El viejo esquema de la adaequatio (la idea de la correspondencia entre la mente de una persona y su realidad de referencia o entre pensamientos, palabras y objetos) destinado a explicar la verdad y lo verdadero[1] ha sido severamente cuestionado, desde ciertas maneras de ejercer la filosofía, como por ejemplo la de Nietzsche o Unamuno y, sobremanera, la de Heidegger. El perspectivismo vitalista nietzscheano pretende ser una refutación de la antigua teoría adecuativa de la verdad, pero a la postre termina siendo una variedad de ésta. Por su parte, Heidegger da un salto en el tiempo, para reivindicar la noción de alétheia (descubrimiento, desocultamiento). Esta idea de la verdad es desplazada por una variante de la adaequatio derivada del socratismo, que en general es admitida por los sistemas doctrinales conocidos a lo largo de la historia de Occidente. Pero, como se verá de manera sumaria —pues, las limitaciones de una ponencia como ésta así lo imponen—, en su raíz, tampoco la alétheia deja de ser un modo de la adaequatio.
En las líneas siguientes se sustentará la tesis de que las nociones ‘verdad’ y ‘verdadero’ son avatares de la de ‘sentido’, por lo que necesariamente refieren algún modo de adecuación de representantes y representados, significantes y significados; es decir: en definitiva, una vinculación entre un ámbito de lo dado —’lo real’— y un ámbito en el que opera la experiencia de eso dado. El término ‘avatar del sentido’ se entiende aquí como manifestación diversa o modo concreto de darse que tiene el sentido; noción, esta última, que se definirá más adelante.
Para evadir precisiones teóricas postergables, conviene empezar por ceñirse a algo que se nos da como evidente: el hecho de que el ser humano esta dotado de una capacidad espontánea para tener experiencias constantes de lo que pasa en el mundo y de lo que acontece en su interioridad. Al margen de cómo lo nombre, todo ser humano con autoconciencia mínimamente desarrollada constata la existencia, el despliegue permanente, de dicha capacidad o poder. De hecho, la autoconciencia es una experiencia de la experiencia.
‘Experiencia’ significa aquí, justamente, todo acto y evento ‘interior’, ‘subjetivo’, resultante de la relación de la persona con su alteridad de referencia. La experiencia acontece en virtud de esa vinculación persona-mundo y tiene lugar en ese territorio interior donde opera la espontaneidad o disposición a experimentar. Asimismo, el evento experiencial ‘marca’, consolida y en algún grado constituye esa interioridad vocada a experimentar. El ser humano es en el mundo sintiendo, percibiendo, juzgando, sin cesar. A esa pulsión remite, por ejemplo, la célebre voluntad de saber que adjudica Aristóteles a los de nuestra especie. Nuestro ser-en-el-mundo se nos presenta, así, como un continuo dinamismo de nuestra capacidad de experimentar todo lo que nos pasa, que es propiamente lo que pasa. Así, la unidad de la persona se figura y se vive como la conformación coherentemente sustentada en el pasado —lo vivido, lo experimentado— de una disposición abierta al porvenir, lo experimentable —las más diversas posibilidades de la experiencia.
La experiencia de base, aquella que valida toda otra experiencia, es la experiencia del sentido: la constatación del perenne acontecer de la coherencia del mundo, del cumplimiento incesante de un orden en el que todo tiene su razón de ser: la intuición espontánea y cotidiana de una estructura o sistema de correspondencias, que la perspicaz sensibilidad antigua figuró como un “orden bello e inteligente”: cosmos. Todo, en ese ámbito, es y se despliega conforme con un evidenciable principio ordenador —logos: pensamiento, palabra, racionalidad, discurso…— que, en el plano de la experiencia, se proyecta como principio de razón. El curso inexorable de los cuerpos celestes, la perpetua sucesión de las estaciones, el cumplimiento constante de leyes y fuerzas naturales, la perdurable mismidad de lo que siempre se presenta como otro, la unidad de fondo de lo que aparece como abigarrada diversidad, la conjunción dinámica y contradictoria del ser con el devenir… evidencian en todo momento el reino del sentido.
