Comunidad interrupta.

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Comunidad interrupta.

La violencia en el espacio común ante su desglorificación en la historia

 

La filosofía tiene vocación de problemas, el filosofar mismo que se desarrolla con rigor, objetividad, racionalidad y sistema tiene un impulso, un motivo de interrogación. Dicho impulso puede ser individual o colectivo, elegido o forzado por las presiones históricas de cada momento o de cada colectivo para dar cauce a asuntos suspendidos ante un conflicto que ha de ser cualificado como problemático. La vocación de un problema es, así, la vocación de cuestionar a la cosa misma, objeto de la reflexión.

De esta manera, es de tomarse en cuenta que echados por tierra las promesas, los esfuerzos y los sueños entorno a una comunidad plena de sentido y bienestar, de progreso y de inagotables recursos, ha estallado en nuestro tiempo el impulso por cuestionar si estas formas de comunidad que conocemos ―que heredamos y activamos― son ineludiblemente las únicas posibles y habrá, o bien, que resignarse ante ellas o precipitarlas hasta el colmo de sí mismas.

Ante esto, un sector importante de la filosofía actual ha considerado preciso desactivar las categorías que han colmado, desbordado la vida; que han hecho suyas las opciones en los modos de ser que se nos ofrecen: ciudadano, consumidor, elector, individuo, ser político, etcétera. Porque lo que gravita de fondo es si ¿Será posible pensar otra comunidad? ¿Cómo habrá de delinearse la preguntar por la comunidad misma? ¿Cómo habrá de vivirse en una u otras comunidades posibles?

Jean Luc Nancy

A este respecto, en la década de 1990, Jean-Luc Nancy abriría una discusión cuya finalidad se visualizaba como la “deconstrucción de la comunidad”, para analizar de una vez por todas si esa categoría ―la de comunidad― habría de sostenerse, resistir la rigurosa crítica o definitivamente desecharse. Los elementos de reflexión para la deconstrucción de la comunidad tomarían elementos, pensarían, lo cual, con y contra Heidegger, Blanchot, Bataille y toda una tradición filosófica que tomó como ejes y vectores a la filosofía, la comunidad y la continuidad bajo una perspectiva compartida. El resultado, para Nancy, sería la propuesta de atender a la “interrupción”, ésta como el des-obramiento de la comunidad. El texto, traducido al español como La comunidad desobrada llegó a ser la apertura de una pequeña vertiente sobre la comunidad, de un estilo de pensamiento o, quizá mejor, de una perspectiva para cuestionar a la comunidad presente ante dinámicas globales e inéditas, para las que parece no haber una línea directriz trazada y con la cual la que parece delinearse el futuro cercano.

Dado así el estado de la cuestión, para la segunda década del siglo XXI, las interrogantes y problemáticas que la comunidad desobrada pondría sobre la mesa son tan actuales como lo son las metamorfosis que sufre la comunidad, los colectivos y los singulares. Es nuestro trabajo tomar cuenta de los registros y sumarse a la pregunta por la comunidad con todos los medios posibles que cuenta el filósofo en nuestros días, quizá el medio más importante y cada vez más extinto en el filosofar: la innovación y lo inaudito de la pregunta.

Hacia el 2014, pasados los humanismos, comunitarismos, teorías de la comunicación por las rupturas del siglo XX, es que hemos arribado así a la pregunta sobre la comunidad, sobre lo que es ser-en-comunidad más allá de metafísicas “comunionales” o de complejas teorías de la transubjetividad, que harían de la comunidad una entidad por la cual queda justificada cualquier sacrificio, y convertirían al singular humano en un individuo atomizado y suprimible ante la implacable marcha de la historia, de los grandes acontecimientos que han nulificado la existencia de los individuos en aras de la gloria y honor de la comunidad hacia un futuro indeterminado pero deseable. La comunidad ―quizá lo sabemos ahora después del siglo XX, en que nuestro pensamiento se ha interrumpido con la intrusión de categorías como “masacre sistemática”, “exterminio”, “limpiezas étnicas”, “guerra global”, etcétera―, en fin, la comunidad tan abstracta como inexistente ha exigido la sangre y carne para ser lo que es: un definitivo vacío, que delinea guerras civiles, conquistas, colonizaciones, independencias, revoluciones…

Desglorificada la historia, desactivados los dispositivos discursivos y neutralizados los efectos narrativos de un continuum lineal de comunidad, de la inagotabilidad de la comunidad a pesar de la mortalidad constituyente de sus miembros singulares: es decir de los individuos y los colectivos, se pone de manifiesto la violencia y el sufrimiento que esa historia ha generado. Porque acallado el logos gradilocuente quizá nos sea posible atender eso que la filosofía ha lo largo de la historia no ha podido conceptualizar: la voz (foné) que enuncia el dolor, el quejido y el lamento de aquellos que han tenido que sufrir por una comunidad insaciable de futuro por cuanto irrealizable en sus obras.

