Mentiras verdaderas: el discurso de la dictadura chilena

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Mentiras verdaderas: el discurso de la dictadura chilena

Con la modernidad, la caída de la religión Católica como legitimante del ejercicio del poder político, imprimió en cada individuo que pretendiese detentar el poder la necesidad de justificar por qué él debía mandar y los otros obedecer. Asimismo, la modernidad es testigo de cómo la democracia es obligadamente puesta en escena cada vez que se pretende legitimar una empresa política del “color” que sea. El discurso de la dictadura chilena dividió el campo en dos: por un lado, el Régimen Militar encarnaban a “los buenos”, que apelaban a la protección de la nacionalidad, la democracia y el desarrollo; por otro lado, los grupos subversivos eran “los malos” que subvertían violentamente el orden con las satánicas ideas socialistas. A los ojos de los militares, Chile era un cuerpo enfermo que debía ser curado e inmunizado contra el enemigo que estaba en todas partes y podía atacar en cualquier momento. Presentaron una estructura discursiva que justificaba cualquier método con tal de proteger un bien mayor: la chilenidad que les quería arrebatar.

Introducción

Toda aspiración a la toma del poder -por más violenta, ilegal e ilegítima que sea- busca revestirse de legitimidad. Si la visión que se intenta imponer no goza de plena aceptación, a menudo se apela a intereses colectivos, sentimientos trascendentales y valores comunes. En el caso de la dictadura revolucionaria chilena, existió un proyecto concreto de transformación social y de imposición de valores –según planteaban- aptos para el desarrollo económico y nacional. La necesidad de contar con un amplio apoyo derivó en la invocación de preceptos religiosos, legales, de libertad y seguridad. Se le dio un marco teórico amparado en una teoría social de la revolución con pretensiones de llegar a ser un “saber popular” asimilado y compartido por todos. Pero inevitablemente chocaba contra sus propias incoherencias desde el preciso momento en que sus actores iban a la práctica.

Sin embargo, existió una coherencia indiscutible: a la par de erigirse como “el” saber, identificó “no-saberes”1 a los cuales prohibió, persiguió y eliminó a sus predicadores. La violencia teórica implícita al tildar de sediciosos, peligros y pecaminosos a sus opositores, se tradujo en violencia física y psicológica. Las estructuras ideológicas colmadas de aspiraciones al progreso y respeto a las libertades dejaron ver paradigmas cargados de violencia, determinismos y negación del otro que se descubren simplemente al menor análisis.

I

Al igual que en los demás golpes de Estado de Latinoamérica de la década del 70, el golpe militar chileno del 11 de septiembre de 1973 estuvo inscripto en el contexto de la Guerra Fría. Desde Norteamérica y hacia el mundo se planteó una antagonía entre dos posibles tipos de sociedades como respuesta a la crisis mundial: el socialismo o el capitalismo.

En una carrera frenética para evitar “nuevas Cubas”, desde Estados Unidos se instaló en los Estados del sur un estado de emergencia ante la presencia de un enemigo que supuestamente ponía en peligro la estabilidad y la vida misma del Estado.

“La ideología punitiva individualiza un problema social, lo magnifica hasta presentarlo como una amenaza inmediata e inminente para la subsistencia de la especia, atribuye una malignidad masiva, considera sus peores enemigos a quienes osan poner en duda sus asertos, redimensiona su operatividad fuera de todo límite invocando la necesidad de salvar a la humanidad y, por supuesto, pone su poder ilimitado al servicio de otros objetivos que frecuentemente abarcan también los intereses corruptos de sus propios operadores”2. Este nuevo rival era el comunismo.

La Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN) fue madre de todos los fundamentos ideológicos que intentaron legitimar lo ilegitimable. A juzgar de esta doctrina, a diferencia de las guerras convencionales, los Estados Nacionales se enfrentaban ahora contra un enemigo invisible, difícil de identificar y sin una ubicación territorial fija. Por lo tanto, la agresión podía venir desde cualquier lado, del interior o del exterior y, por ende, la lucha debía ser entablada desde todos los ámbitos, ya sea el militar, el social, el económico, el intelectual y el religioso. Se plantea, entonces, una “guerra total”3 en tanto todo el mundo está inmerso en una lucha global de la cual no es posible no formar parte. Oriente vs. Occidente, Capitalismo vs. Comunismo, El Bien vs. El Mal. Supone una bipolaridad excluyente: o se está con uno, o se está con otro, pero no hay neutralidad posible. Cualquier acto, por más cotidiano que sea, podría ser considerado un acto de guerra.

Según esta visión (bipolaridad y guerra total), los “Estados cristianos” latinoamericanos se enfrentaban a grupos comunistas que buscaban subvertir el orden y tomar el poder de manera dictatorial para imponer una ideología cuyo objetivo era arrasar con el Estado y todo su aparato por medio de la eliminación física de las instituciones y sus integrantes. En este sentido, la Declaración de Principios del Gobierno de Chile –del 11 de Marzo de 1974- expone que “La alternativa de una sociedad de inspiración marxista debe ser rechazada por Chile, dado su carácter totalitario y anulador de la persona humana, todo lo cual contradice nuestra tradición cristiana e hispánica”4. El objetivo de dar esta tónica trascendental al conflicto fue el de ponerlo por encima de los intereses mundanos e individuales, abstrayendo la guerra de cualquier tinte político; la lucha fue entablada en nombre de Cristo con el fin de proteger la civilización occidental cristiana en una suerte de cruzada. La legitimación religiosa de la crueldad provenía de un bien mayor que el daño: la salvación de la nación, de la “chilenidad”5.

Así, los dictadores chilenos esperaban el “tan merecido” apoyo de algunos focos específicos de poder: la Iglesia Católica, Estados Unidos (o, lo que es lo mismo, el mundo occidental) y los partidos democráticos, en especial el Partido Demócrata Cristiano. Es que no habría razón para no recibirlo; en definitiva, los militares promovieron una lucha para evitar la instalación del socialismo ortodoxo y lo estaban logrando6. Sin embargo, estas expectativas no fueron totalmente satisfechas. Ocurre que la lucha contra el socialismo no era la única consideración para darle el apoyo al régimen. Los niveles inusitados de violencia usados en la represión y la persecución y, sobre todo, la violación de los derechos humanos, fueron fuertemente repudiados por numerosos sectores sociales y político.

El único que continúo dando un descarado apoyo al gobierno de Pinochet fue –por razones más que obvias- Estados Unidos. Hubo un crecimiento de la ayuda económica y militar, así como una refinanciación de la deuda externa.

Pero no ocurrió lo mismo con los partidos democráticos y con la iglesia. El ex presidente Eduardo Frei, principal representante de la Democracia Cristiana, había cortado todo tipo de contacto con Augusto Pinochet. Esto implicaba claramente el alejamiento y la fractura de la relación de dicho partido político con el Gobierno Militar ante la obvia consolidación del autoritarismo y los métodos represivos. El PDC instaba a una oposición crítica y activa, paralela a un entendimiento democrático con el Régimen7. Debido a esta actitud, fueron ferozmente perseguidos hasta concluir con su disolución en 1977.

La oposición más cara políticamente fue la que recibió desde la Iglesia. La constante violación a los derechos humanos infundió una abierta crítica hacia el régimen en sí mismo y hacia la DINA. Por medio de distintas instituciones –el Comité de Cooperación para la Paz en Chile y posteriormente la Vicaría de la Solidaridad- la iglesia se hace tutora de los derechos humanos y de la protección de los perseguidos políticos y las víctimas de la represión. Sin duda, esto era un golpe durísimo a la fundamentación ideológica del Régimen. El hecho de que la Iglesia misma repudiara los métodos de la dictadura, le quitaba un alto grado de legitimidad al Gobierno Militar.