El orden del sentido tiene, al menos, uno de sus correlatos en el ser humano, en virtud de que éste actúa y se muestra como ser-de-sentido; es decir: no puede dejar de experimentar el orden del ser como referente del sentido de su propia existencia, en todas sus expresiones y, al hacerlo, confiere sentido a su exterioridad objetiva de referencia. El reino del sentido parece integrar una polaridad correlativa: un ‘en sí’ en principio indiferente, que adquiere sentido en su relación con el ente que asume ese ‘en sí’ como realidad con sentido y, al hacerlo, lo constituye como tal. El ser humano se realiza, entonces, como ser de las conciliaciones, de las conformaciones, de las correspondencias que constituyen y realizan el sentido. Esa estructura relacional induce a considerar la interconciliación mundo-persona como la radical vocación del ser humano. En último término, éste se con-forma con todo lo que es ‘su’ mundo, incluyendo en ello los procesos y los objetos inevitablemente determinados por el tiempo y el espacio. Esto es lo que da lugar a la incidencia de la historia como dimensión del sentido.
Como puede advertirse, la esencia del sentido es la correspondencia efectiva de algo con algo. Cualquier avatar del sentido —o sea: toda manifestación de esa tendencia plural a la conciliación— puede ser experimentado por el ente de sentido, por el agente-paciente de las interconciliaciones que hacen al mundo, en suma, por toda persona. Sucede, pues, la experiencia del sentido cada vez que se registra una experiencia, en los términos en que ésta ha sido definida. Es decir: ocurre la experiencia de la conciliación persona-mundo, cada vez que se da la conformación de nuestros sentidos con toda manifestación exterior, cuando la mente articula cada representación clara y distinta de objetos y situaciones, así como cuando da razón rigurosa de cualquier asunto —es decir, determinada objetivación asumida o vivida como motivo de asombro, perplejidad, disposición a inquirir e indagar. Por cierto, es esa experiencia de la adecuación lo que admite, con sentido, la denominación de ‘verdad’.
Cuando se trata de la doxa —la opinión sin fundamento epistémico suficiente— salta la vista una conciliación deficiente persona-mundo; lo cual pone de bulto la existencia de niveles de correspondencia en ese terreno, que como se verá equivale a hablar de ‘niveles de verdad’. Las provocativas consideraciones nietzscheanas, en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, se centran en el origen de la pulsión humana por la conformidad, con lo que no infirman el esquema de la adaequatio. En realidad, al menos en lo que hace al acontecer de las experiencias de verdad —a su manera, frutos de una actividad productora de sentido y, por ello, de verdad— debe tenernos sin mucho cuidado el origen de las actuales coordenadas de sentido y, en general, el afán genealogista de Nietzsche. Sólo quien se mueve en los dominios del sentido puede afirmar, con pretensión de sentido, como lo hace el pensador alemán, que las verdades son ilusiones que se han olvidado de ello o que trasuntan metáforas que han dejado atrás sus iniciales referencias sensibles.
Si el ser humano se muestra como ser de las correspondencias —por ende, ser-de-sentido— cabe inferir la obviedad de que ello se presenta así porque es posible que se presente así. No es imprescindible fundar una ontología específica de la interconciliación persona-mundo, para postular que, si tal fenómeno de adecuación recíproca y dinámica se da, es porque hay una coextensividad entre los términos que se interconcilian o porque, al menos, no existe obstáculo ontológico para que ese mutuo corresponderse acontezca. Esa posibilidad o esa ausencia de obstáculo ontológico da pie no sólo al encuentro persona-mundo, sino también a la experiencia de ese hecho, sin la cual no podría aparecer como manifestación del sentido. La experiencia se manifiesta, entonces, como nudo que une al ente-de-sentido o persona con su mundo de referencia, en términos de realización del sentido. Por ello, se muestra también como el lugar donde acontece la verdad. En la medida en que la experiencia se muestra como acontecimiento de adecuación se coloca en el ámbito del discurso de la verdad, con independencia de que ésta se entienda, por ejemplo, como adaequatio intellectus ad rem, al estilo escolástico medieval (correspondencia de la mente con la cosa o, para decirlo en clave moderna, entre el sujeto y el objeto), o como desocultamiento del ser absoluto —que, según Heráclito, gusta de jugar a mostrarse y esconderse. Puesto que la alétheia rehabilitada por Heidegger remite al ‘despertador’ aparecer de ‘algo’, conviene tener presente que ese ‘algo’, en el contexto heraclíteo y, en general, de las antiguas filosofías de la fisis, es visto como una realidad incondicionada, absoluta, representada y vivida a la manera monista, con lo que lo dado, lo que aparece al desocultarse, no es ontológicamente distinto de quien vive ese acontecimiento. En consecuencia, el acontecer de la alétheia habría de ser estimado como un modo de la máxima realización posible de la adaequatio y no como su negación.
