Resumen
Partiendo de que la idea del fin del mundo forma parte de nuestras representaciones imaginarias, en este escrito proponemos que, en la era del biopoder, el imaginario del fin del mundo se halla asociado con la noción de antropoceno y, en consecuencia, con las ideas de extinción, adaptación y supervivencia. Consideramos que el trasfondo de esa asociación se encuentra vinculado con la propia idea de evolución en un sentido darwiniano. Tras la Síntesis Moderna en biología, estos conceptos circularon hacia otros campos, dando lugar a su vez a que la noción de resiliencia apareciera en distintos ámbitos como una capacidad humana de adaptarse exitosamente ante amenazas y riesgos. En el marco del sistema de producción capitalista neoliberal, las subjetividades resilientes se constituyen como sujetos radicalmente biopolitizados que tienen como mandato sobrevivir y adaptarse a las tensiones crónicas. Finalmente, se afirma que aunque la idea de resiliencia apunte hacia la pretensión de que todos somos por igual vulnerables, será la realidad económica y social pondrá en ventaja a unos sobre otros.
Palabras clave: resiliencia, fin del mundo, antropoceno, extinción, adaptación, supervivencia
Abstract: Starting from the fact that the idea of the end of the world is part of our imaginary representations, in this paper we propose that, in the biopower era, the imaginary of the end of the world is associated with the notion of the Anthropocene and, consequently, with the ideas of extinction, adaptation and survival. We consider that the background of this association is linked to the very idea of evolution in a Darwinian sense. After the Modern Synthesis in biology, these concepts circulated to other fields, giving chance to the notion of resilience appears in different areas as a human capacity to adapt successfully to threats and risks. Within the framework of the neoliberal capitalist production system, resilient subjectivities are constituted as radically biopoliticized subjects whose mandate is to survive and adapt to chronic tensions. Finally, we consider that, although the idea of resilience points towards the claim that we are all equally vulnerable, it will be the economic and social reality that will put some at an advantage over others.
Key words: resilience, end of the world, anthropocene, extinction, adaptation, survival.
De algún modo por igual extraordinario que sombrío, el ser humano es –hasta donde se sabe– el único animal capaz de representar su finitud. No solamente es que cada individuo, en algún momento de su vida, pueda imaginar cómo es que preferiría morir, o figurarse qué pasará con sus seres queridos después de haber fallecido, o si se prefiere, sospechar cómo seguirá siendo la vida de los demás tras el deceso propio. Además de eso, los seres humanos a través de la historia, hemos construido imaginarios variados respecto de cómo podría ser el mundo en ausencia de la humanidad. En otros términos, entre las distintas capacidades que tenemos, se encuentra la de imaginar nuestro final: nuestro propio fin y el fin del mundo.
La mayor parte de generaciones de humanos que hoy habitan el mundo occidental, crecieron consumiendo productos culturales que proyectaban escenarios catastróficos y distópicos de nuestro propio mundo: Metrópolis, 1984, El planeta de los simios, Exterminio, Soy leyenda, Mad Max, Children of men, Matrix, V de Vendetta, Contagio, Melancolía, Don’t look up… La lista podría extenderse mucho más y podría incluso agruparse por subtemas que atraviesan por la rebelión de las máquinas, por la llegada de pandemias que merman a la humanidad o la transforman en entidades no humanas, por las diferentes clases de objetos que impactan al planeta y arrasan con la vida, por los distintos tipos de extraterrestres que nos invaden y aniquilan, y hasta por las incursiones a futuros en el que el ser humano desapareció sin explicación alguna. En fin, parece claro que precisamente la imaginación en lo que respecta a los posibles fines del mundo está lejos de agotarse y, por el contrario, ese tipo de imaginarios se han venido multiplicando en las últimas décadas e, incluso, han incidido en acontecimientos de la realidad que ocasionalmente parecen indiscernibles de la ficción. Como si se tratase de una pulsión de muerte sublimada, nos hemos dado un imaginario del fin del mundo que nos permite representar cómo podríamos desaparecer de maneras poéticas, épicas o dramáticas, pero en el retorno hacia lo real, nuestra precariedad ante un fin del mundo que hemos producido por nuestra propia cuenta, se nos hace manifiesta de formas mucho menos romantizadas.