II

Respecto del discurso de las Fuerzas Armadas chilenas, declararon en un primer momento –luego este discurso cambiaría- que el propósito de la dictadura, tal como lo plantea el Estatuto de la Junta de Gobierno en su artículo 1º, era “restaurar la chilenidad, la justicia y la institucionalidad quebrantada”. Democracia, liberalismo económico, antimarxismo y defensa de los derechos fueron los pilares del discurso militar. Como pocas veces se ha visto en la historia, razón y religión fluyeron hermanadas hacia un mismo objetivo que era el mantenimiento del orden y el destierro del enemigo. Una “guerra santa” para salvar la democracia.

Y de hecho de eso se ha tratado desde entonces: de invocar el nombre “democracia” para justificar cualquier empresa. En tiempos pasados “democracia” era una mala palabra, era un insulto hacia las castas políticas insinuar que “el pueblo” –por aquellos momentos “pueblo” significaba la plebe- pudiese gobernar y tomar decisiones a la par de los nobles, los propietarios o la clase alta. Muy por el contrario, quien quiera hoy ocupar algún espacio político no puede dejar de sugerir que lo que hace es en nombre de la defensa de tan noble sistema político.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, los hechos dejaban al descubierto lo contradictorio de aquellos fundamentos, ya que paralelamente a la carrera ideológica marchaban muertes, secuestros y desapariciones. El blanco de los ataques era el gobierno de Salvador Allende que, según la Junta Militar, había roto la unidad nacional8. Gustavo Cuevas F –asesor legislativo de la Junta de Gobierno de Chile- justificaba el proceder de la Junta en que el gobierno de Allende era culpable de “reiterada violación al orden jurídico” y de “el propósito manifiesto de utilizar las herramientas legales (…) para destruir la democracia y construir en su reemplazo el modelo totalitario marxista”9, todo lo cual le daba al presidente el carácter de usurpador.

Poca coherencia había entre las acusaciones dirigidas a Allende y el proyecto que éste tenía en mente para Chile. “La Vía Chilena al Socialismo” se definía por ser no armada, actuando dentro de los marcos del sufragio y de la institucionalidad que ofrece el sistema democrático. Según la Unidad Popular, el hecho de que este proyecto prescindiese de la dictadura del proletariado como estrategia central –que supondría la eliminación del Estado burgués, con sus aparatos ideológicos y de represión-, no contradiría las ideas leninistas ni marxistas en tanto que la vía pacífica y la vía armada no son irreconciliables; “…un partido revolucionario debía estar preparado para saltar de una a otra, dependiendo del nivel de lucha de clases y la correlación de fuerzas”10.

Más allá de esta posibilidad revolucionaria radical, Allende se ubicaba en un sector más moderado. La falta de verificación del derrumbamiento del sistema capitalista impulsó un revisionismo de la estrategia insurreccional en las filas del socialismo11. Esta nueva visión se basaba en la utilización del derecho al voto debido a que la idea determinista de que el capitalismo estaba condenado a una muerte inexorable parecía perder fuerza con el correr de los años.

Lo cierto es que, independientemente de esta postura, y del hecho de que Allende haya accedido a la presidencia por medios electorales, el Régimen Militar, impulsado por las ideas de la DSN, el TIAR y la Escuela Militar de las Américas, disparó duro contra el marxismo y derrocó a su máximo exponente chileno y uno de los referentes socialistas mundiales de ese momento. Esto le fue caro a la Junta de Gobierno debido a que fueron ferozmente desacreditados ahora también por países de Europa: habían hecho fracasar una experiencia inédita de instauración del socialismo por vías pacíficas que suscitaba esperanzas a nivel internacional.

