Considerado como el cineasta chileno más destacado, Raúl Ruiz estudió teología, derecho, y artes dramáticas, así como un año en la Escuela de Cine Documental en Santa Fe, Argentina. De 1956 a 1962 se distinguiría como prolífico dramaturgo. Realiza su primer largometraje, intitulado Tres tristes tigres, en 1968, y trabaja desde ese año como consejero cinematográfico para el Partido Socialista de Salvador Allende, hasta que se ve forzado al exilio en 1973, con la llegada de Pinochet al poder, radicando desde entonces en París.
Con más de 100 películas en su haber, de distintos formatos y extensiones, Raúl Ruiz ha combinado sus diversos intereses por la música, la literatura, la ciencia y las artes visuales, en una cinematografía de ideas. Ha desenmascarado los estereotipos ideológicos (Nadie dijo nada, 1971; Diálogo de exiliados, 1974), expuesto las incoherencias de las instituciones despóticas (La vocación suspendida, 1977), y develado las contradicciones entre sus orígenes culturales y el falso cosmopolitanismo del exilio (El techo de la ballena, 1981). Sus puestas en escena se preocupan por la representación (La hipótesis de la pintura robada, Las divisiones de la naturaleza, ambas de 1978) y la fragmentación de la realidad (Las tres coronas del marinero, 1982).
Sus ensayos de video y cintas documentales, tanto para la televisión como para el Centre Beaubourg, son excelentes muestras de creatividad en trabajos por encargo, así como originales experimentos tecnológicos y narrativos. Después de varios años de relativa oscuridad, la crítica finalmente lo ha aclamado como poseedor de un puesto privilegiado en la vanguardia cinematográfica francesa.
Entre sus últimas películas se encuentran Tres vidas y una sola muerte, Le film à venir (ambas de 1996), Genealogía de un crimen (1997), Shattered Image (1998), El tiempo recobrado (1999, inspirada en la obra de Marcel Proust), Las almas fuertes (2001), Ce tour-lá y Une place parmi les vivants (ambas de 2003), Días de campo (2004), Le domaine perdu (2005), y Klimt (2006), sobre el pintor austriaco.
Ha incursionado también en el teatro, la docencia y la literatura. Su libro Poética del cine recopila una serie de ensayos en los que plasma sus preocupaciones y propone algunas soluciones personales.
«Practicar el cine que se postula como independiente»
Eres de los pocos cineastas que han tratado sus reflexiones sobre el cine en un libro, y además le has puesto Poética, como Aristóteles.
Le puse Poética reduciendo la noción de poética al mínimo, como quien dice “recetas de cocina”. Estar dentro de la fabricación de la cocinería del cine, y su proyección, es poética, para no confundir con una teoría general del cine, que eso ya es otra cosa, y no me compete.
Efectivamente la Poética habla de reglas. Uno lee la Poética de Aristóteles, debiera saber cuáles son los mecanismos de la tragedia…
Depende. Hace no mucho leí la Poética de Aristóteles en una traducción, como las que se hacen ahora, literal, y no diré que dice lo contrario, pero es muy distinto. No es una prosodia, no da normas rigurosas, sugiere por ejemplo las diferencias que hay entre la epopeya y el teatro, pero en ningún momento dice que se oponen, y no dice que no se pueda hacer teatros de epopeya, de hecho se hacía teatro épico. Me da la misma sensación que cuando estuve leyendo la Suma Teológica de Tomás de Aquino, es muy poco dogmático, dice: «¿El mundo se creó de un viaje, o de a poco?» Y se contesta: «Yo estaría por los que dicen que el mundo se creó de un día para otro, pero hay muchos argumentos convincentes respecto de la creación indiscernible del mundo, que empieza de a poco y de repente está creada». Aristóteles trabaja un poco así, creo que es un modelo que habría que seguir practicando: crear, más que certezas, inseguridades, y dejar las certezas como telón de fondo, dejar los principios como telón de fondo.
Tu Poética tiene mucho que ver con esto que acabas de comentar, y decías ayer que es algo que te funciona a ti. ¿Cómo escribes tu Poética?
En mi caso por lo menos, en todos los textos sobre cine y en la manera de hacer cine, existe una tendencia natural a ser contreras, a hacer lo contrario de lo que se hace, a ver qué pasa, no porque esté en contra sino para ver qué pasa. Y lo he hecho, y lo sigo haciendo de vez en cuando; a veces hago una cosa que aparentemente es normal, con algunas vueltas, o hago cosas directamente al revés. Ése es un aspecto. Hay otro aspecto: la situación misma del cine actual, que es tal, que lo más razonable que se puede hacer es todo lo contrario de lo que se hace. Ahora, hay una pequeña pregunta: ¿se puede hacer todo lo contrario en una película, siendo que una película no es reductible a sí, o no? No hay síes ni nos en las películas, así que hacer todo lo contrario no tiene mucho que decir, pero sí se puede tener una actitud reticente respecto de lo que se hace en cine. Yo empecé a practicar pendularmente el cine que se hace, el que sale en las salas, con actores conocidos, y haciendo más bien el cine que los estadunidenses llaman “de guerrilla”, el cine que se postula como independiente, como marginado voluntariamente; pero el primero, el cine normal que pasa en las salas, ha ido cambiando muy rápido, y no alcancé a darme cuenta, por ejemplo, de lo que ha pasado entre que hice Shattered Image —que puede decirse que es un cine “a la americana”, con pequeños elementos, llamémoslos inusuales, y que lo pude hacer sin tanto problema, discutiendo un poco, pero sin tanto problema— al modelo actual, que es rígido, muy rígido, y está hecho sobre la base de comités de expertos, que están por todos lados y han terminado transformándose en la ley de la fabricación del cine; ahora aplican directamente todas las leyes de la industria al cine: las de la industria de fabricación de cucharas, de relojes o de lo que sea.
Ahora bien: uno habla del cine, pero esto es aplicable a todas las formas de cultura, porque pasamos por el peor momento en la industrialización de todo lo que sea un estornudo, y tratan de crear una manera de hacer ganar plata a la gente estornudando. Ese criterio de rentabilidad abstracta está cada vez más presente, y que alguien como yo, un John Kenneth Galbraith, que es un liberal moderado, haya sacado su panfleto, La economía del fraude inocente, hace que uno tome conciencia de hasta qué punto el sistema actual —con sus racionalidades— es completamente arbitrario y mentiroso. Mentiroso porque, citando a Galbraith, no se le puede llamar trabajo a lo que hace esta gente que se entretiene desplazando millones de dólares y jugando con la plata, con el sufrimiento, con la sangre de los otros y lo que tiene que hacer, no digo ya el obrero que se levanta en la mañana y trabaja todo el día, sino el mozo del café o un cesante… Ahí no hay trabajo, hay que ponerle otro nombre.
Segundo: el liberalismo se construyó sobre el principio de que hay que eliminar la burocracia agobiante del socialismo y de los gobiernos estatales, y lo que se ha hecho es centuplicar la burocracia, que es otra burocracia más pesada y, hay una palabra que le cae muy bien, se usa para otra cosa: efendismo, término que viene de la etnometodología, de efendi, la burocracia del Imperio Otomano, que se dice es la principal causa del hundimiento de dicho imperio.
El efendismo se puede aplicar directamente a Hollywood, es un sistema en el que se dividiría el terreno que se llama producción de cine, en dos campos: los que tratan de proponer el máximo de proyectos, y los que tratan de destruir el máximo de proyectos. Si a todo esto le agregamos el sentimiento predominante de entusiasmo y de optimismo, estamos creando una verdadera bomba de destrucción masiva. Todo el mundo llega y uno dice: «Mi compañía hoy día propuso 25 proyectos.» Otro dice: «Pero la mía propuso 100.» Y llega otro que dice: «Hoy es un día estupendo: rechazamos 400 proyectos…» Hoy se produce una implosión y vamos a cero. La industria cinematográfica debiera ser analizada más por los proyectos que no se hicieron, que por los que se hacen. Eso siempre ha sido un poco cierto, pero ahora es más cierto que nunca. El efendismo mismo, aplicable a situaciones como las que pueden ser la de México o de países en los que el Estado tiene alguna intervención, es eso: las comisiones de Estado dan plata, se presentan cien proyectos, le dan plata a diez, pero si se presentan 200, le van a dar a cinco, y si se presentan 500, no le van a dar a ninguno; ésa es la proyección efendista.
