Puto el que se muera: el cine en la guerra del narco

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Puto el que se muera: el cine en la guerra del narco

Resumen

La idea es realizar un análisis general de las ficciones audiovisuales que aborden el tema del narcotráfico desde la prohibición, con un enfoque más profundo en aquellas que se han producido en el marco de la llamada Guerra del Narco, iniciada en el 2006. A través de ejemplos fílmicos se hará con un recorrido histórico del cine de narcos en el que se emparejen los hechos reales con los imaginarios. A lo largo de la exposición se desarrollarán las constantes arquetípicas y temáticas en el mundo imaginario del narcotráfico y a su vez, se hará una propuesta de clasificación por tramas. Todo esto con la finalidad de encontrar detrás de todos esos mitos, un hilo de sentido que nos guíe a la comprensión de esta anomia que nos invade. A su vez, se espera que a través de esa agridulce mezcla entre el humor y el miedo se impulse a la pregunta y el diálogo entre los asistentes.

Palabras clave: cinecorrido, narcotragedia, patriodrama, anarcografía, héroe, antihéroe, frontera

 

Abstract

The idea is to make a general analysis of audiovisual fictions that address drug trafficking since prohibition, with deeper focus on those produced within the so-called War on Drugs, started in 2006 in Mexico. Trough filmic examples we’ll make a historical journey of narco movies that match up reality and imaginary events. Throughout the exposition, regular themes and archetypes in the imaginary world of drug trafficking will be explained, and a classification of plots will be proposed. All this has the purpose to find, behind all these myths, a meaning thread that guides us to the comprehension of the anomie that invades us. At the same time, we expect that, with this sweet-and-sour mix of humour and fear, questions and dialog would rise among readers.

Keywords: Cinecorrido, narcotragedy, patriotic drama, anarcography, hero, antihero, border.

 

Guerra y violencia, en general, deben comprenderse como fenómenos polifacéticos, de direcciones varias e informes en su desarrollo. Violentar no se reduce a dañar física o psicológicamente al otro, incluye también el inhibirlo en su campo de acción, de pensamiento y percepción por medio de imposiciones que hagan posible el daño.

Violentar tampoco es un ejercicio de agresión unívoco de un sujeto sobre otro. Toda agresión incluye esa misma serie de imposiciones hacia el sentido inverso. Para hacer daño al otro hay que, primero, separarlo de uno mismo y, segundo, inhibir las propias posibilidades de acción y pensamiento hacia una economía negativa; en ambos sentidos. En otros términos, las leyes newtonianas se hacen presentes en todo ejercicio de violencia y todo buen chingadazo se siente en ambas partes.

Un ejército efectivo en guerra lo es en medida en que reconoce que su armamento, táctica y estrategia tienen que abarcar ambos campos del mundo humano -su espacio físico y su espacio simbólico; cuerpo e imagen; como ambas direcciones de la agresión, hacia el otro y hacia uno mismo. De esta manera, nos encontramos con que el conflicto que ahora vivimos, el agravamiento global de la centenaria cruzada contra las Drogas, bautizado de una manera bastante parcial como la “Guerra del Narco”, tiene un campo de agresión imaginaria bastante amplio y complejo que merece ser estudiado a profundidad; como una guerra de verdades y mitologías cuyas luchas se libran en el espacio simbólico que todos habitamos y construimos.

Esta enorme masa de violencia informe, a la que bien pelada podríamos llamar la bola, como en la Revolución, es explicada por cada parte como un clarísimo enfrenamiento entre el bien y el mal. Cada una de esas visiones ataca a la ajena con su propio arsenal simbólico y arquetípico, sus tácticas míticas y sus estrategias de difusión agresivas para lograr la imposición de la verdad propia y, en consecuencia, triunfar.

En estos términos, los discursos míticos de la Guerra del Narco tienden a una heterogeneidad caótica digna del conflicto que recrean. Aunque desde la perspectiva de cada bando, todo sea tan simple como separar al uno-mismo-bueno del otro-los-demás-malos. La extensión del paisaje imaginario del Narco se ha ampliado tanto, que no hay nadie capaz de afirmar que lo ha recorrido en su totalidad y conoce sus límites. Sin embargo, existe la posibilidad, como en todo, para la limitada interpretación propia de lo que ocurre en las trincheras de la guerra audiovisual.