Desde el principio, la derecha militar había dejado bien en claro sus intenciones de enfrentar por medios violentos al marxismo. En la Declaración de Principios ridiculizan a aquellos que “avanzan con ingenuidad por el camino del “diálogo” y del entendimiento con el comunismo, y “experimentados en carne propia la falacia y el fracaso de la llamada “vía chilena hacia el socialismo”, nuestra Patria ha decidido combatir frontalmente en contra del comunismo internacional y de la ideología marxista que éste sustenta

Hacia 1976, a medida que el poder político se concentra en la figura de Augusto Pinochet, el discurso legitimante se modifica de manera importante. Ya no era la defensa de la democracia, sino la instalación de un nuevo orden social, económico y militar, lo cual ahora requeriría de un lapso de tiempo indeterminado12. Era una verdadera revolución que tenía entre sus planes la exclusión definitiva de quienes habían protagonizado el orden democrático anterior. Esta nueva postura era avalada, como vimos previamente, por la DSN que impulsaba un pensamiento geopolítico y la guerra antisubversiva, garantizando abiertamente el uso de la violencia y la tortura para descubrir y suprimir a su principal enemigo.

Las consecuencias del uso de esta doctrina fueron de distinta cualidad13. Económicamente, se profundizó aún más la división internacional del trabajo. Mantener vivo el capitalismo no solo involucraba la lucha contra la Unión Soviética. Paralelamente a la instalación de un Estado conservador y autoritario, los Chicago Boys –quienes sentaron las bases económicas del régimen militar- promovieron una economía de corte netamente liberal. Este grupo de tecnócratas proveniente de la Universidad Católica de Chile serán uno de los tres pilares del Gobierno Militar –los otros dos eran el poder en manos del ejército y una aparato policial centralizado (durante varios años en manos de la Dirección de Inteligencia Nacional)- que, coherentes con la ideología del régimen, debían proteger la propiedad privada como herramienta base del capitalismo.

III

Pero políticamente incluyó un golpe al sistema democrático en sus más variados aspectos; desde el desprecio por los procedimientos legislativos y judiciales, pasando por la supresión de la división de poderes, hasta el arrasamiento de los derechos humanos y las garantías constitucionales. Sin embargo, desde la visión de las Fuerzas Armadas, simplemente se estaba ejerciendo el derecho de rebelión como legítima defensa a favor de los gobernantes ante hechos que hacían peligrar su existencia14. Lo cual nos remitiría a un supuesto estado de excepción que se habría instalado en Chile con el fin de proteger el orden jurídico.

En palabras de Giorgio Agamben, el estado de excepción es un momento en el que el derecho se suspende bajo la justificación de que se lleva a cabo justamente para garantizar su continuidad. Según este autor italiano, la expresión “estado de excepción” de alguna forma ha perdido sentido, o por lo menos conexión con la realidad. Las situaciones en las que el derecho se ve suspendido ya no son una excepción a la regla, sino que son la regla misma15. Y durante más de una larga y triste década, la declaración de estos estados de excepción ha sido una regla estricta en los países latinoamericanos.

“El totalitarismo moderno puede ser definido, en este sentido, como la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político”16.

Así es como descaradamente y sin tapujos lo plantea el artículo 3º del Decreto Ley Nº 1: el nuevo Gobierno “garantizará la plena eficacia del Poder Judicial y respetará la Constitución y las leyes de la República, en la medida en que la actual situación del país lo permita para el mejor cumplimiento de los postulados…”.

En su libro La dictadura, Carl Schmit presenta el estado de excepción a través de la figura de la dictadura. Lo que él llama “dictadura soberana” –aquella cuyo concepto llega a fusionarse con el de estado de excepción casi como sinónimos- es aquella en la cual se busca “crear un estado de cosas en el cual sea posible imponer una nueva constitución”17. Así, a los ojos de los dictadores, todavía existe un orden aunque sea completamente diferente al orden democrático.

