Hacia la construcción de una filosofía como arte del preguntar

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Hacia la construcción de una filosofía como arte del preguntar

A lo largo de su devenir histórico, el discurso filosófico ha encontrado en la formulación de preguntas, en el planteamiento de problemas, una vía importante para encarar sus objetos: lo real, la naturaleza, Dios, el movimiento, el hombre, la sociedad, etc., han sido abordados por la filosofía gracias a un esfuerzo intuitivo, crítico y reflexivo que en el planteamiento de los problemas encuentra uno de sus resortes fundamentales. Ya en la Grecia arcaica, la formulación de enigmas y paradojas se constituyó como ámbito privilegiado del ejercicio de las facultades racionales e intuitivas en las que cristalizaría el saber filosófico. La propia dialéctica, como señala Giorgio Colli, vio en el ejercicio del debate y la discusión agonística, el espacio de su emergencia. La formulación de preguntas, el planteamiento de problemas, la refutación y la ironía, el debate y la polémica, fueron el caldo de cultivo de la dialéctica en tanto estructura fundamental del discurso racional:

“La dialéctica nació en el terreno del agonismo. Cuando el fondo religioso se ha relajado y el impulso cognoscitivo ya no necesita el estímulo de un desafío del dios, cuando una porfía entre hombres ya no requiere que éstos sean adivinos, entonces aparece un agonismo exclusivamente humano. Un hombre desafía a otro hombre a que le responda con relación a un contenido cognoscitivo cualquiera: discutiendo sobre esa respuesta se verá cuál de los dos hombres posee un conocimiento más fuerte.” (Colli, El nacimiento de la filosofía, p. 64)

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La capacidad racional encarnada en el ejercicio dialéctico tiene en el planteamiento de los problemas el principio de su forma: es en el propio problema planteado que la razón encontrará el pivote del despliegue y el espacio para el enroque de sus tesis y sus antítesis, que constituye su forma característica. La noción de problema resulta capital en la génesis del saber filosófico, en la medida que se determina como el recuadro donde se fijará el juego de oposiciones propio de la dialéctica. La polémica que articula interiormente la construcción de las verdades de la filosofía, supone la afirmación de una serie de problemas que aparecen como su motor interior: la noción de problema, que dice obstáculo, es el cimiento de la construcción del edificio dialéctico, en la media que estimula la proposición justo de aquellas tesis que se verán sometidas a la crítica y la reflexión. Desafío y polémica, obstáculo e investigación, aparecen de este modo como conceptos correlativos fundamentales en la aparición de la filosofía. Colli nos dice al respecto:

“El nombre con el que las fuentes designan el enigma es “problema”, que originariamente y en los trágicos significa obstáculo, algo que se proyecta hacia delante. Y, de hecho, el enigma es una prueba, un desafío al que el Dios expone al hombre. Pero el mismo término “próblema” sigue vivo y ocupando una posición central en el lenguaje dialéctico, hasta el punto de que en los Tópicos de Aristóteles significa “formulación de una investigación”, con lo que designa la formulación de la pregunta dialéctica que da inicio a la discusión”. (Colli, Op. cit, p. 68)

El planteamiento de los problemas no sólo concurre en la génesis del saber filosófico, sino que lo atraviesa articulándolo interiormente de diversas maneras a lo largo de su devenir histórico. De los filósofos trágicos o presocráticos al mismo Sócrates, de éste a Platón y a Aristóteles, y de ahí a la filosofía escolástica y a la filosofía moderna y contemporánea, la formulación de preguntas, la creación de obstáculos que estimulan el pensamiento, resulta un componente fundamental del propio discurso filosófico que se renueva constantemente, adoptando formas peculiares. En este sentido, una de la expresiones paradigmáticas del influjo del propio planteamiento de los problemas en la determinación de la filosofía es justo la doctrina socrática, que hace de la mayétuica, precisamente del arte de preguntar, no sólo su método, sino prácticamente un principio especulativo en el que se condensan tanto una orientación lógica y racional, como una dimensión ético-antropológica.

Sócrates, al interrogar a sus interlocutores sobre diversos objetos, en última instancia, coloca frente a ellos una serie de obstáculos, a partir de los cuales éstos han de llevar a cabo la creación de una verdad filosófica que implica una dimensión vital: un obstáculo especulativo, para ser salvado, requiere de una concentración de la inteligencia, de una intensificación de la voluntad, que emplaza a quien pretende salvarlo a llevar a cabo una transformación de su propia naturaleza. El esfuerzo que supone salvar un obstáculo, aparece como un elemento capital de una verdad filosófica que no se limita a una mera corrección lógica, sino que implica un proceso reflexivo capaz de incidir en la formación del carácter de la persona.[1] Sócrates, al practicar la mayéutica por las calles de Atenas, al interrogar a sus interlocutores sobre el contenido de diversos tópicos, como la virtud o la ciencia, por ejemplo, busca desatar un proceso racional anclado justo en la polémica y el debate, que va a contracorriente de la aceptación pasiva de aquellas meras opiniones (doxa) que no han sido sometidas a la criba de la crítica y de la propia reflexión. Sócrates nos dice en La Apología:

“En este momento, atenienses, no es en manera alguna por amor a mi persona por lo que yo me defiendo, y sería un error el creerlo así; sino que es por amor a vosotros; porque condenarme sería ofender al dios y desconocer el presente que os ha hecho. Muerto yo, atenienses, no encontraréis fácilmente otro ciudadano que el dios conceda a esta ciudad (la comparación os parecerá quizá ridícula) que como un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza, tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para predicaros todos los días, sin abandonaros un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses, difícil será que encontréis otro hombre que llene esta misión como yo; y si queréis creerme, me salvaréis la vida”. (Platón, Apología, p. 100)

ARISTOTLES copy

El ejercicio de la mayéutica socrática tiene como objeto desatar un proceso de problematización en el que la construcción de la verdad, toda vez que responda a las leyes de la propia argumentación racional –principio de no contradicción, tercero excluso–, involucre un proceso de introspección, por el cual el sujeto atienda, en última instancia, al cumplimiento de la máxima inscrita en el oráculo de Delfos “Conócete a ti mismo”.[2] La verdad resultado del ejercicio de la mayéutica implica un acto de andreia, de valentía, expresión de la capacidad del sujeto para colocarse y salvarse en tanto problema de sí, liberándose de una serie de opiniones sin fundamento: la argumentación racional que supone el planteamiento de los problemas, al estar encaminada al conocimiento de sí mismo, involucra un esfuerzo vital, precisamente un acto de andreia o valentía, por el que el sujeto asume la tarea de llevar a cabo la formación de su carácter.[3]

Las dimensiones lógica y ética en la doctrina socrática se funden en el desenvolvimiento efectivo de la mayéutica, puesto que la argumentación racional desatada por el planteamiento de los problemas se resuelve en una exigencia de autoexamen que no se satisface más que en el ejericio de la autoarquía o gobierno de sí.[4] Sócrates nos dice al respecto:

“Quizá me dirá alguno: ¿No tienes remordimiento, Sócrates, en haberte consagrado a un estudio que te pone en este momento en peligro de muerte? A este hombre le daré una respuesta muy decisiva, y le diré que se engaña mucho al creer que un hombre de valor, tome en cuenta los peligros de la vida o la muerte. Lo único que debe mirar en todos sus procederes es ver si lo que hace es justo o injusto, si es acción de un hombre de bien o de un malvado […] Me conduciría de una manera singular y extraña, atenienses, si después de haber guardado fielmente todos los puestos a que me han destinado nuestros generales en Potidea, en Anfipolis y en Delio, y de haber expuesto mi vida tantas veces, ahora que el Dios me ha ordenado, porque así lo creo, pasar mis días en el estudio de la filosofía, estudiándome a mí mismo y estudiando a los demás, abandonase este puesto por miedo a la muerte o a cualquier otro peligro”. (Platón, Op. cit., p. 98)

Para Sócrates, la mayéutica tiene como objeto promover la práctica de la virtud, entendida como capacidad de autodeterminación. El conocimiento de sí encuentra en el cuidado de la propia persona el principio de su cabal satisfacción. El ejercicio de la virtud no se constituye como el cumplimiento pasivo de una norma preestablecida, sino precisamente como una praxis de autotransformación que tiene como punto de gravedad el examen y el conocimiento de sí: la exigencia de valentía que entraña el método mayéutico, se traduce en el reto de llevar adelante el estudio, la investigación y la creación sostenida de la propia persona, a la manera de una obra de arte, en la que tanto la inteligencia, como la intuición y la voluntad, tienen un concurso efectivo. Sócrates prefiere el destierro o la muerte a desconocer el llamado de una voz interior que le lleva a practicar la virtud, que en su caso se concreta en el ejercicio del propio método mayéutico:

“Pero me dirá quizá alguno: ¡Qué! Sócrates, ¿si marchas desterrado, no podrás mantenerte en reposo y guardar silencio? Ya veo que este punto es de los más difíciles para hacerlo comprender a alguno de vosotros, porque si os digo que callar en el destierro sería desobedecer a Dios, y que por esta razón me es imposible guardar silencio, no me creerías y miraríais esto como una ironía; y si por otra parte os dijese que el mayor bien del hombre es hablar de la virtud todos los días de su vida, y conversar sobre todas las demás cosas que han sido objeto de mis discursos, ya sea examinándome a mí mismo, ya examinando a los demás, porque una vida sin examen no es vida, aun me creeríais menos”. (Platón, Ibidem, p. 109).

descartes y astronomo

La capacidad de autoderminación que supone la práctica de la virtud, requiere de la purificación (catharsis) de todas aquellas opiniones infundadas (doxa) que al responder a una serie de vicios y pasiones de los cuales el sujeto no es causa, lo mantienen a éste al margen de la afirmación de su naturaleza profunda o alma (psiqué), que se constituye justo como principio de la construcción del propio carácter (ethos).[5] Es sólo en la medida que el sujeto se desprende de todas aquellas opiniones sin fundamento y aquellas pasiones que le impiden construirse a sí mismo, que podrá hacer valedera la práctica de la virtud como gobierno de sí.[6] Catharsis y andreia aparecen como momentos del movimiento autopoiético por el cual el sujeto acuñará una verdad (aletheia) que refleja la toma de contacto del sujeto con su naturaleza profunda. En este contexto, se hace evidente la significación de las acusaciones que Sócrates recibe, precisamente por practicar el método mayéutico: desconocer a los dioses de Estado y maleducar a la juventud. Sócrates es acusado de desconocer a los dioses del Estado, justo por estimular en la ciudadanía una verdad propia, que supone tanto un proceso crítico y reflexivo, como un proceso vital. Sócrates es acusado de maleducar a la juventud, por parir o dar a luz en ésta un carácter propio que es capacidad de autodeterminación. Sócrates convida a los jóvenes a no reproducir mecánicamente las verdades y los valores que les impone un medio social, que mina de raíz el ejercicio de su autonomía moral. La práctica de la virtud para Sócrates se constituye como un gobierno de sí, que frecuentemente se tiene que ganar justo al vencer la presión simbólica de un medio social que busca imponer al sujeto una moral heterónoma.

