Gunther Gerzso: escenógrafo cinematográfico

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El maestro Gunther Gerzso nació en Ciudad de México en 1915. De padre húngaro y madre de origen alemán, realizó estudios en el Colegio Alemán en México y luego en Suiza. Regresó a nuestro país para terminar sus estudios secundarios. Es en esta época cuando se interesa por primera vez en el teatro y el cine, pero su familia no le permite acercarse a este medio hasta concluir sus estudios. Dejemos que sea el maestro Gerzso quien nos cuente sus experiencias.
Siempre me llamó la atención el teatro. Pero en esa época se hacían distintos tipos de teatro: el intelectual, como el que hacían Villaurrutia y Salvador Novo, para quienes yo era demasiado joven. También había un teatro más comercial, como el de los hermanos Soler o el de Virginia Fábregas, al que tampoco era fácil acercarse. Yo asistía a todos los estrenos. Eran obras divertidas, pero técnicamente tenían muchas deficiencias. Las escenografías estaban hechas de papel y la iluminación era muy primitiva.
El primer contacto con un escenógrafo lo tuve cuando tenía unos quince años, a través de un amigo italiano de la familia, que se dedicaba a esta actividad. Me encantaba verlo trabajar en sus diseños para óperas.
A través de un amigo, Fernando Wagner, entré a hacer algunos diseños para escenografías de obras teatrales que él había montado: Las preciosas ridículas de Molière, entre otras… Era teatro no profesional y las representaciones eran en el teatro de Educación Pública, que estaba en el edificio de la Secretaría, en el que están los murales de Diego Rivera. El espacio era muy reducido, pero decidí aceptar el reto y me enfrenté a la realización de esas escenografías sin tener idea de cómo hacer ni siquiera un bastidor. Contaba yo con un grupo de carpinteros que me ayudaron mucho, así que aprendí sobre la marcha. Creo que ésa es la única manera de aprender: haciendo las cosas.
Luego, en el último año de la escuela, conocí a un escenógrafo estadunidense que estaba en México de vacaciones de verano. Le mostré algunos de mis dibujos de las escenografías que había hecho y le gustaron. Él fue quien me recomendó ir a estudiar al Cleveland Playhouse, en Ohio, Estados Unidos. Se trataba de un teatro profesional muy famoso en Estados Unidos, en donde no me costaría nada aprender, porque entraba uno directamente a trabajar.
Era una especie de teatro de la comunidad, sin fines de lucro. Les escribí y me aceptaron como estudiante. Estuve ahí de 1935 a 1940. Mis compañeros más bien estaban interesados en ser actores. Algunos se fueron luego a Hollywood y otros al teatro comercial, a Nueva York. En Cleveland conocí a mi esposa, Gene. Ella es estadunidense y quería ser actriz. Nos casamos allá cuando yo tenía unos veinticinco años. Fue durante mi estancia en Estados Unidos cuando empecé también a pintar, pero sólo los domingos, que era el día en que disponía de tiempo para dedicarlo a mis cosas.
El trabajo era duro, porque empezaba todos los días a las diez de la mañana y terminaba a las doce de la noche, una vez que terminaba la representación. Ese lugar era realmente ideal para trabajar. El edificio tenía dos foros y un estupendo equipo. Ahí aprendí a ser escenógrafo, empezando desde abajo, pues comencé barriendo el foro. Luego de la segunda temporada, el escenógrafo se fue, y como yo era el único que iba a quedarse un año más, me ofrecieron el puesto. Yo tenía ya un año de experiencia y acepté quedarme.
Cada temporada duraba de septiembre a junio y se montaban unas catorce obras, generalmente clásicas, de buena calidad e incluso a veces alguna obra comercial que hubiera tenido éxito en el mundo. El director técnico era una especie de profesor, pero realmente nunca recibí clases. Aprendí a ser escenógrafo siéndolo. Ya en mi tercer año, yo daba clases en la Universidad de Western Re serve sobre historia del teatro y escenografía.
En las vacaciones de verano regresaba a México. Hacia 1936, más o menos, Bellas Artes realizó un festival con obras de Lope de Vega; yo hice varios de los decorados de esas obras.
Luego me di cuenta de que si quería sobresalir en el medio del teatro en Estados Unidos, tenía que ir a Nueva York, pero finalmente decidí no hacerlo porque en ese momento había un sindicato feroz que no dejaba entrar a nadie. Era la manera como se protegían de la competencia, que entonces era tremenda en el teatro comercial.
Regresé a México en 1941, decidido a ser pintor, y me compré una casa que prácticamente era un estudio para pintar. Por desgracia no vendía mi obra y se nos acabó el dinero.
Luego de un año, decidí regresar a Estados Unidos. Me habían llamado de Cleveland ofreciéndome el puesto de escenógrafo otra vez. Estaba ya decidido a volver, pero dos días antes de irme un señor llegó a tocar a la puerta de mi casa. Era un productor de cine que se llamaba Francisco de P. Cabrera. Me dijo que quería que yo le diseñara la película que estaba preparando. Se trataba de una nueva versión de Santa, con Esther Fernández y Ricardo Montalbán, dirigida por el actor estadunidense Norman Foster, quien venía de dirigir en Hollywood la película Jornada de terror (Journey Into Fear, 1942) con guión de Orson Welles, quien, además de actuar, también intervino en la realización.
