Editores ante el final de la era de Gutenberg

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Inge Feltrinelli, presidenta de Feltrinelli, tiene 80 años, que cumplió en noviembre, y es sin duda la gran dama de la edición europea. Ahora, el consejero delegado de Feltrinelli, su hijo Carlo, que heredó su entusiasmo, pero es mucho más tímido que ella, ingresa en el mundo editorial español, a raíz del acuerdo que ha suscrito con Jordi Herralde para hacerse cargo en unos años de la mítica editorial creada por el director de Anagrama. Pero de eso no íbamos a hablar con Inge en su despacho de Milán, sino sobre el legado que ella recibió a la muerte violenta de su marido, Giangiacomo Feltrinelli, que murió mientras manipulaba una bomba en 1972, en el tiempo en que él había combinado sus arrestos revolucionarios con su trabajo como editor. Este último suceso ensombrece la risa y la sonrisa de Inge, en la conversación y también en el DVD que Feltrinelli lanzó cuando ella cumplió la edad que tiene y a su alrededor crecieron los reconocimientos y los homenajes.

La conversación tiene que ver con ese legado, y también con el porvenir del libro, que es el objeto de esta serie que hoy culmina. En el despacho de Inge hay una enorme memorabilia de los años pasados, de sus contactos con el mundo entero, pero también de un aspecto que ahora, en su cumpleaños, ella misma ha resaltado con alegría: sus años de fotógrafa, cuando retrató borracho a Hemingway en su finca de Cuba o cuando sorprendió a Greta Garbo sonándose en una calle chic de Nueva York. Inge nació en Alemania; conoció a quien sería su marido haciéndole fotos, y ahora, aquella combinación que la ausencia de Giangiacomo llenó de melancolía es lo que está detrás de este universo que Carlo, el hijo, mantiene a flote y navegando.

 

Pregunta. ¿Cómo se siente en un mundo que ha cambiado tanto?

Respuesta. Usted me ha dicho que iba a tener en esta serie a viejos amigos, como Peter Mayer, Antoine Gallimard y Michael Krüger… Oí esos nombres y pensé que son dinosaurios. Pero es que yo soy el más viejo de los dinosaurios. Y es cierto que nuestro mundo ha cambiado mucho; ahí están los e-books, hay que afrontarlos como una novedad que marca un rumbo. Están, son el futuro, pero creo también que el libro de papel es un producto único. Porque es barato y porque es como aquellos proyectos que no se pueden mejorar; los libros son objetos incluso sensuales; se puede oler el papel, se pueden ver las gráficas, se puede tocar, se puede escribir incluso dentro del libro. El libro no puede desaparecer en absoluto…

P. ¿Y cómo ve los e-books?

R. Como juguetes interesantes, por ejemplo para las universidades. Pero el libro de papel es un objeto que permanecerá, como ha sucedido con la bicicleta cuando vino el coche, con la radio cuando vino la televisión. El libro también seguirá adelante. El libro funcionará siempre. Hemos creado más de cien librerías, y esa es una señal del optimismo que nos ayuda a seguir adelante.

P. Esas librerías son una apuesta insólita en el mundo de hoy…

R. En muchas regiones de Italia la gente tiene una verdadera necesidad de disponer de grandes librerías; en nuestro país hay muchas editoriales de libros de bolsillo que publican libros de calidad, de Faulkner, de Hemingway, de Sciascia, de Montale… Y la gente llena las librerías en busca de esa literatura de calidad cuyos ejemplares son más baratos que una pizza. ¡El libro es muy barato!

P. El libro sigue, pero el editor ha de cambiar, de todos modos.

R. He visto cambiar mucho a los grandes editores. He conocido a los gigantes: Gaston y Claude Gallimard, Knopf, Flamand… He conocido a Giulio Einaudi, a Valentino Bompiani, a Giangiacomo… Feltrinelli era entonces la nueva generación, pero él también era un hombre fuera de lo normal. Entonces se hacían pocos libros, no existían los agentes, el editor era el agente, el banquero, el enfermero, el secretario del autor. Lo era todo. Era un mundo diferente. Eran los psiquiatras y, en algunos casos, los amantes. Un buen editor publicaba 40 libros de calidad, no 150 o 200. El mundo ha cambiado. Eran personas que amaban el libro de manera pasional. Cuando Krüger advirtió que la traducción de Lolita, de Nabokov, no valía ya se retiró a un hotel con cuatro traductores y de ahí salió una traducción que le satisfizo. Era otro mundo.

