De la Europa cristiana a la “religión de la humanidad”
A pesar de ser consciente de su propia superioridad, Europa no estuvo libre de convulsiones internas, tanto ideológicas como bélicas. Las revoluciones de 1848, por ejemplo, que cuestionaron las monarquías europeas, recibieron el impulso de una nueva concepción metafísica del orden. El cristianismo paso de ser el núcleo de la civilización a ser un escalón necesario para la concepción de orden naciente. Bajo el influjo de sus discípulos, las reflexiones teológicas de Hegel se transformaron en un humanismo ateo con tintes cristianos. Ludwig Feuerbach, por ejemplo, en su obra La esencia del cristianismo postuló que el cristianismo representaba un avance en las reflexiones teológicas debido al dogma de la encarnación. Este dogma develaba al hombre su esencia divina. Dios no era más que todas las potencialidades humanas disfrazadas de otredad. El cristianismo había dado el primer paso para comprender que Dios y el hombre son una y la misma cosa, pero se estancó debido a que preservaba instituciones intermediarias como la Iglesia. “La religión, por lo menos la cristiana, es la relación del hombre consigo mismo, o, mejor dicho, con su esencia, pero considerado como una esencia extraña. La esencia divina es la esencia humana, o, mejor, la esencia del hombre prescindiendo de los límites de lo individual, es decir, del hombre real y corporal […]. Todas las determinaciones del ser divino son las mismas que las de la esencia humana”.[1] El nuevo mito no sería más que un cristianismo secularizado y la idea de Providencia quedaría sustituida por la del progreso. La forma no cambia, sí el contenido de los presupuestos.
Por su parte, el anarquista Proudhon señaló que el cristianismo representaba el paso del espíritu sobre la naturaleza y la victoria del hombre contra Dios. Pero la misma minoría de edad no permitió el desarrollo pleno de la doctrina cristiana.
Este hombre, Palabra de Dios, fue denunciado y preso como enemigo del orden social por los sacerdotes y los doctores de la ley, quienes tuvieron la habilidad de hacer que el pueblo pidiese su muerte. Pero este asesinato jurídico no acabó con la doctrina que Jesucristo había predicado. A su muerte, sus primeros discípulos se repartieron por todo el mundo, predicando la buena nueva, formando a su vez millones de propagandistas, que morían degollados por la espada de la justicia romana, cuando ya estaba cumplida su misión. Esta propaganda obstinada, verdadera lucha entre verdugos y mártires duró casi trescientos años, al cabo de los cuales se convirtió el mundo. La idolatría fue aniquilada, la esclavitud abolida, la disolución reemplazada por costumbres austeras; el desprecio de la riqueza llegó alguna vez hasta su absoluta renuncia. La sociedad se salvó por la negación de sus principios, por el cambio de la religión y la violación de los derechos más sagrados. La idea de lo justo adquirió en esta revolución una extensión hasta entonces no sospechada siquiera, que después ha sido olvidada. La justicia sólo había existido para los señores; desde entonces comenzó a existir para los siervos. Pero la nueva religión no dio todos sus frutos. Hubo alguna mejora en las costumbres públicas, alguna templanza en la tiranía; pero en lo demás, la semilla del Hijo del hombre cayó en corazones idólatras, y sólo produjo una mitología semipoética e innumerables discordias. En vez de atenerse a las consecuencias prácticas de los principios de moral y de autoridad que Jesucristo había proclamado, se distrajo el ánimo en especulaciones sobre su nacimiento, su origen, su persona y sus actos. Se comentaron sus parábolas, y de la oposición de las opiniones más extravagantes sobre cuestiones irresolubles, sobre textos incomprensibles, nació la Teología, que se puede definir como la ciencia de lo infinitamente absurdo.[2]
El pensamiento racionalista, tanto socialista como liberal, veía en el cristianismo apenas un intento estancado de unidad universal entre los seres humanos. Por eso, el cristianismo debía superarse con ayuda de determinados presupuestos. No por nada, sentenciaría Donoso Cortés, el socialismo sería un cristianismo fraudulento.[3] El pensamiento socialista y anarquista, con sus diferencias y matices respectivos, pensaban que la humanidad europea había llegado a un estado de madurez espiritual y debían guiar a todos los pueblos al fin último: la victoria del espíritu sobre la naturaleza. El socialismo y el anarquismo se concebían, pues, como herederos de la teología cristiana, aunque buscaran superarla.
La izquierda hegeliana no solo planteó el desarrollo de la humanidad en la dimensión espiritual, sino que también elaboró la tesis del progreso desde una perspectiva materialista. Karl Marx abandonó los tintes teológicos hegelianos, pero conservó el mito del progreso de la historia, aunque sin tener como protagonista a Dios o al espíritu humano, sino a la máquina de vapor y al proletariado. El individuo, bajo la perspectiva marxista, no es más que el resultado de las condiciones sociales y materiales, es decir, éste no crea las estructuras, sino que son estas las que lo moldean.[4]
Para Marx, la humanidad europea había creado las condiciones espirituales adecuadas para el progreso debido al avance de los medios de producción. La máquina de vapor y la revolución industrial habían dotado a la humanidad con los medios necesarios para superar la fragmentación que la división del trabajo había ocasionado. Como consecuencia de su acelerado avance tecnológico, Europa se preparaba para la revolución mundial. Sin embargo, dicho progreso necesitará del proletariado como su actor principal. Éste estaba llamado a reunir a la humanidad en una sola, superando la división del trabajo. El marxismo, como atinadamente señaló Schmitt, aun pretendiendo ser materialista, se sustentaba en una metafísica teológica de la redención cristiana secularizada.[5] Los europeos, con sus impresionantes avances técnicos, conducirían a todo el orbe a la unidad plena, pues el poder de los barcos de vapor, los ferrocarriles o el telegrama suscita la sensación de un mundo cada vez más uniforme, homogéneo y pequeño. Karl Marx concibió la conquista inglesa de la India como un paso más en el dominio comunista del mundo. Reino Unido llevaría el avance técnico a la India por su propio bien, pues sólo así dicho país evitaría ser conquistado por bárbaros. El poder de la máquina liberaría a las castas ignorantes de la sumisión a la naturaleza y permitiría que los indios dejaran de arrodillarse ante monos y vacas.[6]
Por otro lado, aun inmersos en el éxtasis racionalista que se respiraba en Europa, no faltaron los críticos de dicha corriente. Joseph De Maistre, por ejemplo, argumentaba que la filosofía racionalista no construía ni impulsaba fuerza civilizatoria alguna; por el contrario, esta corriente de pensamiento destruía el suelo firme de valores que unía a los hombres en torno a un amor común. El racionalismo de ilustrados, liberales y socialistas, era, a ojos del conde saboyano, el inicio de la decadencia de la civilización europea, pues éste destruiría su base cristiana.