La experiencia es el lugar de la conciliación persona-mundo, por tanto, el territorio de diversos grados y modos de realización del sentido, lo que equivale a hablar de diversos grados de adecuación y, por ende, de niveles de verdad. La persona zigzaguea entre la experiencia del sentido, en general, y las grandes y pequeñas experiencias de verdad que vive, cuya validez viene dada por su correspondencia con el orden del sentido.
Recordemos: la persona es una espontaneidad vocada a sentir (tener sensaciones), percibir y juzgar; sin perder de vista, uno de los avatares más relevantes del juicio, que es el otro modo de sentir: experimentar sentimientos. La sensación y la intuición empírica se presentan como los primeros niveles de adecuación del ser humano con el mundo. Puesto que la voluntad humana de conciliación con lo real necesita ir más allá de dichos niveles, da cauce a los complejos procesos del juzgar. La persona es, también, una espontaneidad lanzada a estimar, a situar lo intuido en su contexto de referencia, a determinar el sentido de lo vivido, a establecer su verdad o falsedad, a referir los datos singulares a su ámbito genérico y viceversa etcétera.
Todas esas operaciones se enderezan a un grado de conciliación más sólida y profunda de la persona con lo dado. Es en los dominios del juzgar donde adquiere sentido la intención adecuativa que posibilitan y de la cual derivan las experiencias de verdad y la enunciaciones de lo verdadero. En la tradición filosófica, rara vez se niega el valor representativo de los datos revelados por los sentidos. Es cierto que, en casos como Platón, se cuestiona la entidad de fondo de tales referencias, pero no por ello descarta su función reveladora hasta el nivel de adecuación que les corresponde. La percepción sensorial de la computadora por medio de la que se escriben estas palabras da cuenta de ese objeto como una evidencia indubitable. Los ojos que la ven registran, sin mediación alguna y sin ambages, su color negro, por ejemplo. Pero el juicio sobre ese primer nivel de experiencia desata problemas potenciales, en la medida en que trata de determinar aspectos como, por caso, el significado de ‘color’ y de ‘negro’ o la veracidad de enunciados como ‘Mi computadora es una máquina negra’, entre muchas otras posibilidades. Es el modo de adecuación persona-mundo característico de los juicios lo que resulta problemático. Eso explica que, por ejemplo, epicúreos, estoicos y aun pirrónicos tomen las representaciones sensoriales —las que dan cuenta de ‘lo manifiesto’— como criterios o modelos de verdad, a cuya vivacidad, claridad, distinción y pregnancia deben aspirar las representaciones judicativas.
Las sensaciones e intuiciones empíricas no alcanzan a satisfacer las necesidades de la voluntad de saber propia de los seres humanos. De ahí la importancia de todo el ámbito representativo inherente a los juicios, comprometidos con niveles más complejos de verdad o adecuación con el mundo. El reino del sentido admite y exige la forja de juicios rectos y verdaderos, que habrán de guiar a la persona por la senda de la existencia virtuosa, la buena vida, la eudemonía y otras expresiones de la adecuación o conciliación de la persona con lo real. También es propio de ese reino el avatar específico del sentido en el poema: la obra vocada a una función estética; pero su examen rebasa los alcances de estas líneas.
Lo anterior explica la obsesión de ciertos filósofos modélicos por la judicación correcta. Un ejemplo, entre muchos, tomado del discurso platónico: el proceso por el que el guardián-filósofo de República aprende a conformar opiniones correctas “acerca de lo que hay que temer y de las demás cosas”, a resultas de la educación apropiada, a base de gimnasia y música. Se trata de un nivel de experiencia de verdad que, como tal, modifica y enriquece la interioridad de la persona que la vive. El Sócrates que dirige el curso del referido diálogo platónico simboliza la solidez y profundidad de esta vivencia[2] con el plástico símil de la tintura capaz de impregnar a un tejido de un color indeleble. Es cuestión de ‘teñir’ bien el alma, de modo que ningún “jabón” o “lejía”, como el placer, el dolor, el miedo y los deseos desbordados, pueda desleír o borrar una coloratura adquirida tras un buen proceso de formación.[3]
El esquema de esa tesis platónica coincide con la reivindicación estoica de la ‘representación comprensiva’ (kataleptiké phantasía): un nivel en el proceso de producción de verdad que pretende alcanzar la vivacidad del fenómeno objetivo a representar, de modo que una vez logrado deja una impronta (týposis) en el alma que experimenta todo ese movimiento. En el caso de los estoicos, el esmero en la elaboración del juicio adecuado impone la suspensión del juzgar (epoché), hasta que estén dadas las condiciones del asentimiento a lo verdadero (synkatátesis).[4]
A su vez, Epicuro también concibe una epistemología, cuya complejidad entona con las exigencias especulativas y prácticas implícitas en la contundente afirmación de que “el bien máximo es el juicio”, toda vez que éste permite encauzar las opiniones, que siempre acompañan a las intuiciones empíricas, por un derrotero que lleve al buen puerto de la ataraxia.[5]
Por su parte, Pirrón y sus adeptos tienen una idea clara de los peligros inherentes al juzgar. La zéthesis (búsqueda, indagación, investigación) pirrónica es perenne, justo porque el juzgar no puede alcanzar resultados de entidad equivalente a lo dado. De ahí que los pirrónicos opten por abstenerse de juzgar o por suspender todo juicio, en virtud de que va en ello la experiencia de la ataraxia, máxima expresión de una adaequatio por omisión —es decir, por renuncia a la frustración esperable de todo intento de representación no identificable con lo manifiesto— y por rechazo constante de las aportaciones de una razón en general dada a excesos e ilusiones.