Para empezar, tenemos el primer chingadazo. La agresión que inauguró esta guerra de cien años vino de parte de nuestros vecinos del norte, cuando, después de años de “activismo” –compréndase violencia sistemática– por miembros de su Iglesia Protestante, el Prohition Party y otros aliados de la tradicional derecha xenofóbica, el gobierno de Woodrow Wilson decidió dividir, con la espada de la constitución, la farmacia nacional e internacional en dos grupos: buenos y malos, que en realidad eran los propios y los ajenos, respectivamente.

A partir de 1913, con la Ley Harrison, todo fármaco que apestara a ebriedad morena, negra u oriental era del diablo y había que eliminarlo para que el “cáncer” no se esparciera por su purísima raza. Esa bipartición en grupos antagónicos hizo posible un conflicto que antes, de ninguna manera, a los ojos de cualquier farmaceuta serio, sería sostenible.

Pero este primer putazo, no llegó a México hasta acabada la Revolución. Acá, Obregón se agachó por la urgencia de reconocimiento del nuevo representante directo de Dios, además de que los rumores de su morfinismo no lo ayudaban. A partir de 1920 empezó la prohibición de la marihuana y el 26 pasó lo mismo con la “adormidera”, como se le llamaba al opio en Sinaloa por los “gomeros”, ancestros directos de los narcotraficantes, que debían su oficio a las enseñanzas de los chinos.

Una vez dividido el mundo comienza la guerra; y tan sólo un año después de la prohibición del opio salió la primera película mexicana sobre el narcotráfico El Puño de Hierro. Esta estrafalaria película, la mera naivité, plagada de larguísimas persecuciones a caballo y automóvil, de balazo tras balazo, maleantes enropados como el Ku-Klux-Klan, chinos ridiculizados en grafiti y una asombrosa primera escena cuasi-documental del yonquismo de los veintes; inaugura el campo de batalla.

Ahora bien, el cine de traficantes de los primeros años de la persecución farmacrática era muy diferente al de ahora. Y aunque le antecede, sólo es su precursor parcialmente. En esos años, como la producción audiovisual era bastante cara, hacer cine era una posibilidad solo al alcance las clases más privilegiadas de México: Un grupillo unido namás por la terquedad de su propia conservación, como toda buena clase alta, y recientemente aferrado a sus propias ideas de la mexicanidad, como prácticamente todo mexicano que sobrevivió a la Revo. Es por la gente-bonita que formaba la recién nacida industria del cine o por lo menos su brazo fuerte- el capital- que las películas de contrabandistas de los veinte, hasta todavía gran parte de los sesenta, sólo reproducen la visión oficial del nuevo delito. Al narco heroico como ahora lo conocemos, nomás se podía encontrar en los corridos – mucho más baratos y libres- que desde la prohibición del alcohol en Estados Unidos se cantaban del otro lado.

Durante la infancia del cine de traficantes, con películas como Marihuana: El monstruo verde de 1936, Los Hombres del Aire de 1939, Revancha de 1948, Frontera Norte/Tijuana de Oroná en 1953, Los Misterios del Hampa de Juan Orol y Cargamento prohibido expuesta en 1965.

Los contrabandistas todavía no son narcos, son hampones, puro pinchi malandro sin pasado, la mera malilla en su presente todo-abarcador y su futuro de predecible perdición. Las mujeres, eso sí, no muy diferentes a las que habitan el cine del narco de ahora, siempre se están debatiendo entre el pecado y la pureza. Y el tipo bueno, o es el pobre policía-job que lo pierde todo en defensa de su fe o, para nuestra sorpresa, el típico san Martín marcado por la mano de dios para redimirse desde la traición a la mafia. En fin, puro melodrama con las drogas como pretexto, o en lenguaje cinematográfico, McGuffin por excelencia.