El solo olvido del gran Ser (y no digo el menosprecio) es un anatema irrevocable sobre las obras humanas que están manchadas por ello. Todas las instituciones imaginables se basan sobre una idea religiosa, o no hacen más que pasar. Son fuertes y perdurables según están divinizadas, si se me permite expresarme así. No solamente la razón humana, o lo que se llama filosofía, sin saber lo que se dice, no puede sustituir a esas bases que se llaman supersticiosas, siempre sin saber lo que se dice; más bien la filosofía es, por el contrario, una fuerza esencialmente desorganizadora.[7]
De Maistre creía que, si se modificaba el núcleo cristiano de la civilización europea, ésta no tardaría en erosionarse o en transformarse, pues todas las instituciones europeas tenían como base la teología cristiana, a pesar de haber experimentado la crisis de la cristiandad. Sería interesante profundizar en las instituciones europeas para mostrar cómo todas están cristianizadas; cómo la religión, mezclándose en todo, todo anima y sostiene: “por más que las pasiones humanas manchen y hasta desnaturalicen las creaciones primitivas, si el principio es divino, eso basta para darles una duración prodigiosa.” [8]
También Donoso Cortés, citando al anarquista Proudhon, consideraba que todo problema político tenía siempre un sustrato teológico.[9] Una civilización no dependía de los progresos económicos ni armamentísticos para sobrevivir, sino de la fuerza espiritual provista por una religión. Europa, a ojos del pensador español, experimentó una unidad y cohesión plenas debido a la representación de la Iglesia como aquella mediadora de lo uno y lo diverso. Ésta, como representación del orden divino, une al género humano en un pueblo universal y lo civiliza mediante el cristianismo. Sin embargo, aquella Europa que se fortalecía por sus conquistas y relegaba al mismo tiempo a la Iglesia a un segundo plano retrocedería, según Donoso, a la barbarie oriental, pues el socialismo (racionalismo), a pesar de beber del néctar cristiano, tendía al panteísmo más opresivo de todos. Europa estaba destinada, entonces, al basurero de la historia y sería superada por tres nuevas potencias: Estados Unidos, Rusia y Gran Bretaña (que jamás se consideró europea).[10] Dicha predicción, similar a la que había formulado Tocqueville, ha sido actualmente aquilatada y la figura del pensador español es cada día más reivindicada. En este punto se abundará más adelante.
Estos dos pensadores tradicionalistas, a diferencia de Hegel y Marx, no esperaban un fortalecimiento de la hegemonía europea, debido a que por años los racionalistas habían martillado y maltratado el fermento metafísico que había dado unidad a Europa. Más allá de las productivas condiciones materiales que, para Marx, harían de Europa el centro del mundo, el continente cambiaba de espíritu y de dioses, lo que determinaría el rumbo que éste tomaría en la historia. Cristo, emperador del mundo, había sido reemplazado por la “diosa Razón” y por la Humanidad[11] (por la máquina de vapor, según Marx y Engels). Dicha concepción metafísica buscaría liberar al hombre de la naturaleza y romper las cadenas de la “minoría de edad”. Para pensadores como Hegel, Bakunin, Proudhon, Marx, Comte o Kant la Europa moderna, liberada y racional, libraría a la humanidad de sus males; para pensadores como Donoso, De Maistre, De Bonald, León Bloy o incluso novelistas como Robert Hugh Benson, por el contrario, se acercaban la campanada final de Europa y los nubarrones de una época oscura que envolvería el orbe entero.
