Notas y preguntas sueltas sobre teoría cinematográfica

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La teoría cinematográfica, expresión conceptual de los mecanismos de la acción, especulación, hipótesis o ley cuyo sentido deriva de una práctica precisa, no es abstracta, remite al objeto concreto a que se refiere. Es observación y análisis de los elementos con que se trabaja un objeto fílmico, una película específica, en la misma medida en que las premisas del objeto fílmico son sus componentes primeros: síntesis y representación. La teoría introduce preguntas y dudas; «no es simplemente la suma total de nuestro conocimiento general de un tema, también es un método que nos permite sistematizar los enunciados de nuestro pensamiento […]».1
Detecta falso por oposición a justo, a los que otorga un peso equivalente porque no se trata de una disciplina moral; en términos teóricos, falso y justo son categorías del lenguaje, no valores en sí. Es concluyente pero no sirve de sustento de decisiones prácticas; su recorrido es anterior y posterior al acto fílmico. No es objeto al que la práctica ilustra, ya que tiene capacidad para dejarla atrás, desarticular o evidenciar la incoherencia cuando la detecta y convertir solemnidad en burla o viceversa. Restaura lo que está mal planteado y restablece la armonía de las propuestas propias de cada película, sin ofrecer opciones de cómo hacer.
Su conocimiento previo no determina, hace evidentes a priori problemas que, ignorados, surgen a posteriori. Roman Polanski dice, por ejemplo: «Para cada escena hay múltiples encuadres, focales, ángulos; todos ellos son, eventualmente, válidos, algunos otros, en menor cantidad, son correctos, pero sólo uno es justo para decir aquello que se quiere decir». Más radical, Jean-Marie Straub afirma: «El movimiento de cámara, no se establece, se descubre».2 La teoría despeja dudas, y hace la crítica que las señala.
El cine se inicia, primitivo e inocente, desde los caminos de lo nunca antes visto: la primera proyección de la entrada de la locomotora a la estación; los sorprendentes close ups de Falconetti / Juana de Arco, que producen en el espectador movimientos hacia atrás, con diferente matiz. Más tarde, en un tiempo en que el objeto fílmico debió haber pasado ya la edad de la mimesis (lo que ha durado demasiado, volviéndolo complaciente), encontramos ejemplos de “lo nunca antes visto” pero desde otro eje; la misma locomotora como la ven Los carabineros (1963) de Jean-Luc Godard, o lo que puede presentar una cosa que es otra: militares germanos estupefactos ante la cantidad de acorazados rusos, que no son sino acorazados alemanes editados a partir de fragmentos de un documental alemán en El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), ejercicio teórico / práctico que modifica relaciones que van más allá del objeto fílmico en sí.
Los ejemplos son abundantes, pero nos concretamos a otro par: el animal que se come a sí mismo dejando su lugar a una excelsa pantalla blanca, vacío de imagen / sonido en Yellow Submarine (George Duning, 1968).
«Todo acabó, sólo queda el desorden […]», dice el personaje del supuesto padre al personaje del supuesto hijo en Luna Park (Pavel Lunging, 1992). Simulacro de orden / desorden, teoría de una práctica dictatorial, represiva, que confunde a los personajes, los conduce a una acción contraria a su voluntad original sin desalentar su ímpetu, sino recurriendo a él, hasta que la naturaleza de la acción produce rebeldía. Una toma de conciencia que el cine de hoy sólo es capaz de producir en el seno de una dictadura. Desbordar el género como antídoto eficaz contra el melodrama para devolver al cine sus posibilidades subversivas originales, su sentido primero. No todo aquel objeto filmado con una cámara y película sensible a la luz, es cine, también el falso cine existe. Hoy día se habla de industria del entretenimiento más que de industria cinematográfica; se habla también de fábrica de sueños para establecer la diferencia, Robert Bresson habla de Cinematógrafo, vuelve al origen como procedimiento teórico / práctico.
