El sentido del humor de Fritz

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El sentido del humor de Fritz

Hay quienes no soportan leer a Nietzsche. Los motivos son muchos. Hay quien cree que grita demasiado, que su escritura es demasiado altisonante, grandilocuente, y por ello enfadosa; hay quien cree que es demasiado soberbio, presuntuoso, y por ello chocante; hay quien simplemente lo considera una «lectura de juventud», estimulante, pero sin rigor; hay, por otra parte, quienes lo consideran demasiado literario, fantasioso, poco filosófico, sin referentes ni denotaciones claras; hay quien no soporta sus contradicciones, desvaríos y exageraciones; y hay también, sin más, aquellos quienes creen que ni siquiera es filósofo y que no es necesario para poder pensar filosóficamente. Estas y otras objeciones al trabajo de Nietzsche serían por supuesto comprensibles si examinamos, más que a la obra, a quien la lee. Por supuesto que quien quiera encontrar vestigios de los reproches anteriores los encontrará raudo desde una lectura superficial y apresurada de cualquier libro de Nietzsche, desde una sensibilidad particularmente perturbable, pero sobre todo desde una corta idea de lo que la filosofía sea.

Por lo demás, no es el objetivo de estas líneas emprender apología alguna de la obra de Nietzsche, como si la necesitara, como si hiciera falta, como si el siglo XX y el XXI no llevaran su impronta, como si no se hubieran derramado litros y litros de tinta en alabanzas, análisis, estudios críticos y apologías, como si, por lo demás, tuviera algún grado de interés o de provecho –más allá del regodeo o el resentimiento– «descalificar» o «defender» a un filósofo determinado. Por el contrario, y más allá de su «relevancia», «importancia» o «pertinencia» para la filosofía, estas líneas quieren llamar la atención sobre un fenómeno determinado que, en algún sentido, está relacionado con muchas de las desafortunadas recepciones que de pronto suscita Nietzsche entre sus renuentes lectores: su sentido del humor.

Y es que para ser un buen ironista –y Nietzsche definitivamente lo es– se necesita de una aguda inteligencia, eso está claro, pero también es imprescindible una buena dosis de sentido del humor –aunque éste sea muy retorcido. ¿Cómo se puede tomar uno, más que como una broma o una burla, que un capítulo de un libro titulado Ecce homo se intitule Por qué soy yo tan sabio, otro, Por qué soy yo tan inteligente, otro Por qué escribo tan buenos libros y, finalmente, Por qué soy yo un destino? La primera impresión que alguien podría tener al revisar un índice de este talante podría ser de desprecio, pero también de risa: ¿en serio?, ¿este tal Nietzsche lo escribe en serio? Y la respuesta es todavía más hilarante: sí, lo dice en serio. Desde la altanería propia de quien se sabe «singular», Nietzsche, no sin una sonrisa burlona, pero tampoco sin razón, le dice a Occidente por qué –según él– es tan sabio, inteligente, por qué escribe tan buenos libros, y por qué es un destino. Ecce homo puede concebirse como la autobiografía filosófica de un pensamiento achacoso y maniático que ha sabido sustraer fuerza de donde sea necesario para sobreponerse a sí mismo y sus afecciones vitales; es la historia –o, mejor dicho, la genealogía– del trágico padecimiento del pensar que, por su tragicidad misma, se padece, pero también se afirma y se canta y se baila. Nietzsche se padece a sí mismo en ese libro, pero desde una distancia que, aunque un poco bastante charlatana, le permite padecerse con una sonrisa en la boca, hacia él, hacia Occidente y hacia todos sus lectores. Se afirma a sí mismo y se ríe, el buen Fritz.