El imaginario del fin del mundo no se reduce a las narrativas de ficción. Pensemos, por ejemplo, en el Reloj del Juicio Final (Doomsday Clock) [1], que fue creado en los años cuarenta del siglo pasado a manera de metáfora para advertir qué tan cerca estábamos de nuestra propia aniquilación y así, año tras año, la posición de sus manecillas se ha venido reajustando las más de las veces hacia adelante. Recordemos también cómo toda una generación transitó de la incredulidad a la dubitación y hasta la histeria colectiva en los albores del cambio de siglo ante el terror suscitado por el hipotético colapso de los sistemas informáticos propiciados por el Y2K[2]. Y para no ir más lejos en el pasado, remitámonos a la proliferación de profecías sobre el fin del mundo suscitadas a partir de la pandemia de COVID-19 que, junto con las teorías conspirativas sobre el origen del virus y la manufactura de las vacunas, así como un número incalculable de fake news, produjeron un clima de pánico y desconfianza generalizado[3]. Pero paradójicamente, la soledad de las calles y plazas durante la fase más cruda de la pandemia nos permitió imaginar cómo sería mundo sin humanos y, para muchos, el mensaje era este: podríamos extinguirnos y eso sería mejor para el mundo. Los cielos y los mares se limpiarían, los animales y las plantas se apropiarían de las edificaciones humanas que tan trabajosamente hemos construido, la naturaleza se reestablecería y, finalmente, nadie en el planeta nos echaría de menos. En pocas palabras, llegados a ese punto, admitimos alegremente que nuestra extinción, es decir, el fin de nuestro mundo, es preferible e incluso, deseable. Pero ¿cómo es que llegamos a asumir tan pasivamente la posibilidad de nuestro propio fin? ¿Cómo es que, además de ello, nos resignamos a esperar pacientemente nuestra extinción y no parecemos preocupados por atender aquello que hacemos para producirla? Pareciese entonces que es cierta la sentencia de Mark Fisher al respecto de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.” [4]
La historia es rica en ejemplos de profetas que intentaron vaticinar el momento exacto del fin del mundo y quizá no es sorpresa para nadie que clarividentes y predicadores sigan insistiendo en profetizar la fecha del final de los tiempos. Pero dejando de lado los augurios fallidos, llama la atención que las comunidades científicas hoy en día se han convertido en los nuevos oráculos a los que fieles e increyentes acuden para intentar saber lo que nos depara el futuro. Tal como lo considera Giorgio Agamben:
El tema del fin del mundo ha aparecido muchas veces en la historia de la cristiandad y cada vez han surgido profetas que anunciaban como cercano el último día. Es singular que hoy en día esta función escatológica, que la iglesia ha dejado caer, haya sido asumida por los científicos, que cada vez más a menudo se presentan como profetas que predicen y describen con absoluta certeza catástrofes climáticas que conducirán la vida en la tierra. Singular, pero no sorprendente, si se considera que nal modernidad la ciencia sustituyó a la fe y asumió una función propiamente religiosa[5].
En plena era del biopoder comenzamos a imaginar en el fin del mundo remitiéndonos muy directamente a un conjunto de fenómenos críticos que han venido preocupando a las comunidades científicas desde hace aproximadamente un siglo: los desastres nucleares, el calentamiento global, los agujeros en la capa de ozono, la devastación de bosques y selvas, la pérdida de biodiversidad, el cambio en la inclinación del eje terrestre y la contaminación de recursos tan vitales como el aire y el agua. El fin del mundo se convirtió entonces en un acontecimiento desplegado en espacios y especies, palpable e inminente, estrechamente asociado con la idea de extinción en su sentido biológico.
