La sombra que resplandece. La insondable experiencia del yo en la filosofía moderna

La sombra que resplandece. La insondable experiencia del yo en la filosofía moderna

The Study with the desk. Freud Museum London.

 

Resumen

De acuerdo con Michel Foucault, el psicoanálisis es una de las teorías que ponen en cuestión la idea del sujeto como fundamento del saber. El artículo parte de que uno de los aspectos más relevantes de esta crítica se encuentra en las dos tópicas de la estructura de la psique, que reduce la autonomía del yo a través de la introducción de los conceptos del “ello” y el “inconsciente”. El artículo aborda la filiación de ciertos problemas relativos a la dificultad de representación del yo en la filosofía moderna, que se extienden de Hume a Schopenhauer, que de cierta manera precedieron, aunque con una intención distinta, opuesta en algunos casos, a algunos aspectos de la noción de inconsciente en el psicoanálisis.

Palabras clave: sujeto, yo, Kant, Fichte, Schopenhauer.

 

Abstract:

According to Michel Foucault, psychoanalysis is one of the theories that questions the idea of ​​the subject as the foundation of knowledge. The article starts from the fact that one of the most relevant aspects of this criticism is found in the two topics of the structure of the psyche, which reduces the autonomy of the self through the introduction of the concepts of the “id” and the “unconscious.” . The article addresses the affiliation of certain problems related to the difficulty of representing the self in modern philosophy, which extend from Hume to Schopenhauer, which in a certain way preceded, although with a different intention, opposed in some cases, to some aspects of the notion of the unconscious in psychoanalysis.

Keywords: subject, self, Kant, Fichte, Schopenhauer.

 

 

I

 

Resulta interesante observar cómo la elaboración de los problemas filosóficos no obedece siempre (por no decir, nunca) a una secuencia dialéctica lineal, con un sentido y dirección unívocas, sino que a menudo, los conceptos derivados de un planteamiento que responde a un problema específico se traducen y sirven como fundamento a cuestiones que pertenecen a un dominio de intereses diversos, a interrogantes y dilemas que obedecen a un clima espiritual e intelectual diferente, no enfrentado a aquellos que vieron nacer los conceptos que en ese clima se emplean con fines distintos. Así, la historia de las ideas nos muestra una serie de equívocos fructíferos, que traducen y absorben los conceptos que dirimieron problemas ajenos a los que cautivan a los pensadores que se valen de ellos. Es por ello que un mismo pensador puede ser la fuente de doctrinas antagónicas, cuya oposición muy probablemente no habría sido siquiera sospechada por aquel a quien aparentemente se deben: para ello resulta ilustrativo, por ejemplo, leer las numerosas anécdotas que enfrentan a Diógenes y Platón, detentores de filosofías antagónicas y a la vez deudores en última instancia de un maestro común como Sócrates. Pensado así, podemos considerar que no hay herederos absolutos de una filosofía

No obstante, frecuentemente, a través de las cadenas formadas por múltiples eslabones anudados a través de generaciones, se trazan curvas que retornan de cierta forma a disposiciones y actitudes afines, aunque dentro de un reino imaginario distinto. Claro que esto solo aparece a quien examina desde un tercer punto de vista la disposición genealógica para mostrar la raíz común (derivada de los propios conceptos que este a su vez elabora para ofrecer su interpretación de la diversidad que sintetiza) de filosofías. De cualquier forma, una linealidad así ofrecida, pueda resaltar filiaciones, no agota necesariamente las derivaciones que en las ramificaciones de un autor puedan también derivarse. Partimos así de la idea de que toda filiación es producto de la lectura unilateral que puede ofrecerse de ella.

