La confesión del filósofo

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Traducción de Pierre Mésnard

 

No voy a dedicarme a un retrato ni a un autorretrato. Desde hace tiempo, nosotros los filósofos, desconfiamos de ellos, de las imágenes, de las copias. Gilles Deleuze veía todo el platonismo como el absurdo deseo de un motivo original y de alcanzar el descrédito de las copias, los simulacros. Decía que disfrutaba de la alegría de los simulacros y de la alegría vital de la falsificación, pero no le agradaban demasiado los retratos, y menos aún su retrato. Y ello porque la filosofía es la creación de conceptos.

¿Hay un retrato concebible de la creación? El surgimiento es lo que no tiene doble. Un filósofo declara siempre que no tiene un doble aceptable, contrariamente a los actores de cine en las escenas escabrosas. Y eso que las escenas filosóficas son bastante escabrosas. Nietzsche, lo sabemos, sostiene que es la creación, la obra filosófica en sí misma, la que es un retrato, una biografía de su autor. No es, dicho sea de paso, que a Nietzsche le guste mucho el trazado de sus retratos. Porque él escribe también: “El filósofo es el criminal de los criminales”.

¿Se trata acaso de venir a confesar ante ustedes que uno es ese criminal? Para los tiempos que corren, en que toda aventura política del espíritu es calificada en el mejor de los casos como una ofensa a los derechos del hombre o como el peor crimen totalitario, seríamos mejor vistos confesando que hemos cometido el crimen de pensar y de actuar en concordancia con ello, y prometiendo entre lágrimas que estamos prestos a renunciar. Pero es lo que no haré. Hay una manía moral de lo biográfico que me repugna. Todos quieren figurar. Para mí, la filosofía, a contracorriente, es afirmar la inapariencia de la verdad y la diferencia contra la presentación universal del retrato. Guardián de lo inaparente, es un buen oficio. Sobre todo en este tiempo de biografías proliferantes. ¿Qué son las biografías modernas sino un montón de fichas más o menos policiales? No les conozco más que tres fines, cuando intentan extraer confesiones disponiendo al interesado sobre la cama de tortura del biógrafo:

 A) El fin político: es necesario mostrar que el desgraciado que es retratado se comprometió con los totalitarios, que era un mal demócrata. Es, por otra parte, por esto por lo cual se hizo grande, mientras que debería haber sido una figura menor.

B) El fin financiero: mostrar que tenía una relación sospechosa con el dinero. Ya sea porque lo quería demasiado, lo cual es malo, ya sea porque lo deseaba muy poco, lo cual es peor. Es por eso que el retratado creó ficciones invendibles, sea por sublimación de su rapacidad, sea por reflejo de su avaricia.

C)      El fin supremo: el fin sexual, el que todo el mundo espera. Mostrar que tenía manías asquerosas. La relación con sus víctimas sexuales, hombres, mujeres, o hasta conejos, no tenía ninguna corrección política. O, en cambio, nada para señalar. Lo que es peor: él no tenía ninguna libertad, estaba reprimido, y por eso practicó tanto la abstracción.

La biografía moderna está dedicada sólo a los que se destacan por su creación. Frente a ese riesgo, un solo consejo: intenten escapar de ahí estando vivos, y póngale todos los obstáculos que puedan pensando en el momento posterior a sus muertes. Quemen antes de la senilidad las fotos de mujeres desnudas en portaligas, los recibos bancarios y su provisión de opúsculos y manifiestos.

El retrato es del orden de la apariencia falaz, por fuerza ordenado a la delación. Sí, pero, como lo observa Platón, hace falta que haya una realidad de la apariencia, una ser de lo falso, un «real » del retrato. Es el momento crucial del Sofista. Platón dice: “Aquello que es semejante no es realmente, sino que es realmente lo que llamamos una imagen”. Hay un «real » de la irrealidad de la imagen. Hay una verdad del carácter falaz del retrato. ¿Y como dar cuenta de esta realidad sino por la producción o la reproducción de la imagen misma? Voy, pues, a proponerles no un retrato, sino imágenes, viñetas. Sabrán notar que eso ya es un gran riesgo. Acepto sólo porque vengo aquí, a esta máquina de imágenes que es Beaubourg, a colmarme de imágenes, o a deshacerme de imágenes en esta fábrica química devenida indestructible, en esta fábrica de petróleo devenida el templo de lo semejante.

Este riesgo, además, está agravado por mi edad. Conocemos a partir del Gorgias la diatriba de Calicles contra el filósofo que envejece: “Cuando veo a un hombre de edad continuar sempiternamente filosofando, creo que debería hacerse vapulear”. ¡Bueno! Públicamente afable, secretamente violento, el castigo no me da miedo. Sin embargo, voy a jugar aquí un juego oblicuo: si estoy dispuesto a filosofar, y se me quiere vapulear como hombre de edad, digo que no hago otra cosa que sofística o retórica, ya que produzco imágenes, imágenes de mí mismo; y si se me dice que es innoble para un filósofo practicar la retórica de este modo, diré que hago filosofía en un segundo grado, que deconstruyo filosóficamente mi pulsión biográfica. Así, como ustedes ven, soy precavido. Voy pues a proponerles ahora diez viñetas biográficas de diversos géneros.

