La verdad “sentida”: una perspectiva nicoliana

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La verdad “sentida”: una perspectiva nicoliana

Aclarar una verdad siempre es re-velar algo nuevo, pero esta afirmación esconde otra cuestión más importante: ¿qué significa introducir “algo de nuevo”? Y, sobre todo, ¿cómo se puede introducir “algo de nuevo” donde se trata de ciencia? Las dos preguntas van siempre juntas y contestar una significa contestar, a la vez, otra y esto porque entender “qué es lo nuevo” implica el aclararse de la metodología que permite introducirlo, mejor, “lo nuevo” ya está en esta metodología.

En el particular, ¿de qué “nuevo” estamos hablando? Para contestar tenemos que ponernos frente al “oficio”, al “papel” desempeñado por el pensamiento hacia el cual cabe reconocer tanto valor para poderle dedicar toda esta reflexión sobre lo que, de cualquier forma, relativa o absoluta, siempre vamos buscando a lo largo de nuestra vida: se trata del pensamiento de Eduardo Nicol. Su papel: investigador en filosofía y, desde aquí, profesor, filósofo. Entonces, retomando el principio de nuestra reflexión, estamos hablando de la “novedad” filosófica. ¿Desde qué punto de vista es posible hablar de un tal genero de novedad?

Esta pregunta nos lleva a la otra, “sempiterna”, pregunta sobre el “ser” de la filosofía y ya sabemos que todos los filósofos no han dejado pasar este problema sin ofrecer al público la propia opinión. De todas formas, a nadie le ha escapado el hecho de que la filosofía nace y sigue viviendo en “doble forma”: la “forma profesional” y la “forma general”. La “forma profesional”, en la cual podemos incluir ante la “modalidad académica”, es la forma que pertenece a quién hace de la filosofía un trabajo ejercitado para sobrevivir en la sociedad, así que se convierte en profesor, en un “obrero del pensamiento”, colocado en un sistema en el cual su papel es el del “permitir el pasaje de las informaciones profundizándolas”. Esta forma no tiene nada de negativo en sí misma, hasta cuando no empieza a concebirse como la única forma posible de la filosofía. Tampoco la “forma profesional” puede ser separada completamente de la “forma general” porque desde esta última nace y con ésta siempre se encuentra en relación. Entonces ¿qué es la “forma general”? Se podría decir que es la razón por la cual la filosofía misma no tiene otro objeto de estudio que el mismo hombre, y que todo lo que dice y hace siempre está “en referencia” al hombre. Como el mismo Nicol reconoce, «cuando se trata, por el contrario, de la ciencia primera, de la que fue y sigue siendo matriz de todas las demás; cuando se trata, en suma, de la ciencia que forjó el concepto mismo de ciencia en general, entonces el profano no considera que haya profanación ninguna en penetrar en su recinto. La autenticidad de su experiencia personal del problema justifica su denuedo y compensa su ignorancia.

¿Por qué habría de tener autoridad mayor que la mía, para ocuparse de mi propio problema, un hombre igual que yo, cuyo problema es el mismo?». Aunque el “problema filosófico” necesite de su lenguaje técnico para que sea posible solucionarlo de manera satisfactoria o, por lo menos, que sea posible reconocerlo como “límite” del pensamiento, en las varias formas que el límite pueda asumir, no cabe duda que el problema competa tanto al filósofo como al “hombre de la calle”. Muchas veces es la propia terminología quien aleja al “hombre común” de la “cuestión filosófica” escondiéndole la “com-unidad” del problema. El problema filosófico, en este caso el problema de la filosofía, es común y «lo que puede hoy frenar la impaciencia ante las profanaciones del vulgo es la seguridad de que con ellas recibe la filosofía una forma de homenaje, inconsciente y muy desviado, pero muy sincero», y esto porque «la filosofía es lo que más importa – y por ello todo el mundo quiere “meter baza”».