En semejante situación, el ejercicio del poder es concentrado en la figura del dictador. En el caso de Chile, fue Augusto Pinochet quien invistió la figura del soberano. El artículo Nº 2 del Decreto Ley Nº 1 del 11 de septiembre de 1973 designó “… al General de Ejército don Augusto Pinochet Ugarte como Presidente de la Junta…”. Carl Schmit definió al soberano como aquel que tiene el poder de decisión en las situaciones de crisis; Tomas Hobbes entendió al soberano como aquél que tiene el poder de decidir acerca de la vida y la muerte de sus súbditos; y Augusto Pinochet combinó y llevó al extremo ambas concepciones de soberanía. Siguiendo el análisis schmitiano, el soberano –en este caso, Pinochet- se afana por garantizar la consolidación del nuevo orden jurídico. En un perpetuo entrar y salir del orden jurídico, no pertenece al cual ha avasallado, pero al mismo tiempo pertenece a éste en tanto decide si lo suspende completamente o no. Sin dudar aquí de la ilegitimidad manifiesta de la dictadura chilena, es innegable que el Régimen Militar buscó refugiarse en una estructura jurídica auto legitimada para diferenciarse de la anarquía, del caos y de la arbitrariedad de la que acusaban al socialismo.

Insinuamos que una columna fuerte de la idea de soberanía era la hobbesiana para decidir acerca de la vida o la muerte de sus “súbditos”. La institución de la que se sirvió para ello fue la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) que, aunque disuelta en el ´76, ejerció una función represiva que implicó desapariciones, secuestros, torturas, asesinatos y muchos exiliados. Era una policía secreta con poderes casi ilimitados empleada para ejercer el control social y político del país durante los primeros años18. Esos poderes abarcaban persecuciones, detenciones y ejecuciones sin juicios, dentro y fuera de Chile, de todo enemigo –o sospechado de serlo- del Régimen Militar. La disolución de la DINA y su reemplazo por la Central Nacional de Información (CIN) no modificó en esencia, sino quizás en métodos, lo propuesto por el gobierno militar en materia de control.

Con semejantes instituciones y metodologías, el estado de excepción del que se sirvieron adquirió inmediatamente un sesgo biopolítico. Explica Agamben que los griegos diferenciaban entre el simple hecho de vivir –zoe y el estilo de vida en particular –bíos políticos, bios theoretidós, etc.19. Habría sido un sin sentido en aquel momento hablar de zoe política, ya que zoe refería a la vida natural y bios implicaba un tipo de vida cualificada. De aquí que ha sido posible plantear que uno de los tantos efectos de la modernidad fue la de incluir a la vida natural -la zoe, la nuda vita (vida desnuda)- en la política. Algo que los griegos no estaban ni cerca de imaginar: hacer de la simple y más rasa vida una cuestión política. Foucault fue el primero en dilucidar un acontecimiento decisivo en la modernidad a partir de la politización de la vida natural del ser humano al ser incluida en los cálculos y los mecanismos estatales, con lo cual surge la biopolítica. El hombre deja de ser un mero ser vivo para pasar a ser ciudadano con todo lo que ello implica (ser identificado por el Estado, conocer su residencia, su actividad, su ascendencia y descendencia, su ideología e incluso su historial clínico)20.

Volviendo a Chile, en situaciones extremas como la que estamos analizando, estado de excepción y biopolítica se unen: la primera fue la condición originaria de la segunda en tanto la vida misma de los habitantes de un territorio fue materia de decisión política en momentos de crisis21.