Sócrates es acusado por desconocer a los dioses y por maleducar a la juventud, justo en la medida en que el ejercicio de la virtud, el conocimiento y el cuidado de sí que ésta implica, entran en contradicción con aquellos intereses inconfesables del Estado. En la Apología se señala al respecto:

“Pasemos ahora a las últimas acusaciones y tratemos de responder a Melito, a este hombre de bien, tan llevado, si hemos de creerle, por el amor a la patria. Repitamos esta última acusación, como hemos enunciado la primera. Hela aquí, poco más o menos: Sócrates es culpable, porque corrompe a los jóvenes, porque no cree en los dioses del Estado, y porque en lugar de éstos pone divinidades nuevas bajo el nombre de demonios.” (Platón, Ibidem., p. 91)

La mayéutica socrática presenta una dimensión no solamente ética, sino también política, en el sentido de que el gobierno de sí que aparece como su fin, no puede desplegarse si no es al poner en entredicho toda exigencia social, que se constituya como principio de una moral impuesta al sujeto. Gobernarse a sí mismo, desde la perspectiva de nuestro filósofo, da lugar a una forma de vida que desafía la estructura político-simbólica de la sociedad, pues contraviene los cánones morales de la misma, generalmente fundados no en la cabal formación del carácter del individuo, sino más bien en su mero adiestramiento. Como venimos diciendo, Sócrates prefiere el destierro o la muerte, antes de dejar de ejercer una autonomía moral que tiende a ser castrada por los heterónomos imperativos del orden social. Sócrates maleduca a la juventud, pues justo a base del ejercicio de la mayéutica estimula en ella la capacidad de pensar por cuenta propia. Sócrates es acusado de desconocer a los dioses del Estado, pues no acata una serie de normas sociales que van a contracorriente del ejercicio de una autoarquía o gobierno de sí, en el que se cifra el ejercicio de la libertad.[7]

Aun frente a los tribunales del Estado y en peligro de sufrir una severa condena, Sócrates es fiel al cultivo de la autonomía moral, núcleo de la práctica de la virtud. Nuestro filósofo señala en La Apología:

¿Creéis que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creéis que me hubieran faltado palabras insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oír. Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estáis viendo todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que debía rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y después de vuestra sentencia, no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia, ni en medio de la guerra, debe el hombre honrado salvar su vida por tales medios.” (Platón, Ibidem., p. 111)

La virtud, desde el punto de vista Socrático, al suponer un necesario ejercicio de autodeterminación producto del propio autoconocimiento, es fuente de una moral autónoma que por lo regular pone en vilo los propios valores imperantes en el medio social. En este sentido, la práctica de la mayéutica, refleja una práxis filosófica que aparece tanto como una forma de vida, como un acto de indisciplina. Filosofar para Sócrates, es vivir de acuerdo a la exigencia de autocreación sostenida del propio carácter, aun cuando ésta vulnere las normas y las leyes de la sociedad, y su sostén en la moral heterónoma. La propia objetividad a la que aspira el ejercicio de la dialéctica, el desinterés que supone el amor a la sabiduría, dan lugar a la construcción de verdades vivas, respaldadas por la experiencia de un cuidado de sí, que de ninguna manera han de simpatizar precisamente con aquellas opiniones fundadas en los intereses que suscitan las meras pasiones o una sociedad alienante, ajenos tanto al poder reflexivo de la inteligencia, como al poder formativo de la voluntad.

En gran medida la irritación que Sócrates genera en la sociedad ateniense radica en el aspecto negativo o destructivo de la mayéutica: Sócrates, al interrogar a sus interlocutores, al hacerlos caer en contradicción consigo mismos gracias al propio despliegue dialéctico, y someteros al aguijón de la ironía, los obliga a reconocer que su saber, al estar fundado en simples opiniones, se determina como un simple saber ignorante, a diferencia del propio saber socrático que, al reconocer sus límites y su carácter siempre procesual, se constituye como una docta ignorancia. Sócrates, a partir del ejercicio del método mayéutico, hace del reconocimiento de la propia ignorancia un momento fundamental de la constitución de una verdad que es expresión de la cabal construcción del carácter.

Sócrates afirma en la Apología:

“Me pregunté, pues, a mí mismo, como si hablara por el oráculo, si querría ser tal como soy sin la habilidad de estas gentes, e igualmente sin su ignorancia, o bien tener la una y la otra y ser como ellos, y me respondí a mi mismo y al oráculo, que era mejor ser como soy. De esta indagación, atenienses, han nacido contra mí todos estos odios y estas enemistades peligrosas, que han producido todas la calumnias que sabéis, y me han hecho adquirir el nombre de sabio; porque todos los que me escuchan creen que yo sé todas las cosas sobre las que descubro la ignorancia de los demás. Me parece, atenienses, que sólo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mi nombre como un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: “El más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada.” (Platón, Ibidem, p. 90)

La mayéutica socrática aparece como fuente de un saber que da cuenta de las causas de sus objetos, como ciencia (episteme), a condición de reconocer el vacío constitutivo que es condición de todo saber efectivo. Si no se da el reconocimiento de la propia ignorancia, si no se vive una purificación de aquellas pasiones que mantienen al sujeto atado a una serie de opiniones sin fundamento, no es posible dar lugar a la creación (póiesis) de aquellas verdades donde se condensa un proceso de autodeterminación. El vacío epistemológico es el principio de la práxis ética o movimiento de autotransformación. Docta ignorancia y sabiduría se estimulan y se engendran recíprocamente, dando lugar al despliegue dinámico y al proceso sostenido en el que se finca la construcción de la propia persona. Mayéutica y dialéctica se promueven y se impulsan mutuamente, haciendo de la filosofía una constante búsqueda vital.[8]

Para Sócrates, la filosofía es literalmente, amor a la sabiduría, en la medida que el amor aparece como el pathos peculiar que refleja una toma de contacto del sujeto con su principio vital. El amor (eros) es el principio que le ha de brindar al sujeto una suficienca o una completud existencial, que le permite colmar justo el vacío óntico y epistemológico característico de su propia naturaleza finita y procesual. El amor, desde la perspectiva socrática, es un don de Dios que se hace patente en el ejercicio del conocimiento intuitivo, a partir del cual el sujeto, al vincularse con su propia esencia dinámica, encuentra el motor para llevar a cabo la construcción de sí mismo. Para Sócrates, la toma de contacto del sujeto con su naturaleza profunda tiene rendimientos directos en la construcción del carácter, en la medida que dicha naturaleza, el alma, aparece como un movimiento que se tiene a sí mismo como causa y no requiere más que de sí misma para asegurar su despliegue.[9] El carácter autopoiético del alma es condición suficiente del ejercicio de la virtud, que se hace valer gracias al vínculo inmediato del sujeto consigo mismo, precisamente gracias a la inspiración que ofrece el amor.

Platón, en el Fedro,  nos dice acerca de la doctrina de su maestro:

“Queda, pues, demostrado, que lo que se mueve por sí mismo es inmortal, y nadie temerá afirmar que el poder de moverse por sí mismo es la esencia del alma. En efecto, todo cuerpo que es movido por un impulso extraño, es inanimado; todo cuerpo que recibe el movimiento de un principio interior, es animado, tal es la naturaleza del alma. Si es cierto que lo que se mueve por sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue necesariamente, que el alma no tiene ni principio ni fin”. (Platón, Fedro, p. 515)

Más adelante apunta:

“A esto tiende todo este discurso sobre la cuarta especie de delirio. Cuando un hombre percibe las bellezas de este mundo y recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero sintiendo su impotencia, levanta, como el pájaro, sus miradas al cielo, desprecia las ocupaciones de este mundo, y se ve tratado como un insensato. De todos los géneros de entusiasmo éste es el más magnífico en sus causas y en sus efectos para el que lo ha recibido en su corazón, y para aquél a quien a sido comunicado; y el hombre que tiene este deseo y que se apasiona por la belleza, toma el nombre de amante”. (Platón, Op. cit, p. 520)

La praxis de autotransformación que implica el ejercicio de la virtud, tiene un componente erótico, pues es sólo gracias a la inspiración amorosa que el sujeto hará una toma de contacto con su alma en tanto principio autopoiético. La autonomía moral a la que aspira la ética socrática presenta una dimensión emotiva-suprarracional –el amor no como mero placer sensual, sino como aspecto del conocimiento intuitivo– en la cual el hombre encontrará adecuado cumplimiento a la orientación creativa que acompaña a la construcción de su carácter: el cuidado y el conocimiento de sí, en los que radica el ejercicio de la propia virtud, tienen en la intuición la fuente de los valores y las verdades en los que han de condensar su forma.

En este marco es importante señalar que la mayéutica aparece como detonante directo del ejercicio de la virtud, en tanto propicia una serie de recuerdos que realizan y desenvuelven la propia naturaleza del alma justo como un movimiento que se tiene a sí mismo como causa.  La mayéutica, el arte de plantear problemas, al situar al sujeto como obstáculo de sí, genera un reacomodo psicológico y epistémico que suscita aquellas reminiscencias que se traducen en la contemplación y actualización de su propia forma como un movimiento autocreativo. Para Sócrates, la mayéutica se constituye como un proceso de conocimiento, que es a su vez un ejercicio de reapropiación de la propia naturaleza oculta u olvidada tanto por el peso de las propias pasiones que tienen su asiento en el cuerpo, como por las opiniones y condicionamientos morales impuestos por el orden social. El proceso mayéutico, al colocar al sujeto como obstáculo de sí mismo, lo hace generar un esfuerzo cognoscitivo que le permite re-cordar (cordis/corazón), recorazonar, valga decir, su forma como un poder creativo que se resuelve como goberno de sí.[10] Teoría del amor, reminiscencia y mayéutica se encabalgan en la doctrina socrática, apuntalando una antropología en la que el hombre aparece como principio activo de la construcción de su propia forma humana. Platón señala en el Fedro:

“Por esta razón es justo que el pensamiento del filósofo tenga sólo alas, pensamiento que se liga siempre cuanto es posible por el recuerdo, a las esencias a que Dios mismo debe su divinidad. El hombre que sabe servirse de estas reminiscencias, está iniciado constantemente en los misterios de la infinita perfección, y sólo se hace él mismo verdaderamente perfecto. Desprendido de los cuidados que agitan a los hombres y cuidándose sólo de las cosas divinas, el vulgo pretende sanarle de su locura y no ve que es un hombre inspirado.” (Platón, Ibidem, p. 520)

Asimismo señala:

“Los servidores de Zeus buscan un alma de Zeus en aquel que adoran, examinan si gustan de la sabiduría y del mando, y cuando le han encontrado tal como le desean y le han consagrado su amor, hacen los mayores esfuerzos por desenvolver en él tan nobles inclinaciones. Si no se han entregado desde luego por entero a las ocupaciones que corresponden a esto, se dedican, sin embargo, y trabajan en perfeccionarse mediante las enseñanzas de los demás y los esfuerzos propios. Intentan descubrir en sí mismos el carácter de su dios, y lo consiguen, porque se ven forzados a volver sin cesar sus miradas del lado de este dios; y cuando lo han conseguido por la reminiscencia, el entusiasmo los transporta, y toman de él sus costumbres y sus hábitos, tanto, por lo menos, cuanto es posible al hombre participar de la naturaleza divina”. (Platón, Ibidem, p. 524)

HERACLITO

La reminiscencia es resultado de la aplicación del método mayéutico que al suscitar un ejercicio de autoconocimiento e introspección, detona en el sujeto una transformación de orden cualitativo en cuanto el eje vertebrador de su carácter: no son ya las pasiones o una razón carente del soplo de la intuición la brújula por la cual el sujeto mismo ha de ver normada su conducta, sino justo la aprehensión inmediata de una serie de arquetipos, valga la expresión, inconscientes, e interiores al propio sujeto, que le brindarán la vitalidad y la visión supraintelectual (nóesis) tanto para cultivarse a sí mismo, como para determinar su relación con el orden social. El método socrático de la mayética presenta no sólo una clara orientación lógica y epistemológica, sino psicológica e incluso mística, en la que la memoria como vía de contacto del sujeto con su naturaleza profunda o alma resulta un pilar fundamental. Metafísica, teoría del conocimiento y ética se vinculan en la concepción socrática de la mayéutica, dando lugar a una determinación del discurso filosófico no como una especulación puramente racional, sino como un proceso ético-psíquico que desemboca en una mutación o conversión existencial.

