Laberinto sonoro y musical. El ombligo del tiempo

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Laberinto sonoro y musical. El ombligo del tiempo

El laberinto es un símbolo de  confusión y  estremecimiento; un intestino que engulle, digiere y transforma a través de sus desconcertantes calzadas que llevan a lo insospechado. El laberinto da qué pensar. Su función primaria es la de servir como prisión, tal  y como se narra respecto de los palacios de Cnossos, en la isla de Creta, en la Grecia pre-helénica, cuyo modelo se reproduce en el mito del rey Minos, quien ordena la construcción de uno de ellos  al arquitecto más afamado de la época, Dédalo, el padre de Ícaro, el bizarro que se atreve a volar tan alto, que sus alas, hechas con cera, se derriten bajo los rayos del sol. El resto de la historia se resume en una estrepitosa caída sobre el mar Mediterráneo. El laberinto solicitado por Minos tiene la finalidad de mantener bajo custodia inclemente al Minotauro, un ser híbrido  que semeja  una boca inmensa ávida de jovialidad, que sólo se sacia con doncellas y donceles.

 

El laberinto es también una figura que describe la motivación filosófica de Platón, quien privilegia las líneas rectas tratando de poner el pensamiento a salvo de las arqueadas digresiones que conducen al error de la pistis y la doxa, las cuales constituyen las cavernas, es decir, las entrañas del laberinto tejidas con las energías del caos, impulsos informes y carentes de objeto que no dejan de acechar los trayectos de la dialéctica, análisis y síntesis. Pistis y doxa percuten en la episteme desde diferentes puntos de vista: la doxa, cuyo contenido es la opinión, implica un rasgo de objetividad negativa que opera en relación de oposición con el buen saber; mientras que la pistis, al estar fuera del ámbito del juicio, simplemente sintomatiza, es una creencia sensorial que traslada el problema a otro lugar, el de la diferencia de naturaleza entre el cuerpo y el pensamiento, tratada por la metafísica como simple distinción formal.

Tal parece que Nietzsche comprende las posibilidades de la pistis cuando plantea una de las preguntas que atraviesan su filosofía: ¿en qué consiste pensar?,  sin tomar como punto de partida las formas, sino aquello que las preside, las fuerzas en su esencial pluralidad. Este gesto filosófico resulta decisivo, porque hace estallar el pensamiento, ya que el principio de identidad y el principio de objetividad pierden hegemonía. Según Klossowski, las pretensiones del conocimiento epistémico se vulneran, porque lo que se transmite no es ya un saber, sino una tonalidad del alma,   una stimmung, una experiencia singular, un movimiento del humor que arrastra oleadas de alegría o de tristeza, un flujo que  recorre el cuerpo promoviendo alguna certeza. Al situar el pensamiento en el espacio intensivo de las fuerzas, Nietzsche sugiere que la razón tendría como función coligar las energías, mientras que el goce tendría que ser un  puro efecto de la disgregación de las fuerzas unificadas.[1]

En todo caso, llama la atención que la seductora red simbólica de Nietzsche abreve del mito, pero sólo como un pretexto para poner en marcha las inversiones revolucionarias que ramifican  con interrogaciones convulsivas. Uno de los símbolos  que más le fascinan es precisamente el del laberinto, una suerte de  obra que des-obra, porque sus enredados pasadizos disimulan aquello que excede  los rutilantes vértices del pensamiento, el cual, en su etapa homérica, se dignifica con la figura del héroe. ¿Qué sentido tiene el héroe, para Nietzsche? El héroe retrata al hombre superior. El mito le da la representación de este hombre superior en Teseo, un joven cretense cuya hermosura hiere el plexo emocional de Ariadna, hija del rey Minos. Además de belleza física, Teseo tiene el coraje de enfrentar al Minotauro para salvar a su pueblo. La empresa implica dos peligros: el de estar cara a cara con el monstruo, y el de entrar al laberinto sin ser tragado por sus mil gargantas. El hilo de Ariadna, que es un hilo conductor, objetivo, le sirve para enfrentar este segundo riesgo.

