El sufragio de las mujeres

El sufragio de las mujeres

Trad. Ignacio Pereyra[1]

 

Señores, Señoras,

La señora Jean Brunhes-Delamarre, hija del gran científico del cual deploramos la perdida completamente reciente y repentina, va a exponer delante de ustedes el estado de la cuestión del «Feminismo».

Creo que esta cuestión ha dejado de hacer sonreír. Incluso en Francia, uno se resuelve a pensar que ella existe, y se comienza a consentir que los hombres después de todo no han hecho una política tan feliz, tan fecunda en beneficios, tan poco mortal y tan razonable que uno no puede preguntarse si las mujeres lo hubieran hecho peor. Uno se da cuenta que en muchos casos el consejo de una madre o de una domestica habría podido hacer reflexionar a los grandes hombres de Estado, e inclinarlos, quizás, hacia algún ahorro de sangre o de dinero.

Madame Delamarre va a limitarse a mostrarles el estado comparado de la condición política de la mujer en las diversas naciones que componen el mundo civilizado. Sus diferentes constituciones no tratan igualmente a la mujer. La mujer, en cada una de ellas, ha sabido tomar un cierto lugar, ella ha conquistado ciertos derechos, y el grado de existencia política que le es acordado en tal o cual país mide ciertamente alguna cosa. Tengo ganas y vergüenza de decir que mide el grado de libertad de espíritu: libertad del espíritu en la consideración del prejuicio: libertad del espíritu en consideración del ridículo.

El tema que va ser tratado delante de ustedes se conecta bien a esta «Geografía Humana» de la cual debemos a nuestro lamentable colega del Instituto, Jean Brunhes, la definición precisa, el programa, los métodos.

Pero, ¿qué hay más notable, haciendo la Geografía humana, que ver, entre tantas naciones que acuerdan a la mujer derechos más o menos extendidos, Francia, la Francia liberal, la Francia libre y justa, la Francia muy conocida por las consideraciones y las complacencias que las mujeres encontraron en todo tiempo, distinguirse en el presente por el rechazo absoluto que opone hasta aquí a la intervención de la mujer en los asuntos públicos?

Este rechazo, esta resistencia, este retardo de Francia tienen, sin duda, causas y una significación cuyo conocimiento y análisis añadirán algunos rasgos a la idea que un observador del mundo actual, un Ingenuo, un Micromegas, podrían hacerse de nuestro país.

Los Franceses son, quizás, insulares que se ignoran. Ellos no pueden creer en su particularidad. Se sienten universales, y tienden invenciblemente a pensar en toda generalidad. Se inclinan a encontrar extraño lo que no es más que extranjero; se asombran que los otros no sean o no hagan lo mismo que ellos, cuando ellos deberían, a veces, asombrarse de no ser o reaccionar como los otros. Montesquieu lo había visto muy bien.

¿Cómo se puede ser Persa? él nos hacía decir: pregunta muy francesa.

¿Cómo se puede ser mujer? parecen decirse los hombres, y singularmente los hombres serios, cuando ellos intentan concebir a las mujeres en un rol donde ellas puedan actuar en completa independencia, tener una influencia inmediata sobre los asuntos públicos, cambiar quizás el tono acostumbrado, desconcertar la rutina, las convenciones tacitas de todos los partidos, introducir en los debates, en las leyes, quizás más sensibilidad, quizás más humanidad.

En suma, tenemos de la mujer una cierta idea que creemos exacta y queremos inmutable; tenemos en el espíritu una mujer eterna; eterna menor. Esta idea se presenta a nosotros en la menor tentativa, en el menor movimiento que amenaza nuestros monopolios; ella nos hace sonreír, levantar los hombros, responder por la burla no solamente a los argumentos más sólidos, sino a los hechos mismos, es decir, a las concesiones de orden político que la mujer ha obtenido en una cantidad de países del mundo desde hace algunos años.

Hace falta confesar que la evolución en todas las cosas apenas solo se acepta en nosotros, cuando se la acepta, como la ejecución de algún programa razonado y claramente enunciado, como el desarrollo de un plan preestablecido, que procede de la idea hacia el acto y que debe seguir una línea calculada, trazada enteramente según principios lucidos y ordenados.

Nos gusta crear el hecho u ordenarlo en nuestra arquitectura: no nos gusta nada cederlo, ni sacrificar nuestros hábitos ni nuestro gusto de sistema; y no nos reconocemos más que en nuestro ideal que no es, en el fondo, más que una imagen inmóvil.