Viñeta Nº 1, perteneciente al género freudiano brutal.

Mi padre fue alumno de la École Normale Supérieure y catedrático de matemática; mi madre fue alumna de la École Normale Supérieure y catedrática de francés. Soy antiguo alumno de la École Normale Supérieure y catedrático. ¿Pero catedrático de qué? De filosofía, es decir, sin duda, de la única oportunidad de asumir la doble filiación, de circular libremente entre la maternidad literaria y la paternidad matemática. Es una lección para la filosofía en sí misma, tal como yo la concibo, y he acabado por declararla así: la lengua de la filosofía ocupa siempre, o construye siempre, un espacio limpio entre el matema y el poema, entre la madre y el padre, en resumidas cuentas.

Hay alguien que ha visto muy bien esto, es mi colega Jacques Bouveresse del Collège de France. En un libro reciente donde me hace el honor de hablar sobre mí, me compara con una liebre de ocho patas y dice, en esencia: “Esta liebre de ocho patas que es Alain Badiou corre a toda velocidad en dirección hacia el formalismo matemático, y de repente, tomando una curva incomprensible, da media vuelta sobre el camino, y corre a la misma velocidad para lanzarse hacia la literatura”. Entonces, he aquí cómo, poseyendo un padre y una madre tan disímiles, uno se vuelve una liebre.

Ahora la viñeta Nº 2, siempre dentro del género freudiano, pero ahora menos brutal.

Mi madre estaba ya muy mayor. Iba con ella a comer a un restaurante las tardes en que mi padre –cuando se es un hombre, hay que saber dejar un poco a su mujer, cualquiera que sea la edad de ambos– se iba a cazar. Iba entonces para verla, porque ella nunca se había acostumbrado a que mi padre la dejara para ir a matar animales, y porque mi presencia endulzaba las consecuencias de esta femenina falta de aceptación. Ella me contaba en esos momentos todo lo que nunca me había contado. Era esa ternura final, tan emocionante, que se tiene con los padres cuando están muy mayores.

Una tarde, me contó que hasta antes de haber encontrado a mi padre, cuando era profesora en Argelia, había sentido una pasión, una gigantesca pasión, devoradora, por un profesor de filosofía. Esta historia es absolutamente auténtica. La escuché, evidentemente, en la posición que ustedes imaginan, y me dije entonces: no hice nada más que cumplir el deseo de mi madre, al cual el filósofo de Oran se había sustraído. Él se había ido con otra y este dolor terrible de mi madre –que en el fondo todavía subsistía a sus ochenta y un años– era lo que yo había intentado consolar por todos los medios.

La consecuencia que extraigo de aquí para la filosofía es que, contrariamente a la aserción corriente según la cual ésta se está acabando –ustedes saben, el “fin de la metafísica” y todo eso– la filosofía precisamente no conocería tal fin, porque ella misma está atormentada, desde su interior, por la necesidad de dar un paso de más dentro de un problema que existe desde siempre. Y creo que esa es su naturaleza. La naturaleza de la filosofía es que algo le es eternamente legado. Tiene a cargo este legado. Ustedes siempre están tratando el mismo legado, siempre por dar un paso suplementario en la determinación de lo que les es así legado. Así como yo mismo, del modo más inconsciente posible, siendo filósofo nunca hice nada más que responder a una llamada que nunca comprendí.

Viñeta Nº 3, dentro del género novela de formación. [1]

Llegué a París en 1956, durante la guerra de Argelia. Los horrores que apenas hoy emergen en la superficie –torturas, rastrillajes, violaciones sistemáticas– eran perfectamente conocidos por todos. Es una lección: cuando se es contemporáneo de los horrores, nunca es verdad que se los ignora. En 1955, éramos un pequeño número de personas que quería que esto cesara, que estaba contra la guerra de Argelia, en medio de una confusión todavía bastante grande. Manifestábamos de vez en cuando en el boulevard Saint-Michel, esperando la llamada de la UNEF de la época. Bajábamos por el boulevard Saint-Michel gritando “¡Paz en Argelia!”, y cuando llegábamos abajo, la policía nos esperaba a golpes de capa [pèlerine] (era la técnica de la época), y nos hacíamos alegremente moler a palos. Lo extraño es que no podíamos decirnos otra cosa que esto: habrá que empezar de nuevo. Sin embargo, puedo decírselos, la capa no es algo particularmente alegre. Hasta creo que prefiero el garrote. Pero había que recomenzar, porque eso es el presente puro: querer el fin de esta guerra, por pocos que fuéramos compartiendo este deseo. Extraje de allí la convicción de que la filosofía existe si se hace cargo de lo vivo que habita en lo contemporáneo. No se trata simplemente de una cuestión de compromiso, o una cuestión de exterioridad política. Por el contrario, es que algo de lo contemporáneo está siempre vivo y hace falta que la filosofía lo demuestre o que se instale allí, por más sofisticada que sea su producción intelectual.