Aquí hay sistemas de subvenciones, de comisiones, de esos que dan dinero. El efendismo cayó en eso, en el sentido de que antes estaba la gente que daba dinero y los que proponían proyectos, pero de repente los que daban dinero se dividieron en dos: unos se adjudicaron el derecho de presentar proyectos y anularon a la gente que independientemente quería presentarlos. Ésos tienen interés en recibir el dinero de los que dan proyectos, ambos son de alguna manera funcionarios de Estado; los que reciben el dinero se guardan la mitad, y con la otra mitad hacen, en el mejor de los casos… En una casa de producción francesa, teóricamente, la casa se come en gestión el 20% de lo que le dan para hacer la película; de hecho se mueve entre el 30% y el 50%. Y los estafadores directamente se guardan todo, dicen que les faltaron dos millones y no se hace la película, y se quedan con el resto.
¿Por eso hay tanto cine en Francia?
Bueno, no todos son así. El cine francés todavía tiene comisiones en las que no les da vergüenza ser cultos. Hay gente culta todavía. Me tocó defender recientemente un proyecto frente al representante del banco que, como se dice en Francia, conocía a sus clásicos. Yo quería hacer una película en la que se juntaran en simbiosis dos sistemas narrativos, dos mundos que en principio no se tocan, que es el mundo de las novelas policiales de cine, de Georges Simenon, y el mundo de Gérard de Nerval, el mundo del ensueño, surreal… Pero él conocía mucho a Simenon, mucho a Gérard de Nerval y bastante de cine, entonces ahí sí se puede discutir.
No es el caso de Estados Unidos, no porque la cultura falte, pues muchos de los que allí deciden tienen por lo menos una maestría o en general un doctorado —lo que no garantiza nada en ese país—, pero les da vergüenza, entonces tratan de no exponerse: hay que hacer películas para un obrero negro de Detroit que ha trabajado diez u ocho horas, que ha viajado dos horas, que llega agotado a la casa; su padre es alcohólico, su madre drogadicta, tiene un hermano en la cárcel… hacer películas para él. Y cuando uno pregunta cuáles son las características de este señor, la respuesta es: que está cansado y quiere cosas simples. Si yo tuviera una madre drogadicta, un padre alcohólico y un hermano en la cárcel, más bien leería novelas de Dostoievski, porque no tienen nada de simple. Ésas son las incoherencias que vienen de la publicidad.
El director de la empresa más grande de televisión en México, dijo algo similar en defensa del melodrama mexicano, de las telenovelas. Ahora bien: en estos esquemas de producción en los que hay competencia, que tú describiste como una dinámica de winners y losers, y con esta concepción de la ganancia o del entretenimiento por encima de todo, como única posibilidad, has podido hacer un cine —no sé si la palabra sea la adecuada— ecléctico en términos de producción: has hecho películas que se inscriben en el mainstream…
Sigo convencido de que el cine que hice durante mucho tiempo, es el que me convenía, a mí y a la gente que le gusta un cine no tan simple, que eche mano del máximo de sus posibilidades expresivas. En un ambiente en el que te pueden tildar como alguien que no sabe hacer películas y que por lo tanto no puede entrar y está hablando de puro enojado, picado, de puro envidioso, uno está obligado a hacer una obra que, exteriormente al menos, tenga el aspecto de una película normal. Y fueron relativamente bien recibidas, ningún film que tenga algo raro puede ser un éxito completo, pero pudieron existir.
Has trabajado varios géneros, inclusive el de aventuras…
Y lo sigo haciendo, pero combinar géneros puede ser muy estimulante; por eso, mezclar a Simenon con Nerval… Ahora voy a hacer una película clásica del género de horror, basada en una novela francesa intitulada Les Mains d’Orlac, de Maurice Renard, un surrealista popular que se deja llevar por el delirio, por el aspecto surreal de la narración. Existe una versión anterior con Peter Lorre como protagonista, se llama Las manos de Orlac (Mad Love, Karl Freund, 1935). Trata de un pianista que perdió las manos y al que le injertan las de un asesino, y las manos le empiezan a mandar… Hay una cosa interesante en esto del injerto, del transplante de manos que ahora se hace mucho, y lo que un poco se sugiere en Las manos de Orlac existe: hay gente que tiene un rechazo psicológico a las manos, éstas empiezan a dar órdenes porque se piensa con todo el cuerpo; yo empecé a jugar con eso. El punto de partida siempre puede ser una obra popular; detrás de cualquier obra hay mucho qué pensar, pero la contrapartida es que yo veo venir ya el momento del desglose, esto está ya en todas partes: en todos los que no consiguen hacer cine, que salieron de la escuela de cine y ya son expertos, o trabajan de consejeros en los bancos, para ver si el banco asegura el buen fin de la película o no.
Shattered Image, por ejemplo, si se puede llamar clásico a eso, es una película clásica estadunidense: trata de una asesina profesional, su profesión es matar, empieza con eso; pero después vemos que es otra chica que está de luna de miel en Jamaica, y la que está de luna de miel en Jamaica, sueña que es asesina en Seattle, y la de Seattle sueña que está de luna de miel en Chicago. ¿Quién sueña a quién? Ése era el tema, un poco, del juego. Así que la película es entretenida, es divertida, y la solución dada —como en un guión estadunidense— es absolutamente inesperada: hay una tercera que sueña a las dos. Pero cuando empiezo a filmar llega el asistente del productor y me dice: «¿Cuál es el máster shot?» Le respondí: «No hay máster shot.» «Bueno, ¿la toma de establecimiento?» «Tampoco hay.» «Pues hay que hacerlos.» Y le dije: «Oiga: ¿usted sueña con máster shots? ¿Cuando sueña tiene máster shots?» El sueño es inestabilidad, no puede haber máster shot, mucho menos toma de establecimiento. Primeros planos sí, campo-contracampo también. Así que llamaron por teléfono, y al final me dejaron. Y aún así comentó: «Que lo hagan por si acaso…» Le respondí: «Oiga, no: tenemos seis semanas de filmación, y sus “por si acaso” me van a costar tres semanas.» Al final ganaba, ahora ya no estoy tan seguro de poder ganar. Sin embargo lo que piden es aberrante, la continuista te dice: «¿Cómo se va a cubrir?» «Oiga, señorita: yo no cubro. Yo descubro…» No es lo mismo… Todavía era un poco así, ahora ya no es tan así; ahora, cuando empieza a funcionar la contradicción —que es que te piden y piden cosas y te dan cada vez menos tiempo—, de repente te encuentras en situaciones de trabajar 16 horas al día, los técnicos empiezan a caer por las ventanas… El problema ya no es tanto crearles deseos de hacer cine a los que van a hacer cine, crearles ganas, darles entusiasmo, sino más bien cómo quitarles las ganas de no hacer cine, cómo hacer que en este mundo en el que todo está hecho para que no hagan cine, lo hagan. La solución la he encontrado estudiando las guerras de Arauco, las guerras de los indios mapuches contra los españoles, la guerra de guerrillas, y las técnicas de guerra de guerrillas: nunca enfrentar, ataque rápido, retirada rápida; si te esperan por la puerta, entras por la ventana y si te esperan por la ventana, entras por la chimenea… Guerra de guerrillas. Para lo cual hay que hacer operaciones gigantescas. Entre ellas, yo he aprendido mucho de Fritz Lang, en el libro de Gérard Leblanc que se editó en Francia, Le double scénario chez Fritz Lang; narra que en la película Los sobornados (The Big Heat, 1953) Lang escribió dos guiones: eran iguales, pero en uno estaba la puesta en escena, y en el otro estaba otra puesta en escena, que era la del guionista; su puesta en escena era completamente discriminada respecto a la otra: por ejemplo, cuando había un espejo, le daba función al espejo; cuando iban a profundidad de campo, eso tenía función… En el otro era simplemente lo operativo. Operaciones de ese tipo —que son, en el fondo, operaciones de guerrilla, si uno lo piensa bien— son cada día más necesarias, si sigue la industria así. Ahora la industria va tan rápido hacia una especie de implosión, que creo que va a cambiar eso; no sé hacia adónde, pero tiene que cambiar. No puedes hacer películas exclusivamente con gente a la que le has quitado previamente las ganas de hacerlas. No puedes llegar el primer día de filmación con ganas de irte de vacaciones. Eso se nota en algunos jóvenes cineastas franceses que han asistido a filmaciones, que en vez de decir «Acción» dicen «Corte». Cuando ya tres veces te dice eso, quiere decir que este caballero lo que quiere es irse a la casa lo más rápido posible. La película va a salir mecánica: puede salir correcta, pero mecánica.