Nuestra premisa, desde luego, es el cinematógrafo, no partimos del principio de que nuestros sueños sean fabricados por otros y buscamos, en lo que aún se llama “pantalla grande”, representaciones múltiples de realidades múltiples que nos aporten instrumentos de compresión del mundo y de nosotros mismos a través del placer estético, gracias a la capacidad que ese medio tiene, a diferencia de otros, de articular un discurso simultáneo de lo visual y lo sonoro. No hemos sido impactados por el auge de lo virtual: consideramos que ambas opciones, como otras tantas que vendrán, amplían el espectro de posibilidades, no lo reducen, tenemos la necesidad, como otros seguirán teniendo, de volver a dirigir nuestra mirada al proyector del que salen las imágenes hacia la pantalla, como la dirigieron aquellos japoneses a los que hace referencia Noël Burch en Para un observador distante, de la misma manera que seguimos sintiendo en las yemas de los dedos la sensualidad del pétalo de una magnolia. No creemos en la querella de los antiguos y los modernos, tanto como creemos en la querella de los modernos y los modernos, de los antiguos y los antiguos, y toda querella que corresponda a una polémica entre individuos que viven un mismo tiempo histórico. Mientras haya hombre habrá historia, es inevitable el antes y el después, propio del tiempo. La originalidad no existe, es preocupación de analfabetas.
Todo enfoque teórico tiende a seguir un recorrido delimitado por los parámetros que el objeto fílmico ofrece. Para la teoría, volver la mirada hacia atrás, buscar el origen de una acción práctica es un método de trabajo. Sin revisión de lo anterior, no hay concepto posible; paso de la especulación a la hipótesis que permite establecer una ley.
La teoría no se inventa un itinerario gratuito, busca la referencia, encuentra su sitio en el recorrido y se organiza considerando lo que ya ha sido llevado a cabo con anterioridad.
El concepto de teoría nunca ha podido librarse por completo de ese carácter oscuro de lo incomprensible, de lo inútil. Lo paradójico es que hoy día, a pesar de los avances tecnológicos (los que no existirían sin la experimentación y creatividad propias de lo industrial), la situación se ha vuelto más compleja; la teoría se ha vuelto sospechosa y ha sido dejada de lado, en manos de especialistas.
En el caso concreto del cine, el espectador se planta ante la forma como si viviera en una ciudad sitiada en donde toda disidencia es traición. Como si la única ambición fuera uniformar, eliminar toda polémica entre versiones opuestas, como si todo conflicto (reflejo de su organismo, su biología, su condición humana) fuese nocivo. En la medida en que la teoría polemiza, resulta sospechosa; de manera curiosamente similar a aquello de «equivocarse con el partido es mejor que tener razón solo», que hundió a los bolcheviques. Todos los chinos usan el mismo traje azul con su cuellito Mao, dice un grupo de jóvenes enfundados en blue jeans iguales, con camisas de cuadritos iguales y tenis iguales, y los mismos dicen que todos los chinos son iguales. Parece buscarse un nuevo contrato social de la igualdad y no de la diferencia, cuando en la diferencia se encuentra la única posibilidad real de igualdad.
Los mismos, suelen afirmar que la “magia” del cine se pierde cuando se busca entender el significado de un movimiento de cámara o de aquello que se encuentra, ex profeso, fuera de cuadro y actúa de manera directa con lo que vemos en él. Esa supuesta “magia”, es la misma que ha llevado al espectador activo del cine mudo, cuyo sonido es implícito y productor de imaginario, no homenaje a lo ya visto; a convertirse en espectador pasivo de un cine que escudándose en esa abstracción a la que llaman modernidad (por oposición a lo antiguo) y que no es sino práctica reiterativa de la tecnología y manejo acertado (no siempre) de las reglas de un género. Pero el punto de partida son los mismos elementos técnicos: cámara, plano, encuadre, eje, ángulo, distancia focal, modo de representación dramática, música, sonido real o construido, espacio geográfico y tiempo, duración, ritmo…
La teoría reconstruye en concepto y especula a propósito del siguiente segmento, manteniéndose dentro de los parámetros que el objeto proporciona, para detectar la fisura en el orden, ritmo o duración, tal como desfilan ante el espectador en la pantalla.