Jacques Rancière

 

Apunto que esta pendiente la revisión conjunta de dos aspectos ante la comunidad: la de una metafísica de la expresión emprendida por la fenomenología de Eduardo Nicol y los alcances de una antropología política de la realidad sonora en la partición del espacio que traza Rancière en  su obra el Desacuerdo. Nicol sostiene la legitimidad de una metafísica de la expresión sustentada en la condición expresiva de lo humano que no se reduce a los esquemas predicativos de la realidad, sino que se amplía a la manera de señalar, de habérselas con el Ser (en mayúsculas) y con su ser. Expresar será para Nicol la forma de hacer historia como una cooperación, como una  opera, una obra colectiva que no puede comprenderse únicamente como la consolidación de sistemas simbólicos legitimados, sino que ha de ampliarse a todos los órdenes en que lo humano expresa. Por su parte, hace unos años, en una sorprendente relación argumentativa, Rancière ha dejado claro que la afirmación del zoon logón aristotélico, ha sido el punto de quiebre para decidir la partición del poder. El logos, la palabra tiene la posibilidad de deliberar sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, es decir, a ello pertenece el marco político y regulador de la existencia; mientras que a los animales y a ciertos individuos corresponde únicamente tener voz (phoné), que se reduce a la expresión del dolor y el placer, del llanto y gemido.

Algo me permite suponer entre todo esto que esa incapacidad nuestra de categorizar el sufrimiento, el dolor o el llanto a lo largo de la historia, se debe al previo sometimiento de estas experiencias a expresiones indignas de entrar en los cuadros de la historia, se debe no solo a esa partición y ordenación del espacio político, sino a aquello que señala directamente Nicol: que la filosofía ha soslayado el fenómeno de la expresión cuando éste no se consideraba racional bajo los parámetros del principio de identidad o de una metafísica de la razón que inmovilizó, invisibilizó y eternizó la consistencia ontológica de lo real.

Pensar la comunidad y la historia, implica hoy día por ello pensar la singularidad y la memoria, trazar una filosofía de la expresión o una filosofía sonora, que deconstruya los grandes acontecimientos colectivos y muestre los quejidos y lamentos que no han sido tematizados por ser despreciados al interior de un humanismo racionalista y de una metafísica de la comunidad.

Puesto así el estado de la cuestión, para la segunda década del siglo XXI, las interrogantes y problemáticas que la filosofía pondría sobre la mesa en torno a la comunidad son tan actuales como lo son las metamorfosis que sufre la el Estado político, las dinámicas sociales, los colectivos y los individuos singulares. Ha sido nuestro trabajo tomar cuenta de los registros y sumarse a la pregunta por la comunidad.

Dicha interrogación la hemos realizado ya desde un fenómeno que es el envés y por lo mismo parte consubstancial de la comunidad: la exclusión y devastación en la signatura del exiliado. Aunque fenómeno jurídico, político y cultural de exclusión por antonomasia desde los siglos V a.n.e hasta el siglo XVIII, el exilio se convierte en un paradigma para comprender formas añejas y actuales de articulación de la comunidad y también de sus violencias, así como desarticulaciones. La magnitud, intensidad y diversidad de la violencia política para destruir la individualidad y atentar contra la singularidad del exiliado a lo largo de la historia en Occidente, exceden con mucho las concepciones que de ella tienen la gran mayoría de la literatura del exilio —que se mueve más por la lírica y heroicidad, mismas que ocultan los factores principales de aquello que ocurre con el decreto jurídico del exilio y la sanción político social hacia el o los exiliados—. Pues el exilio fue una violencia institucional establecida y fundante, la activación de una amenaza latente en la ley para conformar, supuestamente, el orden y la paz político social. Ese poder de exclusión de la comunidad hoy día se nos exhibe de otra manera en los campos de refugiados, en los flujos migratorios, en las depredaciones de los recursos naturales que someten a grupos a extremas vulneraciones.

El análisis del exilio, su deconstrucción histórica, y su paradigmatología en la comunidad ha mostrado, en suma, la capacidad jurídico-