¿Cómo trabajas los guiones?
Están casi todos los casos de figura: desde un guión que respeto al milímetro y que sale lo contrario de lo que se esperaba —me tocó en Las almas fuertes—, hasta empezar filmando sin saber para qué, con un cierto tipo de imágenes, haciendo imágenes casi paródicas todas, paródicas de cine antiguo, con amigos actores; una película que era un encargo con libertad total, un corto de 20 minutos cuyo tema fuera algo relacionado con el porvenir del cine, en francés, llamada Le film à venir. Ahí empecé filmando a tontas y a locas, al tuntún; enseguida mezclé, inventé una historia y mezclé la película, hice la mezcla, y luego lo otro lo monté según la mezcla; había de todo: ruidos, pasos, música… Eso en el fondo servía también para mezclar en una casa y no en un estudio, una pequeña casa con un estudio chico, sin ver la película, como se hace música; después hice el montaje según la mezcla, y al final escribí el guión, puse una voz en off.
¿Y esto depende y varía con cada proyecto?
Si te dan la libertad, te la tomas; si no, tienes como prioridad ganar premios, ganar plata y ganar fama; si tu prioridad es la película, y sabes que es eso, no hay ningún problema. En 2004 tuve que hacer tres películas: la primera costó veinte mil euros, la filmación con todo, todo el mundo pagado, en digital de 25cps. La posproducción costó otros veinte mil o treinta mil; o sea, el montaje más la mezcla, que finalmente fue lo más caro, y la transferencia a 35mm costó veinte mil más, aún así el costo fue normal, de alrededor de cien mil dólares; se proyectó de manera normal en cine, en competencia en la sección oficial del Festival de Montreal, no ganó —como corresponde—, pero estuvo ahí, existió, se vió en las salas, ahora se proyecta en Chile. La segunda costó ya millón y medio o dos millones de euros; misma historia, pero ya con algunos actores conocidos. La tercera, con actores alemanes, ya es una de seis o siete millones de euros, y ésa ya va a salir. Y te puedo decir que las tres para mí son iguales, traté de hacerlas con la misma libertad. En la grande no tuve mucha influencia porque la condición —lo decía en el contrato desde el comienzo— era la libertad de filmar, que de todas maneras, si no me la dan, no alcanzo a hacerla en los 32 días que me dieron. Curiosamente la libertad, la escritura cinematográfica, la riqueza cinematográfica, cuesta más barata que el sistema de campo-contracampo.
Finalmente, aunque sea de cien mil dólares, ése es un dinero que alguien tiene que invertir. ¿Cómo es el financiamiento de las películas que haces?
Contra lo que dice mucha gente, el motor de los productores no es siempre ganar plata. Tienen ganas de producir, hacer posible que exista una película, eso existe, yo conozco a muchos. Lo que pasa es que a ellos mismos a veces les da vergüenza y se inventan que la película la hacen para ganar plata, pero muchas veces no es el caso. Hay una lógica económica en todo, que puede pasar simplemente por el financiamiento a través de cualquier tipo de institución, y quedarse con la mitad de la plata, un tercio o 20%, pero las ganas de hacer las películas existen. Existe una gran presión, que no tiene que ver con la gente relacionada directamente con la producción, sino con los que yo llamaría “los nuevos patrones”, que son los agentes y los distribuidores internacionales. Éstos no tienen más de tres años que empezaron a ser los nuevos patrones, los que deciden. Ellos tienen que distribuir para todo el mundo, controlan salas en todo el mundo. Están los grandes estudios que controlan por todas partes, son un cártel que controla desde la producción hasta la distribución. Desgraciadamente, hay muchas leyes antitrust pero, muy pocas anticártel.
Hay un cierto tipo de crítica que ha sido corrompida y asimilada a la promoción del film: son las empresas que hacen promoción llevando a críticos que poco a poco se van dejando invitar; no todos reciben plata, pero se empiezan poco a poco a adherir a las posiciones de la industria; lo más complicado, lo más peligroso diría yo, son los distribuidores internacionales. Ése es el problema. Por ejemplo, el cine mexicano: en México se exige como prioridad una especie de equilibrio económico entre la inversión y lo que se recupera, no se exige como prioridad tener presencia en Estados Unidos fuera de los medios latinos; el cine mexicano se limita voluntariamente a su propio territorio, y es una exigencia consigo mismo la que le haría posible interesar a la gente, ya sea festivales, ya sea estudiosos, ya sea gente inteligente simplemente, u otros artistas. Es un cine que puede hacerse muy razonablemente por una cierta cantidad de dinero; me decían —yo no sé si están en lo correcto— que en México se necesitan tres millones de espectadores para recuperar el dinero.
Sí, y la película debe costar no más de 400 mil dólares, lo cual ninguna cuesta; el promedio es un millón y medio; pero es cierto, es un escándalo: los que más ganan son los distribuidores y los exhibidores.
Los intermediarios, ellos ganan mucho. Ése es un problema que se arregla de otra manera, y la teoría del cine es impotente para atenderlo. Pero, si una película de 400 mil dólares necesita de tres millones de espectadores, y la televisión no interviene…
Ni las películas pagan impuestos por pasar aquí…
Entonces la película no puede costar 400 mil, debe costar cien mil.
Creo que todo lo que estás diciendo es contrario a cómo hablamos el cine en México; los caminos que debemos seguir, son los cambios que deberíamos seguir aquí los cineastas, en lugar de estar discutiendo. Creo que el de la libertad es un camino que ya han seguido algunos y que ha funcionado.
Y tener en la cabeza eso: hay gente, en todos los niveles —salvo, por el momento, en la distribución internacional, que es a lo que le tengo más miedo—, que quiere que tu película exista. El conflicto productor-realizador es un conflicto innecesario, puede no existir. Los otros sí son reales.
Si uno va a visitarte al set, ¿cómo es un día de rodaje de Raúl Ruiz, operativamente?
En Klimt tenía 62 actores y alrededor de 60 a 200 extras, con un promedio de un día de filmación. Eso tiene que vestirse. Yo no empiezo temprano, la hora de filmación es a las diez; es decir, que el llamado es entre 8:30 y 9:00. A la una de la tarde preparo la toma; Ricardo Aronovich empieza a instalar, es lento para instalar, su proceso de iluminación es lento, pero cuando al fin termina, sirve para poner la cámara donde quiera; es decir, que en el fondo es más rápido que algunos rápidos. Por eso digo que a las 10:00; a veces empiezo a las once. Y entonces, con el principio de no levantar la voz, que es el que tienen los verdaderos machos —los verdaderos matones de campo nunca levantan la voz, pegan el balazo—, con ese principio de nunca levantar la voz y de explicar tranquilamente lo que hay que hacer, se empieza a —a uno le gusta la libertad— dar libertad a la gente. No a la cámara, porque la cámara es la escritura, yo marco el movimiento de cámara y el camarógrafo sugiere. Después hay que integrar a los actores, y una cosa que se sabe poco es que ciertos actores funcionan muy bien desdoblándose: ellos son los que son, pero también son la cámara, y juegan con ese desdoblamiento, así que el actor está en la cámara y está ahí —sobre todo las damas, que les gusta mucho mirarse al espejo, más que a los hombres—, la cámara juega una especie de espejo inconsciente. Eso da un tipo de actuación que no es necesariamente la actuación egocéntrica, que es peligrosa; hay algunos actores a los que no se les puede sacar de eso, pero hay que hacerlo, hacer lo que se pueda. En general los actores tratan de actuar con los otros; en el viejo Hollywood gente como Martin Landau sabía hacerlo y él estaba siempre ahí; John Malkovich también: cuando está el otro actor, aunque esté fuera de campo, él actúa, no está ahí para dar una réplica, actúa.