Pensar Psicosis (1960) o Los pájaros (1963), de Alfred Hitchcok, sin sus respectivos créditos iniciales, desde el primer fotograma, reflejo de la estructura que viene a continuación, cómo preparan un estado de ánimo y predisponen a la información que será emitida, es no pensarlas.
¿Qué es tener una idea cinematográfica? se pregunta Gilles Deleuze.3
Los créditos iniciales y finales de los ejercicios escolares que vimos por más de una década, por ejemplo, suelen traicionar una voluntad expresiva que, en general, no está presente en el resto del corpus fílmico. En la mayoría de esos casos no existe ligamento entre créditos y corpus imagen / sonido, como si se tratara de dos películas separadas.
La importancia del señalamiento no es manifestar la facilidad otorgada para detectar la deficiencia, sino establecer cómo refleja el verdadero objetivo perseguido por el producto que en principio, como ejercicio escolar, debería ser la obtención de un objeto fílmico coherente consigo mismo, que establece la relación armoniosa de un discurso con su espectador. Sin embargo, la seudointegración a un mercado, en ese momento por demás abstracto, que requiere antes que nada de reconocer y aceptar la capacidad de un individuo para establecer la relación discurso / espectador y abrir así sus puertas, es dominante y tiene como resultado el rechazo del mercado que se busca.
Aquellos que lograron emigrar al mercado de Hollywood, sin duda capaces, no sólo tuvieron una oportunidad por talento, sino porque ese mercado requería ya de sus servicios.
II
Algunas películas mantienen la continuidad, regulan las virtudes o los defectos de un género dado; mantienen, por así decirlo, la puerta abierta. Más complejo resulta el caso de otras que la cierran, cancelan opciones agotadas, ponen punto final por lo menos hasta que la creatividad, individual o colectiva, las abra de nuevo replanteándolas. Son películas que tienden a perderse en la historia del cine, liquidadas por la conjugación de los límites que se imponen a sí mismas; las deficiencias acumuladas, y la certeza de que las reglas del género escrupulosamente respetadas, por otras películas, aporta como transformación del espectador activo en pasivo.
Mantenerlas vivas depende, en buena medida, de la existencia de otros proyectos formales similares, igualmente polémicos, léase subversivos, que busquen, al ampliar la gama de sus niveles de lectura, no sólo la creación de sus espectadores, sino sensibilizar a la propia comunidad cinematográfica, y su voluntad de continuidad. La polémica abre, no cierra.
Lo lineal no es síntesis. Cuando realizamos El diablo y la dama (Ariel Zúñiga, 1983), buscamos indagar en el territorio de la síntesis cinematográfica, de manera sistemática iniciada desde proyectos anteriores, y encontrar la función primaria del punto de vista y su agotamiento hasta la necesidad del corte en el contexto de un entorno cultural preciso. Traducir en representación aquello en que nos reconocemos, no aquello con lo que nos identificamos y que a nuestro juicio no tiene nada que ver con el cine. Tomamos en consideración, desde luego, que, como dijimos antes, la edad de la mimesis del objeto fílmico ha durado demasiado y la edad madura no llega. Ejercimos la técnica que se utiliza con la fruta verde, envolverla en la forma para hacerla madurar en un corto periodo de tiempo. No porque esa intención no estuviera presente, en más de un ejemplo, en la historia del cine mexicano sino justamente para mantenerla viva.