 

Pero ¿cómo se puede afirmar que la filosofía es la cosa más importante si parece que en este mundo en que vivimos la mayoría de las personas la considera como algo inútil y superfluo? Podemos contestar de una manera mejor si nos enfocamos sobre el locus donde cae la “acusación de inutilidad”. El hombre común, al cual ya hemos definido, siempre considera superflua cada reflexión que no tenga una referencia directa a la vida en sus problemas básicos, o sea todo lo que no afecta la esfera antes de la supervivencia y, luego, de una vida digna de ser llamada “vida humana” (trabajo, juegos, relaciones etc.). El sólo hecho de hablar de vida humana aparece “ante los ojos” del “hombre común”, en todas sus formas, como algo “evidente”; ¿quién diría que no es evidente que el hombre quiere sobrevivir y, más, que quiere una vida digna de ser vivida? Se puede objetar, que el suicida no quiere vivir más, pero es verdad que esta opción se realiza en el momento en el cual la vida misma pierde su intrínseco valor porque pierde su sentido. En esto se ve con extrema claridad la diferencia entre supervivencia y vida: la primera se desarrolla como un conatus vivendi movido sólo por el deseo de permanencia; la segunda, aunque se funda en esta primera, necesita un sentido, una dirección. No se puede concebir la vida como separada de su fundamento biológico pero, a la vez, es muy problemático reducirla a esto.

 Además, el sentido por el cual dirigimos nuestras acciones puede enfrentarse a nuestra supervivencia decretando una acción definitiva y última: la muerte, como ocurre en cada suicidio. Todo esto nos muestra como cada existencia humana sea una forma de conatus vivendi según un preciso sentido. Destrozado el sentido que, para nosotros, hace de esta supervivencia una vida digna de ser llamada “humana”, dejamos de desear nuestra supervivencia, dejamos de configurarnos como un conatus, de hecho dejamos de decidir (como por ejemplo en la depresión, aunque el no-decidir se manifieste como una decisión) o tomamos la decisión que, sola, puede cerrar la posibilidad de todas las decisiones sucesivas: el suicidio. Todo lo que hemos dicho hasta ahora no se esconde a la mirada sencilla del “hombre común” que siempre reconoce la necesidad de actuar según sentido, y que desde este reconocimiento juzga la “justicia” de una acción y, en el particular, de una decisión. Reconocer algo que pertenezca a la decisión que alguien toma y que siempre se muestra como esperada y requerida, significa reconocer de manera “evidente” que, en cuanto hombres, estamos “condenados” a la decisión. Cada acción es una decisión que nos modifica y define, y, como bien explicita Eduardo Nicol, no está movida por la razón aunque pueda parecer así. Lo que mueve cada decisión es el deseo frente al cual la razón sólo puede hacerse medio para llegar a la realización. Además, el hecho mismo de estar condenados a la acción no puede ser explicado por la razón sino sólo se muestra como “hecho básico”. A la razón «está vedado, por la limitación de su alcance, abarcar en una definición de aquello que en la existencia humana es más radical: el acto de la opción, por el cual el hombre se va haciendo de un modo real y efectivo a sí mismo». El conatus vivendi que siempre somos y que lleva en sí mismo la necesidad de un sentido es, afirma Nicol, hormé vocacional; el cual es :«el elán que nos mueve durante el recorrido». Así que, si el hombre se mueve, decide y actúa para preservar su supervivencia, al mismo tiempo lo hace siguiendo un sentido que reconoce y según el cual va conformando toda su vida…por esto la hormé no puede ser sino “vocacional”. Y queda claro que en este sentido está implicada la coherencia de sus acciones, su ethos: «cada vocación y profesión tiene su ethos propio. Pero el ethos no es un sistema convencional de normas que regulen el ejercicio profesional. Las normas, si acaso, llegan a formularse cuando se tiene conciencia de que el ethos es algo intrínseco a ese ejercicio; de tal suerte que sin saber lo que es el ethos ni haber reflexionado sobre ninguna regulación expresa, a cada cual le basta hacer bien su oficio para mantener condición ética».

¿Cómo puede ser que todo esto que es evidente para el filósofo lo sea para el “hombre común”, o sea para él que no se dedica al estudio de la filosofía? Si la evidencia tiene un carácter apodíctico, será porque tiene algo que comparten tanto el filósofo como el “hombre común”, algo de com-unitario y, por eso, algo que se realiza sólo a través del encuentro o, mejor, del hecho de que el filósofo desde siempre es primariamente “hombre común” y sólo por esto puede dedicarse a la filosofía. Nos recuerda Nicol que «la evidencia apodíctica, en efecto, no es un contenido, ni una forma, ni es una norma o axioma: es un acto, y un acto comunicativo». Es, entonces, en la com-unión creada por el acto comunicativo, que sale a la luz la evidencia de nuestro ser hombre y, por esto, caracterizados por una precisa manera de ser. Y, por lo tanto, es en este continuo e ineludible acto comunicativo que la filosofía encuentra su sentido como posibilidad de reflexión sobre lo “más propio” del hombre.