Aquí es justo precisar que la religiosidad que aparece como componente del ejercicio mayéutico queda sujeta a la primacía de lo ético: la visión supraintelectual gira en función de la práxis de autotransformación en la doctrina socrática, en la medida que toda intuición, todo llamado, la escucha misma de la palabra dada por el oráculo de Delfos, la reminiscencia en tanto actualización de estructuras arquetípicas o inconscientes, se resuelve en un proceso de autodeterminación.[11] El conocimiento de sí en el que se resume la ética socrática –conocimiento ancaldo en una estructura psíquico-metafísica– no se satisface más que en el cuidado y la creación del propio carácter.[12]

La filosofía Socrática, en sintonía con la doctrina que Spinoza acuñaría más de mil años más tarde, aunque pueda considerar la inmortalidad del alma, se constituye como una meditación sobre la vida y no como una reflexión sobre la muerte. Para Sócrates la vida vale la pena ser vivida por sí misma. La vida encuentra en sí misma su propia suficiencia y el fundamento para ser vivida. Es por ello que para nuestro filósofo el ejercicio de la mayéutica, como componente capital de la filosofía en tanto forma de vida, es un bien imprescindible, que de ningún modo –aun bajo condena de muerte– puede dejar de ser cultivado.

Sócrates en los últimos párrafos de la Apología afirma, no sin ironía, que aun en el más allá no dejará de practicar la mayéutica, con los héroes y los dioses que gozan de la inmoralidad:

“¿Qué transporte de alegría no tendría yo cuando me reencontrase con Palamedes, con Ayax, hijo de Telamón, y con todos los demás héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la injusticia? ¡Qué placer el poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero aun sería un placer infinitamente más grande para mi pasar allí los días, interrogando y examinando a todos estos personajes, para distinguir los que son verdaderamente sabios de los que creen serlo y no lo son […] Estos no harían morir a nadie por este examen, porque además de que son más dichosos que nosotros en todas las cosas, gozan de la inmortalidad, si hemos de creer lo que se dice.” (Platón, Apología, 113)

La Apología concluye justo con una consideración expresa sobre el valor de la mayéutica como uno de los cimientos fundamentales de una filosofía que se concibe como forma de vida: la vida filosófica, la vida que se cultiva gracias al autoexamen impulsado por la mayétuica, presenta un valor y una suficiencia que se sostienen por sí mismas, independientemente de lo que pueda suceder después de la muerte:

“No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, aun cuando halla sido su intención hacerme un bien, sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de ellos. Pero sólo una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores os suplico los hostiguéis, los atormentéis, como yo os he atormentado a vosotros, si véis que prefieren la riquezas a la virtud y que se creen algo cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben aplicarse, y creen ser lo que no son, porque así es como yo he obrado con vosotros. Si me concedéis esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos menos de alabar vuestra justicia. Pero ya es tiempo de que nos retiremos aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios.” (Platón, Op. cit., 114)

Como venimos diciendo, el despliegue del método mayéutico presenta una primacía de lo ético sobre lo religioso. La formación del carácter es un asunto propiamente humano, en el que el hombre mismo se da su propia forma. La mayéutica socrática, en este sentido, se endereza como una antropología filosófica: el hombre, en tanto proyecto, en tanto ser inacabado, justo a partir del autoexamen, y el conocimiento de sí al que éste da lugar, es responsable, capaz de responder, al envite que supone la construcción de sí mismo. Metafísica, psicología y ética se resuleven en una antropología filosófica en la que la noción de libertad en tanto autosuficiencia y capacidad del hombre para crearse y gobernarse a sí mismo, ocupa un  lugar fundamental. El cuidado de sí, para Sócrates, aparece como una praxis cotidiana en el que el hombre se juega su propia humanidad.[13]

 

 

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El impacto ético-antropológico de la mayéutica socrática a lo largo de la Historia de las Ideas ha tenido numerosos frentes y se ha manifestado bajo diferentes modalidades. Diversos aspectos lógicos –como la exigencia de la definición–, psicológico-metafísicos –como la teoría de la reminiscencia– y propiamente éticos –la autoarquía y el conocimiento de sí– han atravesado los siglos encontrando reformulaciones diversas y nutriendo múltiples campos reflexivos. En este espacio resultaría inapropiado elaborar una historia de la mayéutica y rastrear su impacto a lo largo de la tradición filosófica. Para los fines de este texto, que es elaborar una determinación de la filosofía como arte de preguntar o como máquina de plantear problemas, no podemos menos que remitirnos a la doctrina socrática, para pasar a revisar otros autores que nos parece, resultan idóneos para realizar dicha tarea.

En este sentido, Henri Bergson –quien dedica a Sócrates algunos de los pasajes más significativos de su obra–  sienta en las primeras líneas Del planteamiento de los problemas algunas reflexiones sobre la intuición filosófica, que resultan de nuestro interés.

“Estas consideraciones sobre la duración nos parecían decisivas. Gradualmente, nos hicieron erigir la intuición en método filosófico. ‘Intuición’ es, por otra parte, una palabra ante la cual hemos dudado mucho tiempo. De todos los términos que designan un modo de conocimiento, resulta también el más apropiado; y sin embargo, se presta a confusión. Porque un Schelling, un Schopenhauer y otros hicieron una especie de llamado a la intuición, porque opusieron más o menos la intuición a la inteligencia, podría creerse que aplicábamos el mismo método. ¡Cómo si no se tratase, por el contrario, según nosotros, de encontrar primero la duración verdadera” (Bergson, Pensamientos Metafísicos ‘Del planteamiento de los problemas’. 1271, 26).

Bergson realiza un enérgico llamado a la tradición filosófica a llevar un doble reconocimiento: por un lado, que lo real, en cualquiera de sus modalidades, se aparece bajo la forma de la duración. Para este autor, lo que es, es en tanto que se hace, y no en tanto que está hecho. Por otro lado, que la vía para abordar lo real, la duración, no es la razón en tanto fundamento del concepto y la representación, sino la intuición en tanto conocimiento inmediato capaz de asir el abanico móvil de intensidades creativas en la que se constituye la propia duración.

Para Bergson cualquier falsificación de la duración por los esquemas estáticos de la razón, conlleva a cancelar su forma dinámica y creativa. Nociones como unidad, eternidad, principio, forma, derivadas del ejercicio de las categorías del entendimiento, al perder de vista el dato inmediato de la duración, se convierten en velos que ocultan la forma efectiva de lo real. Estas nociones, de tener sentido, han de adquirirlo gracias a una mirada intuitiva que no confunde el concepto con la visión, el contacto con el propio esquema, la inferencia o la generalización con la experiencia desnuda y viva: el conocimiento filosófico, para Bergson, es el conocimiento intuitivo que toca interiormente una realidad que es fundamentalmente dinámica en cualquiera de sus ámbitos de determinación.[14]

Para Bergson la filosofía ha de fundarse en el conocimiento inmediato característico de la intuición capaz de asir la duración constitutiva de lo real y no al proyectar a la realidad misma una serie de conceptos que tienen su asiento en las categorías del espacio homogéneo y del tiempo especializado, propias de la representación. Bergson nos dice al respecto:

“Son numerosos los filósofos que se han dado cuenta de la impotencia del pensamiento conceptual para alcanzar el fondo del espíritu. Son numerosos también, por consiguiente, los que han hablado de una facultad supraintelectual de intuición. Pero, como creyeron que la intuición operaba en el tiempo, concluyeron de ahí que sobrepasar la inteligencia consistía en salir del tiempo. No vieron que el tiempo intelectualizado es espacio; que la inteligencia trabaja sobre el fantasma de la duración, pero no sobre la duración misma; que la eliminación del tiempo es el acto habitual, normal, trivial, de nuestro entendimiento; que la relatividad de nuestro conocimiento del espíritu proviene precisamente de ahí y que, desde ese momento, para pasar de la intelección a la visión, de lo relativo a lo absoluto, no hay que salir del tiempo, puesto que ya nos hemos salido. Es preciso, por el contrario, volver a colocarse en la duración y aprehender la realidad en la movilidad que es su esencia”. (Bergson, Pensamientos Metafísicos ‘Del planteamiento de los problemas’, 952).

Desde el punto de vista de Bergson la tradición filosófica, frecuentemente, ha cometido el error de desplazar la intuición efectiva de la duración por una falsa intuición que confunde tiempo y espacio, por una serie de conceptos vacíos y abstractos –Dios, sustancia, espíritu, materia, por ejemplo.,– o por diversos patrones tomados a las ciencias –mecanicismo, determinismo, finalismo– que no hacen más que ocultar su forma peculiar. El pensamiento filosófico no ha sido capaz de dar cuenta de la forma de lo real, debido a la proyección de los cuadros de la representación a un dominio que por naturaleza no es representable por dichos cuadros: lo estático no puede dar cuenta de la dinámico, lo relativo no es capaz de situarse de golpe en lo absoluto, el concepto no puede dar cuenta de la forma singular en la que se constituye una duración que se aparece de manera inmediata a la intuición.

Según Bergson, la razón o la inteligencia se determina como un debilitamiento de la intuición. El pensamiento se ha cristalizado en el ejercicio lógico de la inteligencia, debido a que ha carecido de la tensión y el esfuerzo por el que nace el conocimiento intuitivo: el pensamiento no sólo ha proyectado sus esquemas a la duración, ocultando su forma peculiar, sino que se ha privado del propio impulso creativo de la duración misma, –que paradójicamente aparece no sólo como su objeto, sino también como su fundamento– para articularse él mismo bajo la forma del conocimiento intuitivo. La inteligencia, desde la perspectiva de nuestro autor, al apartarse del flujo creativo de la vida o duración, se constituye como una relajación de la conciencia, la cual, sólo en la intuición, puede dar cuenta de la duración, que aparece a la vez como su propio principio constitutivo, y como su objeto y forma de lo real. En este sentido, el planteamiento de los problemas se constituye como una expresión característica del conocimiento intuitivo: un problema, para ser formulado de manera cabal, –y obtener una solución que arroje luz sobre una realidad peculiar– supone un esfuerzo creativo que exprese una toma de contacto de la conciencia con la duración, y no sólo el reacomodo de una serie de elementos preexistentes –a la manera de un silogismo– que tienen lugar en el cuadro de la representación. Para Bergson el planteamiento de los problemas es una herramienta metodológica capaz de abordar lo real, en la medida que presenta un carácter inventivo producto del poder creativo que ofrece la duración: es justo ese carácter creativo la estructura que le permite al pensamiento mismo dar lugar a las imágenes plásticas y dúctiles que pueden seguir la forma de la propia duración en su despliegue peculiar y no proseguir la tendencia descendente de una inteligencia que se satisface en su sólo formalismo. Bergson apunta al respecto:

“Es verdad que entonces la filosofía exigirá un esfuerzo nuevo para cada problema nuevo. Ninguna solución se deducirá geométricamente de otra. Ninguna verdad importante se obtendrá por la prolongación de una verdad ya adquirida. Será preciso renunciar a mantener virtualmente en un principio la ciencia universal.