El fin de la hegemonía europea y la repartición de su espíritu
El periodo comprendido entre 1870 y 1890 fue el más prometedor y optimista de Europa. Se pensaba que la filosofía de las luces europea disiparía las sombras de los antiguos dioses para llevar a la humanidad hacia la civilización. En palabras de Carl Schmitt, los pensadores tradicionalistas y contrarrevolucionarios cayeron rápidamente en olvido, debido a los avances económicos, científicos y a las conquistas que Europa logró en aquellos años.[12] Incluso potencias no europeas, como Rusia y Turquía, no pudieron resistir el genio europeo y trataron de imitarla lo mejor posible; por otro lado, potencias militares como Japón y China cerraron sus puertas a todo comercio con Europa, a pesar de que el país del “sol naciente” trató de imitar la forma imperial europea en años posteriores.[13]
La última gran toma de tierra por parte de Europa se realizó en África. La Conferencia del Congo –también conocida como la Conferencia de Berlín– de 1885 ilustra la forma en la que las potencias europeas regulaban las tomas de tierra. Dicha regularización espacial, expresada mediante la conquista legítima de territorios, estaba fundamentada en los mitos de la razón y del progreso y suponía que la cultura europea representaba el centro divino del mundo. En este contexto es posible evocar las palabras del rey Leopoldo de Bélgica, fundador de la Compañía Internacional del Congo, recogidas por Carl Schmitt: “Abrir a la civilización la única parte del globo en la que aún no ha penetrado, traspasar las tinieblas que envuelven a poblaciones enteras, esto es, me atrevo a decirlo, a una cruzada digna de este siglo de progreso”.[14]
El dominio de Europa se erosionaba al mismo tiempo que sus ideas y sus máquinas se expandían por el mundo. Dicho de otra forma: la crisis europea fue de la mano con la universalización. Por ejemplo, el Japón del siglo XIX, hasta entonces una isla alejada del resto del mundo, había sacado mayor provecho de los descubrimientos europeos que habían llegado a dichas tierras gracias a la Compañía de Jesús, que los chinos, los cuales tenían mucho más tiempo comerciando con los europeos. Los libros traídos por los jesuitas y los comerciantes neerlandeses alentaron en Japón un crecimiento tecnológico sin precedentes, el cual sirvió para recuperar rápidamente al país después de la Era Meiji. Con ello, Japón se abrió al mundo y empezó a imitar a las potencias imperiales europeas. La India, como ya se ha señalado anteriormente, se empezó a occidentalizar tras la conquista de Inglaterra. Quizás no a la misma velocidad como en Japón, pero las ideas europeas lograron penetrar de tal forma en la India que, paradójicamente, acabarían impulsando la independencia de la otrora colonia británica. Gandhi solamente pudo realizar dicha hazaña gracias a las teorías liberales aprendidas en universidades europeas y al cristianismo. Sin este bagaje cultural, la India jamás hubiera imaginado su libertad política, pues su ethos era el de un pueblo pasivo y sin autodeterminación. De esa forma, la división entre Occidente y Oriente se volvió cada vez más confusa. El dominio europeo sobre otras tierras no sólo se manifestaba en el ámbito económico, sino también en el campo de las ideas, pues muchas concepciones europeas entraban en la mente de la multitud oriental como pequeños caballos de Troya. Dichas ideas despertaron, en la mente oriental, la esperanza de un reino de Dios que las religiones locales jamás pudieron imaginar ni reproducir en variantes secularizadas. Incluso René Guénon, defensor de Oriente, advertía el peligro de la occidentalización de países no occidentales que provocaría la destrucción de una cosmovisión tradicional. La tranquilidad podía acabarse y tornar Oriente en un lugar caótico y ruidoso poseído por el frenesí de la vida técnica y utilitaria occidental, convirtiendo la existencia mística en una experiencia utilitaria, técnica y miserable… un sepulcro vacío.[15]
América, por otro lado, ostentó dos formas de herencia europea. Por un lado, los países conquistados por el Imperio español heredaron un ethos crítico con los proyectos de la Era Moderna. El cuestionamiento de la universalidad europea no era compartido por la mayoría de los españoles, quienes aún vivían bajo las nociones de la teología católica. Miguel de Unamuno, por ejemplo, exaltaba frente a la europeización de España los valores tradicionales de la espiritualidad hispana —muerte, sabiduría y amor— en contraposición a los valores de la modernidad —felicidad, ciencia y vida—; mientras que pensadores como Ortega y Gasset hicieron célebre la frase: “España es el problema y Europa la solución”. La modernidad europea entrañaba, a ojos de don Miguel de Unamuno, el fin de la grandeza espiritual que el hombre hispano trataba de simbolizar con sus místicos para dar paso a la inmortalidad del Estado.[16] Ortega y Gasset, por otro lado, lamentaba que España siguiera teniendo como base la espiritualidad católica y envidiaba el ethos liberal-estatal que se desarrollaba en el resto del continente. Dicha crisis del Estado y la anarquía subsiguiente en varios lugares de Hispanoamérica se siguen experimentando actualmente.
En Norteamérica, por otro lado, se gestaría un país que buscaría usurpar el lugar que Europa iría perdiendo conforme se iba debilitando. Los Estados Unidos de América representaban, a ojos de Carl Schmitt, el “gran pez” o “reino de los mares”, pues, a diferencia del orden estatal europeo, la nueva potencia asumiría como tarea mesiánica universalizarse al resto del mundo. Hay que recordar que el agua, a diferencia de la tierra, no presenta divisiones. Esta nación emergente era consciente de su herencia europea, pero, al mismo tiempo, se adjudicó el papel de “pueblo elegido” que llevaría a cabo la utopía soñada por los europeos: “La utopía religiosa y política de John Locke, derivada de las investigaciones de Galileo y Newton, tomó cuerpo en la republica bien constituida de Estados Unidos”.[17] Estados Unidos, a diferencia de Europa, disponía de tierras vírgenes, libres de prejuicios, susceptibles a concebirse como un simple recurso a explotar y, además, carecía del legado histórico de guerras intestinas entre monárquicos y republicanos que habían desangrado a Europa. La democracia, por la que Europa había luchado tanto tiempo, se había vuelto realidad en América y, como bien universal, ahora debía exportarse al resto del mundo. De esta forma, Estados Unidos creyó superar el particularismo de las naciones europeas y se erigió como el Estado ideal, el sueño ilustrado hecho realidad que llevaría a los hombres el heraldo de la vida democrática. El destino estadounidense debería considerarse de interés para todo el mundo, pues se trataba de la realización absoluta de los ideales europeos. Thomas Paine, considerado el San Pablo del mito fundador estadounidense, escribió sobre la nueva nación emergente lo siguiente:
No es asunto que atañe a una ciudad, a un condado, a una provincia o a un reino, sino a un continente… No es asunto de un día, de un año o de una edad. La posteridad misma se halla envuelta en la disputa y se verá más o menos afectada hasta el fin de los tiempos por lo que ahora ocurra. (…) La época actual será llamada la Era de la Razón, y la generación actual aparecerá ante las generaciones futuras como el Adán de un nuevo mundo.[18]
Si el mundo europeo estaba agusanado por supersticiones antiguas que impedían la maduración plena de las ideas modernas, Estados Unidos era, por el contrario, una tierra fértil para éstas y, de esta guisa, estaba llamado a convertirse en un asilo para la humanidad entera.
