronteriza entre filosofía, poética y psicoanálisis)

 

Resumen:

El presente ensayo ensaya algunas derivas limítrofes entre la escritura, la subjetividad y el deseo, asumiendo que no son, sino tres formas fundamentales de un mismo devenir ontopoético de nuestra abisal condición humana. Escribir, existir y desear encarnan tres verbos infinitivos que despliegan la errancia sin fin de una condición humana fronteriza finita-transfinita que siempre está orientada hacia las formas de la exterioridad liminal. Problematizar, cuestionar y explorar la escritura, la subjetividad y el deseo son acciones que posibilitan interrogarnos y respondernos aquí y ahora sobre nuestro ser y acontecer. El presente texto se despliega como una serie de urdimbres deshilvanadas cuya única coherencia reside en la elucidación de nuestra condición fronteriza desde sus bordes y umbrales. Se asume como un borrador en marcha.

Palabras claves: Escritura, subjetividad, deseo, pensamiento, psicoanálisis.

 

Abstract:

This essay tests some borderline drifts between writing, subjectivity and desire, assuming that they are nothing but three fundamental forms of the same ontopoetic becoming of our abyssal human condition. Write, exist and desire embody three infinitive verbs that display the endless wandering of a finite-transfinite borderline human condition that is always oriented towards the forms of liminal exteriority. Problematizing, questioning and exploring writing, subjectivity and desire are actions that make it possible to question and respond here and now about our being and events. This text unfolds as a series of unraveled warps whose only coherence lies in the elucidation of our border condition from its edges and thresholds. It is assumed as a draft in progress.

Keywords: Writing, subjectivity, desire, thought, psychoanalysis.

 

 

 

Subjetividad, encarnación de una herida en fuga

¿Y si la subjetividad no fuese más que la trayectoria errática de un cuerpo doliente y herido de muerte en pos de un miserable consuelo?[1] ¿Y si la escritura, mejor dicho, el acto de escribir no fuera sino la capacidad suprema y limítrofe, potencia pura en la impotencia, de agregar –según George Bataille– “un rasgo a la visión desconcertante, que asombra, que espanta”, y que despliega aquello que es el hombre para sí mismo trágica e incesantemente? Y si también, como añade: ¿no es el temor por volverse uno loco que habita nuestras entrañas como un deseo insatisfecho y que nos inunda de ardor y extravío, aquello que nos lleva a escribir, a no poder dejar de seguir escribiendo, incluso a costa de la propia vida? En su magnífico libro Sobre Nietzsche, voluntad de suerte escribe que: “Considerada en la perspectiva de la acción, la obra de Nietzsche es un fiasco –de lo más indefendible– y su vida no es más que una vida fracasada, así como la vida de quien intente poner en práctica sus escritos”[2]. ¿Acaso no es la escritura una forma heroica y trágica de darle sentido al fracaso, acaso no se escribe –como lo hiciera y lo escribiera también, Fernando Pessoa– para fracasar mejor y con más estilo?  ¿Acaso la soberanía de la escritura –saber de y desde la nada– no encarna, da forma, a la afirmación irrestricta de la banalidad y nadería más exquisita en la postrimería del desastre sin fin? Y si todo no es más que una bagatela y en ello se nos va la vida, ¿para qué escribir?

El porqué de la escritura resulta tan enigmático como el porqué de la vida misma: ¿para qué vivir? No hay respuesta última ni definitiva y toda argumentación en pro o en contra resulta parcial, relativa y cuestionable. La subjetividad, propia y ajena, se antoja en todo caso un asunto siempre polémico, tan cierto como enigmático, y su dudosa existencia queda confirmada por la certidumbre tan real como pasajera del goce y del sufrimiento. Ser un cuerpo encarnado pasa de constituir una bendición sagrada a una maldición inevitable.