El mismo sistema político dictatorial se disputa entre su propia inclusión o exclusión de la estructura jurídica (de la legalidad). En el mejor de los casos, la actividad legislativa se concentraba en un aparato del Régimen Militar totalmente autónomo, y no en un poder del Estado, con lo cual el derecho es pura formalidad absorta de cualquier rastro de legitimidad22. Asimismo, la dictadura plantearía un debate acerca de la inclusión o la exclusión de los individuos de “su” política. Según lo dicho hasta ahora, excluir al hombre de los análisis del Estado equivaldría a prescindir de su nuda vita, lo cual derivaría en la pura eliminación física. En el Chile pinochetista, todo aquel meramente sospechado de comulgar con las ideas socialistas pasaba a investir la imagen del Homo Sacer: es una figura del derecho romano en que la relación entre la vida y el orden jurídico es de pura exclusión, donde la posibilidad de que se lo mate es absoluta23. Permanecer vivo depende pura y exclusivamente de la fortuna, y su muerte no solamente es deseada sino que no será juzgada.

Explica Tomás Moulian (1997) que el andamiaje legal de la dictadura chilena planteó como pilares fundamentales la subjetivización de las razones para dictar los estados de excepción y, por otro lado, la capacidad de renovar constantemente dichas razones24. Ante esta competencia, dejaba de ser necesaria la existencia real de un peligro o de un enemigo organizado que atentase contra la seguridad pública. El simple hecho de la sospecha de que así fuese era condición suficiente para dictaminar una situación de excepción.

De este modo, el estado de excepción se transforma –como habría dicho Agamben- en un escenario permanente y no excepcional. Así, se buscaba poner a salvo la vida misma de los “ciudadanos”, es decir, de aquellos que estaban –según su percepción- del lado del progreso y de la democracia. El problema, claro, era que todos eran sospechosos, pasibles de transformarse en un homo sacer plenamente sacrificable en nombre de un bien mayor: la chilenidad.

IV

El desconocimiento de la localización del enemigo impuso el deber de aplicar una política de prevención constante. Coherente con la inclinación biopolítica, florece una estrategia inmunitaria de la política: “ha de salvar la vida misma, inmunizándola de los riesgos que la amenazan de extinción”25. Paradigma bastante paradójico. Se intenta demorar la muerte del cuerpo político, acelerando la muerte de sus individuos. Resucitando a Hobbes, pareciera que el Régimen reconoce la fragilidad del “Leviatán”, acusando a la condición naturalmente violenta y egoísta de sus habitantes. Es, pues, acción obligada la de resguardar al Estado de todo aquello que lo amenaza.

La enfermedad se ubica en el centro de la escena, y el actor principal es el cirujano que debe extirpar sin dejar rastros de la célula infectada que atenta contra la vida del organismo. La fuerza y la razón son –según teóricos de la talla de Maquiavelo y Hobbes- las dos herramientas esenciales para el ejercicio y la continuidad de un gobierno. Chile hizo oídos sordos a estas palabras, y fijó toda su atención en la fuerza que, llevada al extremo, se transforma en terror. El poder sin límites tenía como fin el de generar un “saber” plasmado en legislaciones independientes de cualquier control que darían un marco de pretendida legalidad a los actos naturalmente aberrantes26. El miedo acompañaba al poder inmovilizando a la oposición, evitando cualquier resistencia y reprimiendo a sus adversarios.

Así como Foucault distinguió los métodos de castigo antes y después de la reforma penal que por entonces habría humanizado las penas gracias a una economía de las mismas, la dictadura chilena usó simultáneamente la ruidosa persecución y el silencio de las desapariciones para imponer el terror. Al igual que los reyes que a través de los castigos públicos, las mutilaciones y las marcas corporales querían dejar perpetuamente presente quién tenía el poder y quién mandaba, los cuerpos del ejército seguían ese ejemplo a través de las torturas, las detenciones en la vía pública, la violación de los domicilios y las muertes en enfrentamientos “armados”.

Pero el terror impuesto por el silencio de las desapariciones surtió un efecto inmensamente más profundo. Al temor se sumaba la incertidumbre y la imposibilidad del duelo y del entierro, generando una perennidad del terror y la guerra en el recuerdo del imaginario social. Pero los desaparecidos tampoco son olvidados. Como los fantasmas, que se ubican entre el ser y el no ser, ya que son no siendo, el desaparecido sigue “siendo” socialmente presente para ser no olvidado.

