El mito del rey del mundo. Reflexión en torno al nomos de la tierra. Primera parte

Resumen: El presente trabajo expone el tema del mito del centro divino del mundo. Dicha creencia consiste en que los hombres de todo el orbe se reunirán bajo un ordenamiento en común. Los centros han variado: Cristo, Europa, Estados Unidos, entre otros. La crisis de Occidente, la cual actualmente presenciamos, no es más que el agotamiento de un mito civilizatorio que se postulaba como dicho centro.

Abstract: This work addresses the myth of the divine center of the world. This belief holds that humankind from all over the globe will unite under a common order. The centers have varied: Christ, Europe, the United States, among others. The crisis of the West, which we are currently witnessing, is nothing more than the exhaustion of a civilizational myth that posited itself as such a center.

Palabras clave: Mito; Occidente; Centro del mundo; Estados Unidos; China; Hispanidad

Keywords: Myth; West; Center of the world; United States; China; Hispanic heritage

 

En búsqueda del centro inmutable…

 Refiere René Guénon que, a lo largo de la historia, todas las tradiciones han creído en la existencia de una “tierra santa”.[1] Dicha leyenda imagina un lugar donde el caos y la muerte no existen, en el que el hombre habita en armoniosa relación con la divinidad. Todos los pueblos aspiran a imitar el orden que irradia esa parcela de tierra, así que el individuo hace el esfuerzo de alcanzar la plenitud que dicho modelo promete. Dicho centro soporta el embate de las aguas del caos como si fuera una isla y permite al ser humano tener una relación directa con el soberano divino del mundo. Así, al amparo de este punto pleno, el individuo se encuentra en el orden absoluto y su vida está a salvo de cualquier amenaza de muerte. La estabilidad de dicho orden le confiere una confianza plena en sus instituciones y pontífices. Teniendo dicho modelo como referente, el hombre erige monumentos y templos que le ayudan a recordar de donde proviene la estabilidad y el orden, evitando así la tragedia de la anarquía. Así, en la antigüedad, los templos no estaban construidos al azar, sino que se edificaban en puntos de importancia cósmica. De esa forma, se replicaba la armonía del cosmos, es decir, la ley de Dios o de los dioses. Un país, una ciudad o un templo, para el hombre premoderno, eran lugares que pretendían imitar el centro y conectar al hombre con el orden. El axis mundi, “valor del mundo”, cobra mayor relevancia entre más cercano se encuentre al “centro del mundo”, pues en las fronteras de dicho punto se divisa el caos y la muerte.[2] Todo lo que exista fuera del orden es un mal, un enemigo de Dios. Por lo tanto, se debe evitar que las fronteras de la ciudad, el país o los templos, caigan contra dichas fuerzas malignas, pues un acontecimiento así de catastrófico significaría el retorno al desorden.

Las formas imperiales han tenido como fundamento dicha creencia. La idea de imperio, señala Dalmacio Negro, es la forma política natural más antigua. Dicha ordenación espacial, provista de altas connotaciones religiosas, supone que el hombre debe ordenarse y unirse en un solo punto. El centro del mundo es el motor de dicha concepción política.[3] Los dioses, según la visión antigua, crearon un mundo ordenado y bello, modelo para todo reino humano. Dicho orden inmaculado, para alcanzar la plenitud, debía reunir a la humanidad dispersa tras el “pecado original”. Para remediar esta fragmentación, en los imperios se pretendía instaurar una monarquía universal en la que todos los reinos se hincarían ante un mismo rey. Dicho emperador sería, como señaló Guénon, sacerdote y rey al mismo tiempo, pues enlazaría el reino divino con el humano y, al mismo tiempo, gobernaría a todos los hombres. La idea de Cristo Rey del universo es la manifestación de dicha creencia.[4]

Donoso Cortés mencionó en sus reflexiones sobre Oriente que la lucha entre el mundo oriental y el occidental no era más que el reflejo de escisiones humanas pretendiendo alcanzar la unidad.[5] La humanidad entera, según el marqués de Valdegamas, aspira a la unidad. También Hegel apuntó que la “unidad es la verdad”, refiriendo con esta expresión que, a lo largo de la historia, el género humano lucha por vencer la división y la multiplicidad.[6] La guerra era considerada, tanto para Donoso como para Hegel, una forma política en la cual dos facciones guerreras terminaban reconciliadas al proclamar la paz. La forma imperial, según dicha concepción antropológica, sería la forma más natural de política, pues la humanidad aspira a encontrar al “rey de reyes” que logre unificar al mundo.

