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Máquina de Hansen, utilizada por Nietzsche
Siempre resulta difícil escribir sobre Nietzsche porque ello implica un trabajo previo de clasificación que acaba por traicionar la dispersión característica de su pensamiento. Mal encaminados andamos si suponemos que tal falta de orden, de continuidad, se debe a un anhelo que nunca pudo cumplirse. Contra la voluntad de sistema irrumpe la expresión atropellada, balbuceante, de un pensar que se mueve a salto de mata, que nace en el mayor de los desórdenes y desea, por encima de todo, expresarse con ese mismo desorden. Reconozcámoslo. A menudo experimentamos un cierto temor hacia lo discontinuo debido a que es inapresable; hagamos lo que hagamos, de él nada se puede decir.
Menos sencillo es escribir sobre la metáfora sin caer en la tentación de reducir la obra de Nietzsche a las categorías tradicionales de la filosofía. Jamás interesado en hilar razonablemente sus ideas, fue un pésimo pensador, lo que hace aún más cómico el afán de algunos por serle fiel, convertidos de buena voluntad en seguidores, en adeptos suyos.
¿Acaso es necesario entonces, para hablar de Nietzsche, adoptar un estilo metafórico?
No existe en definitiva un único método filosófico, un único camino a seguir, trazado para toda la eternidad, al cual debamos apegarnos. Topamos con un callejón sin salida cuando intentamos suplantar conceptos por metáforas, pregonando a diestro y siniestro que la filosofía y la poesía poseen más similitudes de las que hasta ahora se habían atisbado. El pensar exige de cada uno de nosotros la invención de un destino nuevo; también la invención de una escritura nueva. Pretender lo contrario significaría una carencia absoluta de “buen gusto”, pues no hay estilo bueno o estilo malo. Comprendamos de una vez por todas que el derrotero seguido por Nietzsche fue estrictamente personal, un imperativo que sólo él obedeció, multiplicando las perspectivas y diversificando sus estilos para evitar que el lector cayera en la trampa de creer en un estilo “en sí”.
Máquina de Hansen, utilizada por Nietzsche
Tan vano es desear imponer reglas fijas a la escritura como inútil es querer, dentro de la moral, legislar universalmente. La escritura conceptual no es sino un condensado de metáforas susceptible de ser descifrado por la mirada genealógica. Lejos está Nietzsche de proponer la metáfora como norma ejemplar. Si procediéramos de ese modo, reemplazaríamos una tiranía por otra. Porque no basta condenar la argucia del filósofo que busca erigir su evaluación espontánea en valor absoluto, su estilo en un estilo filosófico “en sí” opuesto a un estilo poético “en sí”, la verdad opuesta a la mentira, para luego invertir los términos, entronizando el valor de la metáfora. La distinción entre la escritura conceptual y la escritura poética es una perogrullada que, desde Nietzsche, no tiene el menor fundamento.
Aquí, lo importante es saber reír con la escritura, jugar con ella, convertirla en un arte del despilfarro, un arte del gran estilo cuyo juego abra las puertas a la comunicación de nuevas perspectivas. Ella constituye, más allá de las palabras, el arte de interpretar el mundo. El pensamiento que mezcla en su expresión todos los géneros, borra de golpe cualquier oposición mediante una risotada. Cantar o bailar, este es el dilema que enfrentamos muy a pesar nuestro. En la entraña de ese arte magnífico, la metáfora conlleva una idea precisa: habitamos un mundo vacío de verdad.
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Ya en El nacimiento de la tragedia, Nietzsche consideró que el lenguaje filosófico, el lenguaje conceptual, era el menos adecuado para expresar lo que él llamó, en esa primera época, la “verdad del mundo”, término equívoco que designa la metáfora de todas las metáforas posibles. Al sernos desconocida la esencia de las cosas, elaboramos a través del lenguaje representaciones, imágenes más o menos acertadas, de un fondo que siempre ha de permanecer indescifrable. Entre las representaciones, poseen un interés mayor aquellas que se manifiestan bajo la forma del dolor y del placer, puesto que nos ayudan a entender el devenir y la voluntad. Los distintos grados de placer y dolor están simbolizados por el tono de la palabra, mientras que el resto de las representaciones se expresan por medio de una gesticulación simbólica. Sin embargo, existe un sustrato común que se alza por encima de los diferentes lenguajes; es el lenguaje de los sonidos. En él, la acentuación, los intervalos, el ritmo, simbolizan el contenido emotivo que pugna por salir a flote y expresarse.