En 1950, Bataille escribía una larga Carta a René Char respecto a las incompatibilidades del escritor: “Nacida de la degradación del mundo sagrado, que moría de mendaces y apagados esplendores, la literatura moderna, desde su nacimiento, parece estar más cerca de la muerte que ese caído mundo. Esta apariencia es engañosa. Pero resulta difícil llevar a cuestas el que uno se sienta la sal de la tierra en condiciones tan restrictivas. El escritor moderno solo puede relacionarse con la sociedad productiva si exige de esta una reserva en la que el principio de utilidad ha dejado de reinar y en cambio lo haga, abiertamente, la negación del significado, el sinsentido de lo que inicialmente se le ofrece a la mente como una coherencia acabada, el llamado a una sensibilidad sin contenido discernible, a una emoción tan viva que la explicación asume la parte irrisoria. Pero el escritor moderno, a contracorriente de sus miserias, obtiene un privilegio mayor al de los reyes (medievales) a los que sucede: el de renunciar a ese poder que fue el privilegio menor de los reyes: el privilegio mayor de ser incapaz de hacer nada y de reducirse de antemano, en la sociedad activa, a la parálisis de la muerte. Y si el escritor moderno no sabe aún qué es lo que le incumbe –y la honestidad, el rigor, la lúcida humildad que esto exige–, no importa mucho, pero a partir de ahí renuncia a un carácter soberano, incompatible con el error: la soberanía debería saberlo, no permitió que se le auxiliara, sino que se le destruyera, y lo único que podía pedirle era hacer de él un muerto en vida, quizá alegre, pero corroído interiormente por la muerte”[3].

[Más allá de las diferencias personales y de estilo imborrables e improrrogables, lo imposible de Bataille y lo real de Lacan, así como su categórico rechazo de una literatura vacua e irrisoria los acercan a repensar el arte y el psicoanálisis, respectivamente, como dos estrategias abismales y transgresoras para repensar la escritura y el pensamiento como acontecimientos inaugurales de otra experiencia radical del sujeto y del mundo.]

Bajo la devastación de todo lo existente que impone la lógica demencial y suicida del sistema-mundo-capitalista, la soberanía de la escritura, o la soberanía a secas, se antoja como un lujo excesivo, aristocrático en desuso. Ahora que los escritores se alquilan para cursos de escritura en línea y escriben a destajo para revistas que mal pagan sus trabajos, mientras no están a la caza de algún premio o beca, y si no es así, es porque tienen sus vidas aseguradas, cada vez de forma más frágil, en la burocracia gubernamental o empresarial que no es sino variante de un mismo proyecto de auto-empresariado en la época del necrocapitalismo terminal. Por tanto, el gesto de una soberanía absoluta, absuelta de todo vínculo con el mundo del trabajo, o el mundo a secas, es un ejercicio que se muestra tanto más imposible como necesario. Asimismo, asistimos a la privatización y colonización de las subjetividades desde el formateo de un mercado libidinal que inocula su programación desde un modelo semiocapitalista que uniforma y domestica el libre juego de la subjetivación creadora. Y, no obstante, se mueve, escritura y subjetividad, aunque sea por algunos efímeros instantes, son habitadas y atravesadas por fuerzas y potencias desconocidas y descomunales: la apertura al seno de la inmanencia como descentramiento sin fin de la subjetividad y de la escritura.

 

La otra escritura, la escritura del deseo innombrable

La escritura despliega una multiplicidad de escrituras, de textos, texturas, tejidos, pliegues, repliegues, despliegues, grafos, glifos, hilos, hilazas, urdimbres, pero también derrames, flujos, pulsiones, energías, afectos y un sinnúmero de emisiones secretas y desconocidas. En sus Otros Escritos, Jacques Lacan hace de la escritura una variación cuasi-interminable de sus Escritos. La literatura se despliega como litoral, limen, umbral, letra, agujero, borde, frontera, extranjería, extremo, limítrofe. Literatura y psicoanálisis bordan y desbordan la hoja en blanco, posibilitan la materialización de la letra. Juego de palabras que instaura fuego de encuentros. Los otros escritos asumen la alteridad de la escritura como ejercicio de elucidación clínica, poética y pensante, donde “lo real” (des)aparece como epicentro de creación y descreación sin fin –anticipándose a la deconstrucción derridiana claro está.