De entrada me negué porque no sabía nada de cine y estaba por viajar de regreso a Estados Unidos, pero Cabrera, que era un hombre muy agradable, insistió diciendo que me habían recomendado mucho. Luego me enteré de que me habían contactado a través de Fernando Wagner. Finalmente Cabrera me convenció y fue así como Santa se convirtió en mi debut en el cine. Y me gustó tanto que me quedé trabajando en el cine desde 1941 hasta 1963. En más de veinte años, participé en unas 150 películas, o tal vez más.
Al principio yo no sabía nada del negocio e hice las cosas lo mejor que pude. No tenía idea ni de lentes ni de iluminación en cine. Recuerdo que para Santa hice escenografías muy altas, que no cabían en el encuadre, por mi formación teatral. Aprendí mucho gracias al trabajo cercano con algunos fotógrafos, que me enseñaron sobre la óptica de la cámara. Sobre todo pude acercarme a los fotógrafos en las películas estadunidenses que venían aquí. Uno tenía que estar casi las veinticuatro horas del día con ellos. En los filmes mexicanos no tanto, porque no podían gastar tanto dinero en salarios ni en nada. En aquella época cada área trabajaba casi independiente de las demás.
Luego de Santa, me animé a seguir trabajando en cine. Pero para poder hacerlo tuve que entrar en un par de producciones como ayudante de escenografía. Luego de eso, el sindicato me permitió ingresar como escenógrafo, y no porque consideraran muy bueno mi trabajo, sino porque sólo había doce escenógrafos y muchas películas por hacer. En un año se llegaban a filmar hasta 120 películas.
De entrada, me tocó hacer guardia en los Estudios Azteca por una huelga que duró diez días. Era por un pleito entre sindicatos. Fue horrible. No se podía uno bañar, pero el ambiente de compañerismo era bonito.
Mi primera película, ya dentro del sindicato como escenógrafo, fue Corazones de México (1945), que fue la segunda realización de Roberto Gavaldón, fotografiada por Jorge Stahl. Se trataba de una historia de conscriptos, y usamos ambientes porfirianos. Recuerdo que, en lo que era la continuación de la calle Isabel la Católica, vendían materiales de demolición. Ahí comprábamos puertas y ventanas antiguas que usábamos en las escenografías.
El trabajo escenográfico en teatro y en cine no se puede comparar porque son dos medios muy diferentes. La diferencia entre la escenografía de teatro y la cinematográfica radica en el punto de vista del espectador. La cámara se acerca a los detalles, cosa que generalmente no ocurre en el teatro. En general, en teatro se podían hacer cosas más estilizadas, más poéticas, con más imaginación. El cine, por el contrario, es en esencia una expresión realista; no existe la convención con el espectador como ocurre en un escenario teatral, aunque también en el cine se puede ser creativo, sin dejar de parecer realista o naturalista, o hasta surrealista.
La dificultad en cine tiene que ver con el costo. Se necesita mucho dinero para lograr un buen trabajo. Una buena puesta en escena teatral requiere de una fuerte inversión, pero nada tiene que ver con la cantidad de dinero que se necesita para hacer una buena película. Este acercamiento realista de la escenografía de cine fue lo que más me gustó. Me encantaba recrear ambientes realistas, sobre todo vecindades. Recuerdo que en una de las películas de Cantinflas, para las cuales siempre teníamos más presupuesto, dos días antes de arrancar la filmación llegaron el productor y el director a revisar mi trabajo. Yo había puesto cerca del zaguán de la vecindad una llave de agua que tenía un tanque atrás para que realmente funcionara. Muy orgulloso les mostré el agua que salía del grifo. El productor, muy sorprendido, se volteó hacia el director, que era Miguel M. Delgado y le dijo: «¡Pero eso no hacía falta! ¿O sí?» El director negó sin darle importancia y siguieron viendo el resto de la escenografía.
La escenografía es un elemento muy importante en el cine porque representa el ambiente de la obra y refleja el espíritu del autor. Una escenografía apropiada ayuda a que la película consiga crear en el espectador el efecto que el director quiere. La labor que hacía en esa época el escenógrafo tenía que ver no sólo con el diseño y la construcción de los espacios en el foro, sino también con la decoración y la utilería. Había que saber tratar a algunos utileros, que eran muy especiales. En lo que sí no teníamos nada que ver era en el maquillaje y el vestuario.
A lo mejor se puede pensar que una película determinada no necesita del trabajo de un escenógrafo, pero eso no es cierto, porque, aunque no se gaste dinero en eso, siempre existe una escenografía, así sea una pared lisa o una locación natural.
Había películas en las que tenía que diseñar hasta cuarenta lugares donde se filmaba la acción. Los productores siempre andaban detrás de uno porque se gastaba más de lo que se había estimado en un principio y también para que estuvieran listas las diferentes escenografías.
Poco a poco aprendí a organizar un plan de filmación, el cual elaboraba antes de empezar el rodaje, tomando en cuenta el número de páginas del script y de las secuencias en que iba a utilizarse un set. Si en una cantina se iban a filmar veinte páginas del guión, y además se trataba de diferentes secuencias, uno ya sabía que ahí se iban a quedar por lo menos una semana. Así evitaba que me agarraran las prisas y siempre tenía listo un set de protección por si, por ejemplo, al ir a una locación había mal tiempo. Los directores y productores usaban mis planes de filmación y no fallaban.