Tomando como referente la temporalidad evolutiva de la vida en el planeta, podríamos decir que el mundo ya se había acabado unas cinco veces antes de que nuestra especie existiera, al menos de eso se tiene registro a partir de los trabajos paleontológicos y de los hallazgos geológicos que han podido datar que, en grandes periodos pasados, las formas de vida que habitaron la tierra fueron otras. Se especula que debido a cambios climáticos de gran escala (producidos por factores como la actividad volcánica, el calentamiento de los océanos o el choque de asteroides contra el planeta), las condiciones de habitabilidad de las especies se alteraron, lo cual condujo a las cinco extinciones masivas de las que hasta el momento se tiene conocimiento. Pudiera tranquilizarnos pensar en que el último evento de este tipo les ocurrió a los dinosaurios hace aproximadamente 65 millones de años, pero la mala noticia es que la comunidad científica lleva más de 20 años discutiendo si nos enfrentamos a un nuevo evento de extinción masiva, esta vez propiciado por nuestra propia especie; precisamente esto es lo que estamos denominando hoy en día como antropoceno.
Se le atribuye el término a un químico atmosférico y premio Nobel, Paul Crutzen, y a un limnólogo, Eugene Stoermer, quienes en el año 2000 pusieron a circular el concepto en el ámbito científico.[6] Por su parte, Rosi Braidotti describe al antropoceno como “un momento histórico en el que lo humano se ha convertido en una fuerza geológica en condiciones de influir en la vida de todo el planeta”[7].
Cabe advertir que el concepto de antropoceno amerita examinarse con cuidado y de cara a otras nociones, como la de capitaloceno (acuñada por Jason Moore), la de tecnoceno (propuesta por Flavia Costa) y la de chthuluceno (elaborada por Donna Haraway), pero por ahora basta decir que lo que está puesto en juego en todas estas formulaciones es la idea de que nuestra presencia en el planeta ha logrado equipararse con la de una potencia geológica capaz de modificar el ambiente de forma permanente, que el modo de producción capitalista lleva al menos doscientos años provocando estragos en aquello a lo que denominamos como naturaleza y que, tras el fin de la historia vaticinado por Hegel y Marx, nos hemos apropiado del tiempo evolutivo como el horizonte de nuestra propia temporalidad.
A rasgos generales, este es el imaginario del fin del mundo que hemos construido desde que circula la noción de antropoceno: nosotros, los seres humanos, somos los principales artífices de nuestra extinción porque nuestra forma de relacionarnos con el planeta ha alcanzado un nivel disruptivo sin precedentes; somos doblemente responsables porque desde hace casi dos siglos conocemos los factores que participan en la extinción de las especies y, aún así, no hemos actuado para evitar la que se manifiesta inminente; tres veces responsables porque no solamente está en riesgo el futuro de nuestra civilización, sino la continuidad de la vida de todas las especies. Incluso si aceptamos la culpa, con ella no viene la redención de nuestra especie ni de nuestras almas. En el imaginario catastrófico de nuestra era, la nueva bestia es el capitalismo, el nuevo apocalipsis es la extinción y la nueva promesa de salvación es la supervivencia.
Por distintos caminos podríamos explorar por qué es más fácil imaginar nuestra extinción que el fin del capitalismo. Una ruta podría ser el análisis de las ideologías religiosas que han incidido en la construcción de un imaginario escatológico en Occidente. Otra más podría centrarse en comprender cómo se anuda la subjetividad, el poder y el deseo al interior del sistema capitalista y, en consecuencia, tratar de explicar por qué no renunciamos a él. Podríamos también examinar la proliferación de las narrativas del fin del mundo en los medios de comunicación en los últimos tiempos para evaluar cómo ello participa en el declive de la imaginación utópica y en la instauración del terror y el miedo como técnicas de gubernamentalidad. Todas estos caminos podrían resultarnos fascinantes e inagotables, pero por el momento, solamente pretendemos advertir que un núcleo muy poderoso en la configuración de estos imaginarios radica en el concepto de evolución y, junto con él, el de adaptación y el de resiliencia.