Lo real es lo excluido del sentido y, sin embargo, lo posibilita. La escritura como puesta en escena de lo real conlleva hacer del acto de escribir un acontecimiento de problematización exasperante y sin fin. Lo que orienta la escritura abierta a las múltiples formas de exterioridad, es decir, abierta a la inmanencia sin más, es el devenir anómalo que habita en las palabras y en todo lo que conlleva un análisis: relatos, anécdotas, deploraciones, imprecaciones, reproches, quejas, lamentos, aproximaciones, votos, mentiras, autoengaños, arrepentimientos, suspiros, palabras, lapsus, huellas, vestigios, sueños, ensoñaciones, delirios… Empero, no hay un saber que dé cuenta de forma cabal y sistemática de esa lengua o lenguaje del sujeto. Por obra de un saber que lo sobrepasa, un orden indeterminado y excesivo, el sujeto se abisma en un no-saber fundamental y fundacional. El sujeto desde el psicoanálisis está muy lejos de ser una substancia, punto de partida o dato primigenio. Dirá con su jerga críptica Lacan: “Todo lo que concierne al inconsciente solo se juega sobre efectos del lenguaje. Es algo que se dice, sin que el sujeto se represente o se diga allí, y sin que sepa lo que dice”[4]. Es algo que se sustrae al pensamiento y a la representación. Por fortuna la escritura, el arte, la práctica analítica, dan cuenta de ese algo que se sustrae a toda forma de saber y de conceptualización. Cuando no se reduce a su función instrumental comunicativa, la escritura es parto de fuerzas y potencias abismales y desconocidas. Lacan plantea que el desafío del psicoanálisis, el cual asume como reto de nuestro tiempo y tarea a realizar, sería estar a la altura de la dimensión creativa de la crítica literaria de avanzada (Barthes y Kristeva) para reinventar la apertura de la contemporaneidad.

Desde nuestro tiempo, un siglo después, el desafío se ha vuelto mayúsculo, ¿cómo llevar ese contagio de escritura anómala y deseos aberrantes a otros campos de la existencia y coexistencia humana hoy en un mundo sitiado por una lógica ecocida y genocida? Pregunta excesiva e imposible. Habría que repensar la teoría y la práctica clínica psicoanalíticas a partir de la reinvención de otras subjetividades emergentes y otras, muy otras, formas de hacer comunidad y resignificar la política como arte de encuentros posibles.

 

 

Escritura, verdad de sí y del mundo

¿Habría escapatoria al intento de escribir sobre uno mismo? ¿Acaso no es la escritura un ejercicio discreto e indiscreto, consciente e inconsciente, de re-escritura de sí mismo? ¿Cuál es la verdad de la escritura de sí, lo que realmente vi y viví, o lo que está en mí atravesando mi memoria evanescente? Imposible saberlo, imposible discernir entre verdad y ficción, desde la simbólica del cuerpo encarnada en la piel de nuestra subjetividad. La verdad personal está atravesada por la ficción, y toda ficción encarna una figuración específica de nuestras pequeñas verdades y una configuración colectiva imaginaria. Así lo vio ya Freud, el padre del psicoanálisis, en un ensayo luminoso de 1914, “Recordar, repetir, reelaborar. Nuevas recomendaciones sobre la técnica del psicoanálisis”. En su quehacer clínico, observa que el paciente no trae el pasado al presente de manera fidedigna, sino que está atravesado por una maraña de resistencias, repeticiones, reelaboraciones e interpretaciones sesgadas. El trabajo de la clínica psicoanalítica es elucidar dicha maraña. En el psicoanálisis el sujeto se confronta con una verdad enigmática e insoportable.

¿Cómo podría haber una verdad relevante sin subjetividad humana y sin interpelación en y desde la alteridad? Una de las grandes enseñanzas foucaultianas es que la verdad implica un régimen de validación que emerge de la relación entre uno y el encuentro discursivo, simbólico y material con el mundo, la verdad sería la puesta en juego de un sujeto social convertido para sí en objeto. Y sin embargo, otras de las grandes lecciones del psicoanálisis es que no hay una verdad última y acabada sobre el sujeto humano, porque este nunca deja de ser una obra abierta e inacabada.

 

 

 

 

Se tiene la creencia de que nadie puede dar fe de las cosas si no es quién las ha vivido, pero ¿qué es la vida humana? ¿Qué y quién ha vivido? El hecho de que sobre un acontecimiento haya más de una versión nos da cuenta del carácter vicario de la escritura autobiográfica y (auto) testimonial, que no es, sino una construcción lingüística, política, estética, sujeta a convenciones, arbitrariedades, consensos, disensos; juego de (re)escritura como cualquier otro constructo literario. ¿Quiénes si no los principales actores de la historia cotidiana son sus testigos reales? Se trata de una cuestión que lejos de ser incontrovertible es tan contradictoria como el planteamiento de sus términos. Actor, testigo, historia, vida cotidiana, realidad, son palabras en busca de legitimidad. Hoy la fuerza del relato de las víctimas no reside en “la denuncia de lo que realmente pasó” sino en el margen indecible, indecidible, de aquello que no alcanza dicción ni tampoco inter-dicción, y, no obstante, nos interpela. Margen que se abre como intervalo que disloca enunciación y subjetividad.