Mientras tanto, del otro lado del planeta, Rusia se sumaba a la lucha por el dominio planetario basado en el mito proletario marxista. Ya pensadores como Alexis de Tocqueville y Donoso Cortés habían predicho que la lucha por el mundo sería entre Estados Unidos y Rusia, toda vez que Europa dejaría de ser la suprema referencia civilizatoria. Ambos observaron con perspicacia que el poder mítico en dichas tierras seguía fortaleciéndose. Rusia, siempre en lucha contra Europa y al mismo tiempo imitadora de ella, importó, de la mano de pensadores como Lenin, el mito marxista para dotar de sentido escatológico a su existencia nacional. Según esta ideología, Rusia se expandiría por el mundo mediante la revolución obrera, a pesar de no contar con los avances industriales de Inglaterra, tierra donde Marx creía que estallaría dicha revolución. Lenin, el gran teórico de la Unión Soviética, advirtió en la Revolución rusa la culminación de la tarea anglosajona de industrializar el mundo. Misión que no se había podido realizar debido al imperialismo (capitalismo) europeo. Europa, en la mirada de Lenin, había sido un dique molesto que entorpeció la realización del sueño socialista. El mundo no podía unirse fraternalmente por la ideología del derecho de guerra acotado que Europa había desarrollado. La guerra, diría Lenin, tenía que ser total. La humanidad, fraccionada en nacionalidades, no podía seguir luchando por su tierra desde la multiplicidad. Para que el género humano fuera por fin uno solo, éste tendría que luchar contra un enemigo común: la burguesía. Por ende, para un teórico como Lenin, la teoría marxista tendría vital importancia. La humanidad vencería sus divisiones de clases gracias a la producción industrial, pues dicha forma de trabajo erosiona todo lo que encasilla al género humano en la división del trabajo. Sin tierra, sin costumbres, sin familia y sin fe, la multiplicidad será superada y solo el proletariado podía consumar la unidad de la humanidad. El sueño de un mundo unificado será la tarea por realizar para la Unión Soviética.
Vale la pena insistir: la erosión de Europa ocurría al mismo tiempo que sus ideas iban propagándose por el mundo. Las potencias futuras, como Estados Unidos y la Unión Soviética, son, en ese sentido, herederas de Europa y de una Cristiandad fracturada. Rusia, por un lado, era heredera legítima del Imperio bizantino que terminó por secularizar el mito cristiano hasta degenerar en su versión marxista; Estados Unidos, por otro, se identifica con Europa: en efecto, sus costumbres y modos de vida son mucho más afines con los europeos modernos que los de los rusos y es, además, la forma más acabada del puritanismo evangelista. [19] Ahora bien, ambos actores, como potencias universalistas que pretenden la unificación del mundo a sus modus vivendi respectivos, desintegraron el orden internacional europeo de guerras acotadas, para introducir la “guerra contra la guerra” o la “guerra para poner fin a todas las guerras”.[20]
Los juicios de Núremberg y la estocada final a Europa
Europa perdió su hegemonía con las guerras mundiales. Sin duda, el gran ganador de dicha contienda fue Estados Unidos, pues más allá de que los Aliados —Inglaterra, Francia y la Unión Soviética— se proclamaran igualmente victoriosos, lo cierto es que el territorio estadounidense no sufrió los estragos que asolaron al continente europeo: sus monumentos, que representan sus fundamentos espirituales, quedaron intactos a los misiles y a las bombas de largo alcance. En cambio, Europa y la Unión Soviética sufrieron no sólo la pérdida de millones de vidas humanas, sino la destrucción de monumentos, castillos y pueblos milenarios. Así refiere Ernst Jünger el sentimiento de derrota de los europeos:
“¿Quién podría dudar que Estados Unidos sea el gran vencedor de este conflicto, en tanto este país carece de los ‘castillos en ruinas, las formaciones basálticas, las historias de fantasmas, de bandidos y de caballería’? En lo que concierne a Estados Unidos, importa poco que haya sido o no un Estado militar, ni tampoco interesa en qué medida lo fue; lo que es decisivo es qué tanto fue capaz para la movilización total”.[21]
Las grandes guerras mundiales no fueron una forma clásica del conflicto bélico, pues se caracterizaron por carecer de diplomacia y el respeto a las normas brilló por su ausencia. Como bien dice Hoppe, se trató de guerras ideológicas, pues, en el fondo, representaban una lucha entre eones o nuevos centros civilizatorios. La Gran Guerra (1914-1918), por ejemplo, se inició por el Imperio austrohúngaro de una forma territorial tradicional y se terminó por Estados Unidos como “guerra total”. El Imperio austrohúngaro y Estados Unidos representaban dos formas de vida radicalmente opuestas: por un lado, el orden tradicional monárquico y, por otro, la vida democrática. El presidente estadounidense, Woodrow Wilson, señaló, acabada la Primera Guerra Mundial, que su país tenía la misión de liberar al mundo de los gobiernos dinásticos. Solo democratizando al mundo, la Humanidad podría alcanzar el estado de plenitud en la tierra.[22] En el fondo, como Lenin, Wilson creía en una guerra total: la del bien (democracia) contra el mal (países no democráticos).