Las desapariciones son el extremo de las violaciones de todos los derechos, y el nivel máximo de vapuleo de los sistemas de derecho donde “el terror muestra su omnipotencia ante el derecho”27. Plantean algunos que de haberse respetado el derecho de Habeas Corpus, las desapariciones no habrían ocurrido. Sin embargo, esperar que eso sucediera es como exigirle al Régimen que se acuse a sí mismo. Queda claro que en una dictadura cualquier poder del Estado sucumbe ante la concentración del poder de un puñado de personas, reduciéndose a un mero aparato servil a la dominación. Cualquier derecho, ya sea natural o positivo, sería una limitación al accionar de la dictadura. Ni siquiera los estatutos de la Junta de Gobierno, ni la Declaración de Principios, ni las Actas Constitucionales fueron más allá de los márgenes de la formalidad. Ello lo prueba el siguiente párrafo de la Declaración de Principios del Gobierno de Chile:

1. El hombre tiene derechos naturales y superiores al estado.

Son derechos que arrancan de la naturaleza misma del ser humano, por lo que tienen su origen en el propio Creador. El Estado debe reconocerlos y reglamentar su ejercicio, pero no siendo él quien los concede, tampoco podría jamás negarlos”.

Trayendo a colación a Foucault, nos sugiere Moulian que “en una dictadura terrorista el poder se organiza como en una . Todo derecho y toda justicia emanan del soberano y constituyen recursos en la realización de su voluntad”28, siendo la división de poderes no más que una expresión de deseo y la elaboración de derecho una utopía. En última instancia, termina siendo un tanto contradictorio hablar de derechos en regímenes donde se anulan por completo las libertades civiles y políticas.

Las dictaduras militares de Latinoamérica han puesto en duda nuevamente la existencia misma de los derechos humanos por naturaleza al abrir ciertos interrogantes: ¿qué ocurre cuando la institución responsable de garantizar el respeto de los derechos humanos los desconoce? ¿Finalmente el acceso, uso, goce y permanencia en los derechos humanos depende de la existencia de una organización de la sociedad en un Estado de Derecho? ¿La fractura de éste lleva irremediablemente a la desaparición de los derechos humanos? ¿Qué sucede en los casos de los refugiados, las víctimas de revoluciones o simplemente los indocumentados que al no estar “registrados” carecen de existencia real?

Es que desde siglos pasados se ha venido planteando la estrecha conexión entre Derechos del Hombre y Derechos del Ciudadano como parte integrante y constitutiva de un Estado Nación, vacilando acerca de la existencia del “hombre a secas” –abstraído de un contexto, de un territorio y nacionalidad- y, por ende, de un “derecho a secas”29.

Con las masivas violaciones de derechos humanos en las grandes Guerras Mundiales -fundamentalmente en la segunda donde se ensayaron los campos de concentración- este planteo resucita en los casos de los refugiados y los prisioneros de los campos de concentración, quienes habían dejado de tener un Estado que los protegiese y habían pasado a ser entes ajenos a cualquier reglamentación jurídica. Sin forzar el análisis, esta situación es reflejable en el caso de la dictadura chilena (y extensible a las demás dictaduras latinoamericanas) donde todos fueron hombres sagrados sacrificables, seres puramente naturales, desnudos, desprotegidos plenamente del poder despótico de su propio soberano. La figura del ciudadano había desaparecido y con él sus derechos. Eran refugiados en su país atacados por su propio defensor. Por lo tanto, si Chile no los protegía, ¿entonces quién?

