Hoy la sociedad llamada “burguesa” se complace en el deseo de viajar y bailar con un entusiasmo mucho mayor que el mostrado por este tipo de actividades profanas en cualquier otra época. Sería demasiado fácil atribuir estas pasiones espacio-temporales al desarrollo del transporte o comprenderlas en términos psicológicos como consecuencia del período de posguerra. Porque, sin que importe lo correctas que puedan ser esas indicaciones, no explican ni la forma particular ni el sentido específico que estas dos manifestaciones de la vida han llegado a tomar en el presente.
Cuando Goethe viajaba a Italia, lo hacía a un país que él buscaba con el alma. Hoy el alma- o lo que se quiera expresar con esa palabra – va en busca del cambio de ambiente ofrecido por el viaje. El fin del viaje moderno no es su destino, sino un lugar nuevo como tal; lo que la gente busca es menos el ser particular de un paisaje que lo extranjero de su rostro. Por lo tanto la preferencia por lo exótico, que uno ansía descubrir porque se trata de algo enteramente distinto, y no porque ya se haya convertido en la imagen que uno sueña. Cuanto más se encoge el mundo gracias a los automóviles, el cine y los aviones, más se relativiza, a su vez, el concepto de lo exótico. Aunque en el presente lo exótico puede que aún se aferre a las pirámides o al Cuerno de Oro, algún día designará cualquier lugar del mundo, mientras el sitio parezca fuera de lo corriente desde la perspectiva de cualquier otro punto del mundo. Tal relativización de lo exótico va de la mano de su destierro de la realidad- por lo que tarde o temprano aquellos con inclinaciones románticas se verán obligados a exigir el establecimiento de reservas naturales valladas, aislados reinos de cuento de hadas en los que la gente pueda todavía mantener la esperanza de esas experiencias que hoy incluso Calcuta parece no poder ofrecer. Esto es cada vez más así. Como resultado de las comodidades de la civilización, sólo una fracción diminuta del globo sigue hoy siendo terra incógnita; la gente se siente como en casa tanto en sus mismos hogares como en cualquier otra parte- o no están a gusto en ningún lado. Por eso, en términos estrictos, el viaje que está tan de moda ya en realidad no permite a nadie saborear la sensación de los lugares extraños; un hotel es igual al siguiente, y la naturaleza del trasfondo les resulta familiar a los lectores de revistas ilustradas. Se viaja por viajar. El énfasis se centra en el desapego que el viaje aporta, no en la contemplación de este o aquel tipo de lugar que lo hace posible. El sentido del viaje no equivale a nada más que a lo que nos permite tomar el té de las cinco en un espacio que por casualidad resulta menos cotidiano y entumecedor que el espacio de nuestras vidas diarias. Cada vez más, el viaje resulta una ocasión incomparable para estar en un lugar distinto del que uno ocupa habitualmente. Cumple su decisiva función como transformación espacial, como cambio temporal de situación.
Así como el viaje se ha visto reducido a una pura experiencia del espacio, el baile ha sido transformado en una mera forma de marcar el tiempo. El sueño del vals ha llegado a su fin, y la alegría tan minuciosamente regulada de la Française pertenece al pasado. Lo que se significaba a través del ceremonial bailable- un placentero flirteo, un tierno encuentro en el reino de lo sensual- es hoy evocado (como mucho) por la generación más vieja. La danza social moderna, alienada de la red convencional que que gobierna a las clases medias, tiende a convertirse en una representación del ritmo sin más. En lugar de expresar una serie de ideas en el tiempo, su contenido actual no es más que ese mismo tiempo. Si en las eras más antiguas la danza era una práctica de culto, hoy se ha convertido en puro culto al movimiento; si el ritmo era una manifestación de eros y del espíritu, hoy no es otra cosa que un fenómeno autosuficiente que ansía desembarazarse del sentido. El fin secreto de las canciones de jazz, por más negros que sean sus orígenes, es un tempo que no se preocupa de nada que no sea él mismo. Estas canciones quieren extinguir la melodía y van cada vez más lejos en las improvisaciones que señalan la decadencia del significado. Aquí ha tenido lugar un cambio, alejándose del movimiento que se refiere a un significado y aproximándose a un movimiento puramente auto-referencial. Lo cual queda confirmado por el uso de pasos de baile cortados a medida por los profesores de baile de París. La progresión de esos pasos no viene determinada por una ley objetiva y sustantiva a la cual la música deba conformarse. Al contrario, esa ley surge ahora libremente de los impulsos motrices elaborados en respuesta a la música. Una individualización, quizá, pero no una que vaya encaminada a lo individual. Porque la música de jazz, por más vital que se considere, abandona lo que está meramente vivo a sus propios recursos. Por tanto, los movimientos que engendra (que evidentemente se gastan en un bailoteo sin sentido) no son más que ofrendas rítmicas, experiencias temporales cuya máxima felicidad es la síncopa. Claro, como evento temporal, el baile en general no puede existir sin el elemento rítmico; pero existe una diferencia entre la experiencia de algo auténtico por medio del ritmo y la experiencia del ritmo en sí mismo como objetivo carente de autenticidad. La práctica contemporánea que convierte al baile del jazz en un deporte es testigo de su falta de un sentido sustancial más allá del que trae consigo un movimiento disciplinado.