En la primera de las conferencias que Michel Foucault impartió en la Pontificia Universidade Catolica do Rio de Janeiro, tituladas “La verdad y las formas jurídicas”, señalaba la separación del psicoanálisis respecto a la tradición filosófica europea respecto a su rechazo de poner como fundamento de la verdad al sujeto:

 

“Hace dos o tres siglos la filosofía occidental postulaba, explícita o implícitamente, al sujeto como fundamento, como núcleo central de todo conocimiento, como aquello en que no solo se revelaba la libertad, sino que podía hacer eclosión la verdad. Ahora bien, creo que el psicoanálisis pone enfáticamente en cuestión esta posición absoluta del sujeto”.[1]

 

Aunque Foucault menciona al psicoanálisis como una escuela de pensamiento relevante para la puesta en cuestión del sujeto, lo que le interesa en esas conferencias es la elaboración de una historia de las ideas que no ponga como fundamento al sujeto, sino que lo muestre constituyéndose de manera histórica. Esto es, que evite anteponer al sujeto como un concepto absoluto, transhistórico y previamente dado, quizás como agente transhistórico que sufre algunas transformaciones, pero que se sostiene como fundamento de ellas. Lo relevante es mostrar como el sujeto o, mejor dicho, las diferentes formas de constitución de la subjetividad se conforman de manera histórica. La manera en que se elabora en la academia la historia del pensamiento procede mostrando lo que denomina “la lógica interna” de las ideas, esto es, mostrando el desarrollo de los conceptos y discusiones en torno a los conceptos en el plano inmanente del discurso que los emplea, en su desenvolvimiento intrínseco. Foucault se propone examinar la historia del pensamiento emergiendo, en la historia a partir de otros sitios donde se funda su verdad (y que para el caso de dichas conferencias serían las prácticas judiciales). Es decir, hacer una historia de la constitución de la subjetividad en relación con campos que están fuera de su formulación y desarrollo como concepto filosófico. La tarea que se propone es elaborar una historia de las ideas, examinando cómo estás emergen de principios que les son extrínsecas y heterogéneos.

Esta tarea implica concebir a las ideas como carentes de autonomía; quizás no implica necesariamente la atribución de “irracionalidad” a las ideas mismas o a los motivos que las fundamentan, pero sí al salto irreductible entre un campo y otro, es decir, señalar la heterogeneidad del fundamento de las ideas y su expresión, implica que la fundamentación intrínseca de las doctrinas filosóficas frecuentemente encubre, o como mínimo ignora, sus verdaderos motivos.

Cierto es que lo que se propone Foucault es importante para someter a un ejercicio crítico las ideas de una determinada época, pero ello no implica que un trabajo respecto a la filiación de esa lógica interna pueda también arrojar luz acerca de la accidentalidad sobre la que conceptos tales como “verdad” o “sujeto” se han constituido, examen que también podría partir de una puesta en cuestión de esa “posición absoluta” del sujeto, observando el equívoco que condujo sus filiaciones dentro de esa “lógica interna” a la que consideramos equívoca.

Podemos afirmar que los conceptos que han podido enarbolar la crítica a la noción de sujeto desde el psicoanálisis a la que Foucault alude, los podemos encontrar en la formulación de la primera y segunda tópica de Freud. En efecto, una de las razones principales que pueden esgrimirse para considerar al psicoanálisis como una teoría que pone en entredicho al sujeto como fundamento último del saber es que al establecer la complejidad del aparato psíquico en tres instancias (el inconsciente, el preconsciente y el consciente para la primera tópica y el Ello, el Superyó y el Yo para la segunda tópica), el psicoanálisis le ha hurtado al sujeto (relacionado principalmente con el consciente y el yo) la unidad y homogeneidad necesarias para ser puesto como fundamento. Mostrando no solo la complejidad, sino la tensión inherente (próxima o instalada en el conflicto, según sea el caso) entre las instancias que conforman la psique, las cualidades que exaltaban al sujeto como fundamento de la experiencia y por corolario, del mundo mismo, quedan anuladas.