La clásica imagen de gangster no fue superada hasta los setenta. El vaquerismo que le conocemos al estereotipo del narcotraficante moderno no llegó a las salas de cine hasta que en 1975 se estrenó el primer corrido-fílmico o cine-corrido de la historia, la Banda del Carro Rojo de Galindo, con nada más y nada menos que Mario y Fernando Almada con los papeles estelares. El narco, por primera vez, es un héroe que entra al negocio por pura mera necesidad, pero sale de él, como siempre hasta el momento, con la muerte. Una muerte de mártir, que sorry mi cherif, no canta en inglés.

Esto, no por casualidad, el mismo año que se militariza oficialmente la guerra contra las drogas, con el Plan Cóndor, orquestado desde Washington por el equipo de Richard Nixon, el presidente que denominó “enemigo público número uno” de Estados Unidos al narcotráfico.

A partir de entonces se puede hablar de un género nuevo, el cine de narcos, que divido para fines prácticos en dos subgéneros, el narcodrama, como lo bautiza Benavides, esa extraña mezcla entre el cine degli mafiosi, el western –del que adquiere grandes influencias por pertenecer a la frontera- el melodrama, género latinoamerciano por excelencia y la comedia ranchera por sus imprescindibles pausas musicales; y en segundo lugar, el patriodrama, que es más bien la versión oficialista del conflicto, que utiliza la misma semántica del narcodrama para invertir sus valores, con el policía como héroe y los narcos como malandrines indiferenciados.

Las personalidades populares del narcodrama contra la populista del patriodama, no residen tanto en sus audiencias como en la escala de sus producciones, su exhibición, distribución y soportes. El patriodrama, al ser la versión de la verdad institucional tiende, por regla general, a las grandes producciones donde la inversión gubernamental es la norma. Es exhibido en las más de las pantallas, por medio de los monopolios impuestos del cine comercial y la televisión, así como los sitios de renta. Su distribución también es la más ventajosa, ya que está basada en las empresas remanentes nacionales y las omnipresentes extranjeras. En esta categoría, quizá en extinción, podemos inscribir a gran parte de los éxitos ochenteros del cine nacional: El federal de caminos, Pedro el de Guadalajara, Lola la trailera, Policía Narcóticos, El Judicial, Cacería de Traficantes, Narcoterror, El Fiscal de Hierro, La Camioneta Gris, entre otras. Así como su revival televisivo del sexenio de Calderón, la serie de Televisa El Equipo, patrocinada por la Secretaria de Seguridad Pública de otro culero, Genaro García Luna.

El narcodrama, en cambio, es todo lo contrario. Su producción es, las más de las veces independiente y de bajo presupuesto, raya en la ilegalidad, y logra su sobrevivencia gracias a su tendencia a la producción transfronteriza y todos los hoyos legales de la región. Su distribución es de carácter mayoritariamente ilegal, con la piratería como su pilar fundamental dentro de las fronteras, y Wal-Mart del otro lado de las mismas; así como los sitios web de descarga gratuita. Características que delimitan su exhibición a la pequeña pantalla, la televisión doméstica o la computadora; lo que define a la mayoría como videhomes. En esta categoría podemos nombrar, al par de íconos del videohome noventero El mariachi narcotraficante y El fantasma de la coca de Aurora Martínez; así como las innumerables versiones de la vida de él El Señor de los Cielos y su resurrección en Está vivo el cabrón o de producción más reciente, La chrsyler 300, Comandante Antrax, Los sanguinarios del M-1, El pozolero, Cholos contra Narcos, Cholos Empericados, El pistolero, Narcojuniors y el Cártel de Osiel, entre cientos. Así como el caso aparte de Crónicas de un Narco, primera película de la que tenemos conocimiento como patrocinado en su totalidad por un narcotraficante, adivinen quien, La Barbie.

      

Bueno, hasta aquí tenemos con la historia del cine del narco, y ahora nos adentraremos al territorio imaginario de las narcomitologías, o ese pinche desmadre hiperviolento que amenaza con ahogarnos. Para lo que haré una descripción de sus principales figuras arquetípicas en su doble valoración positiva-negativa, según el par de visiones preponderantes en la producción cine-mítica.