No olvidemos que en nosotros la evidencia ha sido tomada por marca y fundamento de lo verdadero. Es en nosotros que la abstracción y las fórmulas claras han estado dotadas de virtud política, de una especie de soberanía, que ellas han debido, quizás, a su forma atrapante y simple más que a su contenido. Incluso los más apegados entre nosotros a las tradiciones nacionales de derecha y de izquierda no las pueden concebir como expresiones locales; ellos ven verdades completamente generales, válidas para todos los hombres. Somos también el único pueblo, quizás, que pone obstáculos a la evolución de su lenguaje como pone al libre capricho su poesía. No digo que todo esto sea para desaprobar. Digo que hace falta mirar alrededor nuestro. Vemos reinar un espíritu muy diferente. Vemos en los Anglosajones, por ejemplo, el hecho, la cuestión de hecho, dominar todas las otras consideraciones. Ellos han introducido esta manera de ver hasta en la metafísica, bajo el nombre de experiencia religiosa. Ellos miran sus tradiciones como válidas por ellas mismas, por el solo hecho de que ellas existen. La existencia les parece un argumento más fuerte que toda explicación o justificación racional. Si alguien entre ellos toma alguna iniciativa, funda una religión, expone y quiere propagar alguna idea incluso extraña, no se burla ni se perturba de ninguna manera: se espera los acontecimientos que la juzgarán.

Ese género de espíritu considera que la participación de las mujeres en la vida pública no presenta en si nada chocante, ni alarmante. Solo la experiencia puede decidir la cuestión; ninguna discusión, ningún llamado a la lógica puede decidir. La lógica, por otro lado, solo es un recurso en el pasado. Pero nuestra época es una época cuyo pasado es más que pasado. Engendra muchas cosas cuyos conceptos no están aún cristalizados.

En esta época prodigiosamente fecunda de cambios bruscos, fértil en acontecimientos de primera magnitud en todos los órdenes, uno no ve más que tentativas y tanteos para acomodar los hechos nuevos, a las necesidades nuevas de la vida, a la realidad naciente, las leyes, las constituciones, toda la maquinaria social, económica y política. Las administraciones, los regímenes mismos, se sienten constreñidos a transformarse.

En particular, la condición jurídica y política de la mujer tiende en todas partes a modificarse. Sería necesario que la ley escrita sea finalmente puesta en armonía con los hechos.

La desigualdad legal del hombre y de la mujer se funda, en efecto -si se hace abstracción de hábitos y de la inercia del espíritu- se funda y no puede fundarse más que sobre la diferencia de los roles sociales y los modos de vivir. No se puede invocar más la desigualdad intelectual. Ella no podía ser más que presumida. La experiencia, sobre ese punto, se ha pronunciado. Quiero que las más grandes mujeres no estén debajo de los más grandes hombres; pero, en materia política, en materia electoral, no tenemos con qué comparar a Arquímedes con Hipatía. No se trata de promedios. Nadie se atrevería a afirmar que el promedio de las mujeres es inferior al promedio de los hombres. No se puede invocar más la desigualdad de fuerzas físicas. Ella pierde todos los días su importancia, a medida que el progreso técnico sustituye un gesto por un esfuerzo, y permite con el dedo de un niño comandar el desplazamiento de masas enormes.

De todo esto resulta una asimilación creciente de los dos sexos, en cuanto al modo de vivir y ganar su vida.

¿Qué queda? ¿Cuál último obstáculo impide la asimilación total de los dos sexos en el orden social, -es decir, en el orden donde no deben subsistir más que las consideraciones de los promedios-?

Queda la maternidad. Aquí la desigualdad es impuesta por la naturaleza. La ley debe aquí a la mujer un tratamiento a favor. Su indiferencia sería fatal para la madre, fatal para el niño, desastrosa para la raza.

Pero, ¿quién puede mejor que la mujer misma reclamar, exigir, definir lo que le hace falta a la madre, lo que le hace falta al niño?

Así, por una parte, no hay ninguna razón válida para rechazarle a la mujer, asimilada al hombre desde un punto de vista profesional, el derecho del ciudadano que el hombre ya posee; por otra parte, hay una gran razón para concedérselo en toda su plenitud, con el fin de que ella haga valer en persona los intereses sagrados que la maternidad le da para defender.

Se ve un poco por todas partes imponerse o insinuarse en las legislaciones la personalidad política femenina. La mujer vota, aparece en diversos países en los consejos comunales, en los Parlamentos, hasta en los Consejos de ministros.

Pero en el país del mundo donde la mujer no ha jugado el mayor rol social, donde su acción de presencia sobre las costumbres, sobre las artes, sobre las letras ha sido más sensible y más feliz, donde ella ha influenciado a menudo la política, la ley constitucional lo ignora. La francesa no existe en el derecho público.