Cuando uno empezaba un film, era “de cajón” negociar con el productor, que siempre trataba de pagar menos, argumentando que esa película era la primera y había que hacer méritos, con la promesa de que habría varias después… Bueno, al principio uno caía en esas trampas, pero luego ya nos las sabíamos.
El escenógrafo visualiza la película, vive cada día de filmación, pero por adelantado. Después de leer el script que recibía del productor, yo anotaba mis ideas, hacía mis listas de los decorados. Luego me entrevistaba con el director, que a veces tenía una idea muy clara de lo que quería para un set determinado. Yo traté siempre de hacer trabajo de investigación para apoyarme en el diseño de los ambientes. Uno le sugería cosas al director, sobre todo si se percibía un problema: «Bueno, ¿y cómo piensan resolver esto del tren que se cae del puente? ¿Con una maqueta o qué?»
En Hollywood se elaboraban maquetas de los sets, pero yo hice pocas aquí. En las películas mexicanas no hacía falta. Los escritores, los directores y los productores conocían perfectamente sus limitaciones económicas y técnicas. No proponían cosas que no se pudieran realizar. Una película es como hacer zapatos: uno no va a fabricar calzado de tres mil pesos cuando el público no tiene el nivel para pagar más que ciento cincuenta o doscientos pesos.
A pesar de eso, siempre había líos con el productor por los costos. Este problema pude resolverlo siguiendo el consejo de otro escenógrafo, Jorge Fernández, que me recomendó hacer un presupuesto para que me lo autorizara de antemano el productor y luego no hubiera sorpresas. Hice un machote de presupuesto en el que estaban desglosados todos los gastos que implicaba construir los diferentes deco rados de la película, según lo que pedía el script, desde materiales hasta salarios de los carpinteros. Adopté ésta como forma de trabajo. Hacía la lista de materiales para la construcción, señalaba si se iban a usar decorados viejos o nuevos. En seguida comenzaba el trabajo con los carpinteros, el grupo de construcción, compuesto por un jefe y un subjefe. Después venían las visitas del productor y del director y las inevitables quejas: «Oiga, esto no me gusta aquí. Esta escalera mejor no…» Siempre había posibilidades de mejorar las cosas.
El trabajo de investigación que realizaba para la preparación de una película me permitió asomarme a ambientes que de otra forma jamás habría conocido. Si uno hacía películas de boxeadores, había que ir a ambientes y lugares que ellos frecuentaban: baños de vapor, gimnasios, y había quienes hasta me invitaban a sus casas a conocer a su mamacita. Muchas puertas se le abren a uno trabajando en cine. Dentro del ambiente cinematográfico todo mundo me conocía como “ingeniero”. La gente era muy amable y me ayudaba mucho. Y si llegaba a una casa y les ofrecía quinientos pesos porque me rentaran su sofá, pues más amables se portaban conmigo.
El cine me enseñó otra forma de ver el mundo. Inclusive hoy día, a cualquier lugar al que voy, es como si estuviera buscando locaciones. No puedo evitar asomarme a los lugares para ver cómo vive la gente.
A mí me gustaban mucho los escenarios del bajo mundo, por ejemplo cantinas, vecindades y cabarets, pero de mala muerte. O también me encantaban cosas con carácter, como las escenografías para las películas de horror que hacíamos entonces, eso era muy divertido: La bestia magnífica (1952), El monstruo resucitado (1953), La bruja (1954), dirigidas por Chano Urueta; Ladrón de cadáveres (1956), El vampiro y El ataúd del vampiro (1957), Misterios de ultratumba y El grito de la muerte (1958), del realizador Fernando Méndez, y Misterios de la magia negra (1957) de Miguel M. Delgado.
En los años cincuenta se puso de moda el cine de horror y la lucha libre. Entonces a los productores se les ocurrió mezclar ambas y se hicieron películas que crearon un nuevo género.
Una vez hice una película cuya acción ocurría en un hospital psiquiátrico: Manicomio (1957), de José Díaz Morales. Tuve que irme a meter a La Castañeda, lo que fue muy duro. Para otra película estuve yendo a la prisión de Lecumberri, por ejemplo. Era impresionante ver cómo vivía esa gente marginada.
El mundo elegante siempre me pareció aburrido. Y como no había dinero, era difícil dar la impresión de ambientes de millonarios con muebles y terminados de tercera. Había un francés al que siempre le alquilaba muebles finos. Nada más me veía llegar a su tienda y decía: «¡Van a hacer otra película con Arturo de Córdova!» Se le rentaba por el quince por ciento del valor de sus muebles y aparte, claro, los daños que pudieran sufrir si es que, por accidente, Arturo de Córdova estropeaba algún sillón con su cigarro.
Además, otro problema era que muchos directores pedían que se construyera en grande sin tener presupuesto. Así trabajaba Gavaldón, por ejemplo. Nos hacía construir sets enormes y luego lo veía uno en pantalla y lo había realizado con puros planos cerrados. En una película en que trabajé con él, parte de la trama sucedía en la cárcel. Me hizo construir kilómetros de rejas, que resultaron inú tiles. Nunca tenía suficiente escenografía para filmar.