La intuición de la que hablamos se apoya, pues, ante todo, en la duración interior. Aprehende una sucesión que no es yuxtaposición, sino un aumento interior, la prolongación ininterrumpida del pasado en un presente que avanza sobre el porvenir. Es la visión directa del espíritu por el espíritu. Ya no hay nada interpuesto; ninguna refracción a través del prisma en el cual una cara es espacio y la otra lenguaje. En lugar de estados contiguos a otros estados, que se convierten en palabras yuxtapuestas a otras palabras, he aquí la continuidad indivisible, y por ello sustancial, del flujo del la vida interior. Intuición significa, desde luego, conciencia; pero conciencia inmediata, visión que se distingue difícilmente del objeto visto, conocimiento que es contacto e incluso coincidencia.” (Bergson, Pensamientos Metafísicos ‘Del planteamiento de los problemas’, 1272, 27)

La categoría del espacio homogéneo, fundamento del lenguaje y de los conceptos de la razón, desde la perspectiva de Bergson, no puede más que ocultar la forma de una duración que se constituye como creación sostenida. Mientras que la razón sólo puede concebir esquemas que encajan sobre esquemas, sin producir nada radicalmente nuevo ni asir ningún progreso simple e indivisible, la intuición, justo por hacer una toma de contacto con la duración, puede crear aquellos problemas que al ser salvados revelan la propia novedad y la creación incesante en la que se constituye lo real. El planteamiento de los problemas requiere un esfuerzo vital que la razón en tanto relajación del conocimiento intuitivo no es capaz de producir. Es gracias a este esfuerzo, que el planteamiento del problema se constituye como el revés de una verdad capaz de expresar la forma misma de la duración en tanto intensidad creativa. La duración, para Bergson, se conoce a sí misma en el conocimiento intuitivo, justo en el espacio de indeterminación que genera el planteamiento de los problemas: problema y verdad son momentos de la afirmación de un mismo conocimiento intuitivo que al apoyarse en la duración, toda vez que remonta el movimiento descendente de la inteligencia, da cuenta del grano y los pliegues singulares en los que se constituye lo real. Bergson nos dice en el texto Del planteamiento de los problemas:

“Ya en matemáticas, y con mas razón en metafísica, el esfuerzo de invención consiste con frecuencia en suscitar el problema, en crear los términos en los que se planteará. Posición y solución del problema están muy cerca de ser equivalentes: los verdaderos grandes problemas no se plantean más que cuando se encuentran ya resueltos” (Bergson, Pensamientos Metafísicos ‘Del planteamiento de los problemas’, 1275,31)

Para Bergson planteamiento del problema y verdad, son ángulos complementarios de una conciencia que remontando la dirección descendente de la inteligencia, realiza un esfuerzo, experimenta una concentración y una intensificación que se traducen en una transformación de carácter cualitativo que se manifiesta en la génesis del conocimiento intuitivo. La actualización del poder creativo de la conciencia aparece como condición del adecuado planteamiento de los problemas. Plantear un problema no es repetir mecánicamente las condiciones en las que se sostiene una verdad preestablecida, sino introducir una modificación efectiva de las condiciones en las que ésta tiene su emergencia. Plantear un problema supone un proceso creativo, que de ninguna manera se satisface al reproducir los parámetros conceptuales que establece un horizonte teórico o simbólico predeterminado.

Bergson nos dice al respecto:

“Otro tanto sería decir que toda verdad es ya virtualmente conocida, que su modelo está depositado en los papeles administrativos de la ciudad y que la filosofía es un juego de puzzle en el que se trata de reconstruir, con algo que la sociedad nos suministra, el dibujo que no quiere mostrarnos. A lo mismo equivaldría asignar al filósofo el papel y la actitud del estudiante que busca la solución y pretende obtenerla con una mirada indiscreta, a la vista del enunciado, en el cuaderno del profesor. Pero la verdad es que se trata, tanto en filosofía como en cualquier otra parte, de encontrar el problema y por consiguiente de plantearlo, más todavía que resolverlo. Porque un problema especulativo queda resuelto desde el momento que está bien planteado. Entiendo por ello que existe solución, aunque pueda permanecer oculta y, por decirlo así, recubierta: falta sólo descubrirla. Pero plantear el problema no es simplemente descubrir, es inventar.” (Bergson, Pensamientos Metafísicos, ‘Del planteamiento de los problemas’, 1271, 26)

Para Bergson la conciencia encuentra en el planteamiento de los problemas un estímulo por el cual transita del ejercicio de la razón fundado en la categoría del espacio homogéneo, a una intuición a que se apoya y es capaz de asir de manera inmediata la forma de la duración: para Bergson, entre la la razón y la intuición no hay una diferencia de grado, sino de naturaleza, que se hace evidente en el carácter creativo que exige el planteamiento de los problemas.

Según Bergson el planteamiento de los problemas presenta una doble característica: por un lado, da lugar a la posibilidad de generar verdades novedosas que serán el marco para impulsar el planteamiento de otros problemas. Los problemas que la intuición plantea abren el campo de nuevos problemas que intensificarán el propio trabajo intuitivo. Por otra parte, el planteamiento de los problemas disolverá pseudoproblemas que encuentran su fundamento en una razón que carece de todo soplo intuitivo, y se conforma en la mera coherencia interna entre sus conceptos. Un problema planteado gracias a un esfuerzo intuitivo, es capaz según nuestro autor de desarbolar aquellos falsos problemas fundados en una mera coherencia lógica, que ocultan la forma peculiar de una duración que se muestra inmediatamente a la conciencia como flujo creativo e intensivo.

Para Bergson la razón, al restringirse a la mera correción lógica de sus conceptos, crea falsos problemas que ocultan la forma dinámica de lo real. Nociones como ser o nada, posibilidad o realidad, al referirse a formas estáticas, no pueden más que también crear problemas que al ser salvados producen formas también estáticas, constituyéndose así como pseudoproblemas que de ningún modo pueden dar cuenta de una realidad que posee una naturaleza esencialmente dinámica.

Bergson nos dice al respecto:

“Este esfuerzo exorcizará ciertos problemas fantasmagóricos que obsesionan al metafísico y también a cada uno de nosotros. Quiero hablar de estos problemas angustiosos e insolubles que no se apoyan en lo que es, sino más bien en lo que no es. Tal es el problema del origen del ser: ¿Cómo podemos decir que algo existe -materia, espíritu o Dios-? ‘Ha sido necesaria una causa, y una causa de la causa, y así sucesiva e indefinidamente’. Nos remontamos, pues de causa en causa; y si nos detenemos en alguna parte, no es porque nuestra inteligencia no vaya más allá, sino porque nuestra imaginación termina por cerrar los ojos, como sobre el abismo, para escapar al vértigo.” (Bergson, Pensamientos Metafísicos ‘Del planteamiento de los problemas’, 1272, 25)

La intuición, según Bergson, diluye falsos problemas que se sostienen al interior de una representación que no puede asir el flujo continuo y creativo de lo real. Al sustituir la movilidad por la inmovilidad, lo creativo por el esquema, lo singular por lo predecible y lo repetible, la razón produce sendos pseudoproblemas que en lugar de dar cuenta de la duración que la intuición aborda de manera inmediata, impiden su recta aprehensión. Es la propia intuición el principio que al captar el carácter dinámico y el arcoiris intensivo y cualitativo en el que se constituye lo real, resulta el principio para plantear aquellos problemas habilitados para aparecer como recuadro para crear justo una verdad plástica y novedosa, capaz de expresar su forma efectiva.

Para Bergson, la intuición, toda vez que disuleve una serie de pseudoproblemas que entorpecen la inmediata aprehensión de lo real, toma los conceptos de la razón, modifica sutilmente su signo y su orientación, para acuñar conceptos novedosos. La intuición recibe de la razón justo los conceptos que aparecerán como su ámbito expresivo. Intuición y razón se articulan en una relación de mutuo apoyo y estímulo por el que la inteligencia se verá vivificada por la intuición disolviendo diversos pseudoproblemas que ocultan la forma de la duración, y en el que la intuición encontrará una serie de conceptos que al ganar contenido y significado, darán lugar al planteamiento de ulteriores problemas, que satisfarán el carácter creativo de la conciencia. Bergson señala al respecto:

Es la idea radicalmente nueva y absolutamente simple, que capta más o menos una intuición. Como no podemos reconstruirla con elementos preexistentes, puesto que no tiene elementos, y como, por otra parte, comprender sin esfuerzo consiste en recomponer lo nuevo con lo antiguo, nuestro primer movimiento la considera incomprensible. Pero aceptémosla provisionalmente, paseemos con ella por los diversos departamentos de nuestro conocimiento; la veremos, a pesar de su oscuridad dispar oscuridades. Para ella, los problemas que juzgábamos insolubles van a resolverse o mejor disolverse, ya para desaparecer definitivamente, ya para replantearse de otra manera. Y obtendrá el beneficio de lo que haga por estos problemas. Cada uno de ellos, intelectual, le comunicará algo de su intelectualidad. Así intelectualizada, podrá ser dirigida de nuevo hacia los problemas que la hayan prestado servicios después de haberse servido de ella, disipará, todavía mejor, la oscuridad que los rodeaba y se hará ella misma más clara. (Bergson, Pensamientos Metafísicos ‘Del planteamiento de los problemas’, 1275, 31)

La intuición desde la perspectiva de Bergson, toda vez que va más allá de los conceptos lógicos asentados en el cuadro de la representación, se vale de los mismos para expresar la forma de la propia duración. Es en esa medida que los conceptos de la razón pueden plantear problemas capaces de asir la forma como duración: el impulso creativo dado por la intuición, moviliza a la razón y sus conceptos, posibilitando la expresión de aquello que ellos mismos, dada a su estructura esquematizante y estática, no  pueden expresar, a saber, una duración que se constituye como creación sostenida, como un horizonte de singularidades en constante apertura. Para Bergson, razón e intuición se encadenan en una relación orgánica en la que justo el planteamiento de los problemas se constituye como resorte por el cual la conciencia se intensifica y se amplía para aprehender la forma de la duración en tanto despliegue intensivo. [15]

En este sentido, para Bergson, pensar intuitivamente, es pensar en duración. La conciencia, al articularse en el ejercicio intuitivo que remonta la dirección descendente de la inteligencia, se resuelve en el planteamiento de los problemas, llenándose de una duración que aparece como el fondo de una realidad que constantemente se sobrepasa a sí misma.[16]

Hay sin embargo, un sentido fundamental: pensar intuitivamente es pensar en duración. La inteligencia parte ordinariamente de lo inmóvil y reconstruye, bien o mal, el movimiento con inmovilidades yuxtapuestas. La intuición parte del movimiento, lo pone, o, mejor, lo percibe, como la realidad misma y no ve en la inmovilidad más que un moviendo abstracto, instantáneo, tomado por nuestro espíritu sobre una movilidad. La inteligencia se da ordinariamente cosas, entendiendo por ello lo estable, y hace del cambio un accidente que se sobreañade a ellas. Para la intuición lo esencial es el cambio: en cuanto a la cosa, tal como la entiende la inteligencia, es un corte practicado en medio del devenir y erigido por nuestro espíritu en sustituto del conjunto. El pensamiento se representa ordinariamente lo nuevo como un arreglo de elementos persistentes; para él nada se pierde, nada se crea. La intuición, referida a una duración, que es aumento, percibe ahí una continuidad ininterrumpida de imprevisible novedad” (Bergson, Pensamientos Metafísicos ‘Del planteamiento de los problemas’, 1275, 35.)

Para Bergson la intuición es expresión de una conciencia que se constituye como pantalla y caja de resonancia de una duración que se determina como un flujo creativo. El planteamiento de los problemas abre la conciencia a la aprehensión de una realidad que se muestra inmediatamente como un campo de intensidades que presenta diversos grados de concentración o relajación. Según Bergson, la intuición revela que lo real se constituye como una gradación intensiva que presenta diversos niveles cualitativos producto de dos tendencias contrapuesas: la materia que tiende a la pura repetición y la duración misma que se traduce en ímpetu creativo. En este sentido, para Bergson la intuición ofrece al sujeto la aprehensión de lo vivido. La intuición es aprehensión del espíritu por el espíritu mismo, que le brinda conciencia de su forma efectiva en tanto duración y capacidad de autodeterminación, o una materialidad que no aparece como mera extensión, sino como una intensidad negativa que es inconsciencia y ciego automatismo.

Bergson coincide con los místicos de las grandes tradiciones religiosas del neoplatonismo y el cristianismo, en que la intuición es el principio por el cual el sujeto, al hacer una toma de contacto con su propio principio vital, se vincula a una duración que aparece justo como fondo de lo real y como principio activo de la construcción del carácter. Los comentarios que Bergson realiza sobre la doctrina de William James son ilustrativos al respecto:

“Los sentimientos poderosos que agitan el alma en ciertos momentos privilegiados son fuerzas reales, tan reales como las fuerzas de que se ocupa el físico; el hombre no las crea, como no crea el calor o la luz. Nos bañamos, según James, en una atmósfera que atraviesan grandes corrientes espirituales. Si muchos de nosotros resisten, otros en cambio se dejan llevar. Y hay almas que se abren por completo al soplo bienhechor. Son las almas místicas. Se sabe con que simpatía las estudió James. Cuando apareció su libro sobre La experiencia religiosa, muchos no vieron en él más que una serie de descripciones muy vivas y de análisis muy penetrante, una psicología, decían, del sentimiento religioso. ¡Cuánto se engañaban sobre el pensamiento del autor! La verdad es que James se inclinaba ante el alma mística, como hacemos nosotros en un día de primavera para sentir la caricia de la brisa, o como, al borde del mar, seguimos las idas y venidas de los barcos de vela para saber, por su rumbo, de dónde sopla el viento. La almas que llena el sentimiento religioso están verdaderamente agitadas y transportadas: ¿y cómo no iban a hacernos tomar a lo vivo, como en una experiencia científica, la fuerza que transporta y que agita?” (Bergsom Pensamientos Metafísicos, ‘Sobre el pragmatismo de William James’, 1443, 243.)