Empecemos con su personaje principal y a su vez el más complejo: el Narcotraficante. Figura que surge en un principio como el lado negativo de la primera agresión. Este agresor también funge como primer agredido, violentado tanto por una ley que él no votó como por una frontera que él no cruzó. “Amenaza a la seguridad nacional”, el narco es la personificación del mal a vencer. La pura perversidad que llegó desde fuera – en forma de “fuerzas extrañas” y “poderosos y nuevos enemigos” a manchar con el pecado este pequeño paraíso en “vías de desarrollo”, a contaminarlo todo, a que chingara a su madre. Esta raza es una enfermedad colectiva, pero en el fondo de todo buen patriodrama no hay nada que temer, pues el Equipo siempre sabe que “el bien vence al mal”.

Fuera de Ley; el buen-hombre-malo del imaginario popular encarna toda la ira de la sociedad mexicana hacia su pinche gobierno, el gobierno culero de los gringos y toda su sarta de leyes de sarras que lo restringen de ser quien es en plena libertad. La miseria personificada que ha decidido enfierarse a sacar ojos, desollar rostros, quemar penes, encobijar y encorbatar a cobardes. “Yo soy hijo de quien soy”.[1] La misma violencia informe, polifacética y desorientada que espera encontrar en la muerte intempestiva su tan añorada afirmación: “Para eso somos hombres ¿no? Para cuidar lo que tenemos”.[2]

Bandido Generoso, el narcotraficante es la reencarnación del arquetipo heroico más fuerte de toda latinoamérica. En los arranques sanguinarios del Teo se ve la revancha de Luis Pardo, en el canibalismo de los templarios se está alimentando Lampiao y en el Ondeado mirábamos un humilde servidor de la justicia olvidada de Mate Cosido. “Trae mente de varios revolucionarios/ como Pancho Villa peleando en guerrilla/, limpiando el terreno con bazuca y cuerno que hacen retumbar” (Sanguinarios del M-1, Movimiento Alterado).

Plaga del siglo XXI, el narco, aún sobre el yonki, es el gran hereje del totalitarismo capitalista contemporáneo. El tráfico de estupefacientes es por mucho la principal causa de criminal del mundo, y las cárceles mexicanas como las americanas están plagadas, por delincuentes asociados a alguna actividad del tráfico. La sola existencia de ese “problema policial” pone en cuestión todo el código del país, “pero si nos dejamos llevar por el pánico, el mundo estaría lleno de cocaína”.[3]

Santo Bandido, como Jesús Malverde y Heraclio Bernal, el Santo Narco del imaginario, es el modelo de conducta ideal del mexicano. Macho y temerario, “los tiene bien puestos” sobrio y fiel a su santo, sea cual sea, mujeriego y cariola. Ejemplariza una nueva moralidad cuyo papel central es la violencia; violencia viril de la que hablaba el Chayo Moreno, profeta por excelencia del templarismo. Pues, “Dios diseñó al hombre para arriesgarse” que no.

Héroe solitario, el narco se enfrenta solo contra el mal gobierno. De la manera más pragmática posible, de la manera más capitalista. “A chingadazos hijo”, dice Lamberto Quintero a través de Antonio Aguilar. Figura “más cercana a la visión de lo bueno de la frontera”,[4] donde uno tiene que matar para vivir. El narco es alguien bueno, porque no es bueno superficialmente, sino en “el fondo”. No se jacta de hacer el bien, pero sí de hacer el mal honestamente, “Yo no soy ningún santo… yo no soy dios para juzgarte”.[5]El Narco encarna la justicia colectiva desde el individualismo. El chivo expiatorio que con su muerte habrá de salvarnos del caos al que nos llevó.