Galindo tenía mucha más idea de realización. Si necesitaba un hall de casa rica, le bastaban cinco metros de escalera, una columna y un tramo de piso simulando mármol. Él sabía cómo sacarle provecho al set, y realmente se daba más la ilusión de estar en una casa de gente de dinero. A fin de cuentas el cine se trata de eso, de crear cosas que son ficticias, pero que parecen reales.
Cuando ya estaba aprobado el presupuesto y tenía idea clara de los distintos espacios de la película, empezábamos a construir. La verdad yo me divertía mucho construyendo. Una vez que iban adelantados los decorados, el productor y el director opinaban al respecto y se hacían las últimas modificaciones. A mí nunca me gustó estar en el rodaje. Por eso no acabé de director, aunque Alejandro Galindo siempre me dijo que yo iba a terminar dirigiendo. Un escenógrafo de cine siempre va adelante de la filmación, porque tiene que preparar el siguiente decorado. Claro, uno regresaba a la filmación para preguntarle algo al fotógrafo o al staff, al productor o al director, pero para nosotros los actores no existían, pues para cuando se estaba rodando, los escenógrafos ya habíamos terminado nuestro trabajo y estábamos en otro lado.
Tuve relación laboral con muchos fotógrafos, no todos eran igual de cooperativos, pero de muchos de ellos aprendí cuestiones básicas de los diferentes lentes de la cámara. Trabajé con Gabriel Figueroa, Jack Draper, Jorge Stahl, Alex Phillips, Manuel Gómez Urquiza, Raúl Martínez Solares, Enrique Wallace, Rosalío Solano, Víctor Herrera, con quien hice en 1953 La duda, dirigida por Galindo y que fue la primera película en México filmada para pantalla panorámica.
Hice películas en color como La escondida (1955), o El bolero de Raquel (1956), o una coproducción con España que se llamó Sonatas (1959) y cuyo fotógrafo fue Gabriel Figueroa. También con Alex Phillips hice en color Sube y baja (1958), y ese mismo año, con Víctor Herrera, El grito de la muerte, también en color y dirigida por Fernando Méndez. Para la película estadunidense Pepe, que se hizo con Cantinflas en 1960, la foto fue en Technicolor, con cámara Panavisión y escenas en Cinemascope. El fotógrafo fue Joe MacDonald y en la segunda unidad iba Víctor Herrera, quien hizo la foto en color de la siguiente película de Cantinflas, que fue El analfabeto, en ese mismo año. En 1962 trabajé en mi última película con Cantinflas, El extra, y la fotografía en color la hizo Rosalío Solano. La verdad yo hacía mi trabajo igual para una película en blanco y negro o en color. Para mí era lo mismo.
El equipo de trabajo estaba constituido, a nivel sindical, por un escenógrafo, un ayudante de escenógrafo y un dibujante. Recuerdo que cuando trabajé en algunas películas estadunidenses, los escenógrafos de allá se sorprendían de que sólo trabajáramos con un dibujante, porque ellos tenían para una película como veinte. A veces había también un responsable de la decoración de los sets, que trabajaba coordinadamente conmigo.
Mi ayudante por muchos años fue un señor que se llamaba Roberto Silva. Luego venían los carpinteros, que en esa época eran veintiséis y hacían un trabajo realmente notable. Trabajaba conmigo un muchacho al que le decían El Pifas, cuya especialidad era pintar panorámicas para aforar las ventanas de los sets. Yo le pedía, por ejemplo, que me hiciera una pintura de la vista desde el décimo piso de un edificio sobre el Paseo de la Reforma y él lo hacía a la perfección.
Los estadunidenses siempre admiraron el trabajo de los carpinteros y de la gente que hacía los acabados de los decorados en Mé xico, aunque no siempre lucían, por la falta de recursos económicos de nuestras producciones.
Otra forma de ahorrar era reutilizando escenografías hechas para otras películas. Los estudios contaban con bodegas en las que se almacenaban elementos escenográficos que se habían usado en otras producciones: había treinta puertas y cincuenta ventanas que se arreglaban y pintaban diferente para volverse a usar. Esto mismo hacían los grandes estudios en Hollywood en esa época, por lo que una misma escalera salía en muchas películas, nada más cambiándole el barandal. Por ejemplo, en las oficinas de la Metro Goldwyn Mayer me tocó ver planos y fotos de distintos decorados. Los ejecutivos decían: «Ese decorado que tenemos ahí, a ver si lo transformamos en otra cosa.» Con eso se ahorraban dinero.
En México la cosa era igual. Los productores nos decían: «Óigame, tenemos esta escenografía. ¿No podríamos cambiarla en otra cosa?» Y en realidad era fácil, porque a fin de cuentas una pared es una pared. Una vez me tocó convertir, en veinticuatro horas, un cabaret en una capilla de monjas. A los directores no les gustaba nada, porque siempre querían que todo fuera nuevo, especialmente hecho para su film, pero no les quedaba otra que adaptarse a la realidad, porque si no, no les daban otra película.
Recuerdo que en 1983, cuando trabajé en Bajo el volcán, que fue mi regreso al cine después de veinte años de retiro, vinieron periodistas de todo el mundo, y un alemán que sabía que yo había trabajado con Buñuel me preguntó cómo había concebido la escenografía para la película Susana. Se desencantó cuando le dije que nada había sido diseñado especialmente para esa película, porque no teníamos presupuesto. La hacienda que aparece en Susana es la de la película El Siete Machos, que poco antes yo mismo había hecho para Cantinflas.