Han existido muchos imperios a lo largo de la historia. El más antiguo, quizás, fue el egipcio, el cual pretendía unificar a la humanidad bajo las órdenes del faraón, quien tenía potestad en la tierra y en los cielos. Los persas lo denominaban “rey de reyes”, concepción difundida por Alejandro Magno entre los helenos, y el imperio romano lo llamaba emperador.[7] También Gengis Khan fundamentaba sus victorias y logros militares con la intervención de los dioses; alegaba que la divinidad le había dado potestad sobre los hombres y la tierra.[8] Afuera de las fronteras del centro del mundo, según las formas tradicionales de vida, estaba el caos. Dios combatía al dragón para vencer a las tinieblas del desorden y regresar a la humanidad a la tranquilidad del orden. El rey del mundo representa, simbólicamente, el triunfo del soberano frente a la anarquía, es decir, el orden divino del mundo.

Los símbolos del mar, el dragón, la “isla blanca”[9], el arcoíris, entre otros, eran aquellos que las sociedades tradicionales utilizaban para expresar la relación del orden con el mundo. Dichas imágenes pueden alimentar la creencia de que el hombre moderno es ajeno a dichos mitos, pues el lenguaje actual no suele recurrir a dicha simbología. Nuestro lenguaje, y su uso, son muy distintos a los de dichas sociedades, lo cual sugiere que tanto la concepción del mundo mítica como el mito del “centro del mundo” han sido superados. Sin embargo, si se observan con más detenimiento las formas en que las sociedades modernas se han entendido, se descubre que dicho mito está más presente de lo que suele imaginarse a primera vista. El mismo Mircea Eliade señalaba en su obra Lo sagrado y lo profano que, aunque sin su armadura simbólica, dichos conceptos seguían utilizándose, representando exactamente lo mismo, sin que el hombre moderno lo tuviera presente en la consciencia.[10] El temor a perder el orden es natural en el hombre. Podemos pensar, por citar algunos ejemplos contemporáneos, en la angustia que despiertan las fuerzas “perversas” del islam o el peligro de lo “woke”, que, con su “barbarie”, aparentemente amenazan con destruir las bases de la civilización Occidental. En la Era Moderna dicho mito se ha camuflado con un lenguaje racionalista, sustituyendo el simbólico de los órdenes tradicionales. La lucha entre eones y centros del mundo persiste en nuestros días. El caso más representativo es la sustitución de Europa, como centro del mundo, frente a la URSS y a los Estados Unidos de América.

Europa, hasta hace un siglo, había representado el principal modelo civilizatorio. De ella emanó el derecho internacional, basado en el ordenamiento espacial de Estados-nación. El Estado, forma de orden europea por excelencia, había sido el ente por reflexionar en la Era Moderna. Así como en la Edad Media se consideraba que la historia del pensamiento era la historia de la Iglesia, en la modernidad se imagina al Estado como el centro de todo acontecimiento. Dicho modelo entró, no obstante, en crisis debido al nuevo ordenamiento espacial que las potencias emergentes pretendían construir frente a una Europa decadente. El nuevo derecho humanitario pretendía sustituir al antiguo derecho internacional, alegando su fracaso con las guerras mundiales. El orden planetario que actualmente vivimos se asume entonces como el orden universal por excelencia, argumentando que su dominio será eterno y que con él la historia ha culminado. Pero, como dice Álvaro d’Ors, esto no es algo nuevo, pues también los imperios que se asumieron como el orden definitivo siempre terminaron por decaer.[11]

El golpe fulminante de las nuevas potencias emergentes sobre Europa tras el fin de la segunda guerra mundial fueron los Juicios de Núremberg. En tal suceso, los Aliados asestaron un golpe demoledor contra sus enemigos, es decir, contra aquellos con los que competían por el dominio del orbe. Dichos juicios no se caracterizaron por un proceder jurídico, mediante el cual las partes beligerantes persiguen un acuerdo para neutralizar adecuadamente las hostilidades; más bien, se trató de una revancha política, mediante la cual se instauró el nuevo orden de los derechos humanos. El nuevo ordenamiento ya no busca la relación entre diversos Estados soberanos, sino un derecho ecuménico que aspira a la unidad de todos los hombres, asemejándose a la idea de un Estado mundial sin división o conflicto interno.[12] La idea se sustenta, como veremos más adelante, en una “religión de la humanidad”. En sí, lo que se formó, tras dichos juicios, fue una nueva ordenación del espacio y un nuevo centro del mundo.