Enseguida se va llegando a una curva, así que llamamos a filmar, filmamos, se llega a una curva de intensidad tranquila. La tranquilidad es más importante de lo que se cree, yo soy naturalmente tranquilo y sé que por eso es más fácil, pero es una de las técnicas que hay que enseñar en la escuela de cine: se aprende a callarse la boca, a aguantarse, a meterse en la cabeza que la gente comete errores, no porque quiera.
Cuando paramos —en Alemania es a la una y media en punto, y a las dos y media en punto ya estamos trabajando de nuevo— yo me quedo otro poco con algunos técnicos, y empezamos a preparar la primera toma de la tarde. Y cuando regresamos, como ya las luces están listas, estamos filmando como al veinte para las tres, y paramos rigurosamente, ésa siempre es responsabilidad, entre las cinco y media y las seis. Si cuentas las horas, son siete, lo que puso increíblemente contentos, por supuesto, a los productores, porque veían los rushes y veían que todo se podía montar. Mientras, Valeria Sarmiento va montando la película, con un asistente, y va dando proposiciones que me muestra el domingo. Ella —es raro— edita con todo y música, y va viendo cómo va funcionando, para mí, no para el público, ése ya es otro problema.
El sábado se puede parar un poco antes, lo que significa tener la película ya preparada en la cabeza cuando uno va en, a lo menos, tres hipótesis: optimista, media y pesimista, porque basta que haya un problema de tránsito y la actriz llegue tarde; hay que tener como regla de oro tratar de no dejar una cosa para otro día, ya que independientemente de que haya tiempo, no va a ser lo mismo, por la tensión.
En Klimt trabajé más de dos meses todos los días, con los decoradores, y en El tiempo recobrado también. Yo juego mucho con ecos formales, que no ve el ojo, no los ve la memoria voluntaria, pero los ve la involuntaria: por ejemplo, Klimt está lleno de jaulas, empieza cuando Klimt encuentra en la exposición de París unos indios que están exhibidos como caníbales, y él da una vuelta alrededor de la jaula. Poco después, de vuelta ya en Viena, va a un burdel en donde hay una sala donde los clientes entran en la jaula y las prostitutas dan vueltas alrededor. Ésa es una situación invertida. Después él tiene sífilis en el hospital, están todos los conejos encerrados en jaulas, y de repente hay sombras de jaulas; estoy tomando una de las historias, la historia de la jaula, hay muchas otras. Eso crea y sirve para muchas cosas, para que dé la sensación de que todo esto pasa en un instante, para acentuar el efecto holístico, si tú quieres, de ese film, que no todos lo necesitan, pero ése sí. Cuando se está filmando, todo esto está en la cabeza, y en la mañana yo insisto mucho, por lo menos, en tres hipótesis de filmación intercambiables.
¿Haces muchas tomas? ¿Repites mucho o poco? ¿Buscas la toma única?
Es muy variable; se puede llegar hasta diez, no creo que a más. En Klimt, que era muy muy complicada, llegamos a 14. Si no, la media es entre tres y seis.
¿Y en una película más pequeña en términos económicos?
Hice una cuya filmación, con todo, costó unos treinta mil dólares, filmada en digital, pero pensada como en 35mm, en castellano, con gente que conozco bien. Una parte del ensayo estaba hecho, y juego mucho con los actores a lo que llamo “las bombas de tiempo”: hablamos de cosas que parecen no tener nada que ver con la película, como dos semanas antes, y en cuanto llega la toma le digo: «Acuérdate de lo que conversamos…» Y después, con el tiempo, uno se empieza a poner viejo zorro, ya tiene uno pequeñas triquiñuelas, como una clásica, que todo director conoce: en la manera como dices “Acción”, también envías la mitad de las informaciones. Otra triquiñuela es dónde te pones en la toma; hay dos extremos: o detrás de la cámara, o entre la cámara y el actor. Lo malo es que ahora la gente ya se habituó al videoassist: sabe que tiene sus ventajas, pero en tomas que no son muy complicadas técnicamente, es mejor no estar en el videoassist, sino mirar al actor, porque ahí te das cuenta si el actor está actuando, si actúa con todo su cuerpo: si tienes un primer plano y ves al primer plano, no puedes saber si está concentrado; en cambio, si durante el primer plano volteas a ver al actor y observas que las manos se le mueven, es que está pensando en otra cosa. Veo el videoassist, sobre todo donde hay tomas muy difíciles, pero no siempre estoy ahí, es el fotógrafo el que me dice que pasó algo, o el asistente. Yo prefiero estar en el terreno.
¿Cómo trabajas con los actores: haces ensayos previos, formales? ¿Cambia el trabajo con los actores si son muy conocidos o no tanto?
Hay actores a los que has visto en dos meses, cuando se hizo el cásting —si es que hubo tal—, y en algunos casos son impuestos por la producción; en general son buenos, pero impuestos por la producción; es decir, que tienen muy poco tiempo para estar en la película, porque están a la vez en la de antes y en la que viene después, y hay muy poco tiempo para marcarlos.
¿Qué pasa con los actores muy conocidos? ¿Te sirve ver su obra previa o no te interesa? John Malkovich, Catherine Deneuve, Marcello Mastroianni…
Cada actor viene de un país distinto y tiene su filosofía de la actuación. Mastroianni, como todos los italianos, es muy muy técnico. Siempre preguntaba si en la próxima escena era un ser humano o un armario: el armario no hacía nada. Es cierto que una de las aberraciones del Actor’s Studio, una manera de actuar que tiene mucho mérito entre las aberraciones, es creer que hay que actuar con la misma intensidad siempre, aberración que no tiene Malkovich: él en cada escena pone un elemento del personaje y va poniendo otro y otro, y va componiéndolo, como se compone un rompecabezas. Un actor que tiene una escena corta, es mejor que la haga como el Actor’s Studio, que dé todo ahí. A los otros actores es mejor pedirles que ahorren, y Mastroianni encontró una solución que es muy simple: en promedio, lo que un actor debe actuar —en el sentido de estar en una tensión emocional que se transmita y que haga funcionar, como dirían los técnicos, los treinta mil músculos de los que disponemos en la cara— no debe ser más de un tercio de la película. El resto nomás se muestra, habla como todo el mundo y, como todo el mundo, está pensando en otra cosa: la ausencia prima sobre la presencia. Hay actores que pueden calcular eso, y otros que prefieren no ser conscientes, que tienen miedo de tener demasiada conciencia, porque tienen miedo de actuar mal.