Los estadunidenses querían entrar al mercado en español y al principio intentaron doblar sus películas para atraer al público. Pero el famoso doblaje nunca pegó. Entonces optaron por filmar aquí versiones en español de películas que habían tenido mucho éxito en Estados Unidos.
Así fue como trabajé para una compañía estadunidense, la RKO, que hacía películas en español en los Estudios Churubusco, de los cuales entonces era copropietaria, junto con Emilio Azcárraga Vidaurreta, que era el magnate de la radio de esa época en México. Los estadunidenses nos daban el script y luego nos proyectaban la película original para tratar de copiarla. El problema es que no teníamos ni el presupuesto que había tenido su versión, ni el tiempo suficiente para prepararla bien. Así hicimos varias.
Recuerdo una en especial, que dirigió Alejandro Galindo. Fue la versión en español de El batallón del diablo (Beau ideal, Brenon, 1930). Le pusieron como título Hermoso ideal (1947), y era una historia que ocurría en el norte de África, acerca de la legión extranjera. Tuve que llenar un foro con arena para simular el desierto. Llegaron varios camiones cargados de arena. Pero al día siguiente, la arena se había puesto negra, porque era de río. El caso fue que terminamos pintándola con aspersores.
Luego hice otra que se llamó Los que volvieron (1946), también dirigida por Galindo. Ésa era un remake de Sólo cinco regresaron (Farrow, 1939), y se trataba de un avión que caía en la selva, la cual por supuesto hicimos en foro. En esa época era raro salir a locaciones por los costos. El mismo año hicimos otra que se llamó Todo un caballero, que dirigió Miguel M. Delgado. La versión original se llamaba Noche de aventuras (Douglas, 1944), que a su vez era un remake de Hat, Coat and Glove (Miner, 1934). (La adaptación de este script la hizo Salvador Novo.)
En esa época, los productores mexicanos estaban siempre pendientes de la recaudación en taquilla de las películas estadunidenses. A los guionistas se les pedía, casi de un día para otro, que hicieran copias de los argumentos hollywoodenses que estuvieran de moda.
Una vez yo estaba colaborando en un guión, porque en ocasiones también llegué a hacer esto, y entró muy apurado el productor que nos había encargado el script: «¡El niño se tiene que morir!», nos dijo, «¡Se tiene que morir!» El guionista y yo nos miramos muy sorprendidos: «Pero en esta historia no hay ningún niño, señor.» El productor no pareció escucharnos. «¡Eso no importa!, en el cine Alameda hay ahorita una película americana en la que se muere un niño y está metiendo un dineral en taquilla, así que metan a un niño que se muera y ya.» Vender era lo único que importaba, porque se invertía mucho dinero y no se querían arriesgar a perder.
Trabajé en varias películas estadunidenses aquí, al lado de algunos directores como Robert Parrish y John Ford. En 1947 trabajé con un realizador que después se hizo muy famoso: Robert Wise, quien filmó años después La novicia rebelde (The Sound of Music, 1965). Es muy inteligente. En aquella época hicimos una película de segunda que se llamó Misterio en México (1948), con Ricardo Cortez, un viejo actor. Ellos me buscaron: «Queremos que usted haga la parte mexicana de la escenografía», porque en México había una ley que obligaba a que si venía un técnico del extranjero para filmar, tenían que contratar a su equivalente nacional. Los estadunidendes en general no son grandes trabajadores. Siempre hacen mucho ruido, como que laboran, pero… En sus películas muchas veces me decían: «Oye, siéntate, no trabajes tanto.» En las películas estadunidenses se gastaba más dinero y por eso había más posibilidades de hacer cosas.
En una película mexicana los decorados raras veces estaban a la altura, porque costaban demasiado y no se podía estar construyendo durante dos meses y cuidar hasta el último detalle, como hacen en otros lados, pues era prohibitivo.
Me quedé muchos años trabajando en los Estudios Churubusco. Había doce foros de 25 por 40 metros. Ahora me da tristeza ver que tiraron lo que fueron mis oficinas. Guardo muchos recuerdos de los estudios. Varias veces me tocó trabajar simultáneamente en dos o tres películas. Una en cada foro. Al acabar la filmación, uno tenía que moverse para buscar otra “chamba”. En realidad se producía mucho en aquella época.
Entre los realizadores, creo que Galindo es el único con el que hice amistad. Trabajé con muchos: Gilberto Martínez Solares, Miguel M. Delgado, que era el director de cabecera de Cantinflas; Julio Bracho, Alfredo B. Crevenna, Chano Urueta, Tito Davison, Jaime Salvador, Vicente Oroná, Roberto Gavaldón, Julián Soler, René Cardona, Fernando Méndez, José Díaz Morales, Tulio Demicheli, Rafael Baledón, Rogelio A. González y Fernando Cortés.
Hice también películas con directores extranjeros como Norman Foster, Robert Wise, Luis Buñuel, Yves Allégret, Harry Horner, Juan Antonio Bardem, George Sydney, y la última que hice, Bajo el volcán, fue con John Huston.