Estábamos conscientes también de que ya el cine había entrado, como todas las artes en general, en esa etapa que lo aleja de la vida, del modelo directo, para encerrarse en sí mismo. Imposible a esas alturas ignorar la importancia de la cinefilia en el trabajo cinematográfico, pero utilizar el homenaje o la cita erudita, no la convierte en argumento formal.
Más de uno observó entonces que estábamos fuera de tiempo. No son los proyectos necesarios los que están fuera de tiempo, sino las propuestas formales que aprueban, dan continuidad o condenan.
Una película puede concluir, por su propuesta formal, la existencia de un género estéril al introducir polémica, establecer su fisura y agotamiento formal. Captado o no por el entorno, un proyecto puede eliminar esas opciones agotadas y abrir el camino a la comunidad histórica cuyo devenir es permanente. El cine de género se ha convertido en dogma, y evitarlo, romper con el statu quo que propone, mantiene la continuidad histórica y su capacidad para adaptarse a los cambios de mentalidad y de civilización. En un sentido estricto, no político o ideológico, ése es el significado de reacción / revolución. Charles Peguy tiene razón al afirmar, desde una supuesta postura de reacción al cambio, que restaurar conocimientos sabios olvidados tiene mayor fuerza que un optimismo a priori de lo positivo y de la invención de lo nuevo. Volver atrás es avanzar, y avanzar contiene un grado de retroceso, el entorno a lo mismo. Hay una secuencia aterradora de la ininterrumpida producción de positividad: ya que si la negatividad engendra crisis y crítica, la positividad absoluta engendra catástrofe, justamente por incapacidad de destilar la crisis. «En un espacio sobreprotegido, el cuerpo pierde todas sus defensas».4
III
Dos aportes importantes de la teoría cinematográfica contemporánea son los conceptos de punto de vista y de sutura… Herencia y ruptura de lo que estaba ligado. La necesidad del corte, por lo mismo de la sutura que reinstala la continuidad, pone en duda al punto de vista, exige o requiere de otro que contrapone, aclara o establece nuevas opciones al discurso. De no ser necesario el corte, se mantendría el plano secuencia y películas como La soga (Hitchcock, 1948) serían regla y no excepción. Esas elecciones, punto de vista y sutura, mantienen o rechazan los parámetros del devenir del objeto fílmico y enriquecen o empobrecen los niveles de lectura formal. El tiempo muerto literal es inútil, estéril, no transición.
La banda sonora enriquece la lectura o la mantiene plana y convierte al lenguaje en voz de perico que repite voces huecas y sin modulación, diálogos de lo obvio. Tomo como ejemplo pleonasmos que todos hemos usado: subir arriba, bajar abajo, salir afuera, entrar adentro… o los lugares comunes.
No prever que todo color implica un valor simbólico, lo vuelve plano, incoloro, al oponerlo a sí mismo y a su función, lo convierte en superficie decorativa, frívola, estéril. Negar posibilidades al imaginario, restaura su valor per se, al blanco y negro del cine primero, cuya gama de grises, legible por lo que contiene implícito, restituye su valor simbólico al color que puede ser modificado, alterado, invertido, pero la función que juega dentro de la representación no desaparece.
También es cierto que la “apariencia de realidad” limita a lo simbólico, salvo cuando se integra a la metáfora. El cine no deja de ser un híbrido pero los elementos heredados de la literatura o del teatro son más aceptados que la referencia a lo pictórico, reconocida pero más ignorada. Son posibilidades que el cine necesita apropiarse para encontrar nuevos bríos, como lo han hecho Rohmer, Godard y Greenaway.
El espectador pasivo surge de la recurrencia a lo innecesario que ocupa el espacio de lo esencial, esterilidad que no permite a los engranes mentales funcionar. Éstos requieren de la provocación formal para ponerse en movimiento. Se sabe que todo lo que llega a la mente pasa por los sentidos, lo que no convierte a la información en imaginario de manera automática.