Para Bergson la intuición mística es la manifestación más elevada de una intuición que presenta diferentes grados de intensidad y profundidad. Sin embargo, la intuición misma, independientemente de su intensidad y de la amplitud de su despliegue, aparece siempre como una toma de contacto, como una percepción directa de la forma de lo real como duración. El conocimiento intuitivo es, en este sentido, necesariamente una experiencia. Para Bergson, el conocimiento intuitivo, toda vez que remonta los esquemas de la representación, permite una experiencia directa de sus objetos. Para Bergson la filosofía se determina como una experiencia total, en tanto enlaza de manera inmediata al sujeto con una duración que aparece tanto como su principio constitutivo, como forma misma de una duración que se constituye como afirmación y creación sostenidas. Bergson apunta en Introducción a la filosofía:

“Los maestros de la filosofía moderna han sido hombres que se habían asimilado todo el material de la ciencia de su tiempo. Y el eclipse parcial de la metafísica desde hace medio siglo tiene sobre todo por causa la extraordinaria dificultad de que el filósofo pueda hoy tomar contacto con una ciencia cada vez más diseminada. Pero la intuición metafísica, aunque no se pueda llegar a ella sino a fuerza de conocimientos materiales, es cosa muy distinta del resumen o de la síntesis de estos conocimientos. Se distingue del camino recorrido por el móvil, como la tensión del resorte se distingue de los movimientos visibles en el péndulo. En este sentido, la metafísica no tiene nada de común con una generalización de la experiencia; sin embargo, podría definirse como la experiencia total. (Bergson, Pensamientos Metafísicos, ‘Introducción a la filosofía’, 1432, 226.)

Bergson restituye al pensamiento la posibilidad de abordar lo real, sin la mediación del concepto o en todo caso, mediante una serie de conceptos que han sido vivificados con el contenido de una experiencia directa de la duración: el cambio, la transformación, la movilidad, aparecen como la forma de una serie de objetos que por la condensación peculiar de la propia duración y una materialidad que resulta mera relajación, adquieren una forma singular. En este sentido, la intuición bergsoniana, al tener como objeto la propia duración, otorga una primacía de lo vivido sobre lo meramente razonado, como decimos, una preeminencia de la experiencia, sobre la sola representación. Así, la toma de conciencia del sujeto de su propia forma como duración –como poder creativo– se traduce en la conciencia y en la realización del sujeto mismo bajo la forma misma de la libertad. Bergson coincide con Sócrates en que la aprensión del sujeto del fondo de lo real, se traduce en la aprensión de sí mismo como capacidad de autoderminación.

Para Bergson la duración, al ser poder creativo, es espontaneidad imprevisible, y tiene la capacidad de ‘sacar de sí misma más de lo que contiene, devolver más de lo que recibe, dar más de lo que tiene’. Para Bergson la duración es vida, y la intuición puede asir la sobreabundancia característica de la vida, que escapa a los cuadros de la representación. Bergson apunta en La Energía espiritual:

“En resumen, pues, al lado del cuerpo, que está confinado en el momento presente en el tiempo y limitado al lugar que ocupa en el espacio, que se conduce de manera autómata y reacciona mecánicamente a las influencias exteriores, aprehendemos algo nuevo que se extiende mucho más lejos que el cuerpo en el espacio y que dura a través del tiempo, algo que pide e impone al cuerpo movimientos no ya automáticos y precisos, sino imprevisibles y libres: esto que desbordaba el cuerpo por todas partes y que crea actos al crearse de nuevo a sí mismo es el ‘yo’, es el ‘alma’, es el ‘espíritu’ -espíritu que es precisamente una fuerza que puede sacar de sí misma más de lo que contiene, devolver más de lo que recibe, dar más de lo que tiene”.  (Bergson, La energía espiritual, ‘El alma y el cuerpo’, 837, 30.)

El ejercicio de la intuición es para Bergson el principio de un conocimiento filosófico que tiene como fundamento no la mera representación o el análisis del concepto, sino la experiencia de lo real. Para Bergson, la intuición hace del conocimiento filosófico un empirismo radical, que no se ve precondicionado por los esquemas de la razón. El despliegue de la intuición se satisface en la aprehensión de una duración a partir de la cual el sujeto es capaz de hacer conciencia de su propia forma efectiva no ya como una mera corporalidad autómata y refleja, sino como una libertad por la cual se constituye como causa de sí mismo y puede crearse al apoyarse justo en el flujo sobreabundante de la duración misma. La concepción del conocimiento intuitivo en la filosofía de Bergson, converge con los postulados fundamentales de la doctrina socrática en la que el conocimiento y el cuidado de sí, se hacen efectivos por la emergencia de una visión supraintelectual que posibilita al sujeto hacer efectiva la toma de contacto con su principio vital, en tanto fundamento de la construcción del propio carácter.

Los comentarios de Bergson sobre la doctrina socrática iluminana estos planteamientos:

“Ciertamente, Sócrates pone por encima de todo la actividad racional y, más concretamente, la función lógica del espíritu. La ironía que lleva consigo está destinada a rechazar las opiniones que no soportan la prueba de la reflexión y a ridiculizarlas, por así decir, poniéndolas en contradicción consigo mismas. El diálogo, tal como él lo entiende, ha dado origen a la dialéctica platónica y por consiguiente al método filosófico, esencialmente racional, que practicamos aun  […]  Pero miremos más de cerca. Sócrates enseña porque el oráculo de Delfos ha hablado. Ha recibido una misión. Es pobre y debe permanecer pobre. Es necesario que se mezcle con el pueblo, que se haga pueblo, que su lenguaje se funda con el habla popular. No escribirá nada, para que su pensamiento se comunique, vivo, a espíritus que lo transmitirán a otros espíritus. Es insensible al frío y al hambre, en modo alguno asceta, pero no tiene necesidades y está liberado de su cuerpo. Un ‘demonio’ le acompaña, que hace oír su voz cuando es necesaria una advertencia. Cree hasta tal punto en este ‘signo demoníaco’ que muere antes que dejar de seguirlo: si se niega a defenderse ante el tribunal popular, si acepta su condena, es porque el demonio no ha dicho nada para evitarlo. En pocas palabras, su misión es de orden religioso y místico, en el sentido en que tomamos hoy estas palabras; su enseñanza, tan perfectamente racional, pende de algo que parece sobrepasar la pura razón. Más ¿no se observa esto en su propia enseñanza? (Bergson, DF, 1026, 59-60.)

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Bergson, como Sócrates, ve en el ejercicio del conocimiento intuitivo, la fuente de la actualización de un proceso autocreativo que aparece como el fundamento para mostrar al sujeto su dimensión cabalmente humana: el hombre que se gana como hombre es aquel que gracias al conocimiento que promueve la intuición, puede aparecer como causa de sí, contraviniendo tanto las exigencias de una ciega corporalidad que impone sus exigencias, como de una sociedad que según Bergson mismo no facilita el paso de la moral cerrada como moral heterónoma, a la moral abierta como moral autónoma.[17]

Para Bergson, el paso la moral cerrada a la moral abierta se da justo gracias a un conocimiento intuitivo que afirma en el sujeto la libertad que supone su forma y remonta las exigencias de una inteligencia que al carecer justo del soplo creativo de la intuición, se ve reducida a las exigencias gregarias y semiinstintivas propias de la especie.[18] Bergson nos dice en Las dos fuentes:

“La célula vive para sí misma y también para el organismo, aportándole y tomando de él la vitalidad. Si es preciso, se sacrificará al todo, y entonces, si duda, si fuera consciente, se diría que lo hacía para sí misma. Y probablemente, este sería el estado del alma de una hormiga que reflexionara sobre su conducta; sentiría que su actividad se mantiene en el punto intermedio entre el bien de la hormiga y el del hormiguero. Ahora bien, es a este instinto fundamental a lo que hemos unido la obligación propiamente dicha: implica, en su origen, un estado de cosas en el que lo individual y lo social no se distinguen uno del otro. Y por esta razón podemos decir que la actitud a la que corresponde es la de un individuo y una sociedad replegados sobre sí mismos. Individual y social al mismo tiempo, el alma gira aquí en círculo. Está cerrada.” (Bergson, DF, 1006, 33.)

La moral cerrada es para Bergson expresión de una conciencia articulada en una inteligencia vuelta no al poder vivificante de la intuición, sino sometida a las exigencias normalizantes de una sociedad jerarquizante y alinenante que requiere para conservar su forma de un sujeto dispuesto a cumplir ciegamente las exigencias del deber moral, como basamento de la moral cerrada.

La intuición es para Bergson la vía para otorgar al sujeto una autonomía moral por la que podrá hacer frente a las exigencias de una sociedad que para asegurar una estructura jerárquica le impone una serie de obligaciones morales: la intuición para nuestro autor es expresión de una conciencia que al remontar el movimiento descendente de la inteligencia y el poder coercitivo del deber moral, se despliega bajo la forma de la libertad.[19] La crítica de Bergson a la filosofía moral kantiana es ilustrativa al respecto. Según Begson, Kant, al desplazar a la intuición como método para rastrear la estructura de lo real, hace del acto libre, no la afirmación de la conciencia del sujeto en tanto duración, sino el cumplimiento de un imperativo categórico que se sostiene en su propio carácter formal, como si éste fuese suficiente tanto para determinar tanto el sentido del propio acto libre, como para contener el embate de las pasiones. Según Bergson Kant, al ceñir sus reflexiones al esquematismo de la representación, plantea de manera errónea el problema de las relaciones entre la voluntad, la razón y el acto libre, de modo que la solución al mismo, –la propia doctrina del imperativo categórico– arrastra los defectos conceptuales y metodológicos que le dieron origen. Según Bergson la intuición respresenta la afirmación de una duración que al ganar en concentración e intensificación, dilsoca la forma de la moral cerrada como moral heterónoma y da lugar al despliegue del acto libre. La libertad para Bergson es fundamentalmente intuitiva y subsume en una forma simple a la voluntad, a la sensiblidad y al entendimiento. Ésta no se despliega de manera mecánica, como si la razón pudiera definir la estructura y el contenido de la obligación moral o como si la voluntad acatara dócilmente las exigencias de la propia razón y doblegara por ende las exigencias de la corporalidad.[20]

Bergson nos dice en Las dos fuentes:

“La pretensión de fundar la moral sobre el respeto hacia la lógica ha podido nacer en los filósofos y sabios habituados a inclinarse ante la lógica en materia especulativa, y que por lo mismo han dado en creer que en toda materia y para la humanidad entera, la lógica se impone con una autoridad soberana. Pero del hecho de que la ciencia deba respetar la lógica de las cosas y la lógica en general si quiere obtener resultados en sus investigaciones, de que éste sea el interés del sabio en tanto que sabio, no se puede concluir que tengamos la obligación de ajustar siempre nuestra conducta a la lógica, como si ése fuera el interés del hombre en general o incluso del sabio en tanto que hombre. Nuestra admiración por la función especulativa del espíritu puede ser grande, pero cuando los filósofos afirman que basta para acallar el egoísmo y la pasión, nos demuestran –y debemos felicitarlos por ello– que jamás han sentido resonar con fuerza en sí mismos la voz de uno ni la de la otra. Decimos todo ello en relación con la moral que invoca la razón considerada como una forma pura, sin materia.” (DF, 1048, 88.)

