Quién gobierna realmente y qué hace la democracia con los que dice representar son algunas preguntas planteadas por Badiou, Zizek y otros en un libro colectivo.
Alain Badiou y Slavoj Zizek, Filosofía y actualidad, Ed. Amorrortu, Col. Nómadas, Buenos Aires, 2012.
Con el permiso de revista cultural Ñ de El Clarín
GRECIA HOY. Protestas contra el ajuste, la receta preferida del capitalismo para paliar las crisis.
El mayor apologista moderno de la democracia fue también su crítico más temprano y penetrante. Enviado en misión oficial a los EE. UU. en 1831, el aristócrata francés Alexis de Tocqueville dio a conocer a su regreso dos volúmenes con reflexiones sobre su sistema político, considerados como la obra más profunda jamás escrita sobre aquel país: La democracia en América.
Allí, entre muchas observaciones visionarias, Tocqueville subrayaba dos tendencias fundamentales. Según la primera, el avance de la igualdad política estaba llamado a convertirse en un proceso histórico irrefrenable que contribuiría a la estabilización de escenarios, como el de su propio país, afectados por largos años de conmociones revolucionarias. La segunda tendencia advertía que los ciudadanos democráticos se iban a replegar a sus negocios y asuntos privados, de modo que arriesgaban perder la sustancia de sus libertades en manos de poderes económicos y maquinarias políticas cada vez más enormes y concentradas. La futura opresión que vislumbraba Tocqueville sería de un tipo completamente distinto de todo lo conocido hasta ese momento. Se trataba de un nuevo poder que no se imponía por la fuerza y se volvía así casi invisible para sus satisfechas víctimas.
Las rebeliones del mundo árabe a comienzos de año y la abierta crisis europea pusieron nuevamente en la agenda mundial las dos tendencias que había anunciado Tocqueville. Túnez y Egipto derrocaron tiranos; indignados con el funcionamiento de sólidos sistemas parlamentarios se manifiestan ahora en las calles de España e Israel. Hay choques cotidianos entre policías y desocupados en Atenas y, en los EE. UU. se aplicaron recortes para los programas sociales combinados con un congelamiento de los impuestos a las fortunas tan escandaloso que incluso magnates como Warren Buffet lo cuestionaron en público. La política parece impotente ante una globalización financiera que multiplica la injusticia y domestica a los gobiernos. ¿Es la desigualdad social el secreto de la democracia realmente existente? ¿Se ha vuelto superflua la política?
Democracia, ¿en qué Estado? reúne contribuciones de pensadores estadounidenses y europeos, ante todo franceses, cuyo tema común es el examen de un sistema que se presenta como insuperable, la última palabra histórica sobre la organización política civilizada y deseable. Mientras la political science al uso concentra sus preocupaciones en la crisis de los partidos o las deficiencias de los sistemas electorales, los distintos capítulos de este libro abordan la cuestión en un punto próximo a aquél en que la dejó planteada Tocqueville. ¿Quién gobierna realmente? ¿Y qué hace la democracia con los sujetos que dice representar?
Algunos autores de este libro brindan, en capítulos eruditos e inconcluyentes, más alimento al propio narcisismo filosófico que a la curiosidad o al apremio del lector (Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy). Otros, en cambio, se lanzan a una crítica en la que no faltan ni la sofisticación ni la ironía. Entre éstos últimos, Alain Badiou, una de las celebridades del índice, ataca la “fortaleza europea” hostil a la inmigración. De manera cada vez menos tácita, esa fortaleza se funda en la convicción de que el mundo de los demócratas no es para todo el mundo.
Además de la denuncia a esas reacciones racistas, Badiou intenta caracterizar al típico demócrata occidental. Se trata de un sujeto egoísta, moralmente relativista, un adolescente tardío completamente encandilado por la exaltación de la juventud y motivado por una consigna imperativa: “¡Diviértanse!”. El nihilismo y la tontería conforman el clima espiritual de las democracias ricas expresado en la inmediatez de los goces, en el perpetuo presente existencial sin pasado ni futuro y en un desplazamiento neurótico de los cuerpos. Badiou ilustra estas fisonomías personales a través de la desopilante reescritura de un increíble pasaje de la República de Platón (VIII, 561d). La salida democrática a este estado de cosas no puede ser otra que la evolución hacia un comunismo transformado, concluye Badiou.
En un breve reportaje, Jacques Rancière suma su propio desprecio a la rampante mediocridad de los demócratas corrientes quienes no serían más que pequeños consumidores que deciden sobre cuestiones de Estado como si se tratara de productos. Pero este tipo de declaraciones, políticamente muy ambiguas, no definen el problema central del libro, a menudo conformado por preguntas teóricas clásicas, hoy imperiosas.
Omnipresente, el término democracia podría ser también una palabra vacía. Porque, ¿qué clase de fundamento la sostiene? Las respuestas son desde luego divergentes; el lenguaje de la política se resiste a la precisión del diccionario pues se encuentra atravesado por intereses y corrientes en permanente conflicto. Sin embargo, se pueden identificar dos posiciones polares. Para algunos se trata apenas de una mera forma, regulada jurídicamente y útil para la convivencia entre sujetos libres; para otros, debería hallar su respaldo en una dimensión superior, lo que por supuesto inquieta a los primeros, intransigentes defensores del carácter secular de la política.
En otro plano, no menos polémico, el ensayo final, Slavoj Zizek comenta dos casos difíciles y muy distintos entre sí: China y Haití. El primero representa una gran economía que (todavía) parece prosperar, pero en él, y quizá no por casualidad, la democracia brilla por su ausencia. China, argumenta Zizek, le recuerda a Europa los primeros y olvidados siglos del capitalismo cuando la democracia se consideraba un obstáculo para el desarrollo antes que un aliciente, como creen los buenos liberales. ¿Habría entonces democratizaciones prematuras que impiden la creación de la riqueza en una fase incial, pero crucial, para la evolución futura de los países? Haití ofrece una muestra mayúscula de tragedia histórica inducida desde afuera. La ex colonia francesa, y luego estadounidense, en un tiempo tan próspera, soporta todavía la destructiva presión de sus viejos amos, paladines retóricos de la libertad y la igualdad. Zizek se plantea entonces un dilema que obsesionó a los movimientos de izquierda del siglo pasado, y cuyos resultados han sido por lo común catastróficos, pese a sus emocionantes fases iniciales: ¿será acaso preciso aceptar alguna dosis de autoritarismo en los liderazgos populares y liberadores? El modelo positivo al que recurre es la Venezuela de Chávez. Más allá de la polvareda de opiniones pro y contra Chávez, el ejemplo no es el más extremo posible.
En la genial obra de Tocqueville faltaba una palabra clave: crisis. Quizá ella explique que el pensamiento sobre la democracia se dispare hoy hacia todas las direcciones imaginables.
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