Cuántas veces leemos un texto en un roller, acompañado por su lectura en la banda sonora sin evitar un solo punto, una sola palabra, sin exigir del espectador el esfuerzo de leer y escuchar simultáneamente. Imagen y sonido no se dirigen a la misma zona del cerebro. Un ejemplo de lo contrario es el roller inicial de La vocación suspendida (Raúl Ruiz, 1977) en donde podemos apreciar que a la tercera frase leída estamos escuchando ya una versión distinta de la que leemos en el texto escrito, lo que exige de nuestra capacidad de concentración un esfuerzo mayor. Si consideramos al acto estético como inútil, estamos en otra película, pero si lo valoramos en su más amplia gama de posibilidades en relación con nosotros, la exigencia de atención es elemental. No hace muchos años aún, aquellos que sin captar el sentido de una película la seguían hasta el último fotograma duplicando esfuerzos, hoy desertan. ¿Es esto solamente expresión de las “nuevas” (sic) libertades?
El subtitulaje, por ejemplo. ¿Qué sucede cuando el que ve una película subtitulada entiende el lenguaje original? Pronto se dedica a leer el cuadro; abandona el subtítulo y escucha la banda sonora simultáneamente. La riqueza que implica entender el lenguaje del otro, no justificar o explicar las causas que le impiden entenderlo, es acceder al placer estético o desertar buscando sustitutos.
Desconocer la traducción literal de cada palabra, puede ser reemplazado por el ejercicio mental de entender el sentido de lo que se dice / muestra y lubricar al cerebro en actividad. Sería necesario que quien escribe con la mano derecha aprenda a hacerlo con la izquierda y viceversa, como una disciplina escolar elemental que hoy tendríamos que llamar educación utópica. Se puede permanecer en el statu quo de lo que ya se sabe, desde luego.
La “apariencia de realidad” que se otorga al cine, debe ser desmitificada. No se trata de representar el sueño o el hecho, sino de representar la representación del sueño o del hecho… Ceci n’est pas une pipe, llama René Magritte a su cuadro.
El drama, el teatro, la representación, son el origen legítimo del cine, no las sutilezas de la actuación. Trabajar con actores es modular sus excesos cuando están presentes o provocarlos cuando no alcanzan a producirse, o como se dice llanamente en la jerga del trabajo actoral, bajarlos o levantarlos; el resto del trabajo lo ejercen gracias a su oficio, a su creatividad, lo que resulta más eficaz para el objeto fílmico, siempre en el marco de la representación. Cuando los actores fingen ser el personaje, interviene el género (el melodrama en el caso particular de México), pero hacer creer no es representar. Dreyer rapa el pelo de su actriz sin advertirla y produce la simbiosis Falconetti / Juana de Arco. En ese juego violento, propio del trabajo de representar, en esas lágrimas reales, está todo el horror de Juana de Arco y su más fiel representación posible. (En Hollywood lo hubieran demandado, como sucedió a Erick von Stroheim al dejar sin agua a los actores de Avaricia, o en su defecto lo hubieran negociado antes a muy buen precio, como sucedió con Demi Moore, pero eso es otra cosa). No en balde en inglés, francés, alemán, actuar y jugar son lo mismo: jouer, play, spielen…
La integración que el cine ha logrado con la pasividad del espectador, requiere cada vez más de un mecanismo que se desplace del objeto fílmico hacia él, para desencadenar sus mecanismos propios de reacción, en lugar de iniciar el recorrido desde el espectador en dirección del objeto fílmico; finalmente es el espectador quien se desplaza para ver una película y el hecho de pagar un boleto no tiene por qué alterar su grado de tolerancia y su capacidad de esfuerzo para con el producto que se encuentra frente a él, también resultado de un trabajo.