Más o menos en la misma época, un poco más tarde, ejecutamos “Los secuestrados de Altona” de Sartre, donde uno de los últimos pasajes presenta al héroe diciendo: “Tomé el siglo sobre mis hombros y dije que iba a responder por él”. Mi interpretación de esta frase es que, como filósofo, responderé por la parte viva de lo contemporáneo; no puedo dejar de responder por ello. Y sé también, desde esa época, que se puede responder completamente a contracorriente, totalmente en contra de lo que está establecido, instalado, pues eso importa poco. Platón dirigía una suerte de indiferencia hacia la opinión. Una indiferencia que no es siquiera valentía, sino más bien una persistencia trenzada, anudada lentamente. Sobre este punto está arraigado mi platonismo esencial. En el libro VI de la República, Sócrates aprueba a Glaucón que dice que “[…] las mejores de las opiniones son ciegas”. En suma, la cuestión de la opinión es una cuestión de visibilidad a partir de una ceguera inicial. Ver, simplemente ver, es bastante difícil. Si la filosofía quiere ayudar a ver, debe estar al servicio de lo que surge, de lo que surge en lo visible, de lo que es siempre paradójico y frágil. Ella jamás está para consolidar lo que está allí y lo que domina. Hice esa experiencia, completamente a contracorriente de las opiniones, bajo las capas.

Viñeta Nº 4, también en el género novela de formación.

Antes de venir a París, yo vivía en el interior. Soy un provinciano que llegó tarde a París. Y uno de los rasgos que caracterizaron mi juventud provinciana, es que las muchachas eran todavía, en su gran mayoría, educadas en la religión, por lo menos las muchachas juiciosas y educadas, las del instituto de señoritas, separado por completo del instituto de varones. Las muchachas que todavía se conservaban o reservaban para un destino interesante. De donde se desprende una figura importante del alarde masculino: las diferentes maneras de brillar delante de estas muchachas, todavía algo piadosas, cuya principal devoción era refutar la existencia de Dios. Era un ejercicio seductor importante, porque era trasgresor y a la vez retóricamente brillante cuando se poseían los medios. No dejó de tener efecto sobre aquella que se convertiría más tarde en Françoise Badiou.

Antes de despojarse de las virtudes, hay que arrancar las almas de la Iglesia. Cuál de estas dos acciones es peor, deberá ser decidido por los sacerdotes. Pero de allí viene la idea, que tuve muy temprano, de que la filosofía más argumentativa, la más abstracta, es también siempre una seducción. Una seducción cuyo fondo es sexual, no seamos pudorosos. Por supuesto, la filosofía habla en contra de la seducción de las imágenes, y sigo siendo platónico sobre este punto. Pero ella habla también para seducir. Comprendamos así la función socrática de corrupción de la juventud. Corromper la juventud quiere decir establecer una hostilidad seductora contra el régimen normal de seducción. Hay que combatir, por una seducción inesperada, lo que la sociedad misma constituye como la figura ordinaria de la seducción. En este sentido sostengo y repito que el destino de la filosofía es el de corromper a la juventud, de saber que las seducciones inmediatas son poca cosa, y que existen seducciones superiores. Así como finalmente el que sabía refutar la existencia del Dios superaba al que no sabía proponer otra cosa que jugar al tenis.

De esta juventud difícil, tomé dos enseñanzas:

La primera, es que la filosofía no termina nunca de luchar contra la religión; creemos siempre que este combate está acabado, obsoleto, o incluso que es arcaico. Pero en cierto sentido, más sutil y esencial, la lucha contra la tentación religiosa, que es una figura subjetiva extremadamente ramificada, flexible y persistente, permanece siempre como una de las tareas del concepto. Es necesario oponer el plural discontinuo de las verdades a la unidad del sentido. Se trata siempre de oponer lo axiomático a lo hermenéutico, y eso lo aprendí gracias a la dificultad que hay para afirmarse frente a las muchachas de la provincia.

La segunda, es que la filosofía debe siempre readaptar su propia dirección. Se dirige a todos, pero debe siempre pensar lo que ella es exactamente; no sólo el “todos” de esta apelación, sino también su potencia. Es esto lo que devino el lugar de la cuestión del amor, como la pregunta clave de la filosofía misma, exactamente en el sentido donde ya lo estaba para Platón en el Banquete. La pregunta por el amor está necesariamente en el corazón de la filosofía, porque gobierna la cuestión de su potencia, de su dirección y de su público. Sobre este punto, creo haber seguido bien la muy difícil directiva de Sócrates: “Hace falta que el que siga el camino de la revelación total comience desde su joven edad a ocuparse de la belleza de los cuerpos”.

Viñeta Nº 5, en el género marxista.