Si –como dice Ferraris en Luto y Autobiografía– no hay forma posible –plausible– de establecer la diferencia entre realidad y ficción, narración de sí y del otro, interior y exterior; entre biografía, autobiografía, memoria, diario y otras formas de escritura del yo, se pierden las fronteras y se disuelven los géneros. La escritura autobiográfica se propone captar el movimiento de la propia vida, pero la vida nunca es propia, y el acto de vivir se efectúa como desapropiación del yo, desmesura y problematización de toda identidad y certeza. No en balde, la escritura autobiográfica surge de dos venerables tradiciones: la del testamento y la de la confesión ante Dios; ambos son ejercicios espirituales de introspección y de ajuste de cuentas con la vida y ante la muerte. No obstante, alcanza su canonización con la aventura de la subjetividad moderna en Descartes y en Kierkegaard: “la alianza entre un absoluto cuidado de sí y la conciencia y la conciencia del fin hará de la autobiografía un tema esencial de una investigación destinada a dar voz en la medida de lo posible a un individuo inefable, en contraposición al descubrimiento de regularidad de las ciencias naturales, lo cual es la esencia de la escuela histórica”[5].

A partir de Dilthey y la filosofía de la vida, la autobiografía es “la forma más alta e instructiva en la cual nos encontramos frente al entendimiento de la vida”[6], donde hay una intimidad particular del entender. Entendimiento y objeto entendido se acoplan bajo un mismo espacio literario. Habría –según Dilthey– una voluntad de publicación de la intimidad en el corazón secreto de la vida. Y “la comprensión de la historia individual como totalidad intencional”, nos elevaría por encima del ciego determinismo, emancipándonos. Lo cual resulta, si no imposible de verificar, por lo menos poco probable de sostener a la luz de cualquier trayectoria humana. Las ideas de totalidad, sentido, unidad e intencionalidad solo adquieren significado en retrospectiva. Bajo la urdimbre de la escritura, acomodamos los hechos en el cajón de las ideas de manera tramposa. El rompecabezas de los acontecimientos vitales quizá pueda adquirir la fisonomía de un rostro humano, pero sería un rostro monstruoso. Quizá no sea fortuito que el sentido teleológico (auto)biográfico sea legible de forma póstuma –Derrida ya nos había advertido que la escritura tiene una vocación póstuma.

[¿Por qué será que los mejores libros autobiográficos, aquellos que tienen mayor potencia expresiva, son la encarnación viva de una herida lacerante, o el recuerdo de un cuerpo doliente, o el trabajo de luto y de duelo ante la pérdida de lo irreparable?]

El texto autobiográfico constituye, a la vez, una operación literaria y extra-literaria, es producción de un discurso sobre el sujeto y su autentificación como agente de sentido. La autentificación es un acto de fe: creer que hay un sujeto unitario que confiere sentido homogéneo a aquello que excede el discurso; empero, el sentido nunca es homogéneo, coherente, permanente. La escritura autobiográfica genera el espejismo de un yo unitario. El texto autobiográfico cifra el intento imposible de suturar la grieta que hay entre mundo y subjetividad.

Paul de Man en “La autobiografía como desfiguración” considera que un relato autobiográfico parte de la veracidad, autenticidad y referencialidad de lo escrito, lo cual lejos de ser un axioma incontrovertible es un punto de discusión abierta, asimismo la (auto)identidad temporal del sujeto no es una certeza, sino búsqueda de interrogación.[7] El sujeto que escribe y el sujeto escrito, nunca son idénticos. Si yo escribo: “estoy llorando una pesadumbre silente…” Es probable que, al término de escribir, encuentre consuelo o muera de risa. La escritura autobiográfica no deja de ser una ficción que asume la auto-identidad como fundamento irrefutable, generando una estructura especular legaliforme entre sujeto, relato, tiempo e intersubjetividad. Postulando que el autor del texto puede ser sustituido por el lector como agente de autentificación de lo dicho. Al estar constituido el lenguaje mediante un juego tropológico de metáforas –advierte de Man– es la representación e imagen muda de la cosa. El tropo suplanta a la cosa por su representación. Las figuras literarias dan vida a lo que no tiene e introducen la muerte en el corazón de la vida misma. El lenguaje literario abre un vacío que termina en silencio.