Asimismo, El nacimiento de la tragedia establece una jerarquía de los múltiples lenguajes simbólicos que son, a su vez, transposiciones metafóricas de la “música del mundo”. Dicha música representa con exactitud la esencia íntima de las cosas, siendo ella misma una metáfora de la voluntad. Su melodía es el “hecho primitivo” objetivado en textos, otras tantas metáforas cuyo ritmo convoca irresistiblemente a la danza. De esta manera, la poesía lírica —sostiene Nietzsche— es la metáfora apolínea de la música dionisíaca. El poeta lírico tiende a imitar la música recurriendo al empleo de imágenes, simples figuras retóricas que no consiguen sustituir lo que la música hace resonar en nosotros: el eco original del mundo, el cuerpo despedazado de Dionisos.
El universo del sonido y el universo de la imagen no guardan entre sí una relación necesaria. La emoción lírica puede simbolizar en ocasiones a la música, pero no tomar su lugar. Cuando esta usurpación ocurre, lejos de permitir que la música sea más comprensible, las imágenes la empañan, la oscurecen. Hay entonces una inversión jerárquica de las distintas esferas simbólicas, donde el sonido se diluye, trocándose en metáfora de la imagen. Así, el simbolismo, la fuerza evocadora de la música, terminan por ser una convención, retórica hueca que nada significa, pero que vive gracias a un sistema de signos mnemotécnicos. Esta nueva jerarquía es el corazón de la ópera wagneriana; la música puesta al servicio del texto con el propósito de dar a luz un arte especializado. Sobre todo, expresivo. Un arte que se descifra mediante la especialización del oído, en detrimento de los demás sentidos, de toda la actividad simbólica corporal presente en el auténtico estado dionisíaco. Con el triunfo de la ópera sobre la mascarada báquica —apunta Nietzsche— nace la estética moderna. Es el momento en que Wagner derrota a Dionisos.
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Si realizamos una lectura atenta de los primeros escritos de Nietzsche, salta a la vista la situación privilegiada que tiene en ellos la noción de metáfora, lo cual obedece a que aún admite la existencia de una esencia íntima de las cosas. Más tarde, empero, otras nociones ganarán una mayor importancia estratégica. Es el caso de “interpretación” y “texto”. Veamos.
Cuando Nietzsche habla de una transvaloración de los valores, o al menos de su posibilidad, invoca un movimiento que regresa, que coloca arriba lo que está abajo y lo que está abajo, arriba. Es también un movimiento que no sólo invierte, sino que anula. Anular, movimiento de la destrucción, juego que tiene una figura geométrica y otra astronómica o poética. Se trata del anillo, figura que desde el comienzo sugiere la máquina más simple: la rueda.
En los fragmentos de 1876, el anillo, la serpiente circular y la rueda, son figuras que constantemente se superponen, alertándonos del riesgo, de la imposibilidad de ensayar un comentario que pretenda ser absoluto. “¡Cuidado con los anillos, esas serpientes de oro que adoptan un aspecto inofensivo!”, Nietzsche nos advierte. Frente a un anillo de esa índole, corremos el peligro de aferrarnos a la total indeterminación de su circunferencia.
La metáfora de la rueda, vinculada con la del anillo y la del sol, forman parte de un sistema textual estricto del que no podemos huir. En este sistema, el mundo es descrito a la manera de un texto. No vale la pena insistir en la recurrencia casi obsesiva de esas imágenes dentro de los textos de Nietzsche, aunque sí conviene recordar algunos fragmentos donde la rueda empieza a funcionar, a accionar el pensamiento.
Leemos en Humano, demasiado humano: “Al presenciar el espectáculo de una cascada, pensamos en las innumerables curvaturas, ondulaciones y rompimientos de sus aguas; pero todo allí es necesario. Sucede lo mismo con las acciones humanas; si fuésemos omniscientes, deberíamos ser capaces de calcular por adelantado un acto tras otro, al igual que cada progreso del conocimiento, cada error, cada maldad. El sujeto que actúa está sin duda preso en la ilusión de su libre albedrío; empero, si la rueda del mundo llegara a detenerse un instante y hubiese una inteligencia omnisciente, calculadora, para sacar provecho de tales pausas, ella podría predecir el futuro de cada uno de los seres hasta los tiempos más alejados y marcar todas las rutas por donde pasará esa rueda. La ilusión del actor sobre sí mismo, el postulado de su libre albedrío, son partes integrantes de ese mecanismo calculador.”
No hay escapatoria. Estamos en ese movimiento rodado, somos ese movimiento. La ilusión que enmascara la existencia de la rueda se encuentra inscrita en la rueda misma. Por más que busquemos, no hallaremos refugio contra el pensamiento de la necesidad.