Como dije antes, además de mi labor como escenógrafo, realicé algunos trabajos de adaptación cinematográfica, sobre todo por influencia del director Alejandro Galindo. Con él filmé muchas películas, como Campeón sin corona (1945); ¡Esquina bajan!, Hay lugar para dos y Una familia de tantas (las tres de 1948), por la que me gané el Ariel en ese año. Alejandro tenía mucha imaginación, y sobre todo un cierto don para acercarse a lo popular. Un día me propuso: «¿Por qué no trabajas conmigo en el guión de mi próxima película?» Yo acepté. Naturalmente el noventa por ciento era suyo, pero yo cooperé con algo. Por supuesto, él me pagaba. Mi primera participación como adaptador de guión, junto con Galindo —sobre un argumento original de él—, fue en la película Capitán de rurales, en 1950.
Luego, en ese mismo año, participé también en el guión de Doña Perfecta. El siguiente año colaboré con Galindo en el argumento y adaptación del script de la comedia Dicen que soy comunista. Alejandro Galindo no era muy disciplinado. Había ocasiones en las que terminábamos la primera versión del guión y yo le decía: «Bueno, mañana nos vemos para empezar el segundo tratamiento.» Él se negaba y me argumentaba que para qué, si el productor no nos lo había pedido todavía.
Con Gavaldón y José Revueltas participé en la adaptación del argumento de Miguel N. Lira para La escondida, que dirigió el propio Roberto Gavaldón en 1955 y que llevaba en los papeles principales a Pedro Armendáriz y María Félix. En todas las películas que tuve participación en el guión, también hice la escenografía, aunque a veces no me daban crédito en pantalla de argumentista, porque no pertenecía al sindicato de autores.
Muchos scripts del cine mexicano de aquella época eran “refritos” de películas estadunidenses, pero a nadie parecía importarle mucho. Pocas películas aceptaban oficialmente el origen de sus argumentos. Trabajé en 1946 en una película de Gavaldón que se llamó La otra, que era una adaptación de un melodrama sobre unas hermanas gemelas, que en Estados Unidos había filmado Bette Davis, y por el que sí se pagaron derechos. Había todo un juego con espejos porque Dolores del Río hacía dos personajes diferentes. En la adaptación del guión participó José Revueltas, quien insistía en que se debían emplear todos los medios posibles: diálogos, escenografía, utilería, para remitir el estudio psicológico de los personajes a un contexto social que hiciera evidente la esencia clasista de su conducta. Pero Gavaldón prefirió realizarla más bien muy técnicamente, con lo que produjo una actuación mecánica y plana, en la que Dolores del Río tampoco ayudó.
En 1948 trabajé por primera vez para una película de Cantinflas. Fue El supersabio, dirigida por Miguel M. Delgado. Su productor, Jacques Gelman, después se convertiría en uno de los primeros coleccionistas de mi obra pictórica. En ese mismo año también hicimos El mago. Esas películas eran de las pocas en las que se invertía mucho dinero, porque recaudaban mucho en taquilla. Una película de Cantinflas podía costar entre 600 mil y dos millones de pesos de entonces, mientras que otras más pobres costaban hasta 200 mil. Los melodramas que filmaba Pedro Infante eran también una inversión segura, aunque la verdad no les invertían mucho. Las demás películas no tenían grandes recaudaciones en taquilla.
Mi experiencia con Luis Buñuel fue muy diferente a la que tuve con otros directores. Buñuel le daba a cada uno su lugar en el rodaje. Preguntaba mucho mi opinión sobre la acción que él planteaba en la escena. Buñuel llegó a darle otro punto de vista, mucho más artístico y audaz, al cine mexicano. Hasta antes de Buñuel, el cine mexicano se regía por recetas y fórmulas muy esquemáticas. Buñuel pertenecía a otro mundo.
Hice la escenografía para Buñuel en las películas: Susana, carne y demonio (1950), Una mujer sin amor (1951), El bruto (1952) y El río y la muerte (1954).
Era un director que no encajaba para nada en el mundo del cine de aquella época. No era un director comercial. En Francia había participado en el movimiento surrealista. Hablar con él era como entrar en otro mundo, creo que los productores no lo entendieron para nada. Las películas que realicé con él no fueron obras maestras, pero como luego se volvió muy famoso e hizo películas estupendas, sus películas mexicanas se revaloraron.
En 1952 hice una película estadunidense bastante mala para la MGM que se llamó Sombrero, dirigida por Norman Foster, el mismo que dirigió la primera película en la que trabajé. La acción ocurría en México y el actor principal era Ricardo Montalbán. Me contrató el productor, un hombre muy simpático que se llamaba Cummings, y junto con él fui a Hollywood. Me enseñaron ahí el vestuario y toda la preparación. En esa ocasión tuve una batalla feroz con el director de arte en jefe de la Metro Goldwyn Mayer, Cedric Gibbons, que fue esposo de Dolores del Río antes de que ella lo dejara por Orson Welles.