Así que la filosofía misma, más allá de la terminología técnica que la caracteriza, se configura propiamente como la vocación humana, o sea el reconocimiento que el hombre no puede vivir propiamente sin su vocación que es la de encontrar un sentido a través del cual mirar la vida en su continuo desarrollarse (esta mirada no es otra cosa sino su participación en la vida misma). Esta vocación compartida por todos los hombres, como ya hemos subrayado antes, tiene su ethos, o sea su lugar y su metodología correcta: su lugar es el lugar del hombre y su metodología es la adherencia a la “verdad del hombre”.

Esto lo entiende muy bien Nicol cuando afirma que «de un error técnico de la filosofía responde el filósofo sólo ante sus pares; de una falta contra el ethos filosófico ha de responder ante todos». Esto nos lleva a admitir que aunque existan particulares problemas filosóficos, estos mismos siempre se enraízan en el árbol de la filosofía entendida como “saber del hombre”. Este saber no puede ser, y tampoco lo es,  patrimonio solamente de una “aristocracia del pensamiento”, sino, como todo el debate sobre la Lebenskunst ya ha aclarado, el saber del hombre muchas veces está preservado más en la literatura que en la reflexión filosófica. Los escritos de Baltasar Gracián, de Michel de Montaigne, de Baldassar Castiglione son sólo unos de los tantos ejemplos que se pueden tomar en consideración.

 

Este saber, si es vocación del hombre en el continuo intento continuo de conocer, re-conocer y conocerse, nos muestra ahora de manera clara y definitiva que el filosofar no puede limitarse a la elaboración de conceptos particulares (que siempre tienen referencia a la vida), sino que explica su fuerza (su fuerza humana a favor del hombre mismo) en la posibilidad que cada hombre pueda re-conocerse, y así conocerse siempre más, en su misma búsqueda. Aquí podemos entender porque la sola evidencia posible se coloca en el desarrollarse del acto comunicativo y porque Nicol, reconociendo toda el alcance de la mirada filosófica, nos confiesa que desde sus primeros pasos en filosofía, él ya tenía la sospecha respecto de su cometido, como un presentimiento de que la tarea de pensar no se agotaba en la construcción sistemática. Y, de hecho, como el mismo reconoce, la filosofía es ciencia, pero no sólo ciencia, y por esto se distingue de las ciencias particulares, y esto porque la «antigua sophía, la que existía aun antes de la filosofía, no caduca con el nacimiento de ésta. Al contrario, prosigue con fuerza nueva y hasta se incorpora a la nueva forma de saber que es el científico». Con esta afirmación, Nicol reconoce que en la raíz de la filosofía se encuentran opiniones científicas y no científicas, pero también que estas últimas difieren de las “opiniones vulgares”. Si hemos entendido bien lo que quiere decir nuestro filósofo, podemos arriesgarnos a afirmar que las opiniones no científicas, o sea no demostrables a través del experimento ni obtenibles siguiendo un razonamiento sino solo “asumibles”, son las verdaderas evidencias, tan claras que hay que distinguirlas de las opiniones vulgares. Esta distinción se actúa propiamente en el acto comunicativo que nos permite reconocer, a través del dia-logos, lo que es verdaderamente evidente y lo que parece ser tal pero, al final, revela ser solamente una evidencia construida por un deseo subjetivo. Esta operación se realiza, entonces, en la misma y simple comunicación que ya no es propiedad de la “forma profesional” del filosofar pero que sí es una operación filosófica. El problema fundamental es que «no hay un criterio común, al alcance de todos, para efectuarla, y esto sólo revela que ya la sabiduría no es siempre científica (…)», y esta sabiduría «es una mezcla sazonada de experiencia, de previsión y mesura; si quieren ustedes de justicia, fortaleza y templanza. Este temple humano no se enseña académicamente. Hay hombres más dispuestos que otros a adquirirlo, y el camino de su adquisición es el camino de la vida (…). En todo caso la figura ideal del filósofo reuniría a la vez la sabiduría del sabio y la sabiduría del científico».