Yo inventé un esquema, pero me sirve solamente cuando hay actores que no son famosos, o que son famosos pero no les importa la fama. El esquema consiste en que hay que imaginarse tres círculos concéntricos: el círculo de afuera es una composición del personaje, en que éste muestra cómo quiere que lo vean, cuál es su apariencia. En México esa parte estaría muy presente, porque eso existe en la realidad: en México hay cierta formalidad que no existe en otros países, como Chile, donde es difícil exponer esa parte. Esa parte exterior existe y hay que componerla como se compone un rol completo, en el que alguien se comporte como quiere que lo vean, desde que mata a alguien hasta que toma desayuno, siempre. Enseguida se recompone el personaje de nuevo en cómo le gustaría a él ser, como le gustaría ser visto él mismo, así que el segundo círculo es él ante el espejo. El tercero es el desorden: la realidad, el cambio de tono, el descontrol, la locura. Eso, si se puede hacer, necesita tiempo: si la gente es rápida, dos o tres semanas. Es puro trabajo personal, pero hay una parte que es trabajo con los otros. Enseguida, digamos que dos actores que han trabajado el personaje así, se encuentran. Primer puente: se usa la parte exterior, entonces los dos son como dos embajadores presentando sus cartas credenciales. Después, el segundo ya es el encuentro íntimo entre dos personas que se están mostrando como ellos se ven a sí mismos, son amigos. Y el tercero es directamente el enamoramiento. Pero ésa es la situación más simple… ¿Qué pasa si uno está en plena locura y el otro sigue presentando cartas credenciales? Es cuando se empiezan a producir las combinatorias, o uno está de amigo y el otro está enamorado, y cómo se pasa —y ésta es la parte más difícil de controlar— de uno a otro en la mitad de un diálogo y qué se siente. Cuando uno le dice al otro algo que lo ofende y el otro con un pequeño movimiento de cabeza —que aquí en México sería con una cierta sonrisa que ponen los que van a matar al otro—, da a entender que se ofendió profundamente. Hay una gama de cosas, pero no siempre las puedo usar. Diría que casi nunca las he podido usar realmente. La única vez que me ha funcionado bien, es evidente, fue con los actores alemanes: estudian, preparan y llegan perfecto.
¿Cómo haces la selección de reparto, el cásting, independientemente de si hay una imposición por parte de la producción? A veces te llegan actores muy famosos que quieren trabajar contigo.
En cuanto al cásting, siempre hay de dos tipos: el de los actores que te son exigidos, porque el cásting lo hace la señora del productor, y el que hacen los actores o los amigos del director. Entre estos dos cástings de influencia aparecen muchos otros: las imposiciones de la producción, las imposiciones de los vendedores internacionales que te dicen que tal actor a los japoneses no les gusta, o tal otro tiene mucho éxito en Rumania. Detrás de ese cásting siempre hay un reacomodamiento posible, es un trabajo de política, en el peor sentido de la palabra, de negociaciones. Y después están todos en el barco y, si las cosas andan bien, todos son solidarios.
Y si no hay esa política, si tú tienes que escoger, ¿trabajas con un director de cásting, sugieres cosas: actores o tipos físicos?
De hecho siempre se presupone que hay director de cásting, pero no siempre le hago caso. Yo tengo mi parte débil como profesional: me cuesta ir al teatro, y voy poco a ver las últimas películas francesas, así que de repente no conozco a nadie; en tal caso es importante que llegue el director de cásting.
¿Le pides un tipo físico determinado?
Al director de cásting lo trato como a un actor. Empezamos a hablar de una cosa y de otra, y poco a poco los temas se van fijando. Lo que me molesta es una muy mala costumbre que existe todavía en Broadway, en Hollywood también, que se hace cásting con muertos: Humphrey Bogart para tal rol, Marilyn Monroe para tal otro… Después, cuando se encuentra a los verdaderos, siempre es deprimente.
Has trabajado con actores de muchas nacionalidades, con mexicanos, como Pedro Armendáriz, y chinos, senegaleses… ¿Encuentras diferencias? Ayer vi una película japonesa, e inevitablemente uno nota que los japoneses tienen otro tono de actuación.
He dado entrevistas en Japón y algunos periodistas parecían salidos de una película de Toshiro Mifune, haciendo los mismos ruidos. Los periodistas japoneses son especiales, media hora discutiendo sobre la segunda toma de El tiempo recobrado, en que se ve el agua; pero tienen buen ojo, porque esa toma es muy difícil de hacer, es muy especial, y es la única en la que yo hice el trabajo de cámara: está el agua, se usa el mesmerizing sobre ésta y da la impresión de tráveling en ella, de que todo se mueve, y hay una piedra blanca fija. Ahora, la pregunta —que no es pregunta sino inquietud— de los japoneses: ¿por qué la piedra blanca está un poco a la izquierda abajo? Y había una razón, porque eso lo había pensado mucho. Nos pusimos a hablar el periodista y yo, y de repente le vino una especie de estado emocional fuerte, pegó este gruñido que hacen y se agarró a cabezazos contra la mesa. Es decir, que cuando se habla de la naturalidad del japonés, de repente también es nada, es cero, es impenetrable, impasible o, si no, hacen esas cosas al límite de la animalidad.
¿Y cómo trabajas con estas diversas nacionalidades?
Aparte de eso hay otro problema que a uno se le olvida siempre, y que consiste en que uno está en esta especie de globalización de la actuación impuesta por Estados Unidos, así que los actores de alguna manera siempre actúan un poco a la estadunidense, y está por debajo lo otro. Hay que sacarles lo de abajo; lo de arriba no siempre es malo tampoco, porque en la vida real también es así. Los que me gustan son esos actores con esa capacidad para cambiar de temperamento, creer que estaba tratando con alguien, con uno, y es otro. Alguien como Laetitia Casta, que ya empieza a ser una actriz más o menos consumada, la ves pasar de una niña de 14 años a la vicepresidenta de la Coca-Cola en siete segundos, tiene el poder de hacer una película porque le gusta, no porque necesite el dinero, y de repente tiene algunas exigencias, pero pasa. Puede ser una niñita que está jugando, tirando del pelo a la gente. A mí lo que me interesa de los actores —hay muchos que tienen la capacidad de dar ese paso en la película— es la capacidad de cambiar de carácter en la mitad de un diálogo. Es la presencia de Jekyll y Mr. Hyde, no necesaria-mente el bueno y el malo, pero uno se asombra de que, de repente, sienta que —como dicen en Chile— yo no sabía con qué chicha me estaba mirando.
También diriges en otras lenguas…
En muchos idiomas, como el francés, es el idioma el que habla a los otros, el idioma es una cosa y el actor es otra. El actor dice las cosas que el idioma le dicta, como afirman muchos lingüistas. En el artículo de Eisenstein que el CUEC publicó en una de sus revistas, se decía algo sobre eso, respecto a ciertos idiomas, que el idioma es más inteligente que la gente que lo habla. Grosso modo hay de dos tipos: la gente que empieza a hablar un idioma por el idioma mismo, por la manera, por cultura; saben a dónde van a llegar, la gente habla, como se dice, como libros; hay otro idioma, el que se va construyendo a medida que se van diciendo las cosas, en la medida en que agregas, como el inglés de Estados Unidos: los estadunidenses, cuando actúan para ser realistas, hacen muchas vacilaciones porque de hecho son así, porque de hecho no saben cómo va a terminar la frase, porque la están pensando, y de ahí lo que dice ese absurdo consejo que se da mucho en el Actor’s Studio, de nunca llegar al set con el texto aprendido. Lo que hay que hacer es, sí, aprenderlo, desaprenderlo y reaprenderlo; eso es otro problema, pero hay gran cantidad de actores irresponsables y estafadores, que empiezan a aprender a última hora porque estuvieron en una discoteca hasta las cuatro de la mañana.
¿Has observado que a un actor le sea más difícil hablar en una lengua distinta a la suya, si no la domina, por supuesto?
Mastroianni se sentía muy cómodo con el francés, de hecho la película que realizó conmigo fue en francés. Él vivió algún tiempo con Catherine Deneuve, de la cual tuvo una hija; por lo tanto tenía más relación con el francés, por ésa y por otras muchas razones, y porque los italianos saben acomodarse. A los ingleses no se les puede mover del inglés; sin embargo, algo muy impresionante de los actores ingleses es, sobre todo, su capacidad para cambiar drásticamente de expresión. Por ejemplo, cuando estaba en la sala de edición revisando ciertas escenas en las que aparecía John Hurt, podías pasar fotograma por fotograma y en cada uno Hurt tenía una expresión extrema y distinta, expresiones como de circo, moviendo todos los músculos fuerte, muy intensamente.
¿Cómo es el trabajo con Malkovich?