Después de la Segunda Guerra Mundial, las dos potencias emergentes sepultarían a Europa para siempre. El viejo continente, económica y moralmente derrotado, fue humillado y señalado como causante de genocidios a escala planetaria. En una conferencia titulada “El orden después de la segunda guerra mundial”, Carl Schmitt apuntaba que varias críticas decoloniales dirigidas a Europa eran financiadas por la Unión Soviética y Estados Unidos.[23] Europa reaccionó con varios nacionalismos que pretendían defenderla de la amenaza soviética y estadounidense. Sin embargo, el fracaso rotundo llegó con la derrota de Alemania y sus aliados en la Segunda Guerra Mundial. Los derrotados, por un lado, fueron exhibidos como unos “bárbaros” merecedores del peor trato y de la más abyecta de las humillaciones. Los horrores de los campos de concentración se expusieron al mundo, transformándose, en los años posteriores, en el peor crimen cometido a lo largo de la historia. Por otro lado, los Aliados supieron exculpar sus crímenes de guerra como “acciones necesarias para ganar la guerra”. El bombardeo de Dresde, a manos de ingleses y estadounidenses, es visto, incluso por muchos intelectuales actuales, como un acto de “venganza legítima”. La destrucción de una de las ciudades más emblemáticas de Alemania llevó a la muerte de entre 35,000 a 100,000 víctimas, en su mayoría niños, mujeres y ancianos. [24] Por otro lado, los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki acabaron con la vida de 40,000 personas, además de los 310,000 muertos, más de medio millón de heridos y 9 millones de personas sin hogar, víctimas de los ataques estadounidenses con napalm a varios pueblos japoneses.[25] Sobra decir que la mayoría de estas víctimas eran civiles. No por nada, Jünger diría que Estados Unidos ganó la guerra por llevarla a un extremo jamás conocido: una guerra de movilización total o de “democratización de la muerte”.[26]
Al terminar la guerra, los Aliados enjuiciaron a sus enemigos en los famosos Juicios de Núremberg. Acontecimiento que, para muchos juristas, no consistió en un acto jurídico para sanar heridas, sino en un acto político de humillación. En el proceso se enjuició a 22 altos oficiales nazis acusados de “crímenes contra la humanidad”, “complot de guerra” o “crímenes contra la paz y la humanidad” –el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente (TPMILO) hizo lo propio con los altos mandos japoneses–. Estos crímenes no existían ni estaban tipificados en el derecho bélico. Incluso para Kelsen, jurista que sentó las bases del nuevo orden mundial, dichos juicios habían sido un acto de venganza política.[27] De esta forma, Europa quedó subyugada a Estados Unidos y amenazada continuamente por la Unión Soviética, a tal punto que ambas potencias llegaron a dividirse Alemania (y, con ello, a Europa misma). La Organización de las Naciones Unidas (ONU), organismo que iba a desempeñar la mediación pacificadora entre los países, representó el triunfo del “humanismo” que se desarrolló con el racionalismo. La religión de la Humanidad tendría así dos potencias que lucharían por ser sus representantes: Estados Unidos y la Unión Soviética.
Ahora bien, ambas potencias reflejaron, de una u otra forma, los mismos valores y fines. Estados Unidos ha hecho creer al mundo que ha sido una fuerza totalmente opuesta a la Unión Soviética; sin embargo, ambos Estados representan en su núcleo la autoridad de un mundo tecnificado. Carl Schmitt reflexionó sobre esta realidad en su obra “Catolicismo romano y forma política”: “El gran empresario tiene el mismo ideal que Lenin: una ‘tierra electrificada’. La cuestión es el método de electrificación correcto. Financistas americanos y bolcheviques rusos coinciden en la lucha en pro del pensamiento económico contra políticos y juristas”.[28] También Martín Heidegger expresaba una valoración similar en su Introducción a la metafísica: “Esa Europa, siempre a punto de apuñalarse a sí misma en su irremediable ceguera, se encuentra hoy en día entre la gran tenaza que forman Rusia por un lado y Estados Unidos por el otro: en ambas encontramos la desolada furia de la desenfrenada técnica y de la excesiva organización del hombre normal”.[29]
El fin de la historia y el último hombre
Después de la Segunda Guerra Mundial y de la creación de la ONU, el mundo atestiguo la lucha entre las dos nuevas potencias. Estados Unidos y Rusia, ambos impulsados por ideas europeas, lucharon por ser la representación del nuevo centro divino del mundo. Álvaro d’Ors señalaba que la división “civilizada/incivilizado” trazada por el Europa llegó a su fin después de la Segunda Guerra Mundial y propició dos nuevas discriminaciones: por parte de la hegemonía estadounidense entre países “democráticos/no democráticos” y, por parte de la URSS, entre “aliados al imperialismo burgués” y “aliados al proletariado”.[30] La lucha pareció definirse cuando cayó el Muro de Berlín y el lado ocupado por la URSS cedió a la representación demócrata-liberal. El mundo, finalmente, podría unificarse en un solo valor de justicia y verdad. Con la victoria ideológica del liberalismo estadounidense se creyó que dicho país dirigiría sabiamente a toda la Humanidad a la utopía tecnocientífica y democrática. Muchos pensadores reflexionaron sobre el curso que tomaría la humanidad tras el fracaso de la Unión Soviética. Uno de los más importantes fue Francis Fukuyama, quien proclamó a inicios de los años noventa del siglo pasado el “fin de la historia” y la “aparición del último hombre”. La tesis del profesor estadounidense, que impactaría a nivel global gracias a los medios de comunicación, era una reinterpretación hegeliana de la historia. El hombre, según Fukuyama, ha luchado en la historia por el reconocimiento del otro. La dialéctica “amo-esclavo” refleja la necesidad metafísica perenne del hombre de ser reconocido por un ente superior. Cuando el hombre es reconocido como “igual” por el amo alcanza el aburrimiento y busca el reconocimiento de otro superior. La historia de la humanidad puede sintetizarse como la búsqueda de reconocimiento. Dicha necesidad metafísica ha quedado saciada, según Fukuyama, por el liberalismo americano: “La cuestión del fin de la historia, pues, equivale a una cuestión sobre el futuro del thymos, sobre si la democracia liberal satisface adecuadamente el deseo de reconocimiento”. [31] Resuelto el deseo de reconocimiento o por lo menos satisfecho casi totalmente, la humanidad está condenada a sumirse en un aburrimiento metafísico insuperable, pues ya no tendrá motivo válido para hacer la guerra. La guerra es ya, metafísicamente, injustificable, pues el sentido de la historia ha encontrado su culminación. Todos los hombres, bajo la democracia liberal, han satisfecho la necesidad de reconocimiento y, por ende, la humanidad se volverá una. La única guerra moralmente válida sería aquella que, como escribía atinadamente Luis Alfonso Gómez Arciniega, se haga “en nombre de la Humanidad”, es decir, contra aquellos actores díscolos que no participen de los valores democráticos.[32] El conflicto bélico, entonces, ya no se entiende como el viejo orden europeo, en el que múltiples Estados soberanos declaraban el inicio de hostilidades sin contenido moral. Ahora, la guerra declarada por las potencias que resguardan el orden se hace en nombre de toda la Humanidad contra un mal común. Los pueblos, entonces, bajo el liberalismo, tenderían a uniformizarse y a compartir los valores del mercado y la democracia.