Ya que no tuvo motivaciones filosóficas como principal objetivo, debemos mencionar que esta sería una posible interpretación de la puesta en duda que el psicoanálisis hace del sujeto de la filosofía moderna, sobre todo cuando tomamos en consideración que la observación de Foucault se dirige sobre todo al sujeto cartesiano y del que hace objeto la epistemología: “Pero a pesar de esto, en compensación, en el dominio de lo que podríamos llamar teoría del conocimiento o epistemología, la historia de las ciencias o incluso en el de la historia de las ideas, creo que la teoría del sujeto siguió siendo todavía muy filosófica, muy cartesiana o kantiana.”[2]

En este punto es importante hacer una precisión: la obra kantiana posee derivaciones que de alguna manera apuntan ya a la complejidad de la psique a la que llegará la teoría psicoanalítica.

En lo que sigue se intentará apuntar cómo el concepto de inconsciente comienza a esbozarse en torno a la discusión de la noción de sujeto procedente del mismo Kant, aunque con una significación muy distinta. Para ello esbozaremos brevemente sus intenciones en referencia a la obra de David Hume y las implicaciones que tuvo en dos autores, por lo demás antagónicos en cuanto a su talante y proyecto filosófico: Fichte y Schopenhauer. De hecho, podemos afirmar que la encrucijada heredada por Kant a la filosofía de la generación a la que pertenecen estos dos últimos, fue fundamental para la formulación del concepto de inconsciente. El debate más relevante en términos ontológicos, antropológicos y psicológicos que se abrió con la filosofía kantiana fue el que se plantea entre el idealismo alemán y Schopenhauer.

 

II

 

Kant

 

Dos son los conceptos postulados por la crítica kantiana que se encuentran a la base de este debate aludido. Uno es el de cosa en sí o noúmeno y el otro es el de sujeto trascendental o apercepción pura.

Kant pretendió a través de su obra crítica responder a la acometida escéptica que David Hume había dirigido contra algunos de los principales principios de las ciencias y la filosofía, sin prescindir del criterio empirista que había enarbolado para ello. La distinción hecha por Hume entre impresiones e ideas como fundamento básico de su doctrina impedían a ciertos principios alcanzar el fundamento de su validez. Al mostrar que principios como el de “causalidad” o “sustancia” no son ni impresiones ni ideas sustentadas en impresiones, Hume consideraba que tales principios no podían ser tenidos como válidos. Lo mismo ocurría con el último de los principios abordado en el primer tratado del “Tratado de la naturaleza humana” y con el que da la estocada definitiva al edificio del saber: la noción misma de sujeto.

La respuesta de Kant consistió en proponer una “fundamentación trascendental”, consistente en sostener que no es absolutamente necesario que ciertas ideas procedan directamente de las impresiones sensibles (que sería el dogma fundamental del empirismo), sino que estas mismas tendrían, fundamentos a priori que posibilitarían revestir al contenido de la experiencia de sus cualidades formales dadas en la representación del sujeto, es decir, que serían condiciones de posibilidad de su experiencia; no procederían de ella, ni proporcionarían su contenido, pero sí harían posible dotarles de forma para el sujeto. Principios tan relevantes en la historia de la física (como la causalidad) o de la metafísica (como la sustancia), no serían fundamentos ontológicos de la realidad, sino formas con las que la conciencia organiza la experiencia y a las que denominó “categorías”. Con ello, Kant respondía a algunas objeciones planteadas por Hume, pero quedaba pendiente el problema del sujeto.

Hacia el final de la “deducción trascendental” de las categorías, Kant sostiene que la condición última de posibilidad de la experiencia radica en que esta refiera como conjunto a un sujeto que sintetice su diversidad, ya que sin sujeto no hay experiencia posible. En este sentido, el sujeto es un postulado trascendental de la experiencia, sin que se tenga una experiencia de él. Kant coincidirá con Hume en que el sujeto no es objeto de la experiencia, pero no por ello descartará su necesidad en tanto que principio trascendental último. Es decir, el sujeto trascendental es el agente de la experiencia del mundo, pero no es objeto de ella.