Esta pequeña muestra de doctrinas acerca del juzgar, a la que por ejemplo se podría agregar el desiderátum de la metódica búsqueda cartesiana de la certeza —esto es, de ideas claras y distintas— ilustra los afanes demasiado humanos por vivir experiencias de verdad en términos de la más profunda adecuación con el mundo.
La vivencia estable del sentido determina toda experiencia y, en concreto, posibilita toda experiencia de verdad, en términos de correspondencia o adecuación con las referencias del caso. Dependiendo de qué se corresponde con qué, acontece determinado grado o nivel de experiencia de verdad. La intuición empírica da cuenta de un ajuste entre los sentidos y otras facultades asociativas (intelecto, memoria, imaginación…) con lo dado en el mundo. Ése es un nivel de verdad —de suma importancia, por lo demás. De manera análoga, la doxa, la opinión irreflexiva —sin que haya sido posible establecer cómo— comporta un grado de conciliación con el mundo, no importa cuán imperfecto y limitado sea. A su turno, la opinión consistente, correcta —apegada a reglas lógicas y referencias de sentido rigurosas— concreta una adecuación más precisa y firme de persona y mundo. En este último modo de la experiencia, puede incluirse toda razón y discurso acerca de los vínculos causales entre objetos o fenómenos; es decir: se trata del nivel de correspondencia ad rem que sustenta los saberes atenidos al modelo de ciencia imperante en nuestro tiempo y a sus derivaciones técnicas.
Por muy potente y significativo que sea este último nivel de la experiencia, no está de más tener presente que Platón no le reconoce todavía el estatuto de verdadera episteme. Esto se constata en la exposición socrático-platónica de la alegoría de la línea, en República. También cuando Sócrates, en ese diálogo, habla de ciertos saberes que no alcanzan el grado de conciliación con lo real al modo en que lo hacen aquellos que conciernen a la dialéctica y a lo sumo “captan algo de lo que es”. Se refiere, en concreto, a la geometría y las ciencias afines, que “nos hacen ver lo que es como en sueños”.[6] Observación, ésta, que pone de relieve una limitación gnoseológica que se evidencia también en Teeteto, diálogo finalmente aporético debido a que apenas puede dar cuenta del hecho de que un raciocinio bien articulado, lógico, con coherencia dianoética, no alcanza a ser episteme de verdad.
Se advierte, pues, que desde la perspectiva socrático-platónica es dable un escalón más en la conformidad con el mundo: la genuina episteme, que habrá de ser entendida como la experiencia de una radical conciliación-unificación persona-mundo, meta última de una genuina filo-sofía: theoría: experiencia de la verdad absoluta.
La episteme cierra el periplo que parte de la experiencia del sentido en la experiencia de la verdad absoluta. La solución a las aporías registradas en Teeteto estriba en la colocación de la episteme, el conocimiento de verdad, en el plano de la experiencia, según se ha definido a ésta al comienzo de estas líneas. Es la experiencia de la realidad en sí, tal como se intenta referir al final del discurso de Diotima, en Banquete, o cuando, en su carta VII, Platón da cuenta del acontecer de la theoría: la contemplación inmediata de lo absolutamente real —algo signado por su afinidad con la ya referida alétheia—, sin que el filósofo sepa de qué manera sucede tal vivencia, después de ejercitarse durante mucho tiempo en la dialéctica.
Esa colocación de la episteme en los dominios de la experiencia no es una arbitrariedad exegética. Es Platón mismo quien la sugiere, cuando por ejemplo, pone en boca de Sócrates la locución ápeiroi áletheias (“experiencia de la verdad”, 584e),[7] cuando advierte a Glaucón de que quienes no han pasado por esa clase de vivencia no pueden opinar con sensatez sobre muchos asuntos. Más allá de los riesgos de rendirse al principio de autoridad, es justo resaltar la fecundidad teórica de esa idea experiencial de la verdad sugerida por Platón.