El saber del hombre, compartido por todos los hombres, es la raíz del filosofar entendido como “vocación humana”, y se funda en esta sabiduría del sabio que constituye la raíz de cada reflexión filosófica particular (científica). Pero el verdadero saber del hombre necesita, como ya hemos visto, ser caracterizado por su ethos, que es el ethos del hombre como ser “de la” y “en la” comunicación. Este ethos necesita ser adherente a la “verdad del hombre” pero, si el saber del hombre y su ethos están caracterizados por una sabiduría que no es científica sino se funda en la evidencia primaria, que es siempre actualizada en la comunicación, el filósofo queda siempre expuesto al riesgo de transformarse en sofista. «Es cierto que la falsa sabiduría se confunde con la sabiduría. A la falsa se la llama sofística». La sofística es, entonces, una “filosofía enferma” y por esto no resulta fácil identificarla.

Como nos enseña Hannah Arendt, la mentira tiene la misma raíz que la verdad, más ella nace como un tramo del árbol de la verdad y parece tan similar y persuasivo sólo porque se enraíza en una apariencia totalmente plausible. Si no fuera así, no hubiera hombre que podría creer en la mentira. La fuerza de la mentira está en su plausibilidad y en su capacidad de mascarar de evidencia lo que sólo es una expresión de la voluntad subjetiva, casi siempre una voluntad de posesión. Por esto «las ideas sofísticas son corrosivas del ethos común, y por tanto han de ser juzgadas en el nivel ético, más que en el nivel intelectual». Tal juicio puede ocurrir de manera correcta sólo si nos quedamos de manera consciente en aquel acto comunicativo que nos constituye como “hombres de la vocación”. Siempre estamos en este acto de comunicación pero la única posibilidad de filosofar según el ethos filosófico, entendido como saber del hombre, necesita una consciencia de esta constitución expresiva del ser humano.

Sólo ahora, en conclusión, se puede entender el pleno sentido de las afirmaciones con las cuales he empezado esta particular reflexión. Nicol, en su trabajo filosófico, nos ha mostrado como el ethos del pensamiento sea, sobretodo, la capacidad de no desplazar la atención del momento comunicativo como momento fundamental de la posibilidad de la verdad del hombre, o sea de la verdad sobre el hombre. Una verdad enraizada en un ethos de la búsqueda que siempre necesita que el filosofar no quede cerrado en las academias sino sea posibilidad del hombre en general, como principio del conocimiento de sí mismo. Entonces, la novedad en filosofía, desde esta perspectiva, no es sólo una posibilidad historiográfica sino el abrirse ulterior de la mirada, así que se pueda entrever lo que desde siempre funda el filosofar como saber de la humanidad. Entrever, pero, de manera común, donde el sentir se hace con-sentir, sentir común y posibilidad de permiso como reconocimiento. Nos recuerda Nicol que «la búsqueda se emprende con las manos abiertas, símbolo de penuria y de esperanza», y la verdad se re-conoce y con-siente cuando estas manos se tienen unidas. Si la Metafísica es la ciencia de los principios, la reflexión de Eduardo Nicol es re-conocimiento y evocación de un sentir del principio vocacional de la hombría.

*Las imágenes son del artista Sr. García y fueron seleccionadas por el equipo de redacción de la revista Reflexiones Marginales. Para obtener más información sobre este artista puede visitar su página web http://www.elsrgarcia.com/

Bibliografía

– Hannah Arendt, La menzogna in politica, Marietti, Genova 2006

– Baldassar Castiglione, Il cortigiano, Mondadori, Milano, 2002

– Kierkegaard, Soren, Aut Aut, Mondadori, Milano, 2002

– de Montaigne, Michel, Saggi, Bompiani, Milano, 2012

– Gracián, Baltasar, Obras completas, Catedra, Madrid, 2011

– Eduardo Nicol, Psicología de las situaciones vitales, FCE, México, 1996

– ——————-, El problema de la filosofía hispánica, FCE, México, 1998

– ——————-, Metafísica de la expresión, FCE, México, 1989

– ——————-, La reforma de la filosofía, FCE, México, 1980

– Ricardo Horneffer (coord.), Eduardo Nicol (1907-2007). Homenaje, Unam, México, 2009