A él le gusta hablar de otras cosas que directa o indirectamente tienen que ver con la película, así que con él lo que hay que hacer, creo, es de repente darle una indicación que sí va derecho al cerebro o al corazón. Por ejemplo, en El tiempo recobrado le dije: «Tú sabes que en esa época, durante unos 20 años —y dicen que todavía se conserva—, un verdadero aristócrata nunca miraba a los ojos.» Si uno ve los retratos, la gente conversa de lado, de perfil. Hay consecuencias inmediatas de que no se mire a los ojos, como que no se puede hacer campo-contracampo.
¿Le hablabas en inglés?
Empezamos en inglés, terminamos en francés. La otra cosa es que a la gente de buena familia, a los aristócratas, no les gustaba dejar el sombrero en el vestíbulo, entraban con el sombrero en la mano, y lo dejaban en el suelo. Algunos tenían un espejo adentro del sombrero para que cuando alguien llegara —eran sombreros con espejos retrovisores— pudieran mirarlo sin tener la poca elegancia de voltear, y había gente que sabía hacerlo sin que se notara. Esos dos detalles le interesaron. Aparte de eso —le dije—, también cuenta cómo se ríe este personaje: se ríe y se tapa la boca; esas son cosas concretas que a los actores les importan más que si les hablas de la caída del imperio. Hay otros que sí, a un buen actor alemán, por ejemplo, es indispensable hablarle del contexto histórico, es preferible que empecemos por el contexto histórico para llegar al contenido. Los actores ingleses son extremadamente técnicos, hacen preguntas muy precisas, no pierden tiempo; habré trabajado con unos diez en toda mi vida. Muchas cosas curiosas: creo que Inglaterra es la única parte del mundo en que he visto doblajes en los que los actores que hacen el doblaje me preguntaban cuánto ganaba su personaje al año, y yo les preguntaba: «Si a mí me aumentan el sueldo, ¿me cambia el acento, creen ustedes?»
¿Cómo trabajas con los actores latinoamericanos?
Con los chilenos hablo directamente en dialecto. El argot chileno consiste en no decir nunca las cosas claramente y reducirlo todo a chiste —bueno, eso funciona en todos los idiomas—; yo soy así; no es un cálculo andarse desdramatizando, porque ya en cine hay mucha tensión naturalmente; así que siempre es bueno repetir directa o indirectamente que no es nada más que una película, que es muy importante la película, pero no nos estamos jugando la vida. La otra cosa es compartir —y es otro de los errores del Actor’s Studio—, compartir las ondas delta, que es un descubrimiento relativamente reciente: cuando los deportistas están en una carrera, en fila, se concentran y se genera un campo magnético de ondas delta que afecta al otro campo magnético, y hay chisporroteos. Todos los que han vivido casados durante mucho tiempo con la misma mujer y duermen en una misma cama, saben que si uno se despierta y se concentra en algo, el cónyuge se despierta. Aplicado al cine, el Actor’s Studio practica la concentración deportiva, de hecho lo hacen: pegan gritos, dan saltos, antes de empezar a actuar, y eso genera, si el actor tiene una fuerte actividad del cerebro, un campo magnético que afecta a otro actor, lo desconcentra. Eso nos condena a ser actores solos, y a resolver por campo y contracampo.
La puesta en escena y la puesta en cámara, ¿cómo relacionas tú estos elementos?
Normalmente, jugando con las funciones de la visión: existen, me parece, 34 funciones, una de las cuales es —la que a mí me interesa más— la mapping, la función mapa, el plan de vuelo. Nosotros caminamos y tenemos un plan de vuelo: subes y bajas escaleras, no miras, abres las puertas; pero la que yo activo más, la que trabajo más es la visión, llamémosla, amplia; la cerrada se llama fóbica, que es con la que reaccionas si te tiran un botellazo y te haces a un lado. Eso es una reacción dada por la memoria fóbica, la otra está mirando alrededor. Hay gente que tiene las dos al mismo tiempo, como Pelé o Zinedine Zidane, los jugadores de futbol, que tienen directamente la llamada visión extensa: literalmente miran detrás, como si tuvieran ojos en la nuca, y saben dónde están todos y qué es lo que van a hacer los próximos segundos. Yo utilizo estas dos, convergentes y divergentes. Para citar de nuevo Shattered Image, esta mujer que mata gente, llega a un bar donde tiene que matar a alguien, una especie de restaurante, que es bastante estadunidense, y en cada mesa hay un clavel blanco. Ella se va al baño y allí pilla al otro tipo y lo mata. Después vuelve y se termina el trago. Cuando entra al bar de nuevo, donde había flores blancas hay claveles rojos. Eso está detrás, eso nada más lo ve concientemente el montajista, y la gente que la ha visto muchas veces. Pero el cerebro lo ve, lo ve la zona de la memoria implícita, con la que uno recuerda por siglas las palabras, y por imágenes que se pueden llamar inconscientes. Esas regiones las puedes despertar poniendo, por ejemplo, un clavel rojo al final de la película. Eso no le va a hacer al espectador nada, pero le va a hacer sentir algo. No funciona siempre, y funciona cada vez menos porque los espectadores están condicionados por el cine estadunidense a usar solamente la visión fóbica; el cine estadunidense y las computadoras, porque literalmente los músculos de la visión normal, que son con los que uno mira para el lado, se están atrofiando cuando uno no mueve los ojos y mueve la cabeza. Esos músculos se están atrofiando y en Francia ya hay profesores de gimnasia de ojos, para reeducarlos. Es una batalla perdida que de alguna manera yo sigo peleando, con eso de jugar, porque creo que detrás de eso hay un potencial emocional enorme: la sensación de que hemos pasado varios años mientras veíamos la película, y que para cierto tipo de cine es indispensable.
Formalmente, ¿cómo indicas esto en el set? ¿Les das previamente a los actores una indicación de cuáles son sus movimientos, o los dejas en libertad de ver lo que hacen?
En una película como Klimt todo está muy coreografiado, y lo que hay que tratar de hacer es que los actores se integren a la puesta en escena y jueguen con ella; con los ingleses es muy fácil, porque están habituados al teatro —donde los movimientos están marcados—, los alemanes también. Pero en Tres tristes tigres usé algo que no he usado después, que es inventar juegos con la cámara; eran básicamente tres juegos: uno que es con cámara libre, en el que, así como se marca el campo de actuación, se marca el campo de cámara, y el camarógrafo se mueve de aquí hasta allá; se usa un poco en televisión, en esta serie de La ley y el orden, sin darse cuenta de que es un juego muy rico cinematográficamente. Dentro de ese juego se marcan escenas en las que la cámara va a buscar al actor, quien debe tener conciencia de la cámara y, cuando siente que la cámara lo agarró, irse. Es una persecución: la cámara sigue al actor.
El otro juego es lo contrario: el actor trata de ponerse cerca de la cámara que lo evita. Y había un tercero, que es que la cámara se mueve como una cámara de vigilancia, según un movimiento regular, y los actores entran y salen según como lo sienten. Con esos tres juegos el actor participa en la puesta en escena y se crea mucha tensión, en el buen sentido de la palabra, tensión cinematográfica.
En general, ¿cuánto tiempo de rodaje haces?
Para los que les gusta sacar promedios, yo diría cuatro semanas. Pero no quiere decir nada, porque La isla del tesoro duró 10 semanas, Klimt duró 32 días.
Eso es poco tiempo para el cine industrial.
Pero gracias a eso pude imponer mi puesta en escena y evitar los campos-contracampos y los estáblishing shots.
¿Trabajas generalmente con el mismo equipo?
Diría que con distintas familias; con el mismo equipo, pasa lo mismo que con las familias: terminan peleándose todos. Cuando vi lo que le sucedió a la pandilla de Fassbinder, dije que no quería eso. Tengo mejor carácter que Fassbinder, pero es inevitable que cuando estamos siempre siempre todos, empiecen los celos, y cuando llega uno nuevo, lo echan. Así que inventé un sistema mixto que consiste en tener varias familias; para eso hay que filmar mucho, pero es muy agradable tener reencuentros, reencontrarse después de cuatro películas que no nos veíamos; y con los productores también es lo mismo, es bueno trabajar con varios.