Ya antes de que Charles Darwin propusiera la evolución por selección natural, el concepto de evolución provocaba acalorados debates en torno a las formas en la que la variación de las especies se producía. Si bien el lamarckismo tuvo cierto nivel de influencia en los albores del siglo XIX, la idea de evolución darwiniana fue, en buena medida, la que propició la transición de la historia natural hacia la biología moderna.[8] Ya para el siglo XX, la Síntesis Moderna en biología hizo empatar los preceptos de evolución por selección natural con la idea de herencia genética de Mendel, y a partir de entonces, las nociones de extinción y adaptación comenzaron a circular frecuentemente no solo en el vocabulario de la biología y la ecología, sino que se fueron transfiriendo con rapidez hacia otros campos y disciplinas, así como en los imaginarios de las subjetividades producidas en los cruces del biopoder y la economía neoliberal desde el siglo pasado.
Las nociones de extinción y adaptación como principios generales que participan en la evolución de todos los seres vivos sin duda trastocaron también la manera en que el devenir de la especie humana se comprendía. El darwinismo social pretendió llevar los conceptos de selección natural, supervivencia del más apto y adaptación hacia la sociología, la economía y la política. Si bien por fortuna la conjunción no tuvo éxito a la postre y la teoría de Herbert Spencer pasó a la historia como un intento de pseudociencia, los estragos de ello se dejaron ver en las prácticas eugenésicas, racistas y fascistas de distintos programas políticos entre los siglos XIX y XX, dentro de los que destaca el nazismo.
Quizás de una manera más sutil pero no por ello libre de consecuencias, la noción de resiliencia se nos ha ofrecido en épocas recientes como un concepto amplio y sugerente que apunta hacia muchas direcciones, todas ellas asociadas con las nociones de adaptación y supervivencia. El concepto proviene de la de la física y en ese campo se utiliza para explicar la capacidad de un resorte para volver a su estado original tras haber sido sometido a una fuerza compresora o expansiva. Hoy en día, la noción circula por igual en ecología, en psicología, en economía y en política. Aunque con variaciones específicas en cada uno de esos ámbitos, el concepto refiere en general a la capacidad humana para adaptarse a la adversidad. Actualmente, tanto organismos internacionales como Estados se valen de este término para implementar estrategias de acción ante desastres ambientales y humanos.
Brad Evans y Julian Reid afirman que el concepto de resiliencia que se apropiaron organismos internacionales –como la ONU, a través de la Conferencia Mundial Sobre Reducción de Riesgo del Desastre, o el Fondo Monetario Internacional– durante la segunda mitad del siglo XX emana de la ecología. “Los ecologistas dicen que los sistemas de vida no se desarrollan a partir de sus habilidades de resguardarse proféticamente de las amenazas sino a través de su adaptación a ellas. Evolucionan a pesar de los choques sistémicos que registran –y gracias a ellos–, del más pequeño al catastrófico.[9]” Puestas así las cosas, queda claro la idea de resiliencia se halla estrechamente asociada con las nociones de adaptación y extinción. Las formas de vida que prosperan no son aquellas que se resisten al cambio, sino antes bien aquellas que cuentan con las cualidades necesarias para adaptarse y enfrentar exitosamente amenazas y riesgos. Aquellas que no logren adaptarse, tendrán como destino la extinción.