El sentido de la autobiografía emerge como una producción de silencio y muerte. La restauración de “una voz propia” implica la destitución de un sujeto vivo, y por tanto, resulta evanescente. Sin desfiguración no hay figuración (puesta en acto de figuras literarias) autobiográfica. El horizonte de la escritura autobiográfica está en la apertura de un texto que, sin escamotear contradicciones, no ha renunciado a su derecho inalienable de buscar decir la verdad, a sabiendas de que se trata de un dictum imposible. La escritura autobiográfica es el dictado de dicha imposibilidad. De su desdicha fecunda y trágica. Cioran ha escrito:

 

“Yo soy diferente de todas mis sensaciones. No logro comprender cómo. No logro comprender quién las experimenta. Y por cierto, ¿quién ese yo del comienzo de mi proposición? Todos esos recuerdos que surgen sin necesidad aparente, ¿para qué nos sirven si no es para revelarnos que con la edad nos volvemos exteriores a nuestra vida, que esos acontecimientos lejanos no tienen nada que ver con nosotros y que un día sucederá lo mismo con la propia vida?”[8]

 

Más allá del mito, la identidad es un proceso y un conjunto de prácticas de identificación que nunca alcanzan por completo la unidad ni la totalización. Búsqueda y promesa de una realización, de una manifestación personal y social que se materialice en una producción específica, donde se pueda expresar –otros de los grandes mitos de la modernidad– la subjetividad. Más que encarnación de los actores, la subjetividad no se puede reducir a la urdimbre que tejen y destejen los sentimientos, afectos, lazos, deseos, frustraciones, ensoñaciones, siempre queda una falta y una grieta, pero también un plus y un exceso. Algo está siempre de más y siempre de menos. Y, sin embargo, ese margen de subjetividad testimonial, evanescente y borroso, queda ahí como grito silente, imborrable.

 

“Así las cosas, descubrí que escribía porque tenía que escribir, aunque no sabía por qué tenía que hacerlo, el hecho es que tomé conciencia de que trabajaba sin cesar, con una aplicación que podría calificarse de demencial, no paro de trabajar, y no solo me obliga a ello la subsistencia, dado que si no trabajara, existiría, y si existiera, no sé a qué estaría obligado y es mejor no saberlo, aunque lo intuyo, mis entrañas desde luego lo intuyen y por eso trabajo sin cesar: mientras trabajo, soy, si no trabajara, quién sabe si sería, así pues, he de tomármelo en serio por cuanto existe un nexo muy serio entre mi existencia y mi trabajo. Pero, sí, al menos debemos afanarnos por fracasar, como dice el erudito Bernhard, porque el fracaso, y solo el fracaso, queda como única vivencia realizable, digo yo, y por eso me esfuerzo por fracasar, ya que tengo que esforzarme y tengo que hacerlo”[9],

 

Esta larga cita de Kertész, desde que la leí, no me deja en paz, despliega caminos inesperados que se desdoblan en varios pensamientos a la vez, contradictorios, complementarios, en constante pugna entre sí. La escritura personal puede representar muchas cosas: una forma de evasión o de traición frente a la vida, o bien, exactamente lo opuesto, una forma de asunción del compromiso ante la vida. Huida, salvación, expiación, confesión, testamento, testimonio, conjetura, conspiración, verdad, ficción, mentira, o bien, una extraña mezcla de todo esto a la vez, y en el mismo despliegue de la danza de las grafías en la página en blanco, pues incluso cuando se escribe con la clara conciencia de decir esa verdad amarga que proviene del dolor extremo, queda la amarga sospecha e insatisfacción, no solo de no haber dicho todo, lo cual siempre sucede, sino de desrealizar las cosas; la inhumanidad de la barbarie nos vuelve espectros y fantasmas en pena. Y no obstante, esa escritura espectral da cuenta de la escenografía fantasmal contemporánea, de sus claroscuros y horizontes inciertos.