En ese mismo texto apunta:

“Cuando Kant nos dice que una suma dada en depósito debe ser devuelta porque si el depositario se la apropiase dejaría de ser un depósito, evidentemente juega con las palabras. O bien entiende por depósito el hecho material de poner una suma de dinero en manos de un amigo, por ejemplo, advirtiéndole que más tarde se la reclamarán –pero entonces este hecho material solo, junto con la sola advertencia, tendrá como consecuencia que el depositario se decida a devolver la suma si no la necesita, y a apropiársela pura y simplemente si está mal de dinero; ambas formas de proceder son igualmente coherentes, desde el momento en que la palabra ‘depósito’ sólo evoca una imagen material sin implicación de ideas morales– […] El filósofo podría decir que lo inmoral es aquí lo irracional, pero porque la palabra ‘depósito’ sería tomada en la acepción que tiene en un grupo humano en el que existen ideas propiamente morales, convenciones y obligaciones: la obligación moral no se reducirá a la necesidad vacía de no contradecirse, puesto que la contradicción consistiría simplemente, en este caso, en rechazar, tras haberla aceptado, una obligación moral que resultaría, por lo mismo, preexistente. Pero dejemos a un lado estas sutilezas.” (Bergson, DF, 1047, 87.)

Para Bergson Kant plantea el problema de la libertad o la moral abierta de manera inadecuada al ceñirse al esquematismo de la representación y no seguir el dato inmediato de una duración que revela su forma como un esfuerzo intuitivo que se afirma a costa de remontar la tendencia negativa de la conciencia como ciego cumplimiento del deber moral. La cuestión de la deteminación del acto libre, desde el punto de vista bergsoniano, no se solventa mediante el puro formlismo racional, en la medida que éste se articula en un movimiento aporético que se resuelve como un simple solipsismo, incapaz de sostener la forma de la moral en su despliegue material: es sólo la intuición el principio que, al captar de manera inmediata el carácter intensivo del acto libre, puede sentar el horizonte reflexivo para asir su forma, precisamente como expresión justo de una intuición que es afirmación y prolongación de la duración que resulta su fundamento inmanente.[21]

En este sentido, cabe subrayar que para Bergson, la intución, el planteamiento de los problemas y la disolución de pseudoproblemas, abren al pensamiento la posibilidad de llevar a cabo la comprensión de lo real como duración, liberándolo de una serie de marcos teóricos y falsas concepciones filosóficas que impiden aprender la forma efectiva de objetos diversos, entre los que se encuentra el acto libre. Para Bergson la caución metológica del planteamiento de los problemas brinda un suspiro teórico a un pensamiento que puede abordar lo intensivo, sin las coerciones conceptuales de una razón que desanaturaliza sus objetos al representarlos. Los diversos pseudoproblemas y teorías racionalistas que ocultan la forma dinámica y creativa de lo real y del acto libre, son según nuestro autor disueltos por una intuición filosófica que en el propio planteamiento de los problemas encuentra los horizontes para seguir la forma de una duración que se constituye justo en su propia movilidad y su propio dinamismo creativo.

 

 

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La filosofía como arte de preguntar o como máquina de plantear problemas tiene profundas raíces y vínculos internos a lo largo y ancho de la historia de las ideas. Numerosos son los autores que han dicho una palabra al respecto. En este espacio nos hemos remitido a Sócrates y Bergson, como autores que muestran de manera paradigmática la importancia del planteamiento de los problemas como acicate de un pensamiento que afirma su vocación crítica y creativa, capaz de purificar y liberar al sujeto de una serie de preconcepciones que le son impuestas desde su exterioridad o de establecer los derroteros teóricos para pensar la forma del acto libre.

El planteamiento de los problemas, el ejercicio de la intuición, el despliegue de una inteligencia que goza del influjo creativo del propio conocimiento intuitivo, se traducen en la posibilidad de descargar al sujeto de la inercia que supone la aceptación pasiva de una serie de esquemas prehechos o teorías diversas mal construidas, que le impiden encarar un presente siempre marcado por un carácter irrepetible e impredecible, por una cualidad peculiar. El ejercicio de la filosofía como arte de preguntar o como máquina de plantear problemas, podemos resumir,  tiene como objeto pensar al sujeto en tanto proceso que se inserta en una realidad –psicológica, moral, social, política, cultural, incluso metafísica– también procesual, articulada en la polaridad de las dicotomías pasividad/actividad, autonomía/heteronomía, creación/repetición, etc., que, en última instancia, se resumen en las gradaciones y matices de la polaridad esclavitud/libertad.

La filosofía como arte de preguntar o como máquina de plantear problemas busca pensar al presente del hombre para abrir espacios de indeterminación que se traducen en la posibilidad de construir una moral autónoma. El presente resulta el objeto fundamental de la perspectiva filosófica que venimos acuñando en la medida en que se constituye como ámbito fundamental que en el que se juega el ejercicio de la libertad en tanto proceso creativo.

El conocimiento y el gobierno de sí, aparecen como brújula fundamental de un arte de preguntar que busca devolver al sujeto –aun limitada y marginalmente– una dimensión cabalmente humana y vital frente una realidad que le impone diversos patrones teóricos e imperativos epistemológicos y morales, que se constituyen más bien como el principio justo de su esclavitud.

Como venimos diciendo, son numerosos los autores que han abordado la caución metodológica del planteamiento de los problemas como fuente de una verdad crítica y reflexiva, capaz de reflejar un genuino proceso de autodeterminación. Dentro de la filosofía contemporánea, nos parece que Michael Foucault, con base en sus planteamientos genealógicos y arqueológicos, ha hecho reflexiones sugerentes al respecto. La posibilidad de interrogar los lazos entre saber y poder, y la pregunta por la profunda contingencia que encierra la noción de verdad cuando se ve a la luz de su génesis histórico-social, abren al pensamiento la vía para rescatar y elaborar una serie de saberes y prácticas que muestran al sujeto precisamente una dimensión vital. Los comentarios del filósofo catalán Miguel Morey, traductor de Michel Foucault al castellano en el prólogo al texto Un diálogo sobre el poder, son ilustrativos al respecto:

“Las entrevistas y debates que se recogen en el presente volumen avalan, creo que de modo ejemplar, el profundo interés de este paradójico escritor que irrumpió en el panorama cultural interrogándose por la pertinencia de la participación entre razón y locura, y cuya obra, en lugar de ser una Apología de la sin razón, constituye un cuerpo de interrogantes terriblemente razonables. En el juego de preguntas y respuestas que siguen a estas páginas se persigue de mil modos la pregunta última, la más grave -aquella que tradicionalmente estaba reservada a los dioses: la pregunta por el porvenir. La presencia misma de Michael Foucault en el seno del pensamiento contemporáneo es una interrogante -cumple precisamente con la función específica que debe cumplir una buena pregunta: da que pensar.”

Para Michel Foucault la determinación de la verdad encuentra su principio en la puesta en circulación de una serie de saberes encarnados en las prácticas que promueven ciertas instituciones: el poder aparece como principio que se realiza en la construcción de la verdad. Ésta no presenta una pureza ‘epistemológica’ ni mucho menos ‘moral’, que pueda ser el fundamento de una supuesta universalidad. En este sentido, para Foucault, el planteamiento de los problemas se satisface al colocar entre signos de interrogación las determinantes culturales que hacen posible la emergencia de una verdad específica. Es precisamente esta indagación la que permite hacer de la genealogía de la verdad no el principio de la ciega afirmación de ciertos usos del poder, sino resignificar y orientar saberes y prácticas peculiares, abriendo horizontes simbólicos en los que el sujeto puede apropiarse y cuidarse a sí mismo.[22] Foucault mismo nos dice al respecto:

“Por “verdad” [hay que] entender un conjunto de procedimientos reglamentados por la producción, la ley, la repartición, la puesta en circulación, y el funcionamiento de los enunciados. La “verdad” está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce y que la acompañan. “Régimen” de la verdad. […] No se trata de liberar la verdad de todo sistema de poder –esto sería una quimera, que la verdad es ella misma poder– sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales funciona por el momento”.

El análisis de las relaciones entre saber y poder aparece como objeto de una filosofía con una orientación crítico-problemática, que justo a través del planteamiento de problemas busca desmontar sistemas simbólicos determinados que originan horizontes de verdad, que en múltiples casos aparecen como fuente de una moral heterónoma. La crítica a las estructuras políticas y sociales que dan lugar a una verdad determinada, aparece como vía por la cual la filosofía como máquina de plantear problemas busca restituir al sujeto la capacidad de crear él mismo las verdades que aparecerán como espacio de la construcción de su identidad.[23] El tema de las relaciones entre verdad y poder analizado por Foucault –y prefigurado ya en la propia doctrina socrática– resulta a nuestros ojos de gran importancia en una filosofía como máquina de plantear problemas que prentende aparecer como dispositivo conceptual para brindar al sujeto los espacios de construcción de una autonomía moral, política, cultural, etc.

En este sentido, el conocimiento y la creación de sí se revelan también como elementos fundamentales de un discurso filosófico que asume el planteamiento de los problemas como una de sus directrices fundamentales. Como hemos dicho, la filosofía como máquina de plantear problemas o como arte del preguntar, ve en el autoconocimiento y el autogobierno del propio sujeto el resultado privilegiado de su ejercicio. Según hemos revisado, plantear un problema es crear un obstáculo que brindará al sujeto la oportunidad de reinventarse al reformular las relaciones que establece consigo mismo y con un medio social que aparece como ámbito de su propia determinación. Evidentemente, estas reflexiones no son una aportación nuestra al corpus filosófico. Sócrates, Bergson, Foucault, entre otros filósofos mayores de la tradición filosófica, han puesto los trazos fundamentales de su arquitectura. Aquí nosotros no hemos hecho más que una apropiación y muy modestos y breves desenvolvimientos. En este contexto, nos permitimos presentar sendas reflexiones sobre la doctrina socrática, que pueden brindar alguna luz en el texto que suscribimos ahora.

Sócrates, nos atrevemos a aventurar, hace de la búsqueda de la definición no sólo una exigencia lógica, sino un momento del ejericio del método mayéutico. El rendimiento teórico de la búsqueda de la definición se localiza no sólo al sentar las reglas de la discusión filosófica, sino al constituirse como la apertura de un método mayéutico que en el plano ético encuentra la satisfacción de su forma.

En Filosofía de la Modernidad señalamos al respecto:

Sócrates y la definición I

“¿Cuál es el sentido de la exigencia socrática de la definición? ¿Sentar una base firme para el desarrollo de la dialéctica, o llevarla hasta su culminación agotando su ejercicio? ¿La definición es inicio o fin del despliegue dialéctico? Si es el inicio, no podemos dar por sentado que ésta se identifica con la forma de las esencias trascendentes. La dialéctica misma sería tan sólo el análisis de lo ya sabido. Si la definición se encuentra al final del ejercicio dialéctico ¿cómo darle pie al juego de las proposiciones para evitar que éstas se hundan en el fango del relativismo? La dialéctica sería entonces un camino que conduciría a ninguna parte. ¿No será acaso que la búsqueda socrática de la definición tiene otra función que la meramente lógica? ¿Qué nexos existen por ejemplo entre la exigencia socrática de la definición y la ironía que hace de Sócrates mismo un personaje insoportable para las buenas conciencias? ¿La búsqueda de la definición no será más bien el inicio de un preguntar que es descentramiento del sujeto interpelado, apertura a la problematización de sí mismo por sí mismo? ¿La búsqueda de la definición no es el inicio de una ironía y una pequeña burla que invita al interrogado a preguntar por sí mismo y lo real, para dar paso al ejercicio de la reminiscencia, a la inspiración, y a la autodeterminación? La verdad socrática es siempre una verdad místico-intuitiva por la que el sujeto se conoce y se crea a sí mismo como una obra de arte. La verdad socrática es autopoiética. Tal vez la búsqueda de la definición y con ella la dialéctica, es tan sólo un método para hacer girar al sujeto, reinventar los pilares en los que sostiene su identidad, e invitarlo a la introspección, a una superación de sí en tanto problema que, en caso de ser salvado, puede dar a luz un carácter propio, que es valentía, revelación y purificación.”