Articulaciones, economía de medios y transiciones, evolucionan en el cine sin duda más rápido como proyecto teórico posible que en ser admitidas por el espectador frente al relato, dado que esos mecanismos son cada vez más precisos y eficaces en el cine de género, lo que no representa ninguna contradicción de lenguaje, sólo el dominio elemental de lo desconocido frente a lo que, desconocido o sorpresivo, tiende a ser percibido como incomprensible. El resultado final es que el objeto fílmico, girando sobre sí mismo y lo que considera como valores seguros, se muerde la cola a la manera del animal de Yellow Submarine, sin terminar de madurar, admitir la edad adulta del espectador y la suya propia.
IV
La investigación teórica ha sofisticado sus mecanismos de análisis y avanzado de manera desproporcionada en relación con la capacidad del cine para expresar. Las teorías relativas al género, a la narrativa y al lenguaje mismo, el aumento creciente de opciones de lectura de una película parecen ir en proporción directa con el empobrecimiento del imaginario en las películas que han quedado suspendidas, atrapadas en la banalidad de sus esquemas y argumentos cortados con el mismo patrón. Incluso a las treinta y seis situaciones dramáticas de Aristóteles, sustento de todo lo que nos muestra el cine, no se diga la televisión, les ha sucedido como a tantas obras musicales; no hay quien las interprete.
Es como si los instrumentos de esa inteligibilidad hubieran desaparecido, de ahí la deserción, el horror a la confrontación. Es como dejar de fumar o abandonar la práctica sexual porque implica confrontación. También existe desde luego una nueva visión de la práctica sexual light, virtual, al estilo de Barbarella (Roger Vadim, 1968), que se deslinda del contacto, de lo físico. De tanta luz, ausencia de sombra que mata al color.
Se sabe que en las salas de operación, la profilaxis es tal que ningún microbio, ninguna bacteria puede sobrevivir. Pero es en eso mismo, del fondo de ese espacio absolutamente clean, que vemos nacer las enfermedades misteriosas, anómalas, virales. Ya que los virus, por su parte, resisten y proliferan en cuanto tienen el espacio libre. En el fondo, mientras había microbios no había virus. En un mundo expurgado de las viejas infecciones, en un mundo clínico “ideal”, se despliega una patología impalpable, implacable, nacida de la desinfección misma.5
Sin duda no hemos llegado aún al cansancio del cine muerto y por lo mismo la reacción tarda en producirse. No porque una sala oscura conjunte doscientos individuos tienen que reír y llorar al unísono; tampoco se trata, desde luego, que esas producciones desaparezcan: es necesario que un amplio grupo de seres diferentes entre sí puedan ser capaces de reír o llorar al mismo tiempo de una situación dada, pero también es necesaria la alternativa de que sus reacciones individuales puedan ser encontradas, polémicas o en desacuerdo. Todo espectador debe poder ser pasivo, pero su pasividad tiene sentido si las mismas oportunidades de ser activo existen.
Por eso un aspecto importante de la aproximación teórica es la mirada hacia atrás, la que revisa, vuelve a ver las películas, busca referentes y evita la reiteración gratuita, el cliché o el lugar común que nos mantiene detenidos en el tiempo como si no existiera devenir y cambio.
Por más atractivos y convincentes que sean los efectos virtuales y su creciente virtuosismo, el progreso tecnológico no conduce de manera automática a la erradicación del dogma. Más de un experimento formal reciente es digno de atención para combatir la pobreza creciente del cine, el uso de la pantalla múltiple tan socorrido por Peter Greenaway, cuyos antecedentes se encuentran en la película que nunca terminó Nicholas Ray, We can’t go home again (1971-1979), para citar un caso.
¿Existe una estrategia para compensar el daño o los espectadores permanecerán pasivos, o quienes afirman que el cine ha muerto tienen razón? Se mantiene una pregunta ya antes planteada por otros: ¿el único recurso es reemplazar dogma por dogma?, porque de ser así, sólo quedaría el camino de sentarse a esperar la llegada de los marcianos.
