Herbert Frey, esa máscara nietzscheana llamada Diónysos

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Herbert Frey, esa máscara nietzscheana llamada Diónysos

Herbert Frey, en un libro de 2007, La sabiduría de Nietzsche. Hacia un nuevo arte de vivir, señalaba que había varios factores que resultaban definitivos en la acogida de Nietzsche en el mundo contemporáneo, lejos ya de las saturadas visiones que de este filósofo se habían dado. Justo en estos factores Frey insiste, los vuelve a retomar para hacer énfasis en su postura, en el nuevo libro que nos ha entregado: En el nombre de Diónysos. Nietzsche el nihilista antinihilista.

En El nombre de Diónysos, señala que treinta años después de la segunda guerra mundial, con excepción de los franceses, Nietzsche era considerado como “un perro muerto”, y que esta situación cambiaría drásticamente “después de la nueva edición de Giorgio Colli y Mazzino Montinari, que destruyó de manera total el mito de Nietzsche como filósofo de los nazis, la aparición de los Nietzsche–Studien en 1972 y la Nietzsche–Forschung en 1993–1994. Al mismo tiempo, el filósofo berlinés Wolfgang Müller-Lauter (1971, 1999, 2000) se opuso, en su libro Nietzsche, su filosofía de las contradicciones y las contradicciones de su filosofía, a la reducción de la filosofía nietzscheana, por parte de Heidegger, a una metafísica de “la voluntad de poder”. Nada más cierto, nada más justo. Heidegger dio quizá el epíteto más equívoco a Nietzsche con lo que cometió un acto de enorme injusticia: “el último de los metafísicos”. Parecería increíble que un pensador de la talla del filósofo de Das Ding cometiera tan grave acusación a un filósofo que pretendió salirse de los límites de la propia filosofía enclavada en el platonismo y construir un platonismo “al revés”.

 

Con esta distinción, es claro que Frey se hacía eco de una nueva emergencia del “caso Nietzsche” y daba una nueva visión de su pensamiento, de los acordes distintos con los que su música sonaba y resonaba en un mundo necesitado de una visión fresca, de una mirada otra que revelara caminos plurales para el hombre lejos de todos los transitados agotadoramente.

Todos estos elementos fueron la piedra de toque con la que se abrió un camino nuevo a la interpretación de Nietzsche, a su recepción, a las transformaciones que habrían de operar a partir de él, de su pensamiento. Pensemos sólo en Foucault quien a partir de su momento genealógico transforma la concepción de la formación de las subjetividades y su pensamiento se va tornando duro, complejo, atiende a otras actos que se circunscriben a la mismísima complexión de lo social. Posteriormente, Deleuze, Vattimo, y un largo, larguísimo etcétera del que no saldríamos nunca, nos llevan a entender que Nietzsche no se puede reducir a los esquemas con que se le conoce: La muerte de dios, La voluntad de poder, el superhombre y el eterno retorno. Y digo esquemas porque pareciera que es sólo una fórmula en la que todo se va desarrollando como si fuera un desarrollo biunívoco olvidando con ello la multiplicidad de las interpretaciones, el quiebre de la verdad como verdad absoluta, el impulso a las sensaciones y a la pluralidad, a esa forma tan específica de luchar contra las sombras de los sido en el contexto histórico. Como dice Frey: “[…] dejar aflorar a un Nietzsche mucho más sutil, que ya no podía ser acaparado políticamente y que se sustraía a cualquier etiquetación estereotípica” (p. 12).En definitiva, Nietzsche sigue siendo, como él mismo dijo: un enigma. Un enigma que requiere de ser analizado y abierto. Un enigma que se transforma y que va más allá de si mismo. Desde luego que la obra de Nietzsche ha de leerse siempre como si de un palimsesto se tratara. De ahí la corriente que pretende llevar a cabo una analítica de los conceptos, de las transformaciones, etc. A esta visión otra de Nietzsche se suma ahora un libro de Herbert Frey, En el nombre de Diónysos. Nietzsche el nihilista antinihilista. Un libro publicado por Siglo XXI, México, en 2013.

Aquí, Herbert Frey lo que nos ofrece es ese “otro Nietzsche”, es decir, ese que está comprometido con el pensamiento trágico de Nietzsche y vinculada con la metáfora del dios griego Diónysos (cfr. p. 13). No se trata entonces de señalar lo que hasta el hastío se ha escrito: la dicotomía entre los dioses, sino más bien, el acento está puesto en la relación que hay entre lo trágico y lo no trágico como ha escrito Sloterdijk.

Podríamos convenir en que las interpretaciones tradicionales han agotado a ese Nietzsche de la voluntad de poder, del eterno retorno, de la fastidiosa y hastiante muerte de dios, tanto como la del superhombre, y lo que ahora nos queda, como resto, como lo otro no pensado, como lo dado al pensamiento como enigma es lo que cita Frey: la algodicea. “Algodicea significa una interpretación metafísica del dolor, que le da sentido. En la modernidad sustituye a la teodicea, como su reverso. En ésta se dice: ¿Cómo puede conciliarse el mal, el dolor, el sufrimiento y la injusticia con la existencia de Dios? Pero ahora la pregunta es: si no existe ningún Dios ni ninguna instancia superior que den sentido, ¿cómo podemos todavía aguantar el dolor. De inmediato, la función de la política se revela como una teología sustituta”. (p. 14)

Lo que afirma Herbert Frey es algo mucho más interesante, una posición que se destaca por entre todas aquellas que determinan a Nietzsche como un “perro muerto” en pleno siglo XXI o un pensador al que poco o nada hay que dedicarle “a estas alturas”. Porque como él escribe, si la modernidad ha pugnado por liberarse del dolor, o como quería Levinas, el dolor suplementario, la algodicea dionisiaca de Nietzsche “contrapone directamente con esta ilusión moral. De manera antigua, plantea la reminiscencia del êthos del padecimiento afirmativo, frente a cualquier idea de una negación supresiva. En tanto que radicalmente inmanente, concibe a la vida como un juego irremontable de placer y dolor, y niega toda metafísica de la redención. La doctrina nietzscheana de la justificación estética de la existencia, se demuestra como todo lo contrario a un esteticismo cínico; se funda en una algodicea que intenta llevar al dolor, como elemento de la pasión disoniaca, totalmente a la inmanencia de una vida que ya no requiere de salvación”. (P. 14) Sin duda es la pasión dionisiaca que Nietzsche descubre en el espíritu griego de la tragedia como fulguración de lo que es la concepción del hombre como ser trágico, y que no es otra cosa que esa condición de soportar lo insoportable; este soporte se da, nos dice Frey, no sin subterfugios, pues cuenta, en el éxtasis y la pasión, con dos soportes indispensables: la embriaguez y el sueño que son los factores que redimen la vida misma.

Aún estamos provocados por la moral judeocristiana, aún estamos confrontados al deber, al dolor, a la causalidad, a la linealidad del mundo y al destino prefigurado, a la razón suficiente, a todo aquello que nos ata a un mundo arrodillado, aún estamos arrodillados y ni siquiera somos capaces de creer en una línea de Nietzsche, intuimos vagamente que si acometiéramos con fuerza el reto nietzscheano nuestras vidas estarían en riesgo, no podríamos vivir en esta sociedad. No estamos preparado aún para este pensador. Quizá la comprensión de Esa corriente en la que se inscribe Herbert Frey nos de un poco más de espacio y podamos acercarnos al esa algodicea y el sueño y la embriaguez nos salven de la modernidad y podamos ver a Nietzsche como el contramito a la modernidad.