Universidad “Aurel Vlaicu” Arad-Rumania
Los orientales han entendido que cada período de la vida tiene su papel en la economía de la existencia.
Los occidentales también lo sabían, pero desde hace aproximadamente cien años, han comenzado a olvidarlo, insistiendo cada vez más en que la vejez carece de sentido y, por lo tanto, es inútil.
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Si la vejez es inútil, debe ser suprimida. Existen tres formas de hacerlo:
- La vejez es disfrazada, se le niega su reconocimiento oficial. A través de la exagerada dilatación de la juventud y del periodo de la madurez, simplemente se le niega su registro como un período distinto de la vida.
- Se alienta al anciano a recurrir al suicidio para evitar la humillación de una degeneración inevitable.
- El anciano es exterminado al alcanzar una cierta edad establecida por ley o como resultado de no superar una prueba de aptitudes físicas o mentales (la solución de La balada de Narayama).
Tanto Buzzati como Bioy Casares entendieron la ferocidad del proyecto anti-vejez que trae consigo el siglo XX, el siglo de los totalitarismos que se apoyan en el fanatismo de los jóvenes. Ellos solo consideraron el proyecto de exterminación directa de los ancianos, pero probablemente las dos primeras variantes mencionadas arriba sean aún más peligrosas, ya que trasladan la responsabilidad a los ancianos y los obligan a autodestruirse.
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Quien no logra disfrazar la llegada de la vejez, a pesar de los colosales esfuerzos que realiza, siente que la única solución a su alcance es el suicidio. Y esto sucede porque él ha interiorizado la visión del mundo de aquellos que consideran detestable la vejez y, precisamente por ello, no puede aceptar la idea de que podría convertirse en uno de esos que merecen ser odiados.
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Los orientales veneran a sus ancianos, mientras que los occidentales los empujan al suicidio.
Para los orientales, la vida debe ser elogiada porque culmina en la vejez, el nivel supremo al que puede llegar la humanidad.
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Para los occidentales, el hecho de que la vida termine con la vejez es una prueba más de que la vida es absurda.
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Los orientales creen que el ser humano concluye su vida en la cúspide de su grandeza.
Los occidentales creen que, al final de su vida, el ser humano es un simple desecho.
Los primeros están convencidos de que el anciano es el sabio por excelencia; los otros – que el anciano cae inevitablemente en la mentalidad de los niños.
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Los orientales ven en cada anciano a un posible sabio legendario.
Los occidentales ven en cada anciano a un posible enfermo de demencia.
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Para los orientales, una vida sin vejez sería una vida imperfecta, una vida desprovista de sentido.
En cambio, para los occidentales, una vida sin vejez sería la vida perfecta, la vida de quien sueña con una juventud eterna.
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Los orientales creen que el ser humano está destinado a concluir su vida en plena gloria.
Los occidentales están convencidos de que el ser humano tiene la desgracia de terminar su vida en la más absoluta humillación.
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En Occidente, se pide tanto al anciano como al adulto que se comporten como jóvenes, mientras que al joven se le alienta a comportarse como un niño.
El mundo occidental se configura según los valores de los jóvenes y, cada vez más, de los niños. Este es también el motivo por el cual a los orientales les resulta cada vez más difícil tomárselo en serio.
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En los últimos 4000 años, China ha regulado su metabolismo cultural en función de un conjunto de valores que ha permanecido casi inmutable. Precisamente por eso, a los representantes del Imperio del Centro les resulta muy difícil negociar con representantes de un mundo siempre cambiante así como en el Occidente. La inestabilidad de este mundo les parece casi imposible de entender, así que tienden a tratar a los occidentales a veces como a niños, a veces como a locos.
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Occidente debe ser puesto bajo tutela por parte de los representantes de culturas tradicionales, porque de lo contrario corre el riesgo de autodestruirse.
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Para los chinos, es evidente que ni los niños ni los locos pueden ser dejados autogobernarse, ellos deben ser puestos bajo tutela.
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La imaginación de los niños y los locos carece de cualquier filtro racional, y esto amenaza con producir una serie de catástrofes. Para prevenir el desastre, es deber de los individuos maduros intervenir para imponer el orden y devolver todo al control de la razón.
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Para los orientales, la vejez es sagrada.
Para los occidentales – es inmunda.
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Para los orientales, el anciano es el ser humano capaz de ejercer el más completo control sobre sus manifestaciones, gracias al hecho de que ha logrado eliminar gradualmente todos los elementos de animalidad presentes en sí mismo, interiorizando perfectamente la necesidad del ritual y convirtiéndose en una persona civilizada en el más alto grado.
Para los occidentales, la situación es exactamente la opuesta: el anciano no solo no es capaz de gobernarse a sí mismo, sino que ni siquiera puede controlar sus esfínteres. Está tan cerca de la animalidad como un niño, pero sin el encanto de este.
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El ideal de los orientales es disfrutar de una vejez lo más prolongada posible.
El ideal de los occidentales es no experimentar nunca la vejez, prolongar su juventud para siempre.
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Para los orientales, la vida es una ascensión continua que termina en la cima.
Para los occidentales, es un rápido ascenso seguido de una caída abrupta.
Notas
[1] Original inédito en rumano: “Bătrînețe”. Traducción al español y notas por Miguel Ángel Gómez Mendoza (Universidad Tecnológica de Pereira-Colombia). Se traduce y publica con autorización del autor.