Las salas de cine, la producción de materiales y equipo para películas, sin embargo, siguen vivas y ambas se portan muy bien, producen buenos dividendos.
Tampoco se trata, desde luego, de defender a cierto cine por una especie de nostalgia hacia lo que ya no existe o se ha vuelto escaso, sino de afirmar una riqueza implícita y explícita ignorada, que se pierde, y sus posibilidades reales de participar en la modificación de mentalidad y civilización.
Raymond Bellour nos habla de las entre imágenes, aquellas que están de paso, y la televisión, lugar por donde pasan, y nos dice que su texto surge de la necesidad progresiva de entender lo que ha sucedido con el cine a partir del momento en que no pudo sustraerse a la doble presión: una que parece surgir desde su interior y otra que lo modifica por la colusión, directa o indirecta, con el video (televisión), como si su identidad se le escapara.6
En estas notas sueltas, esto último no forma parte de nuestra preocupación, nos interesa más, por ahora, la “presión que surge desde el interior mismo del cine”, y consideramos que una de las fallas se encuentra en la incapacidad que tiene para renovarse, pero dentro del marco industrial, y no por medio de casos aislados de “rebeldía”. Incluso quienes buscan la última película de fulano de tal, no parecen haberse dado cuenta aún de que ahí no se encuentra la clave del problema. El cine tampoco puede volver la mirada hacia atrás sólo a manera de homenaje o cita erudita. En su momento, la referencia a la cinefilia modificó de manera sustancial y rica las propuestas formales, pero esa etapa ha quedado atrás, hoy es historia y por eso aquellos espectadores que hacían un esfuerzo mayor, por intuición, necedad o voluntad de cambio, hoy están cansados y desertan. En el momento presente, a un paso del fin de siglo, referirse, en el interior de una película, a otra, se ha vuelto una manera de desarticularlas; lo sabemos porque hemos cometido también ese error elemental.
La vida sigue estando fuera de la pantalla, aquello de que “el cine es mejor que la vida” es una patraña y mirarse el ombligo es un camino directo a la pasividad con fuerza de bumerang.
Detrás de lo “original”, del “invento”, tan de moda que pretenden hacer “tabla rasa” del pasado, como si en la práctica esto fuera posible, se encuentra la ignorancia y la frivolidad. Dirigirse únicamente a un espectador pasivo es una necesidad comprensible, de carácter mercantil, pero la existencia de proyectos que activen al espectador es lo que permitirá a los proyectos que lo mantienen pasivo, continuar haciéndolo. Una industria que no experimenta, que sólo imita, está condenada a desaparecer. Ésa es la desaparición del cine “dentro de cincuenta años” a la que se refería Orson Welles cuando pronosticaba ese futuro, no la desaparición per se.
Sin experimento no hay avance industrial, decíamos, y el experimento, independiente, alternativo o incluido en el marco de una industria, es necesario para que ésta se mantenga viva.
En el caso de la industria mexicana, haber excluido el experimento la ha llevado, inevitablemente, a desaparecer. Casi sin proyectos, sólo aquellos que aún “tienen un sueldo” dentro de ella nos quieren hacer creer que existe, pero la experiencia práctica, el saber hacer, han desaparecido o están a punto de hacerlo; apenas si el recuerdo permanece, gracias a unos cuantos tercos y obsesivos investigadores. Uno de los conflictos de la cultura contemporánea, que los más pretenden haber superado, es la relación con la otredad, no lo otro que se encuentra en un sitio distinto, sino aquella que llevamos en nosotros mismos: los mestizajes. En la práctica fílmica también existe otredad.