Otro discurso que se empata con la idea de resiliencia y de riesgo en un sentido adaptativo es el económico. En su propia dimensión, la economía neoliberal basa sus operaciones en el cálculo de los riesgos. El cálculo de riesgos de crédito, por ejemplo, permite a los acreedores determinar las posibilidades de que un deudor cumpla con sus obligaciones de pago durante “la vida” de un activo financiero. De igual manera, el riesgo de mercado se puede calcular tomando en cuenta los riesgos sistemáticos que devienen de la incertidumbre global del mercado. Esa clase de riesgos (el valor de las divisas, la volatilidad de los mercados, etc.) pueden impactar en distintos instrumentos económicos y por lo tanto, el planteamiento base es la gestión efectiva de los riesgos para lograr adaptarse mejor. La resiliencia económica corresponde entonces a la respuesta “adaptada” y creativa de los sistemas económicos. [10]
Vemos así que la resiliencia se está posicionando como un imperativo dentro del sistema capitalista neoliberal que, además, asociado con la narrativa de amenaza permanente de extinción, produce subjetividades resilientes, esto es, sujetos radicalmente biopolitizados que tienen como mandato sobrevivir y adaptarse a las “tensiones crónicas”[11]que se les presenten, sean estas de naturaleza económica, psicológica, social, ambiental, etc. Es fácil suponer que ese momento fatídico que nos acecha y que ya llamamos antropoceno, vendrá acompañado precisamente de más amenazas y riesgos, traerá consigo nuevas tensiones, profundizará las ya existentes y su impacto será más agudo de lo que siquiera podemos llegar a imaginar. Si bien podríamos suponer que la resiliencia parte del principio de que todos somos vulnerables, en un mundo en el que ciertas subjetividades han vivido históricamente precarizadas, queda claro que la capacidad de sobreponernos y adaptarnos será diferencial no precisamente por alguna clase de “dotación biológica” o variación evolutiva que prepare mejor a estos o aquellos, sino por la elemental razón de que, en el actual reparto de la realidad económica y social, no todos tenemos a nuestro alcance los mismos medios para lograrlo. Evans y Reid justamente advierten que “la biopolítica neoliberal tiene mayor interés en promover la vida que está en resiliencia, que es capaz de existir al borde de la supervivencia y que se ha adaptado a la incertidumbre y a las sorpresas.”[12] Así pues, bajo esta lógica, la resiliencia será el ethos biopolítico en el antropoceno y sus mandatos serán: ¡sobrevive y adáptate, pero con tus propios medios! Quienes no contamos con ellos, ¿vamos a seguir esperando resignadamente a extinguirnos en el próximo fin del mundo?
Bibliografía
- Agamben, Giorgio. Sulla fine del mondo. En: https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-sulla-fine-del-mondo [Fecha de consulta: 11 de septiembre de 2024].
- Braidotti, Rosi. Lo posthumano. Gedisa: Barcelona, 2015.
- Evans, Brad y Reid, Julian. Una vida en resiliencia. El arte de vivir en peligro. México: FCE, 2020.
- Fisher, Mark. Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra, 2018.
- GCDMX “¿Qué es la resiliencia?,” Agencia de Resiliencia, 2024, recurso electrónico disponible en: https://www.resiliencia.cdmx.gob.mx/que-es-resiliencia [Fecha de consulta: 12 de septiembre de 2024].
- Oliva Ayala, Edgar Arturo. Análisis de la vulnerabilidad y resiliencia económica de las entidades federativas de México en el Contexto de la crisis financiera internacional. Tesis de maestría en economía aplicada, México: COLEF Baja California, 2016.