El viaje y el baile tienen así la discutible tendencia a formalizarse. Ya no se trata de eventos que se desarrollen en el espacio y en el tiempo, sino que marcan la transformación del espacio y el tiempo en si mismos como evento. Si no fuese este el caso, sus contenidos no vendrían dictados cada vez más por la moda. Porque la moda borra el valor intrínseco de las cosas que caen bajo su dominio al someter la apariencia de esos fenómenos a cambios periódicos que no se basan en relación alguna con las cosas mismas. Los inconstantes dictados de la moda, que desfiguran el mundo, tendrían un cariz puramente destructivo si no confirmasen- aunque sea en el terreno más bajo- la íntima conectividad humana que incluso los objetos pueden llegar a significar. El hecho de que en nuestro día la creación y selección de los puntos de veraneo junto al mar dependan en su mayor medida de los caprichos de la moda es una prueba más de lo poco importante que resulta el destino del viaje. De manera similar, en el terreno del baile social, la arbitraria tiranía de la moda nos permite concluir que los movimientos favoritos de la temporada no vienen especialmente saturados de sustancia.
Como eventos formales, el viaje y el baile, claro, han estado sobrecargados durante mucho tiempo. El sitio en particular y los pasos que un individuo prefiere pueden tener algo que ver (como el corte de pelo) con las directrices de esa curiosa y profana entidad anónima cuyos caprichos sigue tan ciegamente la sociedad más a la moda. Casi parecería que lo que se pide es la pura actividad de entregarse al espacio y el tiempo. La aventura del movimiento como tal es emocionante, y escapar de los espacios y los tiempos de la costumbre hacia otros reinos aún por explorar levanta pasiones: el ideal ahí es deambular libremente por las dimensiones. Esta doble vida espacio-temporal no podría ser anhelada con tanta intensidad si no fuese por la distorsión de la vida real.