Naturalmente, la tradición familiar era de izquierda. Mi padre me había legado sobre este punto dos imágenes: la imagen del resistente anti-nazi durante la guerra, y luego la imagen del militante socialista en el poder, porque fue alcalde de Toulouse durante trece años. Es la ruptura con la segunda imagen, sin duda en nombre de la primera, la que va a ordenar mi peculiar modo de ligar y de separar filosofía y política. Hay dos momentos en la historia de dicha ruptura con la izquierda oficial: el último, muy conocido, mayo de 1968 y su período posterior; el otro, menos conocido, más secreto, y por ello más activo todavía. En 1960 se produjo una huelga general en Bélgica. No entraré en los detalles. Fui enviado a esta huelga como periodista, pues he ejercido a menudo como periodista escribiendo, creo, centenas de artículos. Allí encontré mineros en huelga, que reorganizaron toda la vida social del país, que construyeron como una especie de nueva legitimidad y que hasta emitieron una nueva moneda. Asistí a sus asambleas, hablé con ellos. Y estuve convencido –desde ahí en adelante y hasta el día de la fecha– que la filosofía está de este lado. “De este lado” no es una determinación social. Esto quiere decir: del lado de lo que es hablado o enunciado allí.

La máxima abstracta de la filosofía es necesariamente la igualdad absoluta. Todo lo que se resigna en nombre de la realidad a la tendencia inversa, permanece para mí ajeno a toda verdad. Hasta diría que una de mis empresas ha sido transformar la noción de la verdad para que obedezca a este mandato. Resumiendo: he intentado transformar la noción de verdad de modo que obedezca a la máxima igualitaria; y es por eso que le di a la misma tres atributos:

1) Depende de un surgimiento y no de una estructura. Toda verdad es nueva. Esta será la doctrina del acontecimiento.

2) Toda verdad es universal, en un sentido radical, un para-todos igualitario y anónimo, el para-todos puro, la constituye en su ser. Esta será su genericidad.

3) La verdad constituye su sujeto, y no a la inversa. Esta será su dimensión militante.

Pero todo esto, en el fondo, en una oscuridad todavía total, estaba en pleno trabajo para cuando conocí a los mineros belgas en 1960. Saludo al pasar, por esta razón y por muchas de otras, el papel que desenvolvió Bélgica en mi vida. Nombremos rápidamente a Henry Bauchau, a Marie-Claire Boons, Roger Lallemand, Pedro Verstraeten y otros varios amigos belgas que me perdonarán esta enumeración finita.

Viñeta Nº 6, en el género moral.

Después del ’68, en lo que se puede denominar los años rojos: los años en los que trazamos proyectos poco realizables, inventamos cosas inéditas,  nos unimos a gente que no conocíamos, tuvimos la convicción de que nos esperaba otro destino que el académico, nos lanzamos en una empresa política con mucha gente, bajo el signo del maoísmo. Citaré en orden alfabético Judith Balso, Sylvain Lazarus, Natacha Michel, Cecile Winter, y muchos otros. Deben saber que pienso en ellos y que esta empresa continúa.

La experiencia que más me ha golpeado, y por esa razón quisiera tratarla aquí, es la de aquellos que a partir de mediados de los años ’70 renunciaron a esta empresa. Y no sólo renunciaron, sino que se lanzaron además hacia una negación sistemática de cualquier empresa posible. Ellos invirtieron el propósito contra sí mismo. Denunciaron sus propias ilusiones, se presentaron como los renegados de una operación aterradora, negación que a partir de finales de los ’70 con los nuevos filósofos se instala poco a poco, se expande y domina. Y esto se clava en la filosofía como una flecha.
¿Cómo es posible que dejemos de ser el sujeto de una verdad? Es una cuestión en sí que hay que aclarar. ¿Cómo es posible que nos hayamos unido al curso del mundo, en su opacidad esencial y que revirtamos esta opacidad –o resignación– contra el levantamiento inaugural del que éramos testigos o actores? Es una cuestión que me obsesiona desde hace años y, bajo ciertos aspectos, no hago más que intentar responderla filosóficamente. Y quisiera responderla tanto en su aspecto negativo, como en su aspecto positivo, que se formula así: ¿Cuáles son las condiciones para que existan quienes persisten en la invención, mis amigos que nombraba y sus amigos, que continúan inventando la política de emancipación, que le son fieles, ya que continuar algo es reinventarlo y transformarlo de arriba a abajo, pero conservando el principio o la luz?

¿Cómo se explica que unos vuelvan, de alguna manera, a la propaganda de la sombra y que otros, cualquiera sean sus dificultades, intenten renovar el propósito creador? Esta meditación nutre la convicción que tengo acerca de lo que es constitutivo de la filosofía, que es permanecer no sólo en el esplendor del acontecimiento sino también en su devenir, o sea, en el tratamiento de sus consecuencias. No volver nunca a la pasividad estructural. Esto es propiamente constitutivo de la filosofía como pensamiento. Es lo que simplemente he llamado fidelidad. Y la fidelidad hace un nudo, es un concepto que reúne sujeto, acontecimiento y verdad. Es lo que traspasa al sujeto frente a un acontecimiento capaz de constituir una verdad.