 

 

Subjetividad, escritura y deseo

En la encrucijada, el Sujeto se desvela como problematización que reúne encuentros, cruces, empalmes, mitos e hitos. El concepto de sujeto conlleva cierto tipo de producción histórico-cultural y sociopolítica de significaciones colectivas. Cada época exige un esfuerzo de reapropiación mediado por símbolos culturales para pensar al sujeto como un ejercicio incesante de re-configuración. Re-configuración que solo es factible en el caleidoscopio de la alteridad. El sentido del sujeto emerge en la mirada ajena, en la mediación que de-marcan los otros. Sentido que surge a partir de la hospitalidad exterior, extranjera. Lejos de lo que ha considerado cierta teología post-metafísica, lo exterior, lo extranjero nunca dejan de ser multiplicidad plural, heterogénea. Un buen día se inventaron los conceptos de “Sujeto”, “Subjetividad” y sus derivados, pero no inventaron sus componentes ni los problemas a los que remiten. Los conceptos son abstractos; los problemas son concretos, astillados de referencias. Si un concepto tiene sentido es porque hay una referencia mundana, un campo material, colectivo y vivencial de tematización extralingüístico. Los problemas y procesos de subjetivación atisban rupturas frente a universos indiferenciados que todo lo devoran con sus fauces deterministas o azarosas.

El sujeto se expone, se fuga, se arriesga; no hay sujeto sin aventura y sin viaje. El sujeto se proyecta, su problematicidad es la cifra de una bitácora que hace del acto de arrojarse experiencia vital. Está marcado por el tránsito, pero a su vez es la marca de todo transitar. Siempre hay algo que se abre hacia un exterior o algo que no termina de cerrarse hacia dentro, hacia una interioridad. Inmanencia y trascendencia entran en contacto, se pliegan: dicho pliegue se expresa en el sujeto, sus formas y procesos. Su elucidación obliga a reconstruir las fronteras disciplinares, nos atraviesa en tanto inter-sección de otros conceptos, de-marcación continua de límites. El Sujeto como cuestión limítrofe, dúctil y frágil, empero en su extrema fragilidad reside toda su potencia de contingente sin más, y aunque cierta moda posmoderna, síntoma del nihilismo de época, quiso borrar de un plumazo la peste negra de subjetividad, el “sujeto” fue desahuciado, proscrito, prescripto como patología. Se hicieron diligencias y la prensa intelectual anunció: ¡fin del sujeto! ¡Muerte de la subjetividad! Quizá con cierta dosis de autoescarnio se pueda entonar que no estaba muerto, “andaba de parranda”. Empero, después de la orgía moderna y la resaca posmoderna, ahí están: restos y huellas que sobreviven al naufragio. Nuestra época crepuscular está signada por la sobrevivencia radical limítrofe.

A fuerza de ocultarse, el sujeto hace acto de presencia. Sin sujeto, la acción y el lenguaje carecen de sentido. Es garante de la misma posibilidad de sentido. Injerta en el corazón de la hostilidad de las cosas, la semilla de su ser. Injertar, inocular, alumbrar, todas las metáforas conceptuales que refieren al término de sujeto son metáforas de parto y de producción creativa. El sujeto es agente: irrumpe, desborda, proyecta, pero también es paciente, se deja afectar, infectar, atravesar y ser movido y conmovido. El sujeto está sujetado a una serie de tradiciones y sigue apuntalándose en las cartografías del presente. Habría que desenmascarar su novísima modernidad, su protohistoria se remonta a la génesis del pensamiento y de la acción, pues cualquier organismo que sobrevive lleva consigo un dispositivo de autonomía que le permite adaptarse a las condiciones más inhóspitas. La pregunta inaugural dejó al ser en la soledad de la espera. Sin el amparo de los dioses, el sujeto humano tomó conciencia de su abandono. Instante crucial en que buscó apoyarse en el acto de re-flexión como descubrimiento de sí en el mundo. Descubrimiento y conquista en la soledad del instante cumbre: autonomía tanto en el actuar político como en la libertad espiritual. El sujeto cristaliza la forma de una trayectoria errante.