Europa y su hegemonía

Durante mucho tiempo Europa fue considerada el centro del mundo. Su cosmología e ideas se exportaron al resto del mundo, pues era la referencia civilizatoria por antonomasia. El orden europeo se caracterizó, a diferencia de las formas políticas premodernas, por la instauración de  un ordenamiento artificial, mecanicista, racionalista e impersonal sin precedentes en la historia de la humanidad: el Estado. Dicha hegemonía abrevó de las formas premodernas, como los órdenes griego, romano y cristiano, y, al mismo tiempo, exhibió una ruptura con ellas, pues se pensaba como una nueva forma de orden.

La idea de universalidad europea fue, por otro lado, herencia del mundo oriental, que Alejandro Magno importó al mundo helénico y que a su vez desarrollaría el mundo romano más tarde. Siendo Roma el centro del mundo, afuera de sus fronteras medraban los “bárbaros”. Los “no romanos” eran concebidos como un peligro que amenazaba con desestabilizar el orden del emperador. Como estos últimos carecían de una forma adecuada de entender el hogar (Oíkumene), tanto helenos y romanos se arrogaron el derecho de conquistar sus tierras, pues, mediante esta maniobra, los integraban al orden deseado por los dioses.[13] Dicho sentido discriminador es normal en las comunidades humanas, pues, como bien refiere Carl Schmitt, la esencia de lo político es la relación amigo-enemigo.

Posteriormente, el cristianismo encaminó la idea de universalidad a su máxima plenitud, aboliendo las diferencias entre mujeres y hombres, amos y esclavos; Jesucristo, rey del universo, fue proclamado como auténtico Kosmocrator. El orden mundial ya no estaba representado por Roma, sino por la Iglesia, la cual pretendía unir a todos los hombres dispersados por el pecado original de Adán. En la mitología cristiana, la escisión del pecado había sido superada gracias a Cristo. Sin embargo, ello no evitó la división inherente a toda forma política realista. Esta nueva división ya no era entre “bárbaros” y “romanos”, sino entre “cristianos” e “infieles”. Las guerras medievales, como las cruzadas, se justificaban por los teólogos como la posibilidad de integrar a los infieles al orden verdadero deseado por Dios para la humanidad.[14] Desde esta cosmovisión aristotélica, los infieles provenían de un lugar sin Oíkumene. Esto muestra, por otro lado, que cualquier mediación que aspire a la universalidad, por más potente que sea la representación que tenga, tenderá a una división entre los que viven en el orden y los que están dominados por el caos. No ha habido representación más poderosa para unificar a la humanidad que Cristo rey del universo y, aun así, la división amigo-enemigo siguió vigente.

La Cristiandad sufrió, sin embargo, diversas divisiones. La primera fue con la Iglesia de Oriente y derivó en una cisura civilizatoria entre Oriente y Occidente. Mientras el cristianismo latino se identificó con Occidente, el griego lo hizo con Oriente.[15] La teología eclesiológica sufrió graves crisis de representación a partir de dicha división. La crisis teológica, que tuvo su génesis en Lutero, Calvino y Zuinglio, ocasionó una fuerte división que hizo casi imposible la unidad entre cristianos. Pensar que sólo la figura de Martín Lutero causó el agotamiento de la representación de la Iglesia, es no entender el complejo proceso de dicha situación histórica. De dicha ruptura y de la falta de soberanía representativa emerge el Estado. Esta nueva maquinaria, que se fundamenta en una concepción mecanicista de la naturaleza, buscó neutralizar el conflicto entre distintos credos cristianos. Este aparato logró, en cierta medida, neutralizar los conflictos teológicos y llevó a la teología a un segundo plano, por debajo del derecho del Estado. El jurista ocupó, en dicha concepción de orden estatal, el lugar del teólogo.[16] Con el orden estatal nació el ordenamiento europeo. Dicho en otras palabras: con el Estado nace Europa.