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La persona real, que aún no se ha resignado a ser una herramienta de la industria mecanizada, se resiste a disolverse en el espacio y el tiempo. Claro que esa persona existe en este espacio, aquí, pero no está dispersa en él ni se siente abrumada por él. Al contrario, se extiende a través de paralelos longitudinales y latitudinales hacia un infinito supra-espacial que de ninguna manera debemos confundir con el sin fin del espacio astronómico. Tampoco se ve circunscrita por el tiempo experimentado como caducidad o como algo medido por un reloj. Más bien, se compromete con la eternidad, que es distinta de la infinita extensión del tiempo. Aunque vive en este lado, que aparece y donde la persona aparece, no vive sólo de este lado; porque, como sabe todo aquel que ha tenido conocimiento de la muerte, este lado resulta contingente e incompleto. ¿De que otra forma podría aquello que está desapareciendo en el tiempo y el espacio participar en la realidad, si no es a través de la relación del hombre con lo indeterminado que existe más allá del espacio y fuera del tiempo? Como alguien que existe, el hombre es en realidad ciudadano de dos mundos, o de manera más correcta, existe entre esos dos mundos. Arrojado a una vida espacio-temporal en la cual no está esclavizado, se orienta hacia un Otro Lado en el que todo lo que hay de este lado encontraría su sentido y su conclusión. La dependencia por parte de este lado en ese tipo de suplemento se manifiesta en la obra de arte. Al dar forma a lo fenomenal, el arte ofrece una forma que le permite ser tocado por un sentido que simplemente no viene dado con el fenómeno; así relaciona lo fenomenal con una relevancia que va más allá del tiempo y el espacio, transformando lo efímero en un constructo. La persona verdadera tiene una relación real con esa relevancia, que en la obra de arte se combina con lo existente para forma una unidad estética. Atrapado de este lado y con la necesidad del otro lado, el hombre lleva, en el sentido literal de la expresión, una doble vida. Sin embargo, esa dualidad no se puede separar en dos posiciones que puedan ser ocupadas sucesivamente, ya que, cuando se la entiende como la participación del hombre (suscitada por una tensión interna) en ambas esferas, la dualidad se resiste a la disección. El hombre sufre la tragedia porque aspira a realizar lo absoluto en este lado; experimenta la reconciliación porque tiene la visión de la perfección. Siempre se encuentra simultáneamente en el espacio y en el umbral de un infinito supra-espacial, simultáneamente en el flujo del tiempo y en la reflexión de la eternidad; y esta dualidad de su existencia es simple, ya que su ser es precisamente la tensión que va de este lado al otro. Incluso si viajara o bailara, para él el viaje y el baile jamás serían eventos autosuficientes. Como todas las acciones, el viaje y el baile reciben su contenido y su forma de esa otra esfera hacia la cual el hombre se orienta.
Las fuerzas que conducen a la mecanización no apuntan más allá del espacio y el tiempo. Han sido bendecidas con una inteligencia que no conoce la clemencia. En tanto que está convencida de que el mundo puede ser aprehendido en base a los presupuestos mecanísticos, esa inteligencia se libera de cualquier relación con el otro lado y minimiza la realidad que el hombre, extendido a través del tiempo y el espacio, ocupa. Esta inteligencia desprendida engendra la tecnología y aspira a una racionalización de la vida que la ajuste a la tecnología. Pero como un allanamiento tan radical de todo lo vivo se puede conseguir únicamente por medio del sacrificio de la complexión intelectual del hombre, y como debe reprimir sus capas espirituales intermedias para convertirlo en algo tan pulido y brillante como un automóvil, uno no puede atribuir fácilmente ningún sentido real al bullicio de máquinas y gente que esa inteligencia ha creado. En consecuencia, la tecnología se convierte en un fin en si mismo, y de ahí surge un mundo que, para decirlo en términos vulgares, no desea otra cosa que la mayor tecnologización posible de todas las actividades. ¿Por qué? Pues no lo sabe. Sólo sabe que el tiempo y el espacio deben ser conquistados por el poder de la inteligencia, y se enorgullece de sí misma en su dominio mecanicista. La radio, la telefotografía, etcétera -todos y cada uno de estos brotes de la fantasía racional sirven a un único deseo: el de la constitución de una omnipresencia depravada dentro de unas dimensiones calculables-. La expansión del tráfico terrestre, aéreo y marítimo es la manifestación final de ese proceso, y las plusmarcas de velocidad sus formas más radicales. Y con razón, porque si el hombre es portador de la inteligencia y sólo de la inteligencia, ya no le queda otra cosa que desear: el éxito en la superación de las barreras espacio-temporales confirma su soberanía racional. Sin embargo, cuanto más trata de resolver las cosas por medio de las matemáticas, más se convierte él mismo en un presupuesto matemático en el tiempo y el espacio. Su existencia se desintegra en una serie de actividades dictadas de manera organizativa, y nada encajaría mejor en esta mecanización que el hombre se contrajera en un punto, por así decirlo -en una parte útil del aparato intelectual-. Verse forzado a degenerar en esa dirección ya es suficiente carga para la gente. La gente se ve abocada a una vida diaria que la convierte en esbirra de los excesos tecnológicos. A pesar o quizá precisamente por causa de las bases humanitarias del taylorismo, la gente no se convierte en amo de la máquina sino en algo parecido a una máquina.