Quizá una de las mayores aportaciones del psicoanálisis de Freud, y su relectura de Lacan, sea la de repensar el deseo más allá del principio del placer y de la energética corporal. Repensar el deseo como potencia inaudita e inédita del sujeto conlleva romper con una perspectiva biologicista y causal y repensar el deseo en y desde lo Real, en desde una singularidad absoluta, allende toda reducción primigenia. Sujeto y deseo se retroalimentan desde la falta constituyente de nuestra subjetividad, pero la falta, más que como carencia, habría que repensarla como potencia de alumbramiento, como fuerza de transvaloración y metamorfosis. En tal contexto, la gran aportación de Gilles Deleuze y Félix Guattari consiste haber repensado el deseo como producción y experimentación y el inconsciente como arte de las multiplicidades. De ahí que frente la producción de subjetividades capitalistas habría que reinventar una serie de estrategias de subjetivación autónomas no capitalistas. Al reconceptualizar el deseo a partir de la noción de máquina deseante se busca generar alternativas a la captura e integración deseante de una subjetividad colonizada e instituida acorde el orden imperante. Las máquinas deseantes constituyen la vía no edípica del inconsciente y se redefinen a partir de sus formas múltiples de agenciamientos:

 

“Las máquinas deseantes son paradójicas. La máquina deseante es entonces social antes que ser técnica, ignora la distinción entre su producción y su funcionamiento, nunca se confunde con un mecanismo cerrado. El deseo, en este sentido, no es carencia, sino proceso, aprendizaje vagabundo. Explorador y experimentador, el deseo va de en efecto en efecto o de afecto en afecto, movilizando los seres y las cosas por las singularidades que emiten”.[10]

 

Máquina deseante, escritura y subjetividad se interfecundan de continuo. Escritura y subjetividad posibilitan procesos de singularización y rechazan formas de control y de captura dominantes. Solamente el deseo puede leer y potenciar el deseo. Slavoj Zizek, quien no es santo de mi devoción, ha planteado inteligentes e interesantes observaciones a las nociones deleuzianas del deseo y su relación con la producción de subjetividad. En efecto, en El espinoso sujeto, el pensador esloveno ha señalado la importancia de pensar el sujeto, no tanto a partir de la falta como de la ley para poner límites al desborde de las máquinas deseantes en tanto amenaza de destrucción de todo orden posible. Siguiendo a Lacan, Zizek considera que situarse más allá de la ley y de la configuración edípica, lejos de abrirnos a un goce salvaje y una subjetividad emancipada, nos sumerge en un estado amorfo próximo a la destrucción de sí ante la negación del otro: “la suspensión de la Ley/prohibición paterna que sostiene y garantiza nuestro acceso a la realidad [está muy lejos de liberarnos], y nos precipita, en lugar del excedente del goce, en ya no más goce”[11]. Acabar con Edipo, lejos de liberarnos, nos refunde en otros atolladeros y prisiones inimaginables. La actual destitución paterna no nos ha liberado del autoritarismo, todo lo contrario, lo apuntala desde otros órdenes sociopolíticos e institucionales.

Así pues, habría que repensar el sujeto entre la falta y el exceso, la ruptura y el proceso, el orden imperante y su transformación. Quizá hoy más que nunca el sujeto no sea, sino la brújula para repensar otras formas de creación y praxis ético-política de cara a la debacle del mundo contemporáneo. En los intersticios del sistema-mundo-capitalista se posibilitan agenciamientos y devenires que atisban otra producción de subjetividades y de mundo arrojado a un devenir antropotécnico inmundo. Pero tenemos que ser muy modestos y honestos respecto a las, cada vez más limitadas, posibilidades de interacción del pensamiento, el arte y el psicoanálisis y pensar sus efectos como pequeñas aportaciones dentro de máquinas de guerrilla más amplias. En la era del Antropoceno habría que reconectar la micropolítica con otras formas de hacer mundo. De tal suerte que el pensamiento, el arte, la clínica no actúan sino como dispositivos e intercesores siempre en conexión y en flujo con otras prácticas y procesos. Abrir diálogos auténticos, posibilitar encuentros reales, generar conexiones radicales, insurgentes son algunas tareas de un pensamiento por venir que ya se está gestando en el corazón de la vida cotidiana. Por ejemplo, las redes sociales y la calle hoy actúan como máquinas deseantes y agenciamientos de formas inéditas de subjetivación e intersubjetividad. El descentramiento radical del sujeto y del mundo permite otras formas de interacción colectivas, anónimas, anómalas, nómadas, provisorias e itinerantes. Una nueva producción de subjetividades resurge bajo la debacle del sistema mundo capitalista trazando un pliegue de subjetivaciones cósmicas, justo ahí, en el epicentro de la crisis terminal, otra aurora resplandece bajo el ocaso del nihilismo planetario.

