Átomos, o el fin del mundo por entregas

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Átomos, o el fin del mundo por entregas


Y con voz lenta

En un solo suspiro

Reunió lo disperso,

Sumó gestos y nombres,

Calor de tantas manos

Y luminosos días

José Ángel Valente, “El moribundo

Un atado de hierbajos y ramales se asumió perfectamente humano allá por la década de los setentas. Imaginaria y verdosa, la criatura del pantano descubrió que poseía capacidades increíbles y actuó, durante cada entrega semanal, en consecuencia; se enfrentó a villanos cáusticos, deshizo tramas fatales, se propuso salvar a la ciudad, se propuso destruir a la ciudad, cortejó a una mujer hermosa y tuvo un momento de quietud. En un número cualquiera de su saga, la criatura se detiene a contemplar el mundo a través de esas habilidades que misteriosamente lo habitan. Viñetas perfectamente expresivas lo muestran sentado, casi como un bronce pensativo, admirando la tierra y sus malestares. Poco a poco, como la gota que va escarbando un túnel entre rocas, deduce que, si quisiera, con cada una de sus artes podría liquidar los padecimientos del planeta. Y en el momento más emotivo de una de las series emblemáticas de la literatura ilustrada, la criatura del pantano se pregunta, contenidas las palabras por dos rectángulos sombreados en color pálido: «Is this, then, what it means to be a god?… To know and never do… to watch the world wind by…and in its winding find content?»


La criatura, industriosa y constante, semana a semana hizo de sí misma un instrumento de cambio, un semidios contradictorio. Con el frenesí de los excepcionales, atravesó incontables aventuras como si huyera de sí mismo. Y en ese número pausado ––cuando la reflexión le devuelve todo el peso de un cuerpo antropomorfo, cuando cada deducción evapora un poco más las propiedades restauradoras del descanso––, la criatura del pantano se adentra, al pronunciar las dos preguntas separadas por puntos suspensivos, en el imposible territorio del sosiego.

Sin importar lo inciertas que puedan ser las recompensas del esfuerzo, éste parece contener dentro de sí la promesa del descanso. Agazapada, semilla en potencia, la imagen del cuerpo tirado, con los ojos a medio camino entre el sueño y el desparpajo, parece ser el motivo primordial de los empeños. Habremos de tener tiempo para hundir el rostro entre almohadones al final de la jornada, o del año fiscal, o de la década previa a la jubilación. Está ahí la prometida tierra entre pinares y atardeceres pintorescos donde construir el chalet; está ya apalabrada la terraza frente al mar, el sosegado viaje alrededor del mundo; el prometido amanecer sin el despertador detrás de la oreja, vaciándonos de vida, se alcanza a ver allá en todo su postergado esplendor. Como una miniatura artesanal dentro de una botella, las promesas parecen estar esperando el día en el que podrán romper el caparazón y emerger para habitar el mundo en tamaño regular.

Noble, la convicción que insufla al ahínco, e interesada por necesidad ––toda promesa entraña una sana dosis de codicia. El tesonero no tiene porqué dudar de su fortuna ––toda promesa comporta un apartado de ingenuidad. Diría que está en su derecho de pedir lo que se le anunció desde un principio ––toda promesa deviene en un nuevo esfuerzo, así sea por apropiarse de lo que se nos debe. Una vez negada, el esforzado pospone la contemplación de las delicias y enfoca su pujanza a tomar por asalto el paraíso ––toda promesa es, esencialmente, la renuencia a firmar el armisticio. Esforzados para alcanzar beatífico descanso, esforzados para reclamar lo prometido, esforzados para planear venganzas y para vivir con el cansancio del trabajo y la decepción a cuestas.