La otra figura del mal es el yonqui, que si bien, no es el hereje de la historia, es el pecador. Y el capitalismo, igual que el catolicismo, siempre se ha mostrado condescendiente con este personaje. Para ambos lados de la guerra, el mismo y el otro, el drogadicto es sólo un débil mental y espiritual. Un desecho desechable, una víctima fácil de extorción y de ventas. Y por su misma debilidad, el informante número uno tanto para las fuerzas del bien como las legiones del mal. Sin embargo, siempre se puede esperar una traición de estos “depravados”.[6]

Pero si para traiciones vamos, tenemos en el político quizá al mismo agente de la traición. Y no sólo por que necesite de los traidores para derrocar al héroe-bandido, sino porque la misma traición es su sistema de funcionamiento. “Todo político que se dé a respetar debe violar sus pactos”, como diría el cacique potosino, Guillermo N. Santos. Es quizá en esta característica que encontremos el mal medular del padre de la nación. Aquel que siempre y por definición, llega al poder a través de un crimen original: El fraude electoral y la serie de asesinatos subsecuentes. Sin embargo, el intocable enemigo jamás será castigado en manos del narco, ya que este sólo puede desquitarse con sus infinitos puros y homogéneos soldados.

Los malos hombres de poder, siempre son casos excepcionales en el narcodrama y el patriodrama. Hay uno de ellos por cada buen policía, como si se aceptara el carácter dual y equilibrado del poder político en México. Eso lo podemos notar en las dos versionos de la biografía ficcionada del Negro Durazo, uno bueno y otro malo.

Por su parte, el videohome resulta más esquivo en esta delicada temática; y por más extremista que sea, tiende no tanto a su valoración negativa como a la anulación total de su imagen, para evitar confrontaciones directas. En este sentido el político es el más ausente, quizá sólo después de las víctimas “colaterales”, de los personajes de la guerra del narco. El presidente, por su parte, es la “última oportunidad de la revolución” (López Mateos), el “agente del progreso” (de la Madrid) que nadie puede ubicar o definir.

Una paradoja del imaginario, que sean las personalidades más diferenciables de la realidad, con nombre y apellido, las que más se difuminen, mientras que los agentes más brumosos, los menos ubicables, son los más delimitados.

Después tenemos a las fuerzas del orden, las extinciones del Padre-Patria omnipresente e invisible. Sin embargo, en el narcodrama de videohome soldados y policías son personajes cada vez más escasos, más uniformes y sin nombre. Por la misma lógica de la evasión del conflicto.

Por otra parte el patriodrama tiene en el policía al héroe verdadero. Aquí, igual que con el político, hay una dualidad de bueno y malo, que hace posible el desarrollo de la trama. Siempre es por culpa de unos cuantos corruptos que el mal encuentra su camino. Y es deber del héroe seguir con su jale llevándosela leve con sus compas, es decir, seguirle el juego al “estado de derecho”. El Equipo no se atreve a confrontar al prieto Urrutia, la versión moderna del Negro Durazo. Tampoco expresan sus problemas personales entre ellos, hasta que estallan. En esta serie, el narco es el malo ambiental que permite la heroicidad de sus protagonistas. Un evidente y fracasado intento de salvar la imagen de la Policía Federal. “Héroes anónimos” que representan la homogeneidad añorada del totalitarismo PRIANista.

No, de policías no hay corridos y menos cine-corridos. El patriodrama es un género que se va y vuelve con un derroche digno de las peores payasadas de Hollywood. Con la serie de El Equipo, quedó demostrado que ni con 118 millones de pesos el imaginario social se deja deslumbrar. A la par los policías de Bala mordida los del mundo real, siguen el teatro militarizado con falsos chalecos antibalas.

En cuanto a figuras del poder, sólo hace falta la del gringo. El enviado del cielo que namás viene a dar órdenes o a llevarse su lana. Igual que el presidente, son raras sus apariciones públicas por las mismas razones. “El narcodrama tiene que tener cuidado al representarlo para no herir sus sentimientos de “imbécil anestesiado, que jamás se admitirá a si mismo que tiene un reclamo dudoso de la tierra que protege para excluir a los otros. Siendo los mismos ancestros de esos otros, los que asesinados y esclavizados aseguraron la superioridad política y económica de ese estado nación”.[7] El patriodrama, por su parte, desaparece el gringo de plano como si Estados Unidos no jugara ningún papel en toda esta violencia.