- Trischler, Helmuth. “El Antropoceno, ¿un concepto geológico o cultura, o ambos?”, en: Desacatos, No. 54, México, mayo-agosto 2017. https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1607-050X201700020004
Notas
[1] En sus orígenes, este reloj se creó para advertir lo cerca que la humanidad se encontraba de enfrentar una hecatombe atómica. Hoy en día el cálculo de su avance se estima tomando en cuenta otros tipos de amenazas, tales como el terrorismo, las crisis medioambientales, la proliferación de nuevos virus y superbacterias, las crisis energéticas y armamentistas e, incluso, los alcances de la inteligencia artificial (IA). En últimas fechas, el Doomsday Clock ha acercado todavía más sus manecillas a la medianoche debido a la proliferación de armas nucleares y los conflictos bélicos contemporáneos. En enero de 2024 la manecilla se colocó a 90 segundos antes de la media noche; es decir, en la opinión de estos expertos, estamos más cerca del fin del mundo que nunca. https://thebulletin.org/doomsday-clock/
[2] También conocido como “el error del milenio” el efecto temido era que un bug informático producido por una pauta de programación causara estragos en las tecnologías digitales a cargo de las centrales nucleares, en los sistemas de defensa, en las telecomunicaciones, en la industria aérea, en el sector financiero e incluso, en los ordenadores personales. Gobiernos y empresas invirtieron sumas millonarias en la actualización de softwares y, aunque al final no hubo registro de incidentes mayores, el Y2K quedó marcado en nuestra memoria colectiva como el acontecimiento que mantuvo en vilo al mundo durante el cambio de milenio. https://verne.elpais.com/verne/2019/12/26/articulo/1577353315_282800.html
[3]John Blake expresa en la nota citada a continuación que “hay algo en las pandemias que hace que las personas en pánico vacíen sus mentes junto con los estantes de los supermercados”; así pues, no solo se trata de que las profecías apocalípticas circulen con mayor fuerza en periodos de crisis, sino que estas además tienden a suscitar efectos en el consumo. https://cnnespanol.cnn.com/2020/03/23/el-coronavirus-trae-consigo-una-peligrosa-plaga-de-predicciones-del-fin-del-mundo/. Basta recordar que al inicio del confinamiento hubo un fenómeno masivo de compras de pánico de productos como cubrebocas, gel antibacterial e incluso, de papel higiénico. Hasta el momento no ha sido posible constatar que el coronavirus le haya dado un golpe al capitalismo al estilo de Kill Bill, tal como Slavoj Zizek esperaba, y lo que es aún peor, la crisis pandémica dejó en claro que el capitalismo obtiene muchísimas ganancias gracias a los imaginarios del fin del mundo.
[4] Mark Fisher, Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, ed. cit.
[5] Giorgio Agamben, Sulla fine del mondo, ed. cit.
[6] “El limnólogo Eugene F. Stoermer (1934-2012) ya había comenzado a usar el término Antropoceno de manera informal en la década de 1980, pero fue el químico atmosférico Paul J. Crutzen (1933-), con todo el peso de su reputación como Premio Nobel y descubridor del agujero de ozono, quien de pronto tuvo éxito en la popularización del término. En una conferencia en Cuernavaca, México, en 2000, Crutzen -el “señor Antropoceno”-, se impacientó al escuchar que se mencionaba al Holoceno como la época geológica actual y de manera espontánea exclamó que estamos viviendo en el Antropoceno.” Helmuth Trischler, “El Antropoceno, ¿un concepto geológico o cultura, o ambos?”, ed. cit.
[7] Rosi Braidotti, Lo posthumano, ed. cit., pág. 16.
[8] De esta transición da cuenta a detalle Michel Foucault en Las palabras y las cosas.
[9] Brad Evans y Julian Reid, Una vida en resiliencia. El arte de vivir en peligro, ed. cit., pág. 58.
[10] Para una lectura más detallada del concepto de resiliencia económica, consultar: Edgar Arturo Oliva Ayala, Análisis de la vulnerabilidad y resiliencia económica de las entidades federativas de México en el Contexto de la crisis financiera internacional, ed. cit., s/p.
[11] El Gobierno de la Ciudad de México tiene un concepto de resiliencia que se nos presenta de una manera absolutamente biopolitizada y que reza lo siguiente: “la resiliencia es la capacidad para sobrevivir, crecer y adaptarse que tienen las personas, comunidades, empresas y sistemas que están dentro de una ciudad, independientemente de las tensiones crónicas e impactos agudos que experimenten”, GCDMX“¿Qué es la resiliencia?,” ed. cit.
[12] Evans y Reid, ed. cit., p. 47.