No es que el pesimismo tenga una dosis mayor de realidad, pero sin duda previene reclamos posteriores: no hay manera de espetar un “te lo dije” impunemente a quien se lo estuvo diciendo desde el primer momento. Qué va a decir, aquel que se empeña en descreer, cuando se consume el desastre; qué otra cosa sino que lo supo siempre: que está ya vacunado contra la ponzoña infeliz de la sorpresa. Cuando el esfuerzo por alzar un dedo se compara con la inminencia de una genealogía de tragedias posibles que flanquean este acto, sólo hay sosiego en la confirmación de la catástrofe. Porque el negativo es un angustiado que se niega a hablar, un preocupado que prefiere evitar el mal rato del espanto y por eso gasta horas acomodando las defensas y avituallándose de ira, para sobrevivir cuando se cumplan sus sospechas. El pesimista es quien se toma en serio el abandono. Esforzados, entonces, hasta para negarnos la promesa por adelantado.

Hacia los años setenta, cuando en el imaginario pantano de Louisiana una criatura hacía las veces de conciencia, el desconcierto general era una moda. Lejos estaba el ennui que vive solo, que se nutre del lenguaje personal y de los gestos cuerpo adentro. Perdido, suplantado por una amenaza más urgente: con un flash abrasador y unos segundos, tal vez minutos, de distancia, habrían todos de extinguirse. Enmienda al dicho sagrado: átomos somos y por átomos pereceremos.

Tuvieron, entonces, que planear su final. Orquestaron una sinfonía de confesiones, un coro de logros y lamentos; reemprendieron conquistas sin mesura. Hallaron que la promesa no era suficiente. Había necesidad de realidades, de esfuerzos sin descanso pero nunca sin retribución inmediata. Cuanta paz hay en las vidas relatables, en el perfecto engranaje de aventuras que se animan unas a otras. Engarzaron, para solaz de su miedo más urgente, un rosario de acciones comendables, una más meritoria que la otra, hasta que la repetida enunciación de la secuencia los transportaba a ese otro mundo, a esa cima donde todo está en orden y parece que son inalcanzables.

Pero palideció, como los colores del rectángulo que guardan la pregunta de ese personaje emblema de la ciencia ficción, la urgencia. Menguó el estado de alerta; se apaciguaron las sirenas y los bunkers improvisados en el sótano ahora son cuartos de juego y bares subterráneos para las reuniones de domingo. Los datos duros se hicieron manejables y confirmamos que no hay mejor método para desactivar bombas que la costumbre.

Palidecieron con la amenaza y a su vez la hicieron palidecer a fuerza de nuevos horrores, novísimos malos agüeros tecnológicos. En algún lugar, sin embargo, quedó pirograbada por el miedo la ilusión de una memorable película de vida que pasar por la mente en el último momento. Parece que es ahí, en la factura impecable, en la producción justa, si acaso algo ostentosa, de los trabajos y los días propios donde está el último espacio de sosiego. Sólo parece.

Porque sin importar nuestros esfuerzos, estaremos cubiertos por sábanas, o siguiendo con la mirada el paso de una mujer inalcanzable. No nos habremos preparado, al testamento le faltarán varias enmiendas y no habrá tiempo de espetar las frases quietas con las que pretendíamos iluminar las horas más oscuras. Nos hallará enfundados en sudor junto a millones en la calle, o bajo la tierra en los vagones, o intentando evadir los pendientes más urgentes. Por nuestra mente no pasará un álbum de fotografías de nuestros acreedores, la pulcritud que le impusimos a nuestras venganzas servirá de nada. Prohibida quedará también la cursilería de las confesiones. Desapareceremos a la mitad de una conversación sin gran vuelo, haciendo tiempo para perderlo después en un una ventanilla, o regresando por el cambio que hemos olvidado. Cuando el fin del mundo nos alcance, invariablemente, habremos perdido la memoria del espanto: ese concreto horror a ser de carne y no poder escapar de los sentidos. Para cuando llegue ese final, la impúdica costumbre de esforzarnos por seguir viviendo nos habrá acostumbrado a no a mendigar piedad sino a exigirla, a esperarla y al convencimiento –hijo no reconocido de la desesperanza– que el mundo no acabará antes que nosotros.

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