Más de un director, productor o actor (tal vez entre estos últimos), niegan la existencia en sus carreras, o la callan para mejor olvidarla, de periodos experimentales, formativos y enriquecedores. Tenemos por ahí, desde luego, nuestros grandes ejemplos que permanecen como piezas de museo para que en celebraciones y festejos funerarios no se diga que no lo hemos hecho. Pero memoria e imaginario existen y la negación no basta para hacerlos desaparecer ni para hacer desaparecer su necesidad. Importante es, sin embargo, devolverlo al mundo de lo real, al tiempo presente.
Necesitamos nuevamente versiones actuales de «financieros que cuando se suicidan caen de cabeza o sobre el techo o guardabosques que disparan sobre sus hijos»,7 porque finalmente sigue habiendo financieros que se suicidan cuando pierden todo en la bolsa, o infanticidas.
En el cine de hoy (desde luego excluyo las excepciones porque éste no es un problema de excepciones), no hay origen, no hay consecuencia, sólo estados de ánimo positivos de preferencia, una especie de limbo. La única regla social (política) debe ser la reconocida y considerada correcta (politically correct), como si la posibilidad expresiva de la disidencia no tuviera razón de ser.
¡Cómo que lucha de clases!, escucha uno repetir aquí y allá, si de lo que se trata es de que todos se entiendan, que no haya lucha, eso de la lucha ya pasó, ¿será?
Cine mexicano, desde luego, pero realizado por mexicanos que emigran y se desvinculan de su realidad para que se parezca más al de Hollywood, como si la diferencia estuviera en la nacionalidad. Ellos pueden irse, seguir haciendo cine, entre más mejor, pero también se requiere que quienes permanecen aquí lo sigan haciendo y cada vez más. Cada película no puede ser obra maestra, e industria es producir. Ya no existen productores en el sentido estricto de la palabra y para evitar el conflicto se ha desmantelado.
Las primeras imágenes religiosas durante la conquista, tenían que ser esculpidas por escultores españoles, porque más que una forma expresaban contenidos ideológicos y fue hasta el momento en que los indígenas se habían sometido (o eran considerados como sometidos ideológicamente), que se les permitió esculpir sus propias versiones de las mismas imágenes. Las esculturas religiosas españolas más importantes e impresionantes del siglo xvi siguen estando en España, y las más maravillosas realizadas aquí, se encuentran aquí (cuando los saqueadores lo permiten, desde luego).
Ahora el único enemigo es una otredad tan otra que de hecho, a lo marciano, resulta imposible, por lo tanto se vale especular con lo desconocido. O sea, no hay otredad entre nosotros, la otredad es literalmente otra.
Más vale eso, que confrontar la realidad del aquí y el ahora. Aquí es otra cosa: las reglas definidas, tú aquí y tú allá, y ambas partes aceptan. Nada de ruptura porque somos iguales, olvidemos aquello de la diferencia, demasiado rica y afirmativa de posibilidades, pero demasiado riesgosa.
En su momento nos interesamos en Roberto Gavaldón, por su circularidad y la estrecha relación que esto tiene con nuestra manera de ser y de comportarnos, su interés en el yo como laberinto, y el laberinto como una manera de salir de la circularidad.
Parece, sin embargo, que permanecemos atrapados en un laberinto que a su vez se ha vuelto circular.
Notas
1Andrew Tudor, Theories of Film, bfi, Londres, 1974; p. 1.
2Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, Antigone, París, 1990, p. 87.
3Ibidem, p. 65.
4Jean Baudrillard, L’Ecran total, Galileo, París, 1997, p. 13.
5Ibidem.
6Raymond Bellour, L’entre-images, Éditions de la Différence, París, 1990, p. 12.
7Luis Buñuel, La edad de oro, 1930.
Ariel Zúñiga es egresado del CUEC, donde ha impartido cursos de realización. Entre otros filmes ha dirigido Anacrusa (1978), Uno entre muchos (1981), El diablo y la dama (1983) y Una moneda al aire (1989); asimismo es autor del libro Vasos comunicantes en la obra de Roberto Gavaldón: una relectura, El Equilibrista, México, 1990.

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