Se puede tener una experiencia del sujeto como síntesis de la diversidad de las representaciones a través del tiempo, pero aquí se trata de un “yo empírico”. Aquí se vuelve necesario introducir la distinción hecha por Kant entre sujeto trascendental y sujeto empírico, a los que también denominó paralelamente “apercepción pura” y apercepción empírica”[3]. Con esta distinción, Kant pretende aclarar que cuando se habla de sujeto trascendental, no se trata del sujeto en cuanto objeto de experiencia posible, sino que es aquello que posibilita la experiencia, la parte activa de la relación sujeto-objeto de conocimiento. No se trata del yo que experimentamos ordinariamente y del cual tenemos consciencia, pues el yo, en la medida en que es percibido, es un objeto interno de la experiencia, se encuentra emplazado en el tiempo y es, por ende, un fenómeno. El sujeto trascendental o apercepción pura, en cambio, es el fundamento de toda la experiencia, sin estar contenido en ella. En cuanto el sujeto se conoce a sí mismo, pasa de ser sujeto a objeto, Kant lo postula entonces como una condición, sin la cual la experiencia no podría tener lugar, pero en cuanto se distingue del sujeto empírico, él mismo permanece ajeno a la representación, y podríamos agregar entonces que es irrepresentable, y en ese sentido incognoscible e inconsciente.

De la misma manera que el sujeto trascendental es irrepresentable, Kant postula, hacia el final de la analítica trascendental, la imposibilidad de discurrir acerca de la realidad externa, independientemente de la forma a priori que el sistema de las categorías imprime a la experiencia. Esto quiere decir que el modo en que el sujeto experimenta el mundo es bajo formas que la constitución misma que el sujeto le concede. La causalidad, la unidad, la sustancia o la negación, lo mismo que las restantes categorías, no son cualidades inherentes a la realidad o a las cosas, sino formas mediante el cual el sujeto las experimenta. Postular el conocimiento de la realidad (porque en realidad, ni siquiera se podría hablar de “cosas” sin las categorías), independientemente de las categorías o del espacio y el tiempo, es para Kant imposible. Por lo tanto, postular un conocimiento de la “cosa en sí” o “noúmeno” resulta un contrasentido.

Toda la arquitectura del sistema trascendental de la experiencia elaborada por Kant tiene como límite dos extremos irrepresentables: el sujeto trascendental y la cosa en sí. Lo que supuso un reto para los filósofos siguientes. Kant había pretendido salvar el conocimiento humano de las objeciones escépticas de Hume. Sin embargo, lo había logrado prescindiendo del sentido absoluto del conocimiento, tarea que la generación posterior procuró recuperar.

 

III

 

Fichte

 

 

Kant no se había propuesto explicar el origen del contenido de la experiencia, sino analizar su forma; se habría reducido a sostener que el aparato de las categorías solo podría ser atribuido a objetos de la experiencia “dada”, es decir, que no sería válida para conceptos metafísicos carentes de un correlato empírico, pues su aplicación a estos supondría la postulación de problemas con apariencia de racionalidad o “paralogismos” tan abundantes en la historia de la metafísica. Pero no hay a lo largo de su obra un análisis de la procedencia de los contenidos de la experiencia. Fichte habría criticado a los “kantianos” para quienes la “cosa en sí” sería la causa del contenido de las representaciones empíricas. Por ello, se habría propuesto liberar al criticismo de la cosa en sí, proponiendo un sistema que, en su opinión, sería consecuente con el sistema de Kant.

Para Fichte solo existen dos posibles sistemas para dar explicación de la experiencia: el dogmatismo y el criticismo. Cada uno se define por la adopción de un principio del cual deriva la experiencia: el ser para el primero, el sujeto para el segundo. En el primer caso, se trataría del postulado de la “cosa en sí” y supondría que el contenido de la experiencia obedece a las determinaciones causales de la materia, entendida esta como aquello que es absolutamente externo a la conciencia. Se trata de un sistema fisicalista, para el cual el fenómeno de la conciencia sería un epifenómeno de la materialidad y de los agentes causales externos a la misma. El segundo caso es el idealismo trascendental, el cual postularía al Yo como fundamento de la experiencia, pero no solo en cuanto a su aspecto formal, sino al contenido material del mundo mismo.  Fichte considera que no hay forma posible de demostrar o refutar uno u otro sistema, pues se trata de la aceptación de uno u otro principio. La ventaja del criticismo afirma, reside en que su principio es inmanente a la experiencia misma, sin tener que dar un salto de una realidad heterogénea a la representación, como lo sería el postulado de la cosa en sí o de la materia.