Todos estos símbolos van al escenario de Zaratustra, donde Nietzsche les inyecta  movimiento, no de desarrollo, sino de desplazamiento, y aún de viraje artístico. En pareja con Teseo, Ariadna desconoce la potencia creadora de las fuerzas femeninas, no es más que un pálido reflejo de su amado, una representación de fuerzas debilitadas incapaces de pronunciar con firmeza Sí y  No.  Su amor por Teseo significa un apego a ideales colocados por encima de la vida. Teseo-Ariadna es la fórmula de la solidaridad de las fuerzas reactivas con una voluntad negativa: el heroísmo de Teseo no es activo, sino reactivo, porque responde a valores establecidos; el amor de Ariadna no es afirmativo, sino negativo, porque se niega a sí misma en provecho de Teseo. Nietzsche dice que Ariadna es el alma, el Ánima, lo que mueve: la voluntad. Es el alma de Teseo, la voluntad de pesadez propia del hombre superior, la voluntad del resentimiento y la venganza que dice no a los instintos vitales, y dice sí a valores postrados.

Teseo, forma consumada; Ariadna, aliento negador. Él, lo otro del Minotauro, porque éste alude a la fuerza bruta, a la desmesura; ella, prisión de su propio poder mujeril. Por todos lados, Nietzsche refrenda la mirada doble que no hay que confundir con dualismos perniciosos. Todo es doblemente doble: la vida, activa y reactiva; el pensamiento, afirmativo y negativo. Y ambos, vida y pensamiento, inseparables, puro doblez en esta revigorización nietzscheana del sentido de la unidad presocrática, unidad de flujo, porque la vida activa el pensamiento a la vez que el pensamiento afirma la vida. No se trata de ennoblecer lo activo y lo afirmativo a fuerza de repudiar lo reactivo y lo negativo, sino de distribuirlos de otro modo, de establecer relaciones fértiles entre ellos, hasta el punto de convertir en productiva la reacción y la negatividad.

Es cierto que Nietzsche no prescinde de la oposición, pero hace visible su linaje al mostrarla como un efecto de superficie, como un plano en que surgen las estrategias de organización. El hombre superior no está en oposición simple con el superhombre; hay entre ellos otro tipo de relación. En realidad, se trata de dos imágenes del pensamiento, de dos lugares para pensar, porque el superhombre no se adscribe a las exigencias de la episteme, más bien se aproxima a las praxis de la sabiduría antigua, en la que el sabio es un mago, alguien con gusto fino para oler, sentir, oír, tocar las cosas, y no simplemente verlas buscando  objetividad. El sabio ama la finitud, y reconoce que la infinitud es impersonal; sabe que los cambios pertenecen al orden del mundo, y que el caos  es intemporal.  Su mirada se tiende como el vuelo de un águila desde su terraza montañesa. El hombre superior acaricia la ilusión de la inmortalidad personal y trascendente; no ha aprendido a jugar, a bailar, a reír; es un hombre sublime a quien lo bello le resulta la cosa más difícil de conquistar; no ha saltado por encima de su sombra y gasta su vida deambulando como penumbra envolvente. Enamorada de Teseo, Ariadna es un derroche de  negrura. Por eso, el misterio del alma es cuando el héroe, el hombre superior la ha abandonado.[2]

 

Abandonada por Teseo, Ariadna se convierte en el Alma que reconquista su potencia, el alma que siente los espolones de Dioniso en la hora tajante en que lo reactivo se vuelve activo y lo negativo, afirmativo. Esta es la hora sin hora, la Medianoche, el momento en que Ariadna puede decir no como la tempestad y decir sí como dice sí el cielo abierto.[3] Un no poderoso para negar la negación, y un sí glorioso capaz de afirmar lo ya siempre afirmado, la afirmación suprema, la Vida. A medianoche, el laberinto deja de ser arquitectónico y empieza a ser anatómico: una oreja pequeña, redonda, que ya no aprisiona, por el contrario, hace retornar todo lo que pasa por ese aro prodigioso, haciendo de todo canto, cantinela.