Heidegger reflexionó lo siguiente a propósito de este desarrollo histórico: “Cuando se haya conquistado técnicamente y explotado económicamente hasta el último rincón del planeta, cuando cualquier acontecimiento en cualquier lugar se haya vuelto accesible con la rapidez que se desee, cuando se pueda ‘asistir’ simultáneamente a un atentado contra un rey de Francia y a un concierto sinfónico en Tokio, cuando el tiempo ya sólo equivalga a velocidad, instantaneidad y simultaneidad y el tiempo en tanto historia haya desaparecido de cualquier existencia de todos los pueblos, cuando el boxeador se la tenga por el gran hombre de un pueblo, cuando las cifras de millones en asambleas populares se tengan por un triunfo… entonces, si, todavía entonces, como un fantasma que se proyecta más allá de todas estas quimeras, se extenderá la pregunta: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y luego qué? La decadencia espiritual del planeta ha avanzado tanto que los pueblos están en peligro de perder sus últimas fuerzas intelectuales, las únicas que les permitirán ver y apreciar tan sólo como tal esa decadencia”.[33] Bajo esta ideología, el mundo queda reducido a un mero recurso a explotar. El turismo, por ejemplo, refleja la degradación de las culturas en un parque de diversiones. Los valores patrióticos no son más que elementos exóticos sin valor auténtico, pues todos los hombres han perdido su sentido existencial. El nihilismo es, pues, la última consecuencia de la democracia liberal. Dicho desenlace es el epílogo consecuente de la satisfacción universal del deseo de reconocimiento. El “último hombre” es el “hombre masa”, producto del racionalismo iluminista, caracterizado por contemplar el mundo como mera abstracción numérica. Así, la historia del hombre bajo el liberalismo culmina con un gran bostezo.
El nuevo nomos de la tierra debía ser esparcido por el orbe desde el nuevo centro divino: Estados Unidos. Los estadounidenses siempre se han considerado una “Nueva Jerusalén” comisionada por la Providencia con la reconstrucción del mundo. Según el “excepcionalismo americano”, noción teológica que describe William T. Cavanaugh, Estados Unidos, al igual que Inglaterra, son pueblos escogidos por Dios, nuevas Iglesias, que deben llevar el orden a toda la humanidad. Los puritanos llamaban a Estados Unidos la “God´s American Israel”.[34] Con dicho mito, la nación norteamericana impulso su poder de conquista ideológica al resto del mundo.
La acción de neutralizar las culturas mediante el “excepcionalismo americano” ha tenido como intención buscar que todos los hombres, de cualquier rincón del mundo, acepten las mismas premisas de lo justo y lo bueno. Pues solo así, compartiendo los mismos valores, la humanidad puede lograr la tan anhelada unidad. Estados Unidos funge entonces como nueva Iglesia de la Humanidad. No es casualidad que el presidente Bush llegara a declarar que América era “una religión”[35] que debía fungir como ejemplo para cualquier nación del mundo. Solo imitando dicho modelo se podrían superar las escisiones que provoca el patriotismo.
¿Nuevo orden mundial? ¿Qué pasa en el mundo?
No es un secreto que el “american way of life” ya no suscita entusiasmo alguno, salvo quizás entre un puñado de intelectuales. Además, la mitología del “fin de la historia” experimenta un retroceso acelerado entre diversos pueblos que han reaccionado ante la globalización de las ideas estadounidenses: la democracia, los derechos humanos y otros valores occidentales son cada día más cuestionados. Se podría decir, sin temor a exagerar, que la religiosidad democrática experimenta una crisis.
El problema del nuevo orden mundial, como afirmó Dalmacio Negro, es de carácter religioso. O, como diría Proudhon, todo problema político entraña siempre un problema teológico.[36] Si los diversos pueblos alrededor del mundo comienzan a no considerar sagrados dichos valores, la posibilidad de una humanidad unida por los valores representados por el nomos norteamericano resulta cada vez más difícil. Y, mientras no haya valores compartidos entre los diversos pueblos, es imposible ordenación mundial alguna. Aunque Estados Unidos pueda seguir actuando como “policía del mundo”, esto no significa que siga teniendo autoridad alguna, pues pareciera que solo ejerce poder militar y armamentístico sin ser aceptado e, incluso, cuestionado moralmente por diversos pueblos.[37]
Los derechos humanos, por ejemplo, entronizados como la “cúspide moral y del derecho”, hoy en día no significan nada y dicho orden jurídico experimenta una grave crisis. Su autoridad es cada vez más cuestionada y han quedado como un simple aparato de poder. Mientras no exista un consenso de valores compartidos, instituciones como la ONU carecen de sentido. Dichas instituciones pudieron funcionar en un momento histórico determinado, pero su autoridad se desgasta conforme su representación va perdiendo sentido. Desde esta misma perspectiva, el orden estadounidense es percibido cada vez más como desprovisto de sentido. En sí, el mundo actualmente carece de una idea universal de justicia. Por ende, hace casi imposible un consenso en torno a las formas adecuadas de llevar a cabo la guerra y la paz. Uno podría atreverse a afirmar, sin temor a exagerar, que estamos viviendo la crisis del racionalismo ilustrado. Esto no significa que dicho mito este agotándose, más bien, está transmutando. En ese sentido, los competidores de Estados Unidos, como China, a pesar de su aparente orgullo nacional, ostentan un marcado Geist occidental. Dicho de otra forma: China es una variante más de Occidente, sólo que con rasgos asiáticos. Rusia, por otro lado, pareciera representar a primera vista el resurgir de una forma tradicionalista del mundo, sin embargo, puede tratarse también de mera propaganda anti-Occidental que apenas sirve para criticar el orden racionalista que Estados Unidos ha globalizado. Históricamente, Rusia siempre se había considerado enemiga de Europa, sin embargo, pareciera que en la actualidad ésta refrenda valores de la Cristiandad tradicional frente al liberalismo norteamericano. De nuevo: quizás pudiera ser mera propaganda. La historia mostrará los resultados y las verdaderas intenciones en un futuro. ¿Qué ocurre en el mundo actualmente? Un cambio de ordenación del mundo que conlleva la búsqueda de un nuevo centro divino del mundo. China y Rusia, por ejemplo, han cuestionado la narrativa norteamericana y han propuesto un mundo “multipolar”. Sin embargo, en el fondo, dicha idea de “grandes espacios”, en realidad, solo esconde el afán de poner en duda la universalidad de los valores estadounidenses. En el fondo, tanto Rusia como China anhelan ser el nuevo centro del mundo.