En el caso de la edición, trabajas con tu esposa, Valeria Sarmiento, que también es directora de cine.
Después de todo el tiempo que llevamos juntos, ella sabe cuándo estoy poniendo algo nuevo.
¿Buscas nuevas familias?
Siempre. En la próxima tengo una familia rumana. Con el mismo camarógrafo, Jacques Bouquin, creo que he hecho más de 20 películas, y con Ricardo Aronovich —es una persona muy pesimista y me contagia— ya he hecho dos y próximamente otra, pero porque tenía que hacerla, ya que se interesaron unos productores estadunidenses en la película, y apenas se meten los estadunidenses, yo me voy; no porque sea racista, sino porque ya sé lo que va a pasar; ya empezaron: una película con Peter O’Toole, que hace de ciego y ha perdido todo, ha perdido la cara, se la rehicieron, y con los ojos azules de Peter O’Toole, qué vamos a hacer, y si es malo o no es malo… entonces hagan ustedes la película.
Algo que me impresiona en tu caso, es que al contrario de la mayoría de los cineastas latinoamericanos, tú filmas las películas, no te quedas con las cuatro o cinco ideas que te surgen, sino que tú las vas haciendo realmente. Todos tenemos cuatro o cinco ideas y quizás nunca filmemos ninguna de ellas, y tú sí las haces.
Yo nunca fui viajero, pero el exilio me obligó un poco. En este momento me pasa una cosa muy rara: voy a algún lugar y siempre hay alguien que me dice que cuándo voy a hacerles una película. Como los arquitectos.
¿Cómo es la relación con la música?
Trabajo con Jorge Arraigada desde hace mucho tiempo, porque es el único que entiende que mis películas tienen muchos elementos paródicos, aunque la parodia sea muy en serio. Y Jorge es de los pocos músicos que conozco, que es capaz de hacer pastiche muchas veces mejor que el original. Para El techo de la ballena hizo un pastiche de Sibelius, y el director de la orquesta decía que era mejor que Sibelius, más rico, y en Klimt hizo desde Schubert, pasando por Brahms, hasta terminar ya con compositores muy contemporáneos, y la función de la música sí está ligada íntimamente con Viena y esa época.
A Jorge no le gusta trabajar teóricamente, es muy intuitivo y tiene una gran capacidad para sentir la totalidad de la película; después compone música para las partes y lo único que hago yo es cambiársela: la que estaba para A, se la pongo en B; la que estaba en B, se la pongo en M; así, y de repente todo pega. Yo trabajo sin música también, y en una película que estoy pensando, hay música circunstancial; es decir, música que se toca en la película, pero no es música incidental: La señorita Cristina, una película de vampiros, en la cual hay ruidos muy fuertes y si se les pone música se van a achatar, porque es de vampiros; está basada en una novela de Mircea Eliade, quien sí conoce de vampiros: él dice que los vampiros —cosa que se sabe poco— son de la planicie, no de las montañas, son de la zona del Danubio y no de los Cárpatos. En la planicie están todas las variantes del vampiro, desde los murciélagos vampiros hasta las abejas errantes, abejas que son nómadas, gitanas, que las expulsaron del panal y erran tratando de buscar un lugar para hacer otro, y son muy rabiosas. Después está el paludismo, los mosquitos; la sangre está presente en todas partes, los vampiros son una consecuencia natural de la presencia, de la inmanencia de la sangre.
¿Cuánto tiempo te lleva la posproducción de una película?
Depende también, va desde un montaje de dos días, hasta una de un mes o dos; rara vez más de un mes y medio.
¿Estás usando las nuevas tecnologías digitales?
Ya las he practicado mucho, tengo mi posición respecto a ellas; sé que no hay que abusar de los movimientos de cámara, que hay que hacer más puesta en escena que en el cine con película de negativo, y de hecho ya debo haber hecho unas 12 películas digitales: algunas para quedarse así, y otras para subir a 35mm.
¿Qué hay con los formatos? ¿En función de qué decides hacer 35mm, digital, 16mm inclusive?
Cada cual tiene su cosa interesante y su cosa menos interesante; como dicen en Chile, cada formato tiene su chacota.
Háblame acerca de la relación con el público.
La mía en particular no es la habitual, porque tengo relativamente poco público. Muchas películas, pero poco público. Mis películas son como mis familias: pobres pero longevas; se siguen viendo. Desde la primera: veo que programan algunas proyecciones cada cierto tiempo para 30 o 20 personas. Durante mucho tiempo, como provocación, decía que trabajo para hacer espectadores, lo que quiere decir que no para el público, sino de uno por uno, y para hacer eso, las películas tienen que tener un point de chute, digamos, un aeropuerto, dónde entrar e instalarse, y al mismo tiempo imágenes enigmáticas, que le den una dimensión de sueño. Todos soñamos distintamente, pero en cuanto a la dimensión de soñar no es que ésta debiera estar, es que no puede no estar. Si se sigue trabajando con 24 imágenes por segundo a 35mm, debiéramos pagar—como dice Ricardo Aronovich— la mitad por entrar a ver esa película, porque vemos, de una película de dos horas, solamente una hora de imagen, la otra hora es de negro. En esa hora de negro el cerebro se activa, y se sueña la película. En el cine naturalmente tenemos lo que los místicos románticos del siglo XVIII o XIX llamaban la doble visión, tomada de esa superstición de que hay gente que tiene la doble visión y, por ejemplo, si veo a alguien que se va a morir, lo veo a él y veo el ataúd detrás de él; ésa es la doble visión en el sentido folclórico de la palabra. Nosotros tenemos naturalmente siempre una doble visión, para citar a Nerval: en la vida diaria estamos viendo y haciendo lo que hacemos, y vemos lo que vemos, pero todo eso estamos al mismo tiempo soñándolo. Para usar a alguien, digamos que más serio, Adam Johnson, neurólogo, dice que hay dos puntos extremos: uno es el sueño paradojal y el otro es caminar por la calle, y en este trabajo hay cierto tipo de vigilia que es estructurada justamente por la visión fóbica y por el propio sentido, el sentido que nos dice en qué lugar estamos, en Chile le llaman el ubícatex. En la medida en que uno juega con todo eso, se activa esta función de sueño en el cine, porque curiosamente el cine se sueña, lo que implica un cierto tipo de cine comercial. Soñar significa que se apagan todas las luces que están en la parte frontal del cerebro; uno pierde la voluntad, pierde la memoria, una cierta memoria, la memoria que coordina la credibilidad y te organiza todo lo que tiene que ver con tu pasado, dentro del marco de tu propia referencia; soñar desorganiza eso. Entonces el cine te es sueño, y nos volvemos psicópatas; toda la gente que duerme y sueña en sueño paradojal —ese sueño famoso del movimiento ocular rápido—, se vuelve psicópata en el sentido de que predomina en ella el sentimiento de violencia, el erotismo, una cierta forma brutal del erotismo; es decir, la sexualidad bruta, cruda, la violencia y el miedo, el horror. Y el amor pasa, como todas las emociones más elaboradas; los afectos —como dirían los filósofos del siglo XVII— pasan a segundo plano. Pero, jugando con esta capacidad de acentuar el aspecto onírico, que en este caso no es algo positivo, se le puede a uno establecer una estrategia de despertar-adormecer, despertar-adormecer, hasta hacer surgir los afectos, la emoción, el sentimiento, llamémoslo provisoriamente la humanidad, a pesar de que los perros merecen mucho más ese tipo de emocionalidad. ¿Esto qué quiere decir? Yo suelo dar clases, enseñar un poco de cine; uso esa expresión inventada por el sociólogo Norbert Elías, compromiso y distanciación, pero en inglés es mejor: involvement and detachment. No es la distanciación cristiana; salirse es tomar conciencia de en qué mundo estoy: en una fiesta uno está bailando o de repente se toma un trago y mira la fiesta; ése es el detachment, son cosas simples, no es gran filosofía, pero muy importante, porque en una película que tiene compromiso y distanciación puedes entrar a vivir a la película, instalarte en ella, y si se estimulan todos esos reflejos emocionales subyacentes —que el sueño en bruto destruye—, con este juego de entrar y salir creas una cantidad enorme de nuevas emociones cinematográficas. Si yo trato de definir una emoción cinematográfica, una buena emoción cinematográfica, no tiene nombre, es particular para cada persona. En una película estadunidense cualquiera, tomemos Mr. & Mrs. Smith (Doug Liman, 2005), los que defienden este tipo de cine dicen que es en broma, es coreografía… Eso es ballet, eso no es narrativa; una película que estimula solamente la visión fóbica, estimula solamente el aspecto de sueño que tiene que ver con la alegría que le provoca el matar gente, el aspecto de psicopatía en todo espectador. El espectador que predomina en este momento es el espectador psicópata, y hay un problema muy delicado y curioso que alguna vez habría que tratarse más en el cine: cuando uno mata a alguien en una película, de alguna manera lo mata: es un homicidio. Yo no voy tan lejos como Karl Popper, que insiste en que se necesita una deontología y un corpus legal que termine en castigos, que determine una política del audiovisual. De hecho ése es otro problema que seguramente va a ser tratado, que tendrá cosas muy discutibles, como que los crímenes en las películas empujan a la gente a cometerlos en la vida real, lo que es a veces cierto, pero la pregunta es: ¿habrían cometido los crímenes sin haber visto la película? Probablemente también. El tema no es ése, sino el peso que tienen ciertas emociones cinematográficas que son también de índole moral —como es el matar a alguien—, significa tomarle el peso a lo que se está haciendo. ¿Qué quiere decir eso? Que esa persona, aunque sólo sea un extra, que salta al fondo, tuvo una infancia, tuvo sus aspiraciones, tuvo sus momentos de grandeza. Esa dimensión humanista que perduró mucho en el cine, ya se ha perdido completamente, valdría la pena tratar de resucitarla.