A partir de las anteriores consideraciones, inevitablemente sumarias, pueden adelantarse las siguientes conclusiones:
- La experiencia del sentido coloca a la persona en un orden de correspondencias.
- La persona es una espontaneidad vocada a la conformidad o conciliación con su alteridad de referencia.
- Cada acto de conformidad opera como una experiencia o vivencia de conciliación con el mundo, de un modo y en un grado determinados. Cabe afirmar, entonces, que cada acontecimiento de éstos admite el nombre de ‘verdad’ y el acto de referirse a él, efectuando las correspondencias del caso, tiene un carácter verdadero.
- Acontecen así la experiencia de la sensación, la de la intuición empírica, la del juzgar.
- La vocación de conformidad que también define a la pulsión por juzgar obliga a ésta a articular rigurosos procesos dianoéticos (discursivos) y dialécticos (destinados a la intuición teórica). De ese modo, obedecen a una voluntad de verdad.
- La intuición empírica, el discurso que hoy llamamos científico-técnico y la genuina episteme expresan diversos grados y modos de adecuación del ser humano (ente de sentido, en perpetuo proceso de representación de lo dado y de producción de verdad) con su alteridad de referencia. Por ello, expresan formas y niveles de verdad.
- Todas esos niveles de adecuación son posibles y se articulan en tanto que avatares diversos del sentido: justamente el acontecer dinámico de la coherencia del mundo, donde todo aspira a conformarse con todo.
- En la tradición de pensamiento a la que nos adscribimos, el grado máximo de conciliación-adecuación-conformidad —por ende, de verdad— entre el ser humano y la realidad en sí es la episteme, la theoría, la alétheia, pero esto no priva de sus correspondientes niveles adecuativos a los otros modos de correspondencia y saber (opinión irreflexiva, opinión recta, hipótesis, intuición poética etcétera).
- La episteme es también un modo de la experiencia. La verdad absoluta es un acontecimiento experiencial; por tanto, algo que no puede albergar ningún enunciado, algo raigalmente refractario a la escritura y al discurso lingüístico en general.
- El ser humano encauza su voluntad de saber en términos de experiencias de la verdad del mundo y experiencias parciales de sentido. Al lado de esto, se despliega la expresión de esos acontecimientos vivenciales, que también aspira a su propio ámbito de conformidad, al modo de ‘verdad del discurso’ (posibilidad a la que se adscribe el poema, en la acepción griega del término: obra de arte, verbal o no).[8] He aquí otra manera de hablar de ‘avatares del sentido’.
- Cabe admitir, entonces, que el esquema de la adaequatio es el que opera en todo modo y nivel de la experiencia, todo avatar o realización del sentido, todo grado de verdad.
Biblliografía
- Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres (VII, §49 y 50), int., trad. y not. de Carlos García Gual, Madrid, Alianza, col. Clásicos de Grecia y Roma.
- Epicuro, “Carta a Meneceo”, en Obras, est. prel., trad. y not. de Monserrat Jufresa, Madrid, Tecnos, 1991.
- Platón, República (429c-430b), int., trad. y not. de Conrado Eggers Lan, Madrid, Gredos, col. Biblioteca Clásica Gredos, núm. 94, 1986.
Notas
[1] Esta distinción entre la verdad y lo verdadero es de raigambre estoica, aunque también es asumida por otras escuelas y corrientes filosóficas. Lo que subyace en esa diferencia, en lo esencial, es que la voz ‘verdad’ nombra lo real en sí, mientras que el término ‘lo verdadero’ refiere la adecuación del enunciado a la realidad de que da o pretende dar cuenta.
[2] El recurso a la noción de ‘vivencia’, en este discurso, tiene un carácter exclusivamente estilístico. Su uso, aquí, equivale al de ‘experiencia’. En este texto, ambas palabras son sinónimas, intercambiables, según las exigencias de la escritura.
[3] Cf. Platón, República (429c-430b), pp. 217-218.
[4]Cf. v.g. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres (VII, §49 y 50), p. 350.
[5] Cf. Epicuro, “Carta a Meneceo”, en Obras, p. 63.
[6] Cf. Platón, op. cit. (533b-c), p. 365.
[7] Ibid., p. 443.
[8] El ámbito de la expresión y del discurso lingüístico, por su amplitud y complejidad, excede con creces los límites de esta ponencia.
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