El problema fue que Gibbons quería usar el interior de un castillo inglés del siglo XV, de estilo gótico, que habían construido para una película sobre Isabel I, como hacienda mexicana. Y como el productor desde un principio me insistió en que si había algo que no me parecía, lo dijera, pues me opuse terminantemente. Todo era porque se querían ahorrar dinero. Cedric Gibbons era un señor muy pode roso y me quería echar: «¿Para qué necesitamos gente que viene de fuera?», decía, «ya una vez tuvimos aquí a un ruso que intentó modificar nuestros diseños para una película sobre Rasputín (Rasputin and the Empress, Boleslawsky, 1932) y pudimos demostrarle que estaba equivocado.» Recuerdo que era impresionante entrar a su oficina. Tenía un escritorio enorme de aluminio. A ambos lados estaban dos tipos enormes como guardaespaldas y, atrás, una larga hilera de los Óscares que se había ganado y que, por cierto, él diseñó. El caso fue que, después de todo, la famosa hacienda se hizo como yo quería, como debía ser, gracias a que el productor me apoyó.
Una película es un negocio. En ese tiempo, había una gran diferencia entre el cine mexicano y el cine internacional en el sentido de que, por ejemplo, Hollywood se hizo grande porque agarraba gente de donde fuera, de cualquier nacionalidad, con tal de que tuvieran talento. Esto en México no existió y creo que fue malo para el país. No sé, pero los estadunidenses, los franceses, los ingleses, pudieron construir un cine internacional. A través de estos elementos su producto se hizo mejor, en tanto que aquí no. Si alguien quería ser director de cine, no podía, no lo dejaban entrar, pues había gente que votaba en contra en el sindicato.
A mí me tomó tres años ingresar al Sindicato de la Producción y, como ya dije, me aceptaron nada más porque había más películas que escenógrafos. Mi ayudante tuvo que esperar trece años para entrar.
Por otro lado, era bueno que existiera el sindicato, porque de lo contrario los señores productores hubieran pagado sueldos muy bajos. Debe haber una reunión de personas que se junten para protegerse de una explotación económica. De otro modo los productores hubieran puesto a su sobrino de escenógrafo o a su prima de fotógrafa. Naturalmente eso también tiene sus límites, porque si los sobrinos o la familia del productor hubieran hecho malas películas, no creo que hubieran proseguido.
También trabajé con otros directores considerados genios, sobre todo de Hollywood, nada más que no eran en realidad hombres maravillosos; en general eran medio pesaditos.
Hay muchos directores muy inseguros, y eso los hace déspotas. Los que están seguros no tienen necesidad de aparecer como grandes tiranos. Buñuel era el ejemplo número uno del realizador que era la gente más amable, más encantadora… Era un tipo maravilloso.
Dejé el cine en 1962. Por un lado, tuve una enfermedad nerviosa y, por el otro, pues el cine se vino abajo y ya no me interesó. Siempre seguí pintando en mis ratos libres y, una vez que me retiré del cine, me animaron a que me dedicara de lleno a la pintura y no me fue tan mal.
El 99% de las cintas que se habían hecho en aquella época no eran cosa del otro mundo. No había mucha calidad, eran más bien productos comerciales, muy influidos por el cine hollywoodense, principalmente, y por el teatro español. Uno ya sabía que iba a hacer una comedia para Resortes o Clavillazo, o un melodrama para Libertad Lamarque o Rosita Quintana.
Cuando me llamaron para hacer Bajo el volcán, me puse en contacto con algunos amigos que todavía tenía en Hollywood. Ellos me dijeron que ni me metiera, porque John Huston era un hombre muy difícil. Yo tenía también mis reservas, porque hacía ya muchos años que había dejado el cine. Cuando me entrevisté con el productor, le pedí una cantidad muy fuerte, porque pensé que así me dirían que no. El productor me hizo mala cara y ha de haber pensado que estaba yo loco. Me hicieron acompañarlos una semana a ver locaciones en Morelos, hasta que un día le pregunté al productor: «Bueno, yo ya conozco todos estos lugares. ¿Voy a estar o no en la película?» El productor, muy sorprendido, me dijo que por supuesto. Y aceptó pagarme lo que le había pedido.
Los directores muchas veces se portan pesados. Es como si quisieran probar su autoridad en la filmación. El primer día del rodaje de Bajo el volcán, estaba ya todo listo en la locación. Había llegado el gobernador de Morelos para dar el arranque oficial de la película. Huston entonces se volteó hacia mí y me preguntó, haciéndose el ingenuo: «¿Me puede explicar cómo tengo que filmar esta escena?» Yo le describí la acción que tenía que hacer el personaje y entonces la hizo. Digamos que ésa era su forma peculiar de bromear.
Huston también nos hacía construir todo un mercado para una secuencia en la que sólo se veía el personaje en close up. Pero cuando menos en esa película había dinero para gastarlo en esas excentricidades. Lo que pasa es que uno siempre trabaja basándose en el guión, pero los directores pocas veces externan cómo piensan realizar la secuencia. En el mejor de los casos, ellos tienen la película muy clara dentro de la cabeza, pero no lo dicen hasta llegar al set.
Tuvimos que ambientar un cementerio del Día de Muertos. Íbamos de pueblo en pueblo buscando cosas de la festividad, pero el problema era que estábamos en el mes de mayo. Nos miraban como si estuviéramos locos por querer comprar en mayo calaveras de azúcar. Igual pasaba con el papel picado. Tenía kilómetros de papel picado porque todos los días llovía y había que reponerlo en las calles.