Bibliografia

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Notas

1 Moulian, Tomás, Chile actual. Anatomía de un mito. Santiago de Chile, LOM Ediciones, 1997. Pág. 195.

2 Zaffaroni, Eugenio Raúl, En busca de las penas perdidas. Buenos Aires: EDIAR. Pág, 2007. 88

3 Velásquez Rivera, Edgar de Jesús,”Historia de la Doctrina de la Seguridad Nacional” en Revista Convergencia, Año 9, N° 27, México, (2002). pp. 11-39. Disponible en http://convergencia.uaemex.mx/rev27/27pdf/Edgar.pdf. Pág 13.

4 “Declaración de principios del gobierno de Chile”. Disponible en http://www.archivochile.com/Dictadura_militar/doc_jm_gob_pino8/DMdocjm0005.pdf

5 Moulin, Tomás: Op. Cit. Pág. 159 Velásquez Rivera, Edgar de Jesús,”Historia de la Doctrina de la Seguridad Nacional” en Revista Convergencia, Año 9, N° 27, México, (2002). pp. 11-39. Disponible en http://convergencia.uaemex.mx/rev27/27pdf/Edgar.pdf. Pág 13.

6 “Declaración de principios del gobierno de Chile”. Disponible en http://www.archivochile.com/Dictadura_militar/doc_jm_gob_pino8/DMdocjm0005.pdf

7 Moulin, Tomás: Op. Cit. Pág. 159 Velásquez Rivera, Edgar de Jesús,”Historia de la Doctrina de la Seguridad Nacional” en Revista Convergencia, Año 9, N° 27, México, (2002). pp. 11-39. Disponible en http://convergencia.uaemex.mx/rev27/27pdf/Edgar.pdf. Pág 13.

8 “Declaración de principios del gobierno de Chile”. Disponible en http://www.archivochile.com/Dictadura_militar/doc_jm_gob_pino8/DMdocjm0005.pdf

9 Moulin, Tomás: Op. Cit. Pág. 159

10 Arriagada, Genaro, Por la razón o la fuerza. Santiago de Chile: Editorial Sudamericana Chilena, 1998. Pág. 36

11 Gazmurri, Cristian: “Una interpretación política de la experiencia autoritaria (1973-1990)”, Disponible en http://www.archivochile.com/Ideas_Autores/html/gazmuri_c.html., pág. 7.

12 Arriagada, Genaro, Ob. Cit. Pág. 21

13 Cuevas F, Gustavo, El Estatuto Jurídico de la Junta de Gobierno. Revista Chilena de Derecho, Nº 5-6, Vol. 1, 1974. Pág. 69.

14 Arriagada, Genaro, Ob. Cit. Pág, 34

15 Velazco Criado, Demetrio, Pensamiento Político Contemporáneo, Bilbao: IPAR, 2001. Pág. 220

16 Arriagada, Genaro: Op. Cit. Pág. 43

17 Velásquez Rivera, Edgar de Jesús, Ob. Cit. Pág. 23

18 Gustavo Cuevas F: Ob. Cit. Pág. 698

19 Velásquez Rivera, Edgar de Jesús: Op. Cit. Pág. 28

20 Ídem. Pág. 25

21 Agamben, Giorgio, Estado de Excepción. Homo Sacer, II, I. Buenos aires: Adriana Hidalgo Editora, 2003. Pág. 73.

22 Gazmurri, Cristian: Ob. Cit., pág. 4

23 Agamben, Giorgio, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Buenos Aires: PRE-TEXTOS, 2001. Pág. 11

24 Ídem. Pág. 17

25 Agamben, Giorgio: Ob. Cit. Pág 5

26 Moulin, Tomás: Ob. Cit. Pág 172

27 Agamben, Giorgio: Ob. Cit. Pág. 18

28 Moulian, Tomás: Ob. Cit. Pág. 217

29 Espósito, Roberto, Inmunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aries: Amorrortu Editores, 2002. Pág. 160

30 Moulian, Tomás: Ob. Cit., pág 172

31 Idem. Pág. 187

32 Idem. Pág. 193

33 Velazco Criado, Demetrio: Ob. Cit., pág. 127

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