Aquí todavía pienso en Platón. Al final del libro IX de la República, Sócrates responde a la objeción sobre la ciudad ideal, de la que él ha trazado el plano. Se le objeta que es poco probable que tal ciudad exista. Es una objeción masiva que le hacen los jóvenes: “Es magnífico todo eso, pero no tiene asidero”, objeción que se nos hace a menudo, y de la cual se ha sacado el motivo particularmente mediocre del “fin de las utopías”. Sócrates responde esto: que esta ciudad exista o pueda un día existir, no tiene ninguna importancia, pues es a sus leyes solamente a las que se debe ajustar la conducta. Eso es el principio de consecuencia. Y no es una cuestión que se infiera de un problema de existencia o inexistencia.

En el fondo, los renegados de lo que vino después de Mayo del ’68, han argüido constantemente en favor de la realidad y contra la ilusión. Presentaron su cambio como una conversión realista en contra de una ilusión mortal. Arguyeron, a fin de cuentas, por el ser contra el no-ser. Pero la fidelidad –eso que yo llamo la fidelidad– es una consecuencia de lo que se puede pensar y de la verdad, lo cual no se puede consagrar al restablecimiento opresor de la realidad. Aquí también, el platonismo nos ayuda a pensar la fidelidad como consecuencia de aquello que posiblemente ha tenido lugar, de lo que sin duda ha tenido lugar, pero que, sin embargo, no es lo que constituye lo más macizo de la realidad.

Viñeta Nº 7, en el género erótico.

Es aquella esperada por todos los biógrafos. ¿Quedarán decepcionados? Me quedaré en el género erótico discreto. Una viñeta suave.

Como a todo el mundo, en los años ’50 y aún en los ’60, la sexualidad nos atormentaba. Por cierto, ese tormento es aún muy sensible en mis primeras novelas, Almagestes y después Portulans. Pero la literatura es aquí un filtro. En definitiva, la filosofía propiamente dicha, conforme a su gran tradición clásica, queda ajena a esta turbación. Yo diría que he aprendido poco a poco por qué. Es cierto que las situaciones sexuales son, digamos, fascinantes. Y también es cierto que ellas polarizan una figura de una cierta modernidad. Pero es cierto también que el formalismo de esas situaciones, el formalismo erótico es extraordinariamente pobre. Y que toda su fuerza se funda en un orden repetitivo, con variaciones de débil amplitud. Yo diría, entonces, que poco a poco se establece en la vida, con ese formalismo, una relación de una atractiva complicidad. Finalmente, ni la fascinación transgresora, ni la represión del superyo están, en este asunto, en su justo lugar. Todo eso es delicioso aunque, en suma, no tiene grandes consecuencias para el pensamiento. Tanto menos en la medida en que ello tiene, hoy en día, consecuencias desmesuradas para el comercio. He concluido filosóficamente sobre esta atractiva complicidad tranquilizadora, por muy aguda que sea, que al menos para mí, el deseo no es una categoría central de la filosofía y no puede serlo. O más bien, el deseo no toca a la filosofía –así como tampoco el goce– mientras los cuerpos no estén inmersos en el amor. Es así como, después de esta larga travesía por el tormento sexual lo que resulta es, como ya lo había afirmado por otras razones, que el amor debe volver ahora mismo hacia la constitución del concepto.

De allí la viñeta Nº 8, en el género formal.

A propósito del orden erótico, he dicho “formalismo”, y lo he dicho como filósofo, porque estoy convencido de que es, en definitiva, a través de la forma que una verdad singular –ya sea amorosa o política– toca a la filosofía. En ese sentido yo sostendría que no hay filosofía si no es formalista. Lo sugiero en la línea en que Platón decía que “no hay pensamiento verdadero sino sólo formas”. Lo que se traduce a menudo por “Idea” se dice mejor como “forma”. Y creo que eso es la creación de conceptos: la filosofía piensa la singularidad de las formas de la verdad. Hasta aquí, aún es un programa platónico. ¿Por qué platónico? La dialéctica es la ciencia de las formas. Y la forma es, en filosofía, la singularidad. Es, como lo dice Sócrates en el Fedón: “la forma única de lo que permanece idéntico a sí mismo”.

De allí un lazo íntimo entre filosofía y matemáticas (lazo fuertemente tematizado por el propio Platón). Pues si los conceptos filosóficos son en última instancia la forma de los conceptos de la verdad, entonces deben pasar la prueba de la formalización, cualquiera sea esta prueba. Todos los grandes filósofos han sometido el concepto a una forma aplastante y especulativa de formalización. Pienso que es la razón por la cual las matemáticas han podido permanecer como una pasión para mí. Yo escruto exactamente esto en las matemáticas: ¿De qué es capaz el pensamiento cuando se consagra a la pura forma o a la literalidad de la forma? Y la conclusión que he sacado progresivamente es que aquello de lo cual es capaz el pensamiento, cuando se consagra a la pura forma, es de pensar el ser como tal, el ser como ser. De allí la fórmula provocante que he adelantado, según la cual la ontología efectiva no es otra cosa que la matemática constituida. Lo que evidentemente, a ojos del psicoanalista, ante quien no lo hacemos, significa que mi deseo va únicamente a realzar o sublimar la imagen del padre matemático.