Por último tenemos en el sacerdote, la posibilidad del perdón para todos; es decir; el completo sinsentido de todo este pinche desmadre. El perdón se compra y dependerá del pecado el precio a pagar. Pero teniendo el varo, verdadero sagrado de todo este teatro, se puede pasar de un lado a otro de la ley. No por nada el Fantasma de la Coca era un sacerdote, que trafica cocaína en secreto para mantener “la paz ante todo.” La paz del imperio consensuado de la ley, evidentemente. El imperio del capitalismo que contiene todas las manías míticas del cristianismo en sus entrañas.

Nuestro último personaje es la frontera, que como la iglesia es ese otro lugar donde el pecado incorporado en la droga, se trasmuta en capital, y el capital se intercambia por perdón, por poder, por legitimidad y autoafirmación individual.

Atravesada la frontera o los umbrales de la iglesia, se descubre que detrás de toda esta violencia, ambos polos resultan no sólo equivalentes sino idénticos. El miserable que pacta con el diablo para hacerse narco refleja el simple deseo de ejercer su derecho a la violencia. Ser culero, imponerse, mentir, robar y torturar al igual que el gobierno. El capo de capos es el capitalista salvaje en toda su feroz honestidad norteña: “Soy culero, igual que tu puto, pero yo no me hago güey, lo asumo”.

El narcodrama vence sobre el patriodrama en la interpretación popular de la guerra, porque la otredad negada es lo que constituye el significado del ser mexicano. El estereotipo del norteño criminalizado por la llegada de la ley y la frontera a sus tierras baldías, con todo el peso psíquico de su libertad perdida; refleja el problema esencial del país en la medida que la sociedad completa ha sido criminalizado con el mote de “narco”. Narco es el migrante, narco el estudiante, narco el pobre, narco el académico, narco el obrero, narca la prostituta, narco el niño, narco el padre, narco el marihuano, narco el melindroso, narco el desechable, narca tu madre. La revancha contra el estado que nos niega en toda nuestra heterogeneidad maldita, es la imagen más satisfactoria del narco-drama. Y el narco-drama no es otra cosa que la burla de todo esto. Una burla melodramática por que no teme a soltar la lágrima fácil, una burla musicalizada porque no quiere renunciar al baile y la canción. Una burla de risotada estridente por que la diferencia entre el bueno y el malo es cada vez más difícil de delinear. Una burla violenta y un chinga tu madre Peña Nieto, chinga tu madre patria, chinga tu madre Obama.

El gobierno no tiene quien le cante, pero sí quien se ría de él. Y toda esta risa es el último acto de dignidad afirmadora antes de tomar las armas. Una risa de vida y muerte.

 

Bibliografía

  1. Astorga Luis, El siglo de las drogas: El narcotráfico, del Porfiriato al Nuevo Milenio, Grijalbo, México, 2012
  2. Hugo Benavides, Drugs, Thugs and Divas: Telenovelas and Narco-dramas in Latin America, Universitiy of Texas Press, Austin, 2008
  3. Escohotado Antonio, Historia General de las Drogas, Espasa Calpe, 8va edición, Madrid, 2008
  4. Iglesias Norma, Entre yerba, polvo y plomo: Lo fronterizo visto por el cine mexicano, Colegio de la Frontera Norte, Tijuana, 1991

 

Notas
[1] Enrique Murillo, Los Narcojuniors, Baja Films Internacional, 2010, DVD.
[2] Beto Gómez, Salvando al soldado Perez, Salamandra Films, Lemon Films, Terregal Films, 2011, DVD.
[3] Rafael Villaseñor Kuri, El Judicial, 1984, videohome.
[4]Hugo Benavides, Drugs, Thugs and Divas: Telenovelas and Narco-dramas in Latin America, Universitiy of Texas Press, Austin, 2008, p. 126.
[5] Alonso O’Lara, El Pistolero: Orden Exigida, Ola estudios, 2012, DVD.
[6] Rafael Villaseñor Kuri, op. cit.
[7] Benavides, op. cit. p. 122.

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