Además de la Reforma protestante también el descubrimiento del “Nuevo Mundo” suscitó un nuevo entendimiento del nomos, es decir, generó una nueva forma de discriminación.[17]  El contacto con una civilización desconocida planteó un problema jurídico. ¿Cómo hacer la “guerra justa” a un individuo que no era infiel, pero tampoco cristiano? La justificación de la “guerra justa” fue, en consecuencia, el eje de la discusión teológico-política de aquel entonces. Ginés de Sepúlveda, desde el punto de vista aristotélico, señalaba que la guerra contra el salvaje era lícita, pues había hombres que habían nacido para ser esclavos. Aunque la superioridad del cristiano sobre otros pueblos era en aquel entonces evidente y a pesar del estereotipo habitual del indígena como “caníbal salvaje”, como bien sugirió Carl Schmitt, el cristiano de ese entonces tenía muy presente la fe, la cual, motivada por la imagen de Cristo crucificado y de la Santísima Madre de Dios o la Bienaventurada Virgen María, lo impulsaron a considerar la dignidad de los habitantes en las tierras recién descubiertas. Contrario a lo que el sentido común contemporáneo pudiera suponer, no fueron los humanistas quienes se apresuraron a defender la dignidad del hombre nuevo, sino los devotos europeos. Por otro lado, a pesar de los argumentos de Sepúlveda, la sociedad europea, profundamente cristiana, carecía de todo argumento discriminatorio de tintes biológicos que se forjaría más adelante bajo una visión naturalista y racionalista.[18]

Fue tal la impronta del cristianismo que incluso la ruptura total del orden ocurrió bajo categorías cristianas, como ejemplifica el derecho secular y racionalista de Francisco de Vitoria. El nuevo derecho debía partir de la razón natural, no de las costumbres y de la revelación, antigua referencia de reflexión de los teólogos. La igualdad de todos los hombres planteada por el cristianismo cambió el fundamento del orden: ya no era la acción de la gracia que, por medio de la Iglesia, permitía al individuo recobrar su naturaleza original tras la caída; ahora, éste, por pura fuerza de la naturaleza, alentaba la unidad entre los hombres. Como alegaba Álvaro d’Ors con respecto a las teorías de Vitoria, el orbe se convierte en una suerte de Estado planetario.[19]

La concepción vitoriana fue eficazmente introducida en el proceso de la secularización que caracteriza al pensamiento de la Europa moderna. Al plantear Vitoria el orden universal sobre la base de criterios racionales, de Derecho Natural, y con independencia de la doctrina de los teólogos y de la autoridad pontificia como rectora de la Comunidad Cristiana, había favorecido inmejorablemente aquel proceso de secularización. El nuevo Derecho Internacional perdió todo entronque con la idea de la Cristiandad y se asentó sobre el principio racional y neutro de la necesaria sociabilidad humana y de la eficiencia natural de los simples vínculos de sociedad entre las naciones.[20]

Sobre todo los pensadores racionalistas ampliaron el concepto de universalidad y el poder de representación de la Iglesia fue perdiendo fuerza. Se pensaba que la humanidad, solo mediante la naturaleza y el esfuerzo de la razón, podía unificarse. Este punto explica muy bien la crisis eclesial que se vive hoy en día. A pesar de todo, pensadores como Spinoza y Leibniz buscaron una nueva referencia o un nuevo punto de apoyo para apoyar el orden del mundo. Para Spinoza, por ejemplo, la naturaleza racional del hombre deriva leyes inmutables en el entendimiento, con las cuales el espíritu humano puede ordenarse y encontrar los mismos principios en el otro. El mundo entero tiene leyes que rigen la existencia de todo ser racional. En consecuencia, bajo dicha concepción, la representación de instituciones como la Iglesia es superflua, pues la representación es algo que tiene que superarse para poder lograr la verdadera reconciliación entre los individuos. Los hombres, por su propio esfuerzo racional, pueden encontrar las luces con las cuales congraciarse en humanidad. Dicha concepción racionalista, con sus matices, será la base de la Era Moderna y la cristiandad pasará a ser Europa. El drama europeo con el cristianismo y el racionalismo se discutirá más adelante.[21]