Viñeta Nº 9, en el género didáctico.

La filosofía es una cuestión de maestría [maîtrise] en un triple sentido. En primer lugar, puesto que ella releva, en efecto, aquello que Lacan ha llamado el discurso del amo [maître].[2] Luego, porque supone en su subjetividad el encuentro con un maestro. Y en último lugar, porque, si miramos de cerca, la filosofía termina siempre por constituir un discurso que se ordena a un significante principal, a un significante amo [maître] como lo es en mi pensamiento el significante “verdad” o “procedimiento genérico”.

En los tres casos, la filosofía es una cuestión de maestría. Entonces, hablando biográficamente, ¿quiénes fueron mis maestros?

Están los maestros inmediatos, los que uno encuentra en la escuela, y luego están los maestros filósofos. He tenido tres, durante el período decisivo de mi formación: Sartre, Lacan y Althusser. Ellos no me enseñaron lo mismo.

Aquello que Sartre me ha enseñado, simplemente, en un sentido casi naïf, es el existencialismo. ¿Pero qué quiere decir existencialismo? Quiere decir el sostenimiento de una conexión, de un lazo siempre restituible entre el concepto por un lado, y la instancia existencial de elección por el otro, la instancia de la decisión vital. La convicción de que el concepto filosófico no vale la pena, ni siquiera por una hora, si no te devuelve, aclara y ordena la instancia de elección, de la decisión vital, aunque sea por mediaciones de una gran complejidad. Y que en ese sentido el concepto debe ser, también y siempre, un asunto de existencia. Eso es lo que Sartre me ha enseñado.

Lacan me ha enseñado la conexión, el lazo necesario entre una teoría de los sujetos y una teoría de las formas. Me ha enseñado cómo y por qué el pensamiento mismo de los sujetos, que a menudo se había opuesto a la teoría de las formas, era en realidad inteligible sólo en el marco de esta teoría. Él me ha enseñado que el sujeto es una cuestión que no tiene carácter psicológico o fenomenológico, sino que es una cuestión axiomática y formal, ¡más que cualquier otra cuestión!

Althusser me ha enseñado dos cosas: que no había objeto propio de la filosofía -es una de sus grandes tesis-, sino que había orientaciones de pensamiento, líneas de división. Y como ya lo había dicho Kant, una especie de combate perpetuo, un combate siempre vuelto a empezar bajo condiciones renovadas. En consecuencia, él me ha enseñado el sentido de la delimitación, o de lo que él llamaba la demarcación. En particular, la convicción de que la filosofía no es el discurso vago de la totalidad, o la interpretación general de lo que hay. Que la filosofía debe estar delimitada, que ella debe delimitarse con respecto a aquello que ella no es. La política y la filosofía son dos cosas distintas, el arte y la filosofía son dos cosas distintas, la ciencia y la filosofía son dos cosas distintas.

Estos tres maestros me influyeron de modos bien diferentes. Es siempre importante saber quién ha sido el maestro y no sólo eso, sino también cuáles fueron las condiciones, los esquemas de maestría bajo los cuales se los ha encontrado.

Sartre, era una devoradora pasión adolescente, la pasión por el libro, la pasión por la existencia. Él no era una persona visible. Me encontré con él muy pocas veces. Era la omnipotencia de la instrucción de los libros, la manera de cómo el libro puede ser devorado, no sólo como libro, sino como mucho más que eso, como algo que es un esclarecimiento y un imperativo.

Lacan era para mí una prosa. Fui muy poco a los seminarios. Era una prosa teórica, un estilo que combinaba en la misma prosa los recursos del formalismo y los de Mallarmé, quien fue mi único verdadero maestro en materia de poema. Esta conjunción en la prosa, esta posibilidad en la prosa de la conjunción del formalismo por un lado (el matema) y por el otro la sinuosidad mallarmeana, me ha convencido de que se podía, en materia de teoría del sujeto, circular entre el poema y la formalización, y por consiguiente, ser la veloz liebre de ocho patas de Bouveresse.

En cuanto a Althusser, se trata de otra figura del maestro, pues él era “él” en la institución. Era el hombre escondido de la École Normale Supérieure, era como el portero discreto y cortés de esta escuela. Con él aprendí una cosa que es como una cierta distancia, una elegancia de la distancia. Lo que extraje para la filosofía, es que lleva obligaciones complejas, que no implica un imperativo simple sino obligaciones enredadas entre sí. Siempre he llevado actividades inconexas, con la convicción de la complejidad de esas obligaciones, subjetivas y discursivas.

Así, finalmente he podido conservar a todos mis maestros. Conservé a Sartre en contra del olvido del que fue objeto durante mucho tiempo. Conservé a Lacan en contra de lo que hay que llamar el carácter terrible de sus discípulos. Y conservé a Althusser en contra de las duras divergencias políticas que, a partir de Mayo del ’68, me opusieron a él. Atravesando la posibilidad del olvido, la diseminación de los discípulos y el conflicto político, logré conservar la fidelidad a tres maestros diferentes.