Ahora bien, el fundamento de la experiencia no es, como tampoco en Kant, el sujeto empírico, sino que se trata del “sujeto trascendental” o “apercepción pura”. Que como hemos señalado, no es un sujeto emplazado en la experiencia, porque precisamente no podría estar contenido en aquello de lo que es fundamento.

Probablemente, la principal contribución de Fichte consistió en dar una nueva interpretación al sujeto trascendental kantiano, Para Fichte, al igual que para Kant, el sujeto trascendental se distingue del sujeto empírico y es concebido como el fundamento último de toda representación. Sin embargo, Fichte sostendrá su “Doctrina de la ciencia” a partir de la unión del sujeto trascendental de la primera crítica de Kant, con el sujeto libre de su filosofía práctica, cuestión que rebasa las pretensiones del último, quien distinguía claramente entre los ámbitos de la filosofía teorética y de la filosofía práctica, a los que consideraba inconmensurables. La distinción consistía en que, desde el punto de vista teorético, la noción de libertad es imposible, pues los actos humanos, como cualquier hecho, deben ser comprendidos desde su explicación causal: “ese sujeto estaría, en cuanto fenómeno, sometido a todas las leyes que determinan por conexión causal”[4]. Sin embargo, desde el punto de vista de la legislación racional, solo puede deducirse el imperativo categórico suponiendo la libertad y autonomía de sus actos, por lo que estos no pueden ser asimilados en esa óptica como determinados causal o exteriormente: “desde el punto de vista de su carácter inteligible, en cambio […], ese sujeto debería ser declarado libre de todo influjo de la sensibilidad y de toda determinación por los fenómenos”[5].

Kant trató de salvar las contradicciones entre su sistema teorético y su filosofía práctica, señalando que poseían sentidos distintos y por lo tanto, las contradicciones aparentes entre ambos sistemas, solo obedecían a planteamientos diferentes:

 

“La legislación de la razón humana (filosofía) posee dos objetos, naturaleza y libertad, y, consiguientemente, incluye tanto la ley de la naturaleza como la ley moral, primero en dos sistemas distintos y, finalmente, en un único sistema filosófico. La filosofía de la naturaleza se refiere a los que es; la filosofía moral, solo a lo que debe ser”[6].

 

Como se ha dicho más arriba, Fichte se propondrá unir ambas críticas, poniendo como punto de convergencia precisamente la unión del sujeto trascendental con el sujeto libre de la acción práctica. De este modo, no solo unía ambas críticas, sino que reformulaba el sistema kantiano, involucrando al sujeto del conocimiento en su dimensión activa-práctica. El sujeto trascendental, como en Kant, mantiene su carácter no representacional al no ser puesto como fenómeno sino como fundamento de la experiencia, pero ahora desde su acción libre, sin ser objeto de representación, porque no es un ser, sino un actuar:

 

“La esencia del idealismo trascendental en general radica en que no se considera el concepto de ser como primario y originario. Sino solo como concepto derivado, y derivado por contraposición a la actividad: se lo ve, por ende, únicamente como un concepto negativo. Lo único positivo para el idealista es la libertad; el ser es, para él, mera negación de ella”.[7]

 

El yo trascendental no es representable, como lo es el yo empírico. Por lo tanto, solo puede ser intuido como espontaneidad de la libertad, como principio agente de la acción que constituye también el conocimiento. Fichte se vio conminado a formular la existencia de la “intuición intelectual”, que no sería sino, la intuición del impulso activo de la propia conciencia que se percibe a sí misma en el acto de conocer. No hay concepto, ni representación de él; no es un sustantivo (sustancia), sino un verbo: “Se trata de una conciencia especial y, por cierto, inmediata, es decir, de una intuición que no se dirigiría a algo material permanente, sino que es una intuición de la mera actividad, la cual no es nada estable, sino algo que se escapa, no es un ser sino un vivir”[8]