El texto nietzscheano, como todo texto filosófico, admitámoslo o no, se incluye en el movimiento de la necesidad que le muestra por dónde debe iniciar. El comienzo consiste justamente en reconocer que el mundo, la historia y el texto, están comprendidos en una circulación necesaria, calculable, esbozándose en ella los fragmentos por los cuales el discurso filosófico aspira a conseguir el reposo.
La rueda del mundo y de la historia nos lanza de lleno a un problema: la homonimia del sujeto. Una pista la encontramos en el capítulo titulado “Por qué soy una fatalidad” de Ecce Homo. Allí nos dice Nietzsche que Zaratustra fue el primero en crear la moral; justo es que sea el primero en reconocer ese error. No obstante, también fue el primero en entender que el combate entre el bien y el mal ha sido la rueda del mundo. La homonimia del sujeto reside en el movimiento que nos transporta desde Zaratustra hasta Nietzsche. Nietzsche es exactamente la inversión de Zaratustra. Cuando habla de éste último, lo hace superándose a sí mismo, anulándose, ocupando el lugar de su contrario, para que al final de la rueda y del círculo, Zaratustra tenga, paradójicamente, el nombre de Nietzsche. Únicamente en esa rueda puede ser pensada la superación de sí, ya que facilita pensar su efecto: la inversión de los contrarios. Nietzsche es, en realidad, la versión anulada de Zaratustra, el moralismo superándose a sí mismo, acto que conduce a la destrucción de sí mismo.
La homonimia implica, además, una suerte de camino a recorrer que vislumbramos próximo a nosotros, no sin horror: la mayor distancia que hay entre uno consigo mismo. Identidad y repetición en el ámbito de una alteridad irreductible, los extremos confundidos sobre la rueda en un solo punto, constituyen el paradigma que aparece desde las primeras líneas de Así habló Zaratustra. Este detalle no es arbitrario. La obra arranca con la imagen solar, metáfora destacada en el pensamiento de Nietzsche. El día es el movimiento circular que transcurre de la medianoche al mediodía, de la oscuridad más negra a la claridad rotunda del sol, de la superficie ciega a la puntualidad de las sombras. Ahora bien, en esa imagen se llevan a cabo simultáneamente dos movimientos. Uno, el movimiento semicircular del sol, del nadir al cenit, puntos equidistantes que encarnan una oposición astronómica absoluta. Otro, el movimiento circular descrito por una manecilla de reloj, desde la medianoche hasta el mediodía, retornando luego al punto de partida. Así, la manecilla nos indica que la medianoche y el mediodía, la hora de la sombra más larga y la hora de la sombra más corta, son la misma hora, según un modo peculiar de repetición. La misma, claro. Y, sin embargo, contraria.
Esta paradoja sorprendente es lo que Nietzsche denomina pathos de la distancia; la repetición de lo mismo en el otro, la alteración de sí mismo en sí mismo.
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En el prólogo de Así habló Zaratustra, Nietzsche elabora una imagen solar, la cual representa la cúspide de todo el cuerpo metafórico nietzscheano. Preludia el despojamiento voluntario de la individualidad, al punto de hacernos ver que no hay metáfora sin mascarada. Para desplazarse al otro que somos, antes es necesario romper en añicos los límites de la individualidad, lo que está simbolizado en la figura descuartizada de Dionisos. Pero tal desplazamiento no significa, ni mucho menos, el paso de un lugar a otro diferente. De hecho, tan sólo es una metáfora que condensa diversas significaciones; entre ellas, tal vez la más importante sea la transposición insólita de la verdad del ser en múltiples lenguajes simbólicos.
De la misma manera que sucedió al hombre llamado Nietzsche, cada uno de nosotros, tejidos por la malla del tiempo, somos la metáfora inacabada de nuestro propio abismo. Vivimos, mientras tanto, la certeza de un acontecimiento que nos parece irrevocable: habremos de morir porque todo el mundo muere. Día tras día, nos disciplinamos a conciencia para poder soportar el fatalismo de un razonamiento equivocado. La convicción de que nos constituye una identidad definida, un núcleo asegurado e indestructible, es sin duda lo que alimenta esta dolorosa certidumbre que padecemos.
Reflexionemos. Dado que nada tenemos que perder porque estamos perdidos de antemano, dispersándonos en otros, intentaríamos en vano asignar la muerte a un único sujeto. Tal es el juego favorito de los dioses, la metamorfosis.
Para nosotros, por supuesto, los dioses están locos de atar.