Y hoy yo afirmaré que en filosofía son necesarios los maestros; afirmaré una hostilidad constitutiva hacia la tendencia a la profesionalización democrática de la filosofía y al doble imperativo que en estos días hace estragos y humilla a la juventud: “Sean pequeños y trabajen en equipo”. Yo diría también que hay que combinar a los maestros y superarlos, pero que, en última instancia, es siempre nefasto el hecho de renegar de ellos.

Viñeta Nº 10 y final, en el género novelesco.

¿Cómo he respondido en la vida a la pregunta por “quiénes son los compañeros del filósofo”? Los compañeros de vida y de pensamiento. Enumero aquí a los compañeros muertos desde hace mucho tiempo, a los grandes compañeros muertos. Puedo hacer una lista del todo vaga e incompleta: Platón, Hegel, San Pablo, Mallarmé, Cantor, Mao Tse-Tung, Beckett, Esquilo, Molière, El Tintoretto, Poussin, Cezanne, Haydn, Wagner, Schoenberg… No, no podré salir bien parado de esto. Hablemos de los verdaderos compañeros vivos del filósofo, de aquellos que forman parte de su pensamiento dentro de la vida colectiva, de lo que alimenta su pensamiento en lo secreto del compañerismo vital. Me parece poder distinguir ocho grupos de compañeros con diferentes funciones. El pensamiento se esfuerza por ser el guardián de aquello que es múltiple en la vida, al inventar la unidad que siempre es susceptible de ser ficticia. Por supuesto que ese múltiple es aquí insuficiente o arbitrario. Como siempre, ya que es imposible fundarlo sobre lo Uno.

El primer grupo (no es un orden jerárquico, sino sólo una lista): los amigos y camaradas de la aventura política. Los que he nombrado, los que no han renunciado, los que han continuado, los que han inventado. He nombrado a algunos, pero hay también para mí –y con una importancia capital– toda una serie de figuras de otro orden, figuras obreras. Es otra lista, la lista de aquellos a quienes, en definitiva, se les dedica la filosofía y que sin embargo a menudo no leen. La filosofía se les dedica porque es coextensiva, porque es el pensamiento de su destino: Salem, Ahmed, Bâ, Coulibaly, Charif, el presidente, Bary, Abass, Hélène, Diako, Diabi el joven, Diabi el viejo, Sako, Savane…

En el fondo es todo eso lo que sustenta una cualidad que se me reconoce en general; a saber, el optimismo de mi propaganda especulativa, la certeza de que las verdades trabajan aún en este mundo cansado, o en este país crepuscular. Eso se debe a las personas y no sólo a las huellas.

El segundo grupo está constituido por las mujeres que me aman, que me han amado, que me amarán. No diré nada más porque todo el mundo comprende con lo dicho.

El tercer grupo son los matemáticos y los científicos que, directamente o a través de los libros, me han instruido, me han enseñado. Los que han controlado mis aventuras, los que me han dado la capacidad de una formalización transmisible, transparente y controlable.

El cuarto grupo: aquellos que han servido de mediadores entre las artes más distantes y yo. Mediadores de la arquitectura, de la escultura, aquellos con quienes yo converso sobre cine, de su improbable fuerza, de su moderna insistencia.

El quinto grupo son aquellos con quienes he hecho teatro, los que han montado y actuado mis obras, por ejemplo Antoine Vitez en el Teatro de Chaillot, Christian Schiaretti en la Comédie de Reims. Aquellos que me han permitido la tensión entre el espectáculo y el concepto, que ya había sido practicada de manera inigualable y paradojal por Platón.

El sexto grupo son aquellos a quienes yo hablo en los cursos, en los seminarios y las conferencias. Algunos aceptan escucharme desde hace diez o veinte años. Otros me transportan a regiones lejanas, y a lenguas diferentes. Ellos conocen mejor que yo mi pensamiento. Les dedico, aunque sea en secreto, todo lo que hago, pues ellos experimentan sus primeras formas. En filosofía, enseñar no es una tarea extrínseca. Se ha hecho mucha burla sobre la obsesión didáctica de los filósofos. No me preocupa para nada. Todavía hoy cuando bajo la escalera de un anfiteatro, me siento nervioso, y no porque dude de mi capacidad (sin fanfarronería, sé que soy un profesor –un orador y un actor– más que aceptable), sino porque otorgo mucha importancia al control instintivo y colectivo del auditorio y la coherencia y novedad de aquello que les propondré. Gracias a todos, incluso a ustedes, que me escuchan esta tarde.

El séptimo grupo son los amigos, los amigos indestructibles, que a menudo han llegado de lejos, del pasado y que resisten en la amistad a los desacuerdos políticos, a las divergencias estéticas, a la incomprensión de los formalismos o a los odios de las esposas. Aquellos que están ahí en el desgaste de la existencia, como todos nosotros, a veces con barrigas crecientes y menos cabello, pero refinados y pulidos por el pensamiento experimentado, como una roca que el mar transforma en obra de arte, y ante quienes, sin embargo, en primer lugar, damos testimonio de lo que hacemos, de lo que hemos sabido hacer o de lo que hemos intentado hacer, a condición que ellos nos muestren sus propias creaciones en el estado pre-natal. Voy a atenerme, como ejemplo de los verdaderos viejos amigos, por todos aquellos que no fueron nombrados en ninguna parte de mi discurso: saludo a ustedes: Raúl Cerdeiras, Francois Regnault, Emmanuel Terray y François Wahl.