 

Con Nietzsche, el laberinto expresa toda la potencia del eterno retorno, el cual se despliega en sentido doble: en tanto que constituido, y en tanto que aquello que lo constituye. Desde la perspectiva del eterno retorno constituido, Ariadna se convierte en  el alma de Zaratustra, la vid cargada de racimos que anhela la llegada del viñador, Dioniso.[4] Libre de Teseo, Ariadna se acopla a Zaratustra. Novia del Dios persa transfigurado, Ariadna es la eternidad amada, el espíritu activo-afirmativo de Zaratustra, el símbolo de la transmutación de los valores que acontece al cambiar la orientación de los criterios: en vez de la pesada carga del deber ser que se querría de acuerdo con  ideales ultramundanos, la liviandad del así es que se quiere porque expresa el pathos de algún aquí y ahora fugitivos. Y, desde el punto de vista de lo que constituye al eterno retorno, Nietzsche le da otro novio a Ariadna: Dioniso, el viñador anhelado. Ahora, el círculo aparece como un  anillo nupcial que afirma el eterno retorno, y en el que Dioniso es la primera afirmación, el devenir y el ser, mientras que Ariadna, la novia, es la segunda afirmación, el poder femenino amante.[5]

El laberinto como cavidad interior del oído sitúa en otro régimen de signos: el de la sonoridad y la música. No la música y el silencio, como suele imaginarse, porque el silencio no es otra cosa más que tiempo o duración musical. Laberinto sonoro y musical, tal es el Alma de Zaratustra, el pensamiento desuncido de los valores puestos por encima de la vida, y a quien sólo le interesa ir allí a donde el pensamiento mismo fulgura, fuera de las coordenadas significantes,  en el agujero sin bordes, el contorno de los contornos, el ombligo del tiempo en que futuro y pasado, próximos y juntos,[6] dan sentido al Caos. Ariadna, el Alma de Zaratustra, es la eternidad, pero es, respecto a Dioniso, la novia que espera la embriaguez. El novio es el Logos considerado como sonoridad pura, no como palabra ni como discurso. El novio es la primera afirmación, el devenir. La novia es la resonancia en hilos musicales, incesante juego de variaciones sobre un mismo tema. La novia  es  la segunda afirmación que no tiene otro objeto más que el devenir.

Tras la operación artística practicada al mito en Zaratustra, Dioniso se identifica con el Laberinto y con el Minotauro: el devenir afirmado como anarquía y como demasía, como una casa que no termina por construirse a través de trayectos serpenteados y techos transparentes, y un terrible Toro bramando, una hybris derramada en las profundidades. El Laberinto-Minotauro-Dioniso-Devenir indica el sentido de la Tierra, lo inconsciente, aquello que Nietzsche no pone en contra de la conciencia, sino algo tan ajeno a las urdimbres de la conciencia, que bien puede llamarse Afuera.

En este laberinto sonoro y musical no hay renuncia al ser. Pero, desafiando a la tradición metafísica, Nietzsche enseña que el ser nunca está en su sitio haciendo antesala para que  el  pensamiento venga a conferirle atributos. El ser debe extraerse del devenir como se extrae la música del sonido, y, al igual que la música, que solamente se afirma en la sonoridad de la que nace,  el ser únicamente se afirma en el devenir. Éste es el sentido pleno del ombligo del tiempo, la  contigüidad más exquisita  del devenir y el ser, de la sonoridad y la música. El ombligo del tiempo afirma lo uno del otro, el futuro del pasado y viceversa. Con Nietzsche, extraer significa afirmar, crear la segunda afirmación, la tonalidad musical en el rumor sordo. Extraer el ser al devenir supone darle una novia a Dioniso.

Citas Bibliográficas


[1] Cf.  Klossowski, Pierre, Nietzsche y el círculo vicioso, Ed. Altamira,  Buenos Aires, 1995, p. 15.
[2] Cf. Nietzsche, Friedrich,  Así habló Zaratustra, II, “De los sublimes”, Ed. Alianza, Madrid, 1998, p. 188.
[3] Ibidem,  III. “Del gran anhelo”, p. 343.
[4] Ibidem,  III. “La otra canción del baile”, p. 347.
[5] Cf. Deleuze, Gilles,  Nietzsche y la filosofía. La doble afirmación: Ariana”, Ed. Anagrama, Barcelona, 1998, p. 262.
[6]  Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, ed. Cit., III “La otra canción del baile”,  p.  347.