P. ¿Este mundo tiene peor calidad?

R. Es otra calidad. Siempre ha habido olas, temporadas de vacas gordas y vacas flacas. Hay años en que aparece un García Márquez. Fuimos nosotros los que empezamos publicando en Italia a García Márquez y a Vargas Llosa… Publicamos a todos los grandes latinoamericanos.

P. Ha cambiado también la relación autor-editor. Ustedes tuvieron a García Márquez, se fue, a pesar de la fidelidad que se tenían.

R. García Márquez tuvo aquí su primer gran éxito en lengua extranjera. De Cien años de soledad vendimos 300.000 ejemplares. Luego se hizo muy famoso y muy caro y su agente quería el máximo de dinero. Feltrinelli estaba en una gran crisis a raíz de la muerte de Giangiacomo, queríamos reeditar todos sus libros, pero no teníamos dinero para hacerlo. Y a pesar de la gran estima y de la amistad no podíamos seguir con él, estábamos con el agua al cuello.

P. Hubo una época en la que no existían agentes. ¿Cómo era antes, cómo es hoy la relación con los autores?

R. Ahora hay más autores. Un editor ya no puede ser padre y jefe, ya no puede ser el editor protagonista que lo hace todo por su cuenta. En Feltrinelli, por ejemplo, trabajábamos en equipo, como quería Giangiacomo. Cada editor se ocupaba de una sección, y luego se reunían todos para tomar decisiones junto con Giangiacomo. Ahora Carlo recibe informes de cada uno de los editores, cada uno es independiente en su creatividad. Y todos tienen que defender sus propias selecciones. A este respecto recuerdo una anécdota del viejo Knopf. Llegó un editor con su propuesta: “Este libro no está mal”. “¿Cómo que no está mal? Está bien o está mal. ¡¿Se comería usted un huevo del que le dicen no está mal?!” En todo caso, ya es materialmente imposible tener estas relaciones de amistad íntima, dialéctica, con los autores. Funciona con algunos, pero no con todos. Ahora, además, son los agentes los que se ocupan del contacto con los autores, lo hacen todo ellos. Pero lo bonito de la edición es precisamente el contacto con el autor. Hubo un tiempo en que era posible enamorarse del autor, de la persona. Esto hoy en día pasa muy raramente. Hace tiempo, un autor, sin agente, llegaba a Milán para conocer a su editor, y hoy eso ya no es necesario. Lo hace su agente y el autor recibe en su casa el libro ya publicado. Es como una bigamia, o un trío. Y existen amistades que duran toda la vida pero existen también divorcios.

P. ¿Cómo ve usted ahora la figura de Feltrinelli?

R. Pertenecía a la generación de los jóvenes de después de la guerra, los jóvenes intelectuales de izquierda que vivieron como un trauma no haber podido estar en la guerra contra Franco. Él formaba parte de los jóvenes antifascistas que querían limpiar Italia del fascismo; querían un país nuevo, y él tuvo la idea y el dinero y la condición política para intentarlo. La editorial nació con el objetivo de ayudar a cambiar este país, como un compromiso para publicar nuevos autores.

P. Decía Feltrinelli que el editor no debe, no ha de catequizar, porque en cierto modo el editor no sabe.

R. No estoy de acuerdo, eso era algo exagerado. Después de medio siglo de trabajo aquí, yo sé algo más; por ejemplo, que es importante trabajar en equipo. Antes, el editor era un gran protagonista, leía él mismo los libros, pero hoy eso ya no es así. Y he aprendido que la amistad es fundamental: hay editores, como Mayer o Krüger, que nos llaman y nos avisan de libros “que son para vosotros”. En la edición hace falta mucha pasión, mucha eficiencia, pero también mucha suerte.

P. Giangiacomo decía también que el editor ha de intentar cambiar (“cambiar, cambiar y cambiar”) la sociedad. ¿Ha cambiado?