No es difícil detectar el carácter “pulsional” la intuición intelectual, al que, no obstante Fichte recubre de todo el ámbito de la metafísica del sujeto moderna, incluida en ella el “olvido del ser” en su versión más explícita. No obstante, vemos emerger en su “Doctrina de la ciencia” un elemento que en Kant a penas se insinuaba: el carácter performático del sujeto como agente originario de su propia experiencia, que por lo demás no se encuentra ante la representación misma del sujeto, por lo cual, aunque es su fundamento, se hurta a su propia mirada.

 

IV

 

Ciertamente, el idealismo alemán, que recorrerá esta misma cuesta a través de caminos más o menos distintos, llevará a sus últimas consecuencias el encumbramiento del sujeto, como este agente que por fin la reflexión desentraña de la naturaleza (Schelling) o desenvuelve históricamente reconociéndolo como espíritu (Hegel). Pero ha permitido la elaboración de una teoría del sujeto compuesto, que implica la sospecha de un sujeto detrás el sujeto, colectivo, alienado y que pasa de la muda inconsciencia de la naturaleza a la certeza reflexiva de sí.

Como hemos visto, Fichte consideraba que solo habría dos posibles sistemas: el (llamado por él) dogmatismo, cuyo principio sería el ser (la materia, la cosa en sí) y el idealismo. Para él, la justificación del idealismo valía algo muy poco más que echar suertes. La erección de un sistema total fue la nueva ambición de Schelling y Hegel. El primero, intentando unificar ambas doctrinas, bajo la elaboración de sistemas paralelos: el “Sistema del Idealismo Trascendental” y la “Filosofía de la Naturaleza”, que partían de distintos principios (el sujeto para el primero y el ser para la segunda) y se reconciliaban en la intuición intelectual (una suerte de éxtasis estético). El segundo en el sistema de la totalidad que parte del ser y concluye con el espíritu, negando y absorbiendo las etapas sucesivas para llegar a la verdad.

A diferencia de ellos, Schopenhauer se posicionará en lo que para Fichte constituye el dogmatismo. Al concebir que el mayor logro de la filosofía kantiana es la distinción entre fenómeno y noúmeno, y alejarse del idealismo alemán partiendo de que el sujeto del conocimiento no puede carecer de un ser (de un cuerpo) que lo soporte, Schopenhauer se verá en la necesidad de recorrer de nueva cuenta el camino de la cosa en sí, entendiéndola ya no a la usanza de la vieja escolástica, sino como la fuerza inherente al mundo, de la cual se originan manifestaciones sucesivas en cuanto su a complejidad en el orden de la naturaleza, que culminan en el cuerpo humano, entre cuyas facultades se encuentra la de dar origen al mundo de la representación bajo el principio de razón, esto es, bajo la forma que la subjetividad imprime en ella. Así, el sujeto es un epifenómeno del ser, cuya experiencia se sustenta en la representación para la cual debe existir un objeto para un sujeto. En la medida en que nuestra relación con el mundo se encuentra mediada por la relación de sujeto y objeto, estamos en la esfera de la representación, a la cual concibe bajo el manto de lo ilusorio. El conocimiento que tenemos del mundo, lejos de poder penetrar en él, lleva inherente la alienación de la dualidad sujeto-objeto. Por lo tanto, la posibilidad de hablar de la cosa en sí solo la puede proporcionar una experiencia originaria, en la cual sujeto y objeto no se oponen entre sí como en la representación, sino que es la experiencia directa de la voluntad misma: la intuición del propio cuerpo:

 

“Con excepción de mi propio cuerpo, de todas las cosas conozco solamente un aspecto, el de la representación: su esencia interior me quedará cerrada y como un profundo secreto, aun cuando conozca todas las causas de las que resultan sus cambios. Mi cuerpo es el único objeto del que no conozco solamente un aspecto, el de la representación, sino también el segundo, que se llama voluntad”.[9]