Y luego el octavo grupo es el de los hijos, mis hijos y los de los otros. Aquellos a quienes entregamos, volens nolens, las claves del mundo y del espíritu. A ustedes pues, también está dedicado este falso retrato: a mi hija Claude Ariane, a mis hijos Simon, Andre y Olivier, a Guy Patrick. Y también a aquellos que, en mis parajes, han muerto de forma terrible. Es aquello ante lo cual ninguna filosofía podrá estar jamás a la altura: a Víctor, a Jean Dodo.

De todo ello, lo que se concluye para la filosofía es que ella es una forma de compañerismo, una cofradía provisoria, tanto más enérgica y heterogénea en la medida que el concepto es más formal; tanto más terrestre en la medida en que el concepto es más elevado; tanto más amante en la medida en que el concepto es más estelar o más frío; tanto más provisoria en la medida que el concepto es más eterno. Esa es sin duda la paradoja de la biografía filosófica.

Llegando al final de la hoja, mi truco es pasarle el testimonio al poeta. Elegí a Saint-John Perse, el poeta de mi adolescencia, de quien Julien Gracq decía que dejaba en la boca un gusto tenaz, “como el chicle” con sus estrofas largas, un poco académicas, un poco insistentes, un poco repetitivas. Saint-John Perse enumera en un pasaje de Exilio una absoluta diversidad de compañeros de exilio –y es por eso que lo cito aquí–, en el sentido en que yo hablé o en el que intenté hablar, de los compañeros del filósofo.

Los compañeros del poeta son distintos de los compañeros del filósofo. Los compañeros del filósofo, como ya lo he dicho, son las diversas sociedades al interior de las cuales se cuestiona por lo menos una verdad; los compañeros del poeta son a menudo los compañeros de la soledad, es la razón por la cual Saint-John Perse los enumera como los compañeros del exilio. Él lo dijo justo en el momento en que tenía que partir al exilio. Les leeré sólo el final, pues la enumeración es muy larga:

“Aquel que se distrae durante la consagración de una nave, y cuyo tímpano es como un cántaro, como oídos amurallados para la acústica; aquel que posee como herencia, en tierras desamortizadas, el último nido de garzas, con bellas piezas de ballestería, de halconería; aquel que comercia en la ciudad, con grandes libros: de astronomía, de puertos y bestiarios; que se preocupa de los errores fonéticos, por la alteración de los signos y de las grandes erosiones del lenguaje; que participa de los debates de semántica; que es una autoridad en el uso de las matemáticas y se complace con el cálculo de los tiempos para el calendario de fiestas móviles (el número de oro, la indicción romana, la epacta y las grandes cartas dominicales); aquel que jerarquiza los grandes oficios del lenguaje; aquel a quien se le honra en un altar con piedras que brillan con el reflejo de la llama. Aquellos son príncipes del exilio y no tienen nada que ver con mi canto.”

Y el poeta agrega en ese momento:

“Extranjero, sobre todas las huelgas de este mundo, sin audiencia ni testigo, lleva a la oreja del Poniente un caracol sin memoria:
Huésped precario en los lindes de nuestra ciudad, no atravesarás el umbral de los Lloyds, donde tu palabra no tiene curso y tu oro es sin título…
‘Habitaré mi nombre’, fue su respuesta a los cuestionarios del puerto. Y sobre las mesas del cambista, no tienes nada salvo producir disturbios,
Como esas monedas grandes de hierro exhumadas por el rayo.”

“Habitaré mi nombre”. Es lo que la filosofía quiere hacer posible para cada uno. O más bien, la filosofía busca las condiciones formales, la posibilidad para cada uno de poder habitar su nombre, de estar simplemente allí, y para todos, conocido como aquél que habita su nombre, que bajo ese título, es igual a cualquier otro.

He aquí aquello por lo que movilizamos tantos recursos. He aquí también aquello para lo que puede servir nuestra monótona biografía: siempre volver a empezar a buscar las condiciones bajo las cuales el nombre propio de cada uno es habitable.

 

 



[1] Género literario que procede del concepto de bildungsroman  propio de la literatura alemana. En su seno, se recogen las idea de formación, educación y cultura. Se trata de una novela que tiene su centro en la formación del protagonista. [N. del T.]

 

[2]           El término francés maîtrise y su derivados provocan dificultades para la traducción por cuanto significa, al menos, dominio, maestría y habilidad. En este caso, he decidido preservar para la referencia a Lacan –expresa o tácita– la frase tradicionalmente fijada “discurso del amo”. Sin embargo, en las apariciones restantes me he inclinado por traducir esta palabra por maestría y sus derivados. El lector deberá retener pues el registro polisémico del término tal y como lo presenta el propio Badiou. [N. del T.]