R. Ha cambiado. Italia no tenía lectores. Cuando Giangiacomo murió teníamos 7 librerías, ahora tenemos 103. Ahora hay mucho más mercado, porque por fin los jóvenes empiezan a leer más, a pesar de la PlayStation y de Google. El 50% de los italianos no compra un libro en su vida. Pero hay un 11% de grandes lectores, igual que ocurre en Alemania, que lee siempre, como ocurre en Francia. Cuando Giangiacomo empezó esto era mucho peor. En este medio siglo hemos estimulado este país.

P. En algún sitio he leído que usted transformó el dolor en energía. Le quería preguntar por el dolor. El que le causó la Guerra Mundial, el que le quedó tras la muerte de su marido…

R. Yo intento olvidar enseguida las cosas feas, es un sano rechazo del mal. Hablo siempre de lo que tengo por delante. El pasado ya no me interesa. Vivimos todos de memoria, como escribía Ungaretti; todo es memoria, pero yo intento seguir adelante, soy una infantil optimista.

P. Hay episodios importantes en su memoria: esa foto de Hemingway borracho, la foto de Greta Garbo sonándose en plena avenida de Nueva York, su decisión de seguir adelante con la editorial después de la muerte de su marido…

R. Hago las mismas cosas que hacía con 18 años. Ante todo necesitaba ganar dinero porque mi familia era muy pobre, pero también quería la excelencia en la vida. Me fascinan los gigantes en la escritura, en la vida, personas extraordinarias que raramente se encuentran. Todavía hoy busco la excelencia, humana, intelectual, política. Quiero el máximo.

P. Por eso se enamoró de Feltrinelli.

R. Feltrinelli estaba fuera de cualquier tópico. No era un clásico hombre de izquierda, no era un clásico millonario, no era un clásico intelectual. Era un fuera de serie, fuera de cualquier clasificación.

P. Un romántico alemán, según usted.

R. Dijo nuestro compañero Brega: “Murió por su atormentada coherencia”. Esa es una definición maravillosa: Giangiacomo estaba atormentado por su propia coherencia consigo mismo.

P. Queda el misterio de su muerte violenta…

R. Era demasiado peligroso para Italia; era hábil, hablaba cinco idiomas, hablaba bien incluso el español. Yo hablé toda mi vida con él en alemán. Era un hombre fuera de serie, pero se equivocó. No entendió que era equivocada su idea de cambiar Italia, aunque al final quizá sí que lo entendió. Estaba convencido de que existía la Operación Gladio, organizada por una especie de CIA italiana organizada por militares que estaban contra el Estado democrático, y contra ello Giangiacomo intentaba reunir a un grupo de viejos partisanos. Yo creía que estaba equivocado, y discutimos mucho.

P. Discutieron, dice usted, sobre todo después del viaje que hizo a Cuba en 1967. En la película que le han hecho a usted por sus 80 años se ve esa huella en su rostro…

R. Sí, porque Giangiacomo quería organizar un golpe contra esa situación; era ridículo, se comportaba como un romántico infantil, era una locura.

P. Hay cartas muy reveladoras de lo que pasó en Cuba, cuando se encontró con Castro.

R. En su primer encuentro con Castro Giangiacomo fue también arrogante con él; eso le gustó a Castro, porque todos le resultaban serviles y devotos. Y Feltrinelli le reprochó que no dejara vivir a la gente libremente. Castro se puso rabioso, pero de todos modos le gustó Giangiacomo porque vio que no le tenía miedo.

P. Habla usted de los sueños. ¿Cuál ha sido su mejor sueño realizado?

R. Mi hijo. Lo digo siempre, sin falsa modestia, porque raramente un hijo de editor asume la editorial de sus padres. Muchos editores grandes no han tenido sucesores. El mundo editorial es un sistema tan nervioso, tan difícil y tan complejo, que no se puede heredar; se puede heredar la Fiat, pero no una editorial, es diferente, no funciona. Además, tener un hijo que trabaje con su madre es imposible. Y este sueño se ha cumplido. Tengo muchos sueños; me gustaría tener más éxitos para los autores, me gustaría tener 10 premios Nobel por lo menos antes de morir.

ãEl País