Hablar de la infancia es entrar en un terreno de signos dormidos, a un tejido ininterrumpido de palabras enmudecidas, de relatos oscuros, de caracteres donde aún pueden leerse innumerables prejuicios adosados a esa palabra. Cuando hablamos del niño, y más sobre literatura para niños o de niños es necesario recoger en una única forma del saber todo lo que se ha visto y oído, todo lo que ha sido relatado en la historia de esa palabra por el lenguaje del mundo, de las tradiciones o de los poetas. Aproximarnos a un niño equivale a recoger toda la espesa capa de signos que se han podido depositar en él o sobre él; es encontrar de nuevo todas las constelaciones de formas en las que la misma literatura los ha transformado.
Y así como este juego infinito de las palabras encuentra su vínculo, su forma y sus limitaciones en la relación entre la literatura y la infancia, asimismo nos encontramos hoy en la encrucijada de esa relación que apenas cobra vigor pero que por vivir en una época de la imagen sobresale de entre múltiples vertientes. Acaso sea la época, el mundo que nos ha tocado vivir y que siempre está asociada a una imagen y ésta a una subjetividad.
Recuerdo aquí que Bataille decía que la literatura era la infancia por fin recuperada y esto quería decir que la literatura es la expresión de una forma aguda del mal y ese mal nos habla de la infancia, nuestra propia infancia, y de nuestra pasión por la literatura.
Recuperar la infancia no es pues otra cosa que recuperar ese mal en el erotismo infantil, lo cual no es una mala propuesta y quizá sea la única por la cual podamos comprender ese mundo en el que el pequeño está inserto con mucho menos rubor y con menos mito.
Estoy convencido de que tanto María Fernanda García, Abril Castillo como Idalia Sautto, editoras invitadas para este número lo que han hecho es construir un discurso literario consistente en disponerse a leer de un modo particular, en levantar la piel de lo escrito para ver hasta dónde llegan las raíces de las palabras y de qué humus se alimentan. Ellas han trazado una topografía donde lo que aparecen son escritores-ilustradores que han encontrado en las raíces de las palabras otra gramática del mundo, un mundo sostenido por imágenes, en donde el niño no es un mito sino un ser que se abre a una zona de sombras y luces, un ser capaz de ser atravesado con retóricas de libertad, o una realidad que se escribe de otra manera: con nuevos tintes, en el que se apuesta por un espacio con futuro, quizá el habitado por las libertades.
Alberto Constante