El análisis de la búsqueda socrática de la definición bajo los marcos teóricos que establece el ejercicio del método mayéutico y el cumplimiento de la máxima délfica del ‘conócete a ti mismo’, permite establecer una mirada para llevar a cabo una revisión de la propia filosofía de Sócrates que no escinda lo racional de lo intuitivo, lo epistemológico de lo metafísico, ni mucho menos lo lógico de lo ético: la búsqueda de la definición, nos parece, puede ser interpretada desde los marcos epistmológicos y éticos de la propia mayéutica socrática, de modo que gane en contenido, trascienda su dimensión meramente lógica, y contribuya a iluminar ella misma las exigencias racional e intuiva que supone el desenvolvimiento de la mayéutica misma.

Para Sócrates la lógica gira en función de la ética, pues el desenvolvimiento de la dialéctica –que supone la búsqueda de la definición– sólo cobra sentido bajo el horizonte reflexivo más amplio de la máxima “Conócete a ti mismo” inscrita en el oráculo de Delfos.

Para Sócrates, como para Bergson y para Foucault, el despligue del discurso filosófico tiene como objeto la rehabilitación de un sujeto autónomo capaz de determinarse a sí mismo. Esta determinación, como hemos señalado, no presenta una forma estática producto de la pasiva aceptación de un imperativo moral preestablecido, por más loable que sea su contenido: es en la afirmación de la propia autonomía moral, que el sujeto gana la humanidad que supone su forma. El hombre es hombre en la medida que se construye a sí mismo en un proceso sostenido y no al dar por hecha su naturaelza misma por la recepción refleja de un imperativo moral predeterminado. En este sentido, repetimos, el presente del hombre –del hombre mismo en tanto proceso– resulta  objeto privilegiado de la filosofía como arte del preguntar. El presente siempre singular del hombre –presente sujeto a determinantes histórico, político, psicológicas– es necesariamente la figura de análisis sobre la que se llevará adelante el ejercicio mayéutico y el planteamiento de problemas. Precisamente a partir del análisis y crítica de este presente es que el hombre cosechará las verdades vivas, que revelarán la transformación y el cuidado de sí en los que se fincará la construcción de su propia persona. La filosofía como máquina de plantear problemas o como arte del preguntar, en este sentido, bien podría llamarse, filosofía del presente.

Aquí, para concluir este apartado, cabe citar un pequeño texto no ya de los grandes filósofos de la tradición ni de quien suscribe estas letras, sino de Giovanni Hernández Brito, alumno del primer semestre de la carrera de filosofía de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Giovanni, ante la pregunta, “¿Cuál es el principal problema de México?”, responde no anteponiendo una reflexión prehecha que se resuelve como mera opinión, sino desenvolviendo un proceso de instrospección que, a pesar de la incipiente prosa en la que se expresa, muestra una voluntad crítica que manifiesta los principio éticos y epistemológicos a los que nos hemos referido hasta ahora.

A la pregunta “¿Cuál es el principal problema de México?” Giovanni responde con una exigencia de autonocimiento que gana sentido no al constituirse como una mera fórmula hueca, sino al encontrar en un presente peculiar –los mexicanos de clase baja, que somos toda la mayoría– justo un punto de gravedad que otorga coherencia a su argumentación:

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El planteamiento de los problemas, como corazón de una filosofía como máquina de plantear problemas o como arte del preguntar, busca reintegrar al sujeto en su presente, recuperando y promoviendo una autonomía teórica y moral que le permita encararse a sí mismo y las singularidades culturales en las que se constituye como tal. La búsqueda de verdades capaces de nombrar un contexto y un presente singular, veradades que reflejen un proceso de autoderminación y un carácter creativo, se constituye como contenido de una filosofía como máquina de plantear problemas, que se endereza como filosofía del presente.[24]

La filosofía como máquina de plantear problemas se vale de Sócrates, Bergson, Foucault, o cualesquiera otros autores que brinden el instrumental conceptual para asir procesos singulares, formas heterogéneas, trazos de un presente y una cultura compleja que aparece como espacio constitutivo de identidades particulares y sociales. De esta forma, nuestra propuesta filosófica –que no es más que una recuperación de algunos marcos teóricos de la tradición– trata de enmarcar una realidad que con urgencia reclama ser pensada: no la injusticia, el racismo, la ciencia o la democracia en abstracto, resultan objetos de la filosofía como maquina de plantear problemas, sino una injustica vivida, un racismo vivido, una ciencia y una democracia vividas y padecidas sin que si quiera se sospeche su forma, quiza a despecho de intereses inconfesables o una sociedad miope e inhumana.

La filosofía del presente, en este sentido, como decíamos en otro trabajo, tiene como objeto restituir al pensamiento aquello que más desea y a la vez más teme, que es su propio camino de libertad.

 

 

Bibliografía:

 

Bergson, Obras, PUF, Paris, 1990.

Colli, Giorgio, El nacimiento de la Filosofía, Tusquets Ed. Barcelona, 1996.

Cortés del Moral, Rodolfo, “Discurso y filosofía” en Paideia, Universidad de Guanajuato/IEPCAL, México, 2004-2005.

Deleuze, Gilles, El bergsonismo,Cátedra, Madrid, 1996.

Foucault, Michel, Microfísica del poder, Planeta Agostini, Bs. As., 1994.

González, Juliana, ‘Sócrates y la praxis interior’ en Theoría, UNAM, México, 1980.

Hülsz, Piccone, Enrique, ‘Sócrates y el oráculo de Delfos’, Theoría, 14-15, UNAM, 2003

Landa, José, “La deriva sapiencial socrática: ironía, katalépsis, epoché”, Theoría, 14-15, UNAM, 2003

Morey, Miguel ,en Foucault, Un diálogos sobre el Poder, Alianza, Madrid, 2000.

Platón, Apología, en Obras Completas, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1956.

Platón, La república, Libro VII, en Obras Completas, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1956.

Platón, Fedro, en Obras Completas, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1956.

Platón, La república, Libro VII, en Obras Completas, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1956.

 

 

 



[1] González, Juliana, ‘Sócrates y la praxis interior’, Teoría, p. 57: “El saber moral (la virtud o areté) no puede ser conocimiento adquirido del exterior; no es ‘enseñable’, sino que requiere ser alumbrado, literalmente ‘concebido’, por el hombre mismo como acción interior que ‘da a luz’ la verdad propia, el bien propio (autos). Sabiduría es autenticidad.”

[2] Cfr, Hülsz Piccone, Enrique, ‘Sócrates Y el oráculo de Delfos’, Theoría, UNAM, 14-15, 2003. En este texto Enrique Hülsz hace expresos los nexos entre la ética y la epistemología socrática mediante un análisis de la función del oráculo de Delfos en la Apología, donde precisamente el mandato del autoconocimiento ocupa un lugar capital: “Simplificando un poco, diría que el corazón del “problema Sócrates” –al menos restringiéndonos a Platón– es la Apología, en cuyo argumento desempeña una función central el episodio del oráculo. Mi propósito es enfocar la significación histórica del pasaje, que tiene que ver con la idea misma de filosofía, concebida en términos marcadamente epistémicos. Mi interpretación asume que el pasaje del oráculo (20c-23c) es un microcosmos singular en el que se expresa la idea platónica de filosofía como autoconocimiento”.

A partir de este punto presentaremos una serie de fragmentos de Heráclito, de los cuales sin duda abreva la doctrina Sócratica, que nos ayudarán a iluminar diversos aspectos de la misma. En ese sentido, Cfr, Heráclito en Heráclito, Mondolfo Rodolfo. Frg, 116 (de Stob., Floril., III, 5, 6): “De Heráclito: a todos los hombres les esta concedido conocerse a sí mismos y ser sabios.”

[3] González, Jualiana, Ibidem., p. 56: “Se trata, de ver (theorein) lo que somos, de captar una realidad en sí misma y por sí misma, desprendiéndonos de todo prejuicio y de toda necesidad que precondicione y empañe o falsee la visión. Y se requiere ciertamente de un acto de radical andreia, de valentía para la verdad, sobre todo si se trata de la verdad sobre sí mismo. El conocimiento es ya una praxis, una virtud moral del alto rango, como la andreia u ‘hombría’: el valor del vernos en lo que realmente somos”.

[4] Cfr, González, Juliana, Op. cit, p. 55: “Y el examen de sí mismo y de los otros, produce un genuino cambio en el modo de ser porque se trata de una acción continua e íntegra, y no de un acto aislado y eventual de reflexión. Por esto la tarea de búsqueda interior es para Sócrates la actividad primordial y constante de la vida, aquella que ocupa todo su tiempo y todo su cuidado, tornando realmente secundarias las demás preocupaciones que comúnmente afectan a los hombres. La autoconciencia moral es una conversión existencial”.

Cfr, Heráclito en Heráclito, Mondolfo Rodolfo. Frg, 101 (de Plut., Advers. Colot., 20, p. 1118c): “Me he investigado a mi mismo.”

 

[5] Cfr, Heráclito en Heráclito, Mondolfo Rodolfo. Frg,85 (de Plut., Coriol., 22): “Al deseo hay que apagarlo más que un incendio, porque lo que quiere, lo adquiere a expensas del alma.”

[6] Cfr., González Juliana, Op. cit., p. 57: “La autoconciencia socrática es así, fundamentalmente, una praxis de purificación (catharsis), por la cual el hombre se desprende de las “falsas opiniones”. Esta es una de las significaciones de la docta ignorancia, del socrático saber que no se sabe nada. La verdad es un acto originario. Lo es en tanto se trata de una búsqueda nacida de la conciencia de lo que falta, de lo que no se sabe. Es la asunción de un vacío, de un no-ser, lo que origina el movimiento; pues, lo mismo en la ignorancia socrática que en el eros platónico, hay la clara conciencia dialéctica de la positividad de lo negativo, del poder de la negación”.

Cfr, Heráclito en Heráclito, Mondolfo Rodolfo. Frg, 115 (de Stob., Floril., IV, 40, 23): “Dijo Heráclito que, para el hombre, el ethos (hábito, índole) es su daimon (genio divino).”

[7] González, Jualiana, Ibidem., p. 59: “La sabiduría socrática es autodominio y templanza. Si el afán de poder o dominio puede caracterizar la tendencia sofística, en oposición a la socrática, Sócrates, y con él la vida ética, representa justamente la posibilidad humana de una praxis y una póiesis específicas por las cuales el hombre supera sus afanes de poderío transformando su propia naturaleza y creando precisamente esa especie de “segunda naturaleza” que es el ethos (carácter).”

[8] Cfr, Heráclito en Heráclito, Mondolfo Rodolfo. Frg, 45 (de Diogen. Laert., IX, 7): “Los límites del alma, por más que procedas, no lograrás encontralos, aun cuando recorrieras todos los caminos: tan hondo tiene su logos.”

[9] Cfr., González, Juliana, Ibidem, p. 54: “El autoconocimiento socrático es, por sí, el “auto-incremento” del logos psíquico de que habla Heráclito, o el “auto-movimiento” en que consiste la esencia misma del alma, según Platón”.

Cfr, Heráclito en Heráclito, Mondolfo Rodolfo. Frg, 115 (de de Stob., Floril., I, 180): “Es propio del alma un logos que se acrecienta a sí mismo.”

[10] Cfr, Heráclito en Heráclito, Mondolfo Rodolfo. Frg, 112 (de Stob., Floril., I, 178): “Ser sabio es virtud máxima, y sabiduría es decirl la verdad y obrar de acuerdo con la naturaleza escuchándola.”

[11] Cfr., González, Juliana, Ibidem, p. 62: “En este sentido, la ética implica esta originaria religiosisdad en la cual culmina, por así decirlo, la conciencia moral. Pero en Sócrates no parece ser lo religioso lo que fundamenta la ética, sino ésta la que conlleva intrínsecamente las vivencias de humildad y sacralidad.”

[12] Cfr., González, Juliana, Ibidem, p. 55: “La interioridad es una nueva dimensión del ser que aparece y cobra vida en la reflexión misma y en ella el hombre logra su propia in-dependencia. Y el examen de sí y de los otros, produce un genuino cambio en el modo de ser porque se trata de una acción continua e íntegra, y no de un acto aislado y eventual de reflexión. Por esto la tarea de la búsqueda interior es para Sócrates la actividad primordial y constante de la vida, aquella que ocupa todo su tiempo y todo su cuidado, tornando realmente secundarias las más preocupaciones que comúnmente afectan a los hombres. La autoconciencia es una conversión existencial.”