Raúl, algo que nos importa especialmente es la enseñanza del cine.
Yo he enseñado en lugares muy distintos: en la Universidad de Harvard, en seminarios en Colombia y en Chile… Aquí, una vez más, cómo hacer cine depende del país, pues las cosas cambian. Lo más importante del cine es que la mayoría de la gente ya sabe algo sobre él; en el caso de Chile, los chilenos primero saben, después aprenden, eventualmente.
Ciertos puntos son claves cuando uno quiere enseñar: yo, como cualquier cineasta, tengo mi oficio, o sea, tengo una serie de reglas, muchas; tengo el mester de juglaría y clerecía, pero como mester, como oficio. El oficio es relativamente fácil de transmitir. ¿Por qué fácil? Porque se adapta a distintas poéticas, a la creatividad misma, a la manera como aparecen las cosas. A mí no me gusta usar el porcentaje, no soy fanático del número diez, no soy decimalista, y no creo que se pueda transmitir más del 30% o 40% de los numerosos mecanismos que tiene uno para que aparezca, para inventarse la emoción cinematográfica. Hay que saber hacer cursos de puestas en escena, y hay que hacer consciente a la gente, porque eso se transmite de una manera muy rara, nunca se transmite por concepto, no es descriptible.
Además están las viejas recetas de la universidad medieval, y yo creo en la academia, en las academias antiguas griegas y romanas, que es que nadie: ningún profesor o maestro, puede enseñar, sino que aprende de a quien está enseñando; si no se establece ese contacto, se pierde la energía de la enseñanza. Por lo demás, un conocimiento real se transmite siempre sin testigos, hay que darle importancia a lo que los estadunidenses le dan: se hace la clase, nos juntamos todos, hablamos, los alumnos hablan más que el profesor, todos tienen sus aberraciones, y después, uno por uno, se establece el contacto, y como el contacto es distinto en cada uno, entonces con uno funciona y con otro no; ése es otro de los aspectos. Por otra parte, la enseñanza se ha facilitado increíblemente con la aparición del digital, con la aparición de todos los tipos de video, porque ahora sí se puede establecer un contacto hablando de cosas concretas.
Una cosa más que yo diría, hablando exclusivamente de la enseñanza de la realización cinematográfica, es que yo trabajo mucho con ejercicios: pongo a los estudiantes —que no pueden ser más de diez, es difícil hacerlo con más— a inventar algún ejercicio en el que haya un problema cinematográfico, y un estudiante por día delante de todos —usando a los otros como técnicos— lo hace y yo lo veo ya cómo se mueve, ya veo los futuros: cuáles son los rabiosos, cuáles son los mala persona, los demasiado egocéntricos; estas cosas que se cree que no son buenas en el cine; después hago yo mismo el ejercicio; no se necesita discutir, vemos algunos detalles técnicos, y les digo que hicieron esto en vez de esto otro. Los ejercicios son muy simples a veces, son de jugar con objetos, por ejemplo. El gran olvidado de todas las películas, comprehendidas las mías, es la función del objeto, la función animista de los objetos.
Otra técnica que suelo usar es trabajar tomando profesores de arte del siglo XIX de la pintura académica. Entonces la primera parte es un tiempo filmando manos que hacen cosas, que están por lo tanto fuera y dentro de campo; primero nada más un objeto, después dos objetos, después manos, y al final caras; después relaciones de personajes y otras cosas. Pero hay que esforzarse, en una semana podemos estar ya haciendo sketchs y situaciones, pero empezar por los objetos, para tratar de crear siempre la relación entre los objetos y la gente.
Una escuela de cine enseña también a técnicos, gente que quiere ser técnico, y una de las cosas que para mí debiera ser esencial es que esos alumnos sean técnicos-autores y que aprendan de manera tal que trabajen para la película y no para ellos: pasar del feudalismo en el que vivimos, más o menos, a un sistema más republicano, más nacional digamos; que todas las técnicas se encuentren, porque en cine hay una cosa muy rara: se puede ser creador del sonido, pero para eso hay que entregarse a la película. Voy a usar una expresión que en realidad se usa más en física cuántica que en estética, que es la noción de subtotales: los subtotales son, por ejemplo, todos los sonidos de una película; al final decidirá el director, pero no siempre: ahora se tiene al que diseña el sonido, lo hace de tal manera que está haciéndose él la película desde el punto de vista del sonido: su subtotal es la totalidad de la película más su punto de vista; el subtotal de la imagen es eso, el subtotal de cada uno de los actores es eso. Todos están haciendo la totalidad de la película, pero no en el sentido moral sino físico, están dentro de ella.
Hay un punto en el cine que, por el momento, es una superstición, pero es una superstición de casi todas las artes: por ejemplo —decía García Lorca—, hay un momento en el que estoy tratando de hacer el poema como el poema quiere ser, no como yo quiero. Y hay un momento que en el cine es muy agudo, y que yo le llamo “el cambio de mando”: cuando tú, director, le entregas el mando a la película y acto seguido te transformas en uno más que sigue a la película según ella quiere ir, que es un concepto chamánico, podemos decirlo así; es el concepto de transferencia de energía a la totalidad que es la película, y que se transforma desde ese momento en un cuerpo que empieza a nacer, en un cuerpo vivo, en un organismo. Por eso es que el tercer punto de mi poética en el cine es que a la película tú debes verla tanto como ella te ve.
Armando Casas director del CUEC (2004 a 2012), donde ha sido profesor en el área de realización y producción desde 1993 a la fecha, así como miembro de diversos cuerpos colegiados. Director de cortometrajes, entre los que destacan Los retos de la democracia (1988) y Para vestir santos (2004), así como su ópera prima de largometraje, Un mundo raro, producida dentro del Programa de Ópera Prima para Egresados del CUEC, en 2002. Entrevista realizada el 12 de octubre de 2005, en el marco del Festival Internacional de Cine de Morelia y publicada en Dirección de actores, Cuadernos Estudios Cinematográficos, núm. 2, CUEC : UNAM, primera reimpresión, México, 2009, pp. 9-13.
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