 

Con esto, Schopenhauer presenta su justificación para tratar del fundamento que le permitirá abordar el mundo de la Voluntad, en el que no podremos detenernos aquí. Lo cierto es que, de manera semejante a Fichte, quien sustentaba su doctrina en la intuición de la libertad, Schopenhauer estará recurriendo a una intuición que renuncia al ámbito de la representación, de una fuerza que antecede incluso a nuestra propia conciencia del yo empírico. Esta se sitúa, sin embargo, en sus antípodas: la “vida” que Fichte creía encontrar en la metafísica de la libertad del yo, se encuentra ahora en la intuición (que no sensación) del propio cuerpo, es la intuición de la fuerza que hace latir al corazón y no la autodeterminación del cerebro (órganos que encuentra ilustrativos de la voluntad y la representación respectivamente).

Tanto en Fichte como en Schopenhauer, la conciencia es arrastrada hacia un centro gravitatorio separado del yo empírico, es decir, de la querida persona que somos ante nosotros mismos. La fuente del individuo que somos es algo ajeno, ya se trate de un yo, del que solo sabemos que actúa y se regula a sí mismo, o desde una voluntad que incluso se posiciona antes que el propio cuerpo, pero que solo intuimos a través de este. En ambos, hay algo que antecede al yo, entendido como individuo, en ambos en un agente que solo se manifiesta en su actuar vivo, como pulsión vital.

Ciertamente, Fichte situó aún ese centro en el sujeto: en la libertad del sujeto que se rige a sí mismo, con lo cual supeditó al sujeto empírico a un sujeto aún más encumbrado y racional. Schopenhauer en cambio, hizo del yo un remanente del ser, una suerte de punto de fuga de la fuerza inherente al cuerpo. Uno supuso la identidad absoluta, el otro la alteridad, para la cual el yo es empujado desde otro al que se desconoce. Abriendo así un diálogo secreto entre filosofía y psicoanálisis, mucho antes de su explicitación.

 

 

Epílogo

En un autor o en alguna corriente de pensamiento convergen diferentes influencias, algunas acaso no reconocidas. Otras obedecen al ambiente circundante, en el que ciertas ideas flotan en el ambiente. Quien las cristaliza es precisamente quien les da una forma que se sostiene en la memoria postrera.

No se ha pretendido demostrar una filiación entre los autores someramente tratados en el presente artículo. Pero en su seguimiento podrá observarse la curva trazada entre la puesta en cuestión del sujeto formulada por David Hume, la respuesta kantiana y el encumbramiento del yo en la obra de Fichte, para volver al cuestionamiento radical del sujeto en la obra de Schopenhauer, que anticipó de manera un poco más cercana al cuestionamiento del sujeto que Foucault atribuye a Freud. En ella se observan ciertas reconvenciones de un problema fundamental que observamos en todos ellos: la enigmática e inadvertida constitución que antecede al yo, que volverá a surgir como pulsión del ello.

En el corazón del pensamiento moderno se proyecta una sombra que resplandece: un espectro atraviesa la insondable experiencia del yo en la filosofía moderna.

 

 

 

 

Bibliografía:

  1. Foucault, Michel, La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1996.
  2. Fichte, J. G., Introducción a la doctrina de la ciencia, Técnos, Madrid, 1987,.
  3. Kant, Immanuel, Crítica de la razón pura, Taurus, México, 2006.
  4. Schopenhauer, Arthur, El mundo como voluntad y representación I, Trotta, Madrid, 2004.

 

 

 

Notas

[1] Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, ed., cit., p. 16.
[2] Idem.
[3] Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, ed., cit., p. 154.
[4] Ibidem, p. 468.
[5] Idem.
[6] Ibidem, p. 652.
[7] J. G. Fichte, Introducción a la doctrina de la ciencia, ed., cit., p. 86.
[8] Ibidem, p. 52.
[9] A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación I, ed., cit., pp. 178-179.