Había otra secuencia en la que el personaje principal entraba borracho a una iglesia para rezarle a la Virgen. Discutí con el gerente de producción porque en el guión se especificaba que se trataba de la Virgen de la Soledad, que normalmente está vestida de negro. Como este señor era un irlandés católico, me argumentaba que no existían Vírgenes así, que todas las Vírgenes estaban siempre vestidas de blanco o de azul claro. Después de mucho insistir, aceptó que pusiera la Virgen correcta. Por cierto, fue la familia Cueto, que se dedica a hacer títeres, quien hizo la imagen de la Virgen, bellísima.
Los estadunidenses tienen una idea muy extraña de lo que es México. En esta misma película, la producción quería un pequeño cortijo medio improvisado en una hacienda. En el hotel en que estábamos en Cuernavaca todavía conservaban la plaza de toros que yo mismo había hecho para la película Pepe. Traté de convencerlos de que esa plaza de toros nada tenía que ver con lo que el guión de Bajo el volcán pedía, pero igual la usaron. A pesar de este detalle, creo que la película refleja ambientes bastante reales de lo que es México. Sin embargo, luego algunos críticos de Nueva York dijeron que la película no funcionaba porque nada tenía que ver con lo que era nuestro país, o mejor dicho, no coincidía con lo que ellos suponen que debe ser. Seguramente si hubiéramos vestido a nuestros campesinos con sombreros de bolitas, estos críticos se hubieran sentido muy satisfechos.
Con la iglesia tuvimos también el problema de que las que más me gustaban estaban una a diez y la otra a veinte kilómetros de la locación principal. La producción me dijo: «No nos sirven, tienen que estar a cien metros de la plaza de este pueblo.» Así que no me quedó otra más que usar la iglesia de ahí, que no estaba tan mal. Había uno de esos Cristos en ataúd de cristal realmente impresionante. Me permití hacer una serie de dibujos de cómo creía yo que se podía resolver la secuencia y se los mostré al señor Huston, que todo el tiempo andaba en un carrito de esos de golf, porque ya no podía caminar. Cuando le expliqué mis dibujos, me vio muy serio y me dijo: «Si me permite, mejor quisiera hacer un panning sobre el Cristo.» En ese momento me di cuenta que había cometido la osadía de sugerirle a John Huston cómo filmar.
Todavía conservo algunas maravillas que encontré en pueblos, buscando cosas del Día de Muertos: tallas en madera de calaveras, por ejemplo. Pero esos objetos de artesanía los compré con mi dinero. Ni siquiera se usaron en la película. Nunca me quedé con nada de las producciones en que trabajé.
Ya no hablo con nadie de cine. El año pasado que me dieron un premio especial en la entrega de los Arieles, me quedé muy sorprendido de que se acuerden de mí. Alejandro Galindo me dio el premio en Bellas Artes. Cuando lo saludé, no me reconoció. «¿No te acuerdas quién soy?», le pregunté. «No…» Pero luego se acordó y le decía a la gente: «Este señor y yo hicimos muchas películas juntos.»
Nuestra época fue muy distinta. ¡Qué hubiéramos dado por poder filmar en tanta locación como ahora! La percepción del público también ha cambiado. Cuando de repente veo una película de mis tiempos con mi familia, mis hijos dicen que todo se ve muy artificial: las escenografías, los fondos pintados, los forillos con los que a veces teníamos que simular un fondo de desierto. Era otra manera de hacer cine…
El cine de hoy se ha hecho muy intelectual en comparación con el de mi época. Ya se pueden abordar temas con más profundidad, con más inteligencia, mientras que nosotros hacíamos unos melodramas bastante primitivos. Ya no voy al cine, por las distancias y el tráfico, aunque sobre todo porque las proyecciones son muy malas. Nunca les entiendo a los diálogos. Cuando voy a Europa es que voy al cine. Tengo un hijo que vive en París. Pero de lo poco que conozco del cine mexicano actual me gusta mucho el trabajo de María Novaro. Esta señora tiene una gran sensibilidad para acercarse al mundo femenino. He visto dos de sus películas: Lola (1989) y Danzón (1991) y ambas me parecen muy buenas. Ya hubiéramos querido nosotros en nuestra época hacer cine como ése. Sus personajes parecen enfrentarse a existencias vacías y sin sentido, y esa problemática la logra transmitir a través de la realización. Me parecen formidables, aunque es una lástima que no desarrolle a igual profundidad sus personajes masculinos.
Es curioso, nunca me imaginé que iba a terminar dedicado a la pintura. Siempre creí que acabaría siendo director de cine…
Bibliografía
Eder, Rita, Gunther Gerzso. El esplendor de la muralla, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Era, Colección de Arte Mexicano, 1994.
García Riera, Emilio, Historia documental del cine mexicano, Era, México, 1971.
Pastor, María Alba, Entrevista con Gunther Gerzso (1976), Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, México, 1986.
Ramón, David, La casa que Gunther Gerzso construyó, Dirección General de Actividades Cinematográficas, Coordinación de Difusión Cultural/UNAM, México, 1990.
Jaime García Estrada
Profesor de dirección artística. Coordinó el número 3 de Estudios Cinematográficos. Su trabajo en Los vuelcos del corazón (1996) estuvo nominado por mejor ambientación en los Arieles de 1995. Es también guionista para televisión. Texto publicado en Dirección artística, Cuadernos de Estudios Cinematográficos, núm. 5, CUEC : UNAM, México, 2005, pp. 37-58.

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