 

Conclusiones

Los grafos de Eros pincelan los contornos de una subjetividad procesual donde su dimensión deseante y creadora activa otras imágenes de sí y del mundo; empero no se trata de una lucha ganada o perdida de antemano, sino que en todo momento y ocasión hay que renegociar sus posibilidades de realización y ofensiva. Bajo situaciones extremas, la condición humana fronteriza se abre bajo un juego incesante de metamorfosis en devenir. En los umbrales que se despliegan entre filosofía, poética, política y psicoanálisis, entre otros campos teóricos y prácticos, emergen otras formas, otros rostros, otras imágenes y otras experiencias que hacen posible la recreación de una condición humana determinada-indeterminada justo en la encrucijada. Escribir, existir y desear encarnan un devenir finito-transfinito donde la inmanencia aparece como potencia en estado puro. Entre el orden y la anarquía, el despliegue de una subjetividad errante no deja de seguir buscando el blanco de una existencia en perpetua fuga. Y, no obstante, en el trazo del devenir incesante se pliega el infinito deseo desde el corazón de la vida misma. Escribir, existir, desear son vectores de una apertura finita y sin fin.

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

  1. Bataille, George, “Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte”, en Para leer a Georges Bataille, Selección Ignacio Díaz de la Serna y Philippe-Laprune, Fondo de Cultura Económica, México, 2012.
  2. Lacan, Jacques, Otros Escritos, Paidós, Buenos Aires, 2013.
  3. Ferraris, Mauricio, Luto y autobiografía. De San Agustín a Heidegger, Taurus, México. La Huella del otro, 2001.
  4. Freud, Sigmund (1914), “Recordar, repetir y reelaborar (Nuevos consejos sobre la técnica de psicoanalisis II)”, en Obras completas, tomo XII, Amorrortu ediciones, Buenos Aires.
  5. De Man, Paul, “La autobiografía como desfiguración” (1991) Suplementos Anthropos XXIX, La autobiografía y sus problemas teóricos.
  6. Cioran, Emil, Ese maldito yo, Tusquets, Barcelona, 2012.
  7. Kertész, Imre, Kaddish por el hijo no nacido, Acantilado, Barcelona, 2002.
  8. Zizek, Slavoj, El espinoso sujeto: el centro ausente de la ontología política, Paidós, Buenos Aires, 2001.
  9. Zourabichvili, Fançois, Le vocabulaire de Deleuze, Ellipses, Paris, 2003.

 

 

Notas:

[1] La subjetivación habría que repensarla como un proceso de autocreación social determinada-indeterminada, a caballo entre la filosofía, la sociología y el psicoanálisis; dichos campos disciplinares requieren la mirada del otro como ejercicio de interfecundación y autocrítica situada, parafraseando a Blanchot: ninguno tiene la última palabra.
[2] George Bataille, “Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte”, en Para leer a Georges Bataille, ed., cit., p. 330. [Quizá la recreación de Bataille sea una de las lecturas más lúcidas y creativas que se hayan realizado de Nietzsche junto con las apropiaciones de Klossowski, Deleuze y Colli.]
[3] Ibidem, pp. 481-482.
[4] Jacques Lacan, Otros Escritos, op., cit., p. 354.
[5] Mauricio Ferraris, Luto y autobiografía. De San Agustín a Heidegger, ed., cit., pp. 23-31.
[6] Ibid. p. 33.
[7] Paul De Man, “La autobiografía como desfiguración”op., cit., pp. 113-118.
[8] Emil Cioran, Ese maldito yo, ed., cit., pp. 16 y 190.
[9] Imre Kertész, Kaddish por el hijo no nacido, ed., cit., pp. 39-40, 58.
[10] Fançois Zourabichvili, Le vocabulaire de Deleuze, ed., cit., pp. 48-51. [Cita modificada y traducida libremente.]
[11] Cfr. Slavoj Zizek, El espinoso sujeto: el centro ausente de la ontología política, ed., cit., p. 168.