[13] Al respecto Cfr., Landa, José “La deriva sapiencial socrática: ironía, katalépsis, epoché”, Theoría, p. 59: “Dos mil cuatrocientos años no son nada en la historia del alma humana. Las pasiones y desmesuras que hoy amenazan nuestro mundo son análogas a las que dieron al traste con el que vio nacer, actuar y morir a Sócrates. Las virtudes que ejerció y predicó son las mismas que estimamos en mayor grado y que quisiéramos orientaran los destinos del hombre presente. Sócrates es nuestro contemporáneo no sólo porque compartimos con él toda una gama de valores cardinales, sino porque encarna un modo de filosofía particularmente apto para afrontar las recurrentes crisis y decadencias de las culturas; es decir, de todos los intentos de formar una “segunda naturaleza” que haga la vida más vivible y la tierra más habitable”.

[14] Cfr. García Morente, Manuel, La filosofía de Bergson, p. 59: “Esta intuición filosófica [bersonina] no es cosa nueva en absoluto. Ella está latente en todo sistema de filosofía que merezca este nombre. Lo que en todos los sistemas hay de permanente, de duradero y –yo diría- de bello, es lo que más cerca está de la fuente intuitiva original. Pero los brotes vivos de la fuente, el filósofo los ha vaciado en moldes duros y rígidos, en lo que llamamos el sistema; y la porción de realidad que ha podido ver y tocar directamente, ha sido bien pronto cubierta por la ropa hecha del intelecto […] Los sistemas constructivos son el aplastamiento de la intuición filosófica bajo la balumba de conceptos pétreos. Hace falta derrumbar el edificio y lanzar las piedras a los cuatro vientos, para hallar ente las ruinas el hilillo fresco de la intuición. Por este fresco hilillo que se esconde en los cimientos de cada sistema, es por lo que valen muchos de entre ellos.”

[15] Cfr: Bergson, PM, ‘Sobre el pragmatismo de William James’, 1448, 249-250: “Pero quiere decir que, de las diversas especies de verdad, la que está más cerca de coincidir con su objeto no es la verdad científica, ni la verdad del sentido común, ni, más generalmente, la verdad de orden intelectual. Toda verdad es una ruta trazada a través de la realidad; pero entre estas rutas hay algunas a las que hubiésemos podido dar una dirección muy diferente si nuestra atención se hubiese orientado en un sentido diferente o si hubiese apuntado hacia otro genero de utilidad, por el contrario, las hay también que siguen la dirección marcada por la realidad misma y que se corresponde, por decirlo así, con las corrientes de realidad […]. Si la realidad no es este universo económico y sistemático que nuestra lógica desea representarse, si no está sostenida por una armadura de intelectualidad, la verdad de orden intelectual es una invención humana que tiene por efecto utilizar la realidad antes que introducirnos en ella. Y si la realidad no forma un conjunto, si es múltiple y móvil, hecha de corrientes que se entrecruzan, la verdad que nace de una toma de contacto con alguna de esas corrientes, -verdad sentida antes que pensada- es más capaz que la verdad simplemente pensada de aprehender y de almacenar la realidad misma.”

[16] Cfr. Bertrand Saint-Sernin, ‘La acción a la luz de Bergson’, p. 72: “Hacer de la acción [o duración] la categoría fundamental de la filosofía de la naturaleza así como de la antropología, es afirmar que toda acción –toda operación  igualmente- es individuación. Al mismo tiempo, hay una dificultad casi insuperable al pensar tanto la acción del hombre como las operaciones de la naturaleza, pues en el lenguaje hay un defecto inevitable: la singularidad se degrada en generalidad. Es necesario que sea posible diluir esa especie de pantalla que me oculta la realidad, pantalla que me es indispensable, tanto como dañina. Es indispensable, porque me proporciona el sistema de esquemas fijos que exigen toda fabricación y toda intelección; es dañina, porque fija en tipos inmóviles los acontecimientos singulares y móviles. Es a la superación de estos obstáculos formidables que Bergson se consagra al estudiar la acción.”

[17] Cfr., Marie Cariou, Bergson y el hecho místico, p. 107: “Más allá del alma misma del artista en la cual las producciones pueden servir de modelos al estudio de la invención, pero no constituir un ‘punto de vista definitivo’, el alma mística es aquella en la que la acción se expresa en la creación más generosa y la más continua: lo que no sólo engendra momentáneamente saludables delirios evasivos (porque el arte libera de la inmediata necesidad) sino recrea el mundo inmediata y totalmente según las normas de su sueño: un ‘ideal’ que incluye todas las formas de la actividad creadora, particularmente las obras que llamamos sociales y que se les designa en la órbita mística por la bella expresión ‘hacer la caridad’: [la cual no tiene relación con el] amor [que] no designa más que una condescendencia hipócrita del rico, del in-jurioso, y [sólo] tiene sentido, buen sentido, [entendido como] justicia”.

Cfr, Henri Gouhier, El Cristo de los Evangelios, p. 81: “La vida misma es invención: ella es más que conocimiento del bien, o sumisión al deber: hay en ella creación y recreación de sentimientos; la ética presupone, como la poética, de hombres inspirados […] Así, eso que hace que el hombre sea hombre, es que él es el ser por el cual un mundo se agrega a un mundo. El mundo de las cosas que existen por su genio, útiles y máquinas, obras de arte y de buena voluntad, nada, sin duda, puede ser conocido y ejecutado sin la inteligencia, pero ésta no es realmente inteligente más que al servicio de una inspiración que es a la vez naturaleza y gracia.”

[18] Cfr, Vladimir Jankélevitch, Henri Bergson, p. 191: “La moral dinámica no prescribe la obediencia a un formulario preestablecido, puesto que ella se sobrepasa a sí misma sin relajarse, puesto que ella está más allá de todas las formas, puesto que su inquietud infinita la lleva más lejos que todas las leyes. No le preguntes, pues, qué es lo que hay que hacer: ¡más bien hay que preguntar en qué punto del movimiento se encuentra la movilidad! La virtud está en el ‘gesto’, como la movilidad o la libertad. ¿La caridad no es ella misma un ‘buen movimiento’ que es frecuentemente un primer movimiento, un impulso del corazón?.”

[19] Cfr., Marie Cariou, Bergson y el hecho místico, p. 81: “La experiencia de la moral abierta (se la deberá llamar por su nombre: la mística) será el campo de investigación más apto para proporcionarle [a la metafísica] la posibilidad de insertarse simpáticamente en la evolución creadora, y aparecerá como el único medio del cual la filosofía dispone para dar cuenta exacta de lo vital. La autocreación de una persona singular que es a la vez el fundamento y la meta de la ética, constituye en efecto la expresión más acabada de la corriente de vida que circula a través de la naturaleza, la invención por excelencia”.

[20] Cfr., Bernard Gilson, La individualidad en la filosofía de Bergson, p. 80: “Tal es la situación actual de los grupos humanos en el dominio moral: una forma intelectual única se aplica a todas las obligaciones, ya sea que vengan de la moral abierta o de la moral cerrada. En este estado se desenvuelve una actitud intermediaria del pensamiento respecto del problema moral. Bergson critica lo que considera como el intelectualismo formal de la moral así concebida, representada por Kant. Un depósito, según Kant, debe ser restituido porque éste cesaría de ser un depósito. Ésto es, según Bergson, jugar con las palabras. El simple hecho de depositar un objeto al anunciar la intención de recuperarlo más tarde no crea la obligación de restituirlo […] La lógica, comenta Bergson, no es la obligación primera del comportamiento. Desde luego, se comente el mismo error si se toma un concepto cualquiera para dar a la obligación formal de la razón un contenido material: la relatividad de los conceptos los hace inadecuados para fundar la obligación.”

[21] fr, Henri Gouhier, Bergson y El Cristo de los Evangelios, p. 99: “Si se trata de plantear el problema moral según Bergson a través de los cuadros de la filosofía escolar, su originalidad aparecerá inmediatamente entonces en la relación que se encuentra establecida entre la moral teórica y la moral práctica. Dos tendencias, parece, dividen a las escuelas sobre el género de dificultad que dicta el problema. Para unos, lo que es difícil, es saber qué se debe hacer, porque si se le ve claramente, se le hará. Para otros, lo que es difícil, no es saber lo que debe hacerse, sino hacerlo. […] Bergson difiere de unos y de otros en aquello que relaciona el ideal moral con la invención y no con la especulación. Aquí y allá, en efecto, hay una moral teórica y práctica: aquí, la teoría es difícil, pero la práctica es fácil; allá, la teoría es fácil, pero la práctica es difícil. Según Bergson, hay invención de una práctica y esta práctica incluye una teoría; el heroísmo es ‘inventivo’ de una conducta y esta conducta diseña un ideal.”

[22] Al respecto es interesante consultar el texto “Discurso y filosofía” que, mediante la apropiación filosófica del concepto foucoultiano de práctica discursiva, esboza algunos de los horizontes conceptuales para pensar el orden de la complejidad que, como señalaremos más adelante, es fundamental en la determinación de la figura del presente. Cfr: Rodolfo Cortés del Moral, “Discurso y filosofía” en Paideia, p. 47: “Frente a esta historia regida por la continuidad antropomórfica, Foucault se propone dar lugar a la historia de las discontinuidades, las rupturas, las emergencias y las discontinuidades […] Contemplada de modo premeditadamente llano, esta mutación del conocimiento histórico bien puede catalogarse como un mero cambio de modalidad discursiva o de contenido referencial: en vez de centrar la atención en las tendencias generales o en lo grandes conjuntos institucionalizados, se presenta la iniciativa de estudiar los hechos y relaciones diferenciales, el sitio que antes ocupaba la continuidad ahora habrá de ocuparlo la discontinuidad”.

[23] Al respecto, resulta pertinente revisar los planteamientos de la apropiación filosófica de la categoría de práctica discursiva, como dispositivo para desmontar el andamiaje de nociones y prácticas en los que se finca una concepción heterónoma y alienante de la historia y la sociedad. Cfr: Cortés del Moral, Rodolfo, Op. cit, p. 47: “[…] la forma emergente de pensar la historia que se perfila en la reflexión arqueológica de Foucault comporta primeramente un efecto o rendimiento negativo, es decir, implica la desustancialización del acaecer histórico. El reemplazo de la continuidad por la discontinuidad y la suspensión de las unidades genéricas tienen como finalidad neta la tentativa de comprender la trama y la composición de los fenómenos y procesos de que consta la vida social fuera del campo gravitacional de esa macro-entidad facturada a lo largo de la cultura moderna mediante la noción del Hombre y su dilatado juego de figuras y escalas de realización progresiva, de manera tal que sea factible reconocer en dicha trama relaciones, alteridades y derivaciones no lineales que han permanecido sistemáticamente obliteradas o transfiguradas bajo el régimen de aquel principio unificador”.

[24] Al respecto es interesante consultar el texto “Discurso y filosofía” que, mediante la apropiación filosófica del concepto foucaultiano de práctica discursiva, esboza algunos de los horizontes conceptuales para pensar el orden de la complejidad. Cfr: Rodolfo Cortés del Moral, “Discurso y filosofía” en Paideia, p. 47: “Frente a esta historia regida por la continuidad antropomórfica, Foucault se propone dar lugar a la historia de las discontinuidades, las rupturas, las emergencias y las discontinuidades […] Contemplada de modo premeditadamente llano, esta mutación del conocimiento histórico bien puede catalogarse como un mero cambio de modalidad discursiva o de contenido referencial: en vez de centrar la atención en las tendencias generales o en lo grandes conjuntos institucionalizados, se presenta la iniciativa de estudiar los hechos y relaciones diferenciales, el sitio que antes ocupaba la continuidad ahora habrá de ocuparlo la discontinuidad”.