¿A quién le importa la firma?

Home #2 - Michel Foucault ¿A quién le importa la firma?

Bajo el puente de Cramer y Elcano “vive” desde hace pocos días un pescadito de colores. Lo pintó Tec, pero ése es un detalle secundario para el artista callejero. La secuencia de una pintura callejera. El matafuegos, el rodillo y los colores que utiliza Tec.

No es fácil la vida del artista callejero. Una noche, a Tec le dispararon mientras se subía al árbol más próximo a la pared que pensaba pintar. La bala cortó una rama y agitó las hojas; el estruendo envió al grafitero a un mundo de odio inexplicable que hasta entonces él ignoraba por completo. Todavía con el ruido en los oídos y en el corazón, Tec saltó del árbol, batió el récord mundial de cien metros llanos y mientras corría se juró no volver a “grafitear”. “Pero el juramento me duró apenas un año” me confió, tiempo más tarde y con una sonrisa, mientras ofrecía un mate en la cocina de su casa. La vida del artista callejero no es fácil y no sólo por los tiros; también porque de día hay que ponerse la corbata y, cuando cae la noche, el antifaz o la capucha. Tec es diseñador gráfico y trabaja en publicidad, pero lo que de veras lo hace feliz es pintar por amor al arte los muros de la ciudad. Ya lo dice Arthur Schnitzler en uno de sus célebres aforismos: “Hay quien lleva una doble vida, dicen. ¿Pero no es más cierto que sólo llevando en apariencia dos vidas diferentes consigue vivir una vida entera, verdadera, es decir, su propia vida?”. Esa tarde de sábado, Tec iba a salir a la calle para compartir lo mejor de sí mismo debajo del puente de Cramer y Elcano. “No hay caso: aunque a veces resulte peligroso, yo sé que esto lo voy a hacer toda la vida”, dijo. Y la sonrisa le duró aun cuando dejó el mate y fue a su cuarto a buscar el manchadísimo uniforme de su ¿verdadera? identidad.

Mientras lo esperaba, en su compu vi su documental Ruta 9 , que por alguna razón todavía no subió a Internet. Como es cordobés, conoce perfectamente esa carretera hoy semiabandonada. Durante años recorrió una y otra vez el tramo que une Córdoba con Buenos Aires, y por eso un día se propuso pintar las paredes de los predios que a ambos lados de la ruta parecen jactarse de albergar mugre y olvido. “Salí con una Renoleta, una cámara y los tachos de pintura -contó-; llegué a pintar un destacamento, un mercadito viejo, carteles de publicidades de hace mil años. También pinté justo enfrente de una cárcel en Villa María, y los presos me gritaban que lo hiciera bien, porque iban a tener que ver mi grafiti todos los días.”

-¿Por qué pintaste una ruta en la que cada vez pasan menos coches?

-Porque me gusta. Porque esa ruta es parte de mí. Porque me encantaría que, cuando alguien vea lo que hice, se sorprenda.

En el desorden de su casa asomaban libros sobre muralismo, una maleta pintarrajeada, aerosoles, cuadros de amigos y pósters de exposiciones. Quería ver su biblioteca, pero no había tiempo, ya que eran cerca de las cuatro y había que aprovechar la luz del sol. Además, Tec estaba nervioso porque la pintura con la que cargó el matafuegos (de donde más tarde saldría el primer chorro con el que atacaría la pared) no era la que utiliza siempre. “Y en parte por eso no sé cómo va a salir lo de hoy” subrayó, de cara a una tarde radiante. Si el estado del coche podía tomarse como un presagio de lo que iba a ocurrir, entonces había pocas razones para ser optimistas. Entre tachos de pintura, rodillos, aerosoles y ropa pintada me dijo que en realidad la incertidumbre no era para preocuparse, porque “la gracia es que nunca se sabe cómo va a salir. Puede llover, puede llegar la policía, puede que la pared esté asquerosa -comentó, con las manos en el volante-; lo imprevisible es parte de la historia. Debe ser por eso que a los chicos de Bellas Artes les cuesta tanto pintar en la calle; la idea les encanta, pero se sienten incómodos una vez que están frente a la pared. Una vez salí con algunos y fue muy difícil. Las condiciones en las que pinta el grafitero no tienen nada que ver con lo que enseñan en la Academia”.

Apenas estacionó, a un lado del puente, bajó los tachos de pintura y los rodillos. Antes de que me diera cuenta, con la velocidad que sólo tienen los grandes saboteadores, aprovechó el alto del semáforo para tirar pintura blanca con el matafuego. De la pared saltaron las suficientes asperezas y polvo para convertirnos en momias ambulantes. A un costado pasaban el colectivo 168, la camioneta del ACA, un chico en bicicleta, una señora que me preguntó qué estábamos haciendo. Mientras tanto, con un rodillo de unos dos metros, Tec alisó la pintura sobre los ladrillos del muro. A los bocinazos de abajo se sumó el ruido, arriba, del tren. Para mi gusto, el 151, dos motos, un taxi, un ómnibus de escolares, una ambulancia, el 44 y el 80 pasaron demasiado cerca de Tec. Él igual tomó distancia de la gran forma blanca y midió las proporciones todavía imaginarias de su dibujo in progress . Yo me acerqué y creí ver una miniballena, una cabeza de gato, un submarino, un Jasper Johns. “¿Puedo pasar o se complica?” preguntó una chica en shorts.

A Tec le causó gracia que la gente pidiera permiso (“Si lo hicieran más seguido, en cada calle, ¿no viviríamos mejor?”) y reivindicó su trazo infantil. “Me encanta trabajar con niños. Ellos dibujan en chiquito y yo adapto esos dibujos a grandes dimensiones. Cuando lo ven flashean, porque siempre les dicen que dibujan mal y así ven que en realidad son geniales”, concluyó, con la mano puesta en un círculo rojo sobre el fondo blanco. Una pareja con un cochecito avanzaba por el costado, una abuela miró la pintura y la calificó de “preciosa”. Una rubia cruzó en puntas de pie para no mancharse, no sabía que una mancha, en estos tiempos, puede ser una firma valiosa. En eso pensaba cuando Tec terminó la pintura con un contorno negro. Increíble: a partir de ese momento, debajo del puente empezó a vivir un pescadito.”¿La vas a firmar?”, le pregunté. “¿Para qué la voy a firmar? -me respondió- ¿Para que sepan que la hice yo? ¿Y eso a quién le importa?” Mientras termino de escribir esta crónica, me doy cuenta de que tal vez esa pintura ya no existe más. La ciudad está viva. En sus muros, el arte también.

LA NACION