Ahora bien, si esto lo puede hacer al final de su obra –acaso como estrategia vital para sobreponerse a sus múltiples obstáculos vitales–, vale la pena recordar que lo hace desde épocas muy tempranas, incluso antes de ocupar la cátedra de filología en Basilea. En una carta del 22 de febrero de 1869 a su amigo Rohde le dice que ha sido «muy bien acogido por la Sociedad de aquí y día con día tengo que ceder a la triste violencia de las invitaciones», señalando lo fastidioso que le resulta cumplir con determinados compromisos sociales. Y, pese a que «me he hecho notar por mis opiniones sobre la música del porvenir […] y soy muy solicitado por los partidarios de ella […] yo no tengo el más mínimo deseo de empezar a cacarear en público como una gallina», haciendo notar su falta de interés por departir con aquellos que, en su mayor parte, son «muy obtusos y escriben repugnantemente», resaltando así una presunta superioridad sobre ellos. Sus colegas, para él –y así lo consigna una carta a su madre el 16 de junio del mismo año– son una «horrenda turba» que lo han convertido en un hábil y auténtico «perito en el arte de rehusar invitaciones con habilidad». Él, por supuesto, lo dice en serio, pero no cuesta ningún trabajo inferir que esos artificios son simultáneamente resultado y fundamento de una profunda melancolía que lo acosa, la melancolía del genio, del creador, del incomprendido, del intempestivo que se niega a sucumbir a ella y para ese fin se inventa un sardónico sentido del humor: porque soy muy sabio, porque soy muy inteligente, «porque no soy hombre, soy dinamita». Así lo deja ver en una carta a Rohde el 24 de marzo de 1881: «¡No es pequeña habilidad el vivir sin dejarse dominar por la melancolía!», y en una a su madre en julio del mismo año: «Ningún hombre merece menos que yo el que se le crea deprimido». Melancólico, mas no deprimido. Grave, mas no sepultado. La altanería al servicio de la vitalidad, de la alegría. Nietzsche y su alegría versus la tristeza.

Y es que sucede que, justo por esas fechas, y para el resto de su transcurrir, el pensamiento llamado Nietzsche se topa con Spinoza. Así consta en una carta a Overbeck del 30 de julio de 1881, y así consta en los recorridos teóricos de un tal Gilles Deleuze, para quien ambos pensadores son claves en el tipo de filosofía que intenta a toda costa dejar de pensar como cura, como sacerdote, como resentido, e intenta a toda costa decir a la vida –lejos de la tristeza y el resentimiento, cerca de la alegría y la actividad. No es casual que por estas fechas se termine Aurora, y se comiencen a fraguar La Gaya Scienza y Así habló Zaratustra como esa parte de la obra nietzscheana que, a decir del mismo Nietzsche, «dice sí». Nietzsche lee a Spinoza: «¡Estoy asombrado y encantado!»; conoce la alegría filosófico-vital del holandés y la incorpora a su filosofía. Ese concepto que implica en el marrano «un afecto mediante el cual el ser humano pasa de una menor a una mayor perfección» se traduce en Nietzsche en una serie de conceptos que él entiende como actividad, potencia, sobreabundancia, baile, afirmación. Nietzsche, melancólico, ríe alegre: «¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aún mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os haya engañado».

A partir de este momento, aún en la parte de su obra «que dice no», su ironía se refina, su sentido del humor crece –desde las humorísticas y certeras críticas a Kant, a Hegel, a Sócrates y a Platón, hasta las sardónicas y agudas afirmaciones sobre el cristianismo, sobre la moral, sobre Occidente todo. Sin embargo, un poco como se sugiere en el prólogo de La Gaya Scienza, «dejemos a un lado al señor Nietzsche», ¿qué nos importa si estuvo sano o enfermo?, ¿qué nos importa su relación con Spinoza?, ¿qué nos importan sus cartas, sus libros, sus lectores?  Al final del día, seguirá habiendo refunfuñones que no lo soporten, o fieles prosélitos que lo defiendan a ultranza, hasta en lo más indefendible. ¿Acaso importa? Quizá, dentro de toda su obra, lo que todo ser humano debería aprender, antes que cualquier otra cosa, sería su buen humor, su fino sentido para oponer la risa y la ironía a la melancolía, incluso a la rabia y al dolor. Más aún: quizá –e incluso sin Nietzsche– lo que todo pretendiente de la sabiduría debería aprender, antes que cualquier otra cosa, sería a reír.