Europa es, entonces, el resultado del proceso de neutralización del cristianismo y de la sustitución del orden estatal por el de la Iglesia. El Ius publicam europeaum reemplaza al orden del Sacro Imperio Romano Germánico. Europa representa, como señalaba Miguel de Unamuno, la modernidad.[22] Ahora bien, dicha sustitución no significó rehacer todo desde cero, sino que el orden europeo moderno resignificó los conceptos cristianos, dotándolos de un nuevo contenido. Rémi Brague llamaría a esto una forma de parasitismo de la Era Moderna para con la cristiandad.[23] Uno de dichos conceptos fue el contenido y la finalidad de la historia. Bajo la lógica estatal, Europa se erigió como el centro del mundo y se arrogó el deber de civilizar al resto de la humanidad. En la modernidad, la discriminación ya no será la del “fiel” e “infiel”, sino la de los “pueblos civilizados” y “no civilizados”.[24] La historia de la humanidad no es ya la de la redención humana por medio de Cristo, sino la de Europa civilizando el mundo. De esta guisa, Europa toma el lugar de la Iglesia como representación del orden divino. La concepción de la historia, como la sucesión del tiempo que tiende a un fin determinado se desarrolló bajo el influjo de la teología cristiana. Dicha concepción lineal de la historia es la antítesis del eterno retorno oriental, el cual, para los pensadores europeos, llevó a Europa a desarrollarse y a Oriente a quedarse en estado vegetativo. Mediante esta concepción de la historia, los europeos conquistaron tierras en nombre de la civilización; mientras que el Oriente dormía tranquilo en los laureles de una concepción de la naturaleza quietista.

Hegel fue el más grande pensador de Europa, en tanto referente mítico del nuevo orden. El filósofo teutón veía en la modernidad “la era de la razón” y la culminación de en la historia en el cristianismo. Los frutos del cristianismo, núcleo de las reflexiones hegelianas, conducirían a la humanidad a la unidad perfecta. La filosofía, conocimiento de Dios en el plano más logrado, según Hegel, tenía el mismo fin que la religión: la unidad con lo divino.[25] La religión, es decir, las Iglesias protestante, católica y ortodoxa, persistían, empero, en la materialidad por sus divisiones, es decir, en la multiplicidad. Con todo, las religiones, según Hegel, eran la expresión máxima de la racionalidad humana, pues elevaban al hombre a regiones supraterrestres; los mitos, por otro lado, en su forma de expresar la unión con Dios, no eran universales, sino particulares.[26] El cristianismo vino a universalizar el conocimiento sobre Dios: mediante la figura de Cristo, la humanidad superaría sus escisiones. Desde la perspectiva hegeliana, el cristianismo se quedaría sin la representación de la Iglesia; su nuevo representante sería más bien la Europa gallarda y civilizada, consciente de la historia. Europa, entonces, se convirtió en la representación del Espíritu, es decir, de la razón divina en el mundo. El orden europeo se asumió como el orden divino y se convirtió en el modelo a imitar por el resto del mundo. Esto era así porque, bajo la mirada de Hegel, Europa era consciente de la historia y de su misión, mientras que Oriente, por el contrario, se mantenía en estado vegetativo con una concepción histórica cíclica. Para Hegel, Donoso Cortés o Comte, lo que diferenciaba a Europa de Oriente no era la fecundidad de las ciencias ni una supuesta creatividad, sino algo de mayor radicalidad: la finalidad o meta que el espíritu divino se pone a alcanzar a través del tiempo.[27] Europa es, pues, la representación del orden divino.

Dicho orden europeo sería conocido como el Ius Publicum Europaeum: un conjunto de Estados soberanos que regulan sus conflictos, que comparten una misma base moral como el cristianismo y que ostentan la preponderancia del civilizado sobre los incivilizados, por la cual, dichas naciones, unas prepotentes y abusivas, asumen el derecho de conquista para civilizar al resto del mundo. Europa, consciente de su misión histórica, decidió llevar sus inventos, descubrimientos y reflexiones sobre el hombre y el cosmos por todo el mundo.