Es notable que las razones de esta exclusión no son nunca abierta y claramente declaradas. Se trata de una especie de repugnancia indeterminada que se expresa fácilmente en chistes, difícilmente en forma seria.

Quizás se encontraría en el compuesto psicológico banal que acompaña esta resistencia instintiva, que es como la conciencia de esta inercia, los trazos del antiguo respeto y de la vieja ligereza que se combinaba antes bastante extrañamente en el espíritu de los franceses e inspiraba su actitud en la consideración de las mujeres. Nuestra literatura es testimonio de esa curiosa mezcla de devoción y de cinismo. La mujer parece un ser o un ideal o un inferior, pero siempre esencialmente diferente del hombre, y él imponiendo la preocupación perpetua por una actitud demasiado sometida, o demasiado libre. El estado de igualdad de relaciones sin segundas intenciones, sin malestar con las mujeres, nos es casi inconcebible.

En particular, nos repugna la idea de ver a la mujer mezclada en las luchas políticas. Tememos, quizás, que su presencia nos obligue a temperar nuestro lenguaje, a medir nuestras expresiones. Tememos todos los efectos cómicos que se conciben fácilmente: una administración políticamente dividida, una ministra ondulatoria, una candidata que usaría las seducciones de su persona.

Se ha visto, hace alrededor de treinta años, en un departamento del Centro, una joven madre, mujer de un candidato a diputación, recorrer la campaña, y, por aquí y por allá, tender el seno a algún bebe, lactante por el que los espectadores enternecidos se sentían absolutamente conquistados por ese don electoral de una misma. ¿Era eso corrupción?

Pero es demasiado fácil dejar nuestra sensibilidad en ridículo. No olvidemos que el ridículo no es más que la explotación de un detalle o un instante. Si el acceso de las mujeres a la vida pública debe conducir a la disminución de la espantosa mortalidad infantil, y la conversión final de Francia a la higiene, si la acción directa de las mujeres puede suprimir ese peligro, borrar esta vergüenza de nuestro país, entonces hace falta aceptar todos esos ridículos, o bien hace falta decirse que esta vez, en toda la fuerza del término, el ridículo mata.

Cualquiera sea, la formula actual de Francia, en lo que concierne al derecho de las mujeres, debe claramente escribirse así:

En la mirada de la ley constitucional, la primera de las mujeres es un ser inferior al último de los hombres.

Y, además:

Toda Francesa es un ser inferior respecto de cualquier mujer de los países donde la mujer vota.

Tal es el estado de las cosas.

Seas una ilustre poetisa, seas doctora en ciencias, medica en los hospitales, agregada de filosofía, seas creadora en el arte o en las sutiles industrias del lujo; habiendo demostrado tu inteligencia, tus dones de organización, administrado, durante la guerra, un campo o una casa de comercio; habiendo, mas simplemente, educado tus niños, aprendido por una humilde experiencia todo lo que hace falta prever o conducir para preservar o fortificar esas pequeñas vidas, no sos la menos de las creaturas incapaces de manipular y pesar ese grano de potencia pública y política, de la cual el menos de los hombres, incluso iletrado, incluso alcohólico, incluso estúpido hasta la médula, dispone en toda plenitud en nombre de la Ley.

Esta ley, en el orden puramente civil, está ya llena de maravillas. Ella instituye y protege el matrimonio; pero rápidamente nos enseña que la mujer se convierte en menor. ¡Menor en el matrimonio, mayor en el amor libre!…

Se encuentra en nuestras leyes muchas otras cosas que comienzan a convertirse en asombrosas.

Es que nuestras leyes civiles como nuestras leyes penales, como nuestras leyes e ideas políticas son, en conjunto, anticuadas. Como nuestras prácticas administrativas, como nuestra enseñanza, como el equipamiento de nuestro suelo, como el trazado de nuestras ciudades, nuestra legislación es anticuada.

No me gusta lo nuevo por lo nuevo, y no me gusta lo antiguo porque es antiguo. No estimo ni difícil, ni interesante querer hacer el futuro artificial por una simple inversión de lo que es, o querer que lo que fue sobreviva a sus razones para haber sido. Lo difícil es vincular el recuerdo con el hecho, el hecho con la tendencia, de comprender lo que será irresistible y darle por la previsión, por la inteligencia, la apariencia de una modificación deseable y sabiamente conducida.

 

Notas

[1] Este texto apareció bajo el nombre “Le suffrage des femmes” en el libro Oeuvres, Tome 1 publicado en Paris durante el año 2016 por La Pochothèque