¿Representan realmente China y Estados Unidos dos fuerzas distintas como nos sugiere la discusión de los intelectuales en los medios de comunicación? Si se observa con atención esta lucha, se verá que no resulta tan diferente a la que los Estados Unidos sostuvieron con la URSS durante la Guerra Fría. Ambas naciones siguen inmiscuidas en la lucha por erigirse en la autoridad de un mundo tecnificado. ¿Podemos repetir la comparación que Heidegger hacía entre Washington y Moscú –metafísicamente lo mismo– con Pekín y Nueva York? En sí, habría que preguntarnos si la supuesta “crisis de Occidente” no es más que su expansión y dilatación por el mundo. Lo que cambia, más bien, parece ser su representación.
Por otro lado, en las tierras que tradicionalmente pertenecían al autonombrado “Occidente”, la libertad política parece ir languideciendo, pues el Estado o lo que queda de él, al ejercer un creciente control en los cuerpos gracias los avances tecnológicos, va alienando cada vez más a las personas, hasta el punto de llegar a controlar la sexualidad (las políticas de reproducción y control de natalidad muestran, por ejemplo, hasta dónde ha llegado el control estatal de las conciencias). Ya el mismo Ryszard Legutko, exmiembro del Parlamento europeo, había observado que Estados Unidos se había ido transformando en una especie de Unión Soviética.[38] De esta manera, la razón estatal va imponiéndose en la mentalidad occidental, a pesar de la crisis del aparato estatal. Mientras las sociedades occidentales se orientalizan, el cristianismo tradicional se debilita y la razón estatal gana terreno. Por otro lado, el panteísmo, metafísica que sustenta el orden estatal, se asume como religiosidad popular. Ahora bien, ¿significa esto que el cristianismo, religión que había sido el núcleo civilizatorio del mundo, está feneciendo? La respuesta es complicada, pues, a primera vista, parece que el mito cristiano pierde fuerza, en tanto que las sociedades parecen aceptar únicamente la existencia biológica y niegan la posibilidad de una realidad trascendente. Sin embargo, como diría René Girard, el cristianismo en realidad va ganando cada día más terreno, pues sus efectos se han ido esparciendo por todo el mundo, como la desacralización y la preocupación moderna por las víctimas. Para el antropólogo francés, el mundo está “demasiado cristianizado”.[39]
Europa, por otro lado, es ahora un cadáver pisoteado por las potencias emergentes. Sin embargo, sus enemigos siguen parasitando sus ideas y su espíritu. Mientras tanto, Hispanoamérica, ajena a toda lucha de poder, sigue inmersa en una lucha interna en torno a la decisión de entrar o no a la fiesta de la modernidad. Quizás, sólo quizás, si se sacude el complejo de “aspirar a ser moderno”, es decir, de ser parte de Occidente, Hispanoamérica pueda volver a ser un referente. A pesar de todo, parece que seguimos viendo con malos ojos a las potencias que idolatran el espíritu fáustico. Aunque ya debilitados, seguimos asumiendo, como decía Unamuno, nuestros valores de muerte, sabiduría y amor frente a la felicidad, la ciencia y la vida, cosa que molesta en demasía a los intelectuales que siguen aspirando fervientemente a ser parte del aquelarre de la modernidad. ¿Realmente habrá un cambio de valores? Por ahora, quizás no. El espíritu técnico sigue siendo el eje del mundo, lo único que ha cambiado son sus representantes en Washington, Bombay o Pekín. Hispanoamérica, por su parte, debe resistir la tentación de dicho espíritu. Quizás, lo único que queda es esperar que la hispanidad desempeñe el papel de un Katechon que contenga el espíritu fáustico.
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Notas
[1] Ludwig Feuerbach, La esencia del cristianismo, ed. cit., p. 68.
[2] Proudhon, ¿Qué es la propiedad?, ed. cit., p. 31.
[3] “El catolicismo no es una tesis, y no siéndolo, no puede ser combatido por una antítesis; es una síntesis que lo abarca todo… Los que piensan que están fuera del catolicismo, están en él; porqué él es como la atmosfera de las inteligencias: los socialistas, como los demás, después de esfuerzos gigantescos para separarse de él, ninguna otra cosa ha conseguido sino ser unos malos católicos”. Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo el liberalismo y el socialismo, ed. cit., s/p.