 Notas

[1]  “Del testimonio concordante de todas las tradiciones, se desprende muy claramente una conclusión: es la afirmación de que existe una ‘Tierra Santa’ por excelencia, prototipo de todas las demás ‘Tierras Santas’, centro espiritual a la que todas las demás están subordinados”. René Guénon, El rey del mundo, ed. cit., p. 105.
[2] Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, 1981, pp. 21-23.
[3] Dalmacio Negro, “La idea de imperio en España”,  Autoridad, poder y jurisdicción en la monarquía hispánica / Consuelo Martínez-Sicluna y Sepúlveda (dir.), 2020, pp. 15-34.
[4] René Guénon, El rey del mundo, Obelisco, ed. cit.
[5] Donoso Cortés, Sobre la cuestión de Oriente, ed. cit., pp. 670-671.
[6] “Y se habla así incluso mientras se tiene interés por la verdad o se piensa haber tenido: se debe buscar lo uno, la unidad, es decir, la verdad, porque la verdad es una; y a la diversidad de las filosofías, de las cuales cada una afirma ser la verdadera, hay que oponer aquel principio, que lo verdadero es la unidad”. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Introducción a la historia de la filosofía, ed. cit., pp. 37-38.
[7] Dalmacio Negro, “La idea de imperio en España”, Autoridad, poder y jurisdicción en la monarquía hispánica / Consuelo Martínez-Sicluna y Sepúlveda, ed. cit.
[8] Eric Voegelin, Nueva ciencia de la política, ed. cit., s/p.
[9] René Guénon, El rey del mundo, ed. cit. El color blanco simbolizaba lo puro y lo sagrado.
[10] Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, ed. cit., p. 24.
[11] Álvaro d’Ors, Ordo Orbis, Revista de estudios políticos, núm.  35-36, 1947, pp. 37-62
[12] Ibid.
[13] Ibid. Subraya Aristóteles que contra los no helenos había un derecho de conquista perpetuo. Aristóteles, Política I, 1-3; III, 9, ed. cit., s/p.
[14] Álvaro d´Ors, Ordo Orbis, ed. cit.
[15] Ibid.
[16] Carl Schmitt, Teología política, ed. cit., s/p.
[17] Álvaro D´Ors, Ordo Orbis, ed. cit. Entendamos el sentido de la palabra de la forma correcta y no en la forma peyorativa que nuestra época ha impuesto.
[18] Carl Schmitt, El Nomos de la tierra, ed. cit., pp. 89-90.
[19] Álvaro D´Ors, Ordo Orbis, ed. cit.
[20] Ibid.
[21] La sustitución de centros de neutralización, como refería Carl Schmitt, ha sido algo único en las etapas del mundo europeo. Las etapas pasan de la teológica a la metafísica, del humanitarismo a la tecnocracia actual. La etapa de Spinoza, Leibniz, Hobbes vendría a ser la metafísica racionalista. Carl Schmitt, El proceso de neutralización de la cultura, Revista de Occidente, ed. cit., pp. 199-221.
[22] Miguel de Unamuno, Sobre la europeización, ed. cit., s/p.
[23] Remi Brague, Moderadamente moderno, ed. cit., ed. cit., s/p.
[24] Carl Schmitt, El nomos de la tierra, ed. cit., s/p.
[25] George Hegel, Introducción a la historia de la filosofía, ed. cit., s/p.
[26] Ibid.
[27] Luis Diez del Corral, El rapto de Europa: una interpretación histórica de nuestro tiempo, ed. cit., p. 86. Hegel sentenciaba de la siguiente manera al Oriente: “Los estados de Oriente están muertos y permanecen en pie porque están ligados a la naturaleza” op. cit.  También el mismo Donoso Cortés, en su ensayo “Antecedentes para la inteligencia sobre las cuestiones de Oriente”, señalaba que el Occidente, a diferencia de Oriente, fundamentaba su teología en el espíritu, mientras que los asiáticos lo hacían con la materia. El Dios del Oriente es la naturaleza, el del Occidente un espíritu increado. op. cit.