En una situación envuelta por categorías mecanicistas – una que suscita rostros caricaturizados a la manera de George Grosz en una superficie que lo deja todo a la vista- resulta dolorosamente difícil llevar una doble vida real. Si uno intenta ocupar un sitio en la realidad de todas maneras, se da de bruces con el muro de esas categorías y vuelve a caer en el ámbito espacio-temporal. Uno quiere experimentar el infinito y no es más que un punto en el espacio; uno quiere establecer una relación con lo eterno y se lo traga el flujo del tiempo. El acceso a la esfera que uno busca está cerrado, y por lo tanto sólo podemos expresar nuestra demanda de realidad de una manera carente de autenticidad.
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La gente civilizada, según se dice, descubre hoy en el viaje y el baile un sucedáneo de la esfera a la que se le ha negado el acceso. Ya que están encerrados dentro del sistema de coordenadas espacio-temporales y no son capaces de extenderse más allá de las formas de la percepción a la percepción de las formas, se les permite el acceso al otro lado sólo a través de un cambio en su posición en el espacio y el tiempo. Para asegurarse de que son ciudadanos de ambos mundos, esta gente (reducida a meros puntos espacio-temporales) deben vivir intermitentemente en un sitio y luego en otro, deben moverse a veces con un ritmo y otras con otro. El viaje y el baile han llegado a adquirir una relevancia teológica: se trata de las posibilidades esenciales a través de las cuales aquellos atrapados en la mecanización pueden vivir (aunque no de manera auténtica) la doble vida que es la base de la realidad. Como viajeros, se distancian de su lugar cotidiano; ir a un sitio exótico es la única manera que les queda de demostrar que han superado las regiones que los esclavizan de este lado. Experimentan el sin fin supra-espacial viajando en un espacio geográfico sin fin y, especialmente, a través del viaje como tal. Es el tipo de viaje que sobre todo y casi siempre carece de un destino en particular; su sentido se gasta por completo en la mera instancia de cambiar de sitio. Esto quiere decir que para ellos, la forma en que la realidad se entrelaza, su calidad de uno-dentro-de otro (Ineinander) se ha visto reducida a una secuencia, una estructura de uno-después-de-otro (Nacheinander). Mientras los que están en sintonía con el absoluto no sólo están en el espacio cuando ocupan un espacio, la gente del bullicio mecanizado está en su lugar normal o en algún otro sitio. Para ellos, esta disyuntiva nunca se convierte en simultaneidad. Siempre separan esa indisoluble doble forma en dos eventos espaciales distintos.
Pasa lo mismo con la experiencia del tiempo. El baile ofrece a quienes han sido violados por la inteligencia la posibilidad de atrapar lo eterno. Para ellos, la doble vida se convierte en dos tipos de comportamiento dentro del tiempo mismo: sólo aprehenden lo inmortal dentro de lo mortal. Por eso, lo que resulta decisivo dentro del medio temporal es la transformación formal, el abandono de la temporalidad del bullicio profano a cambio de otra temporalidad, que no es otra que la del ritmo en si y no la del sentido de la danza. Y en este medio, también, la gente-punto no puede alcanzar la doble vida en una sola vez, por así decirlo, como la gente que existe de verdad. Arrancados de la tensión que recibe a lo eterno dentro de lo temporal, no están simultáneamente aquí y allá sino primero aquí y luego en otro sitio – que también queda de este lado-. Para ellos, la imagen distorsionada de la eternidad surge únicamente de la secuencialidad de las reuniones de consejo y de las exhibiciones de baile.
La manera en la que actualmente se aprecian a tope los eventos espacio-temporales especiales confirma abundantemente que lo que nos jugamos en ese disfrute es la distorsión de una vida cada vez menos alcanzable. Lo que uno espera y obtiene del viaje y del baile -cierta liberación de las penas terrenales, la posibilidad de una relación estética con el trabajo organizado- se corresponde con el tipo de elevación por encima de lo efímero y lo contingente que se podría dar dentro de una vida en relación con lo eterno y lo absoluto. Con la diferencia, sin embargo, de que esta gente no se da cuenta de las limitaciones de la vida de este lado sino que se abandona a la contingencia normal dentro de las limitaciones de este lado. Para ellos, la vida de este lado tiene la misma relevancia que el ambiente de una oficina cualquiera: o sea que no abarca en el espacio y el tiempo más que la monotonía de la vida cotidiana y no todo lo que es humano (lo cual, por supuesto, incluye el viaje y el baile). Y cuando renuncian durante los descansos a su fijeza espacio-temporal, les da la impresión de que el otro lado (para el cual carecen de palabras) ya se anuncia dentro de la vida de este lado. A través de sus viajes (y por ahora no importa a donde vayan) se deshacen de los grilletes, y se imaginan que delante de ellos se abre el mismísimo infinito. Ya se sienten del otro lado nada más con ir en tren, y el mundo en el cual se apean ya les parece otro mundo. El bailarín alcanza también la eternidad en el ritmo: en contraste entre el tiempo en el que va flotando y el tiempo que lo destruye resulta ser un auténtico arrobamiento dentro de un dominio carente de autenticidad. El baile mismo se puede reducir a unos cuantos pasos, al fin y al cabo lo único esencial es el acto de bailar.
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En su libro Justificación de lo bueno, Vladimir Solovyov dice: “Si resulta necesario que en una época dada la gente invente y construya toda clase de máquinas, construya el canal de Suez, descubra países desconocidos, etcétera, entonces también resulta necesario para la realización con éxito de estas tareas que no toda la gente sean místicos; sí, hasta se puede decir que resulta necesario que no todos sean creyentes sinceros.” Esta confirmación incierta y tentativa del impulso civilizatorio**** es más realista que el culto radical del progreso, aunque éste provenga de un linaje racionalista o apunte directamente a la utopía. Pero también resulta más realista que las condenas por parte de aquellos que huyen de manera romántica de la situación que les ha sido asignada. Espera las promesas sin articularlas. No sólo comprende los fenómenos que, como deformaciones y reflexiones distorsionadas, se han liberado de manera concluyente de sus bases, sino que también les atribuye ciertas posibilidades cuyo carácter parece, después de todo, bastante positivo.
La apasionada irrupción en todas las dimensiones también exige redención, si se piensa su negatividad hasta las últimas consecuencias. Puede ser que la adicción a un mero cambio de sitio o de ritmo sea un efecto secundario del imperativo de dominar en todos los sentidos los ámbitos espacio-temporales abiertos por la tecnología (aunque no sólo la tecnología). Nuestras concepciones de la naturaleza del mundo se han expandido de manera tan abrupta que puede llegar a pasar bastante tiempo antes de que se integren en el ámbito de lo empírico. Cuando viajamos somos como niños, y nos emocionamos juguetonamente con la nueva velocidad, con la nueva y relajada manera de deambular, las perspectivas de regiones geográficas que antes no se podían ver con tanta amplitud. En cuanto a la habilidad de tener todos esos espacios al alcance de nuestra mano, hemos picado; somos como los conquistadores que aún no han tenido tiempo para reflexionar sobre el significado de su conquista. De manera similar, cuando bailamos también marcamos un ritmo, un tiempo, que no existía previamente -un tiempo que ha sido preparado para nosotros a través de mil descubrimientos cuyo contenido no podemos evaluar, posiblemente porque por ahora su escala, que no nos resulta familiar, nos da la impresión de ser su contenido-. La tecnología nos ha cogido por sorpresa, y las regiones que ha abierto siguen flagrantemente vacías…
El viaje y el baile, en su presente forma, serían entonces y de manera simultánea, excesos de tipo teológico y predecesores de tipo profano, distorsiones del ser real y conquistas en los medios (en si irreales) del espacio y el tiempo. Estos podrían llenarse de sentido cuando la gente se extienda de las regiones recién conquistadas de la vida de este lado hacia el infinito y lo eterno, que jamás pueden ser contenidos por vida alguna de este lado.
(*) Fuente: Editado anteriormente en web www.antroposmoderno.com
página con numerosos textos valiosos orientados hacia la filosofía, las ciencias sociales y el psicoanálisis. Luego editado en Temakel, igualmente rica en textos de literatura y filosofía por Esteban Ierardo http://www.temakel.com/texolskracauer.htm