[4] Para Karl Marx y Engels, las máquinas llevarían a la humanidad a la desaparición de todo orden tradicional, como la familia y clases sociales, pues, en sí mismo, borrarían de la consciencia humana la necesidad de todas las distinciones: “Como ya hemos dicho, la evaporación real y practica de estas frases, la eliminación de estas ideas de la consciencia de los hombres, es obra del cambio de las circunstancias (económicas) y no de las deducciones teóricas”. Karl Marx, Moral, religión y metafísica como ideología, ed. cit., p. 225.
[5] Carl Schmitt, Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual, ed. cit., s/p.
[6] Karl Marx, Die kunftigen Ergebnisse der britischen Herrschaft in Indien”, New York Daily Tribune, 8-08-1853. En palabras de Marx: “La India no podía escapar de su destino de ser conquistada, y toda su historia pasada, en el supuesto de que haya habido historia, es la sucesión de las conquistas sufridas por ella. La sociedad hindú carece por completo de historia, o por lo menos de historia conocida; lo que llamamos historia de la India no es más que la historia de los sucesivos invasores que fundaron sus imperios sobre la base de una sociedad pasiva e inmutable que no les ofrecía ninguna resistencia. No se trata de si Inglaterra tenía derecho o no de conquistarla, sino de si preferimos a la India conquistada por los turcos, los rusos o los persas a una India conquistada por los británicos”.
[7] Joseph De Maistre, Consideraciones sobre Francia, ed. cit., p. 124.
[8] Ibid, p. 125.
[9] Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el socialismo y el liberalismo, ed. cit.
[10] Donoso Cortés, Discurso sobre Europa, ed. cit., p. 462-463.
[11] Nótese que se escribe “Humanidad” con mayúscula para referir a la entelequia central en el relato del progreso moderno.
[12] Carl Schmitt, El nomos de la tierra, ed. cit.
[13] Luis Diez del Corral, El rapto de Europa: una interpretación histórica de nuestro tiempo, ed. cit.
[14] Carl Schmitt, El nomos de la tierra, ed. cit.
[15] René Guénon dirá que: “Si pudiera haber en eso los elementos de un acercamiento, es en suma Oriente quien correría con todos los gastos: se le harían concesiones sobre las palabras, pero se le pediría el abandono de todas sus ideas esenciales, y también, de todas las instituciones a las que está vinculado; solamente los orientales, sobre todo los hindúes, a los que se apunta más especialmente, no están engañados y saben perfectamente a qué atenerse sobre las verdaderas tendencias de un movimiento de ese género (…) En cuanto a los occidentales que, a falta de inteligencia verdadera, tienen simplemente algo de buen sentido”. René Guénon, Oriente y Occidente, ed. cit., s/p.
[16] Miguel de Unamuno, “Sobre la europeización”, Antología. Poesía, Narrativa, Ensayo, ed. cit., pp. 256-274.
[17] Luis Diez del Corral, El rapto de Europa: una interpretación histórica de nuestro tiempo, ed. cit.
[18] Ibid.
[19] Álvaro D´Ors, Ordo Orbis, ed. cit.
[20] Luis Alfonso Gómez Arciniega, “En nombre de la humanidad. Apuntes para una metafísica de la guerra en el siglo XXI”, en Reflexiones marginales, 26 de mayo de 2022, https://reflexionesmarginales.com/blog/2022/05/26/en-nombre-de-la-humanidad-apuntes-para-una-metafisica-de-la-guerra-en-el-siglo-xxi/, consultado 13 de mayo de 2025.
[21] Ernst Jünger, La movilización total, ed. cit., s/p.
[22] Hans-Hermann Hope, Democracia: el dios que fracaso, ed. cit., p. 22. Sostiene el mismo Hoppe que Wilson dejó plasmado su odio a Austria-Hungría por ser monárquica y católica: Al caracterizar el punto de vista de Wilson y la izquierda americana decía Eric von Kuehnedt-Leddihn que para ellos “Austria era mucho más perversa que Alemania”.
[23] Señala Schmitt al respecto: “El anticolonialismo es un fenómeno que acompaña a la destrucción del orden espacia. Está orientado exclusivamente hacía atrás, hacía el pasado, y tiene como objetivo la liquidación de un estado vigente hasta ahora. Aparte de postulados morales y de la criminalización de las naciones europeas.” Carl Schmitt, “El orden del mundo después de la segunda guerra mundial”, ed. cit., pp. 19-38.
[24] Tami Davis Biddle, Rhetoric and reality in air warfare: the evolution of British and American ideas about strategic bombing, 1914–1945, ed. cit., pp. 254-255.
[25] Giles MacDonogh, After the Reich. The Brutal History of the Allied Occupation, Basic Books, Nueva York, 2007, p. 440 y Richard H. Minear, Victor’s Justice: The Tokyo War Crimes Trial, ed. cit., p. 7.
[26] Ernst Jünger, La movilización total, ed. cit.
[27] Danilo Zolo, Victors’ Justice. From Nuremberg to Baghdad, trad. M. W. Weir, ed. cit., pág. 142.
[28] Carl Schmitt, Catolicismo romano y forma política, ed. cit., pág. 16.
[29] Martín Heidegger, Introducción a la metafísica, ed. cit., pág. 42.
[30] Álvaro D´Ors, Ordo Orbis, ed. cit., s/p.
[31] Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, ed. cit., p. . 389.
[32] Luis Alfonso Gómez Arciniega, ed. cit.
[33] Martín Heidegger, Introducción a la metafísica, ed. cit., pp. 42-43.
[34] William T. Cavanaugh, Migraciones de lo sagrado. Dios, Estado y el significado político de la Iglesia, trad. Javier Martín Barinaga, Granada, ed. cit., p. 137.
[35] Dalmacio Negro, “Vacíos para un nuevo orden mundial”, ed. cit., pp. 99-109.
[36] Dalmacio Negro, “Vacíos para un nuevo orden mundial, ed. cit.
[37] Ibid.
[38] Ryszard Legutko, Totalitarian temptations in free societies, ed. cit., s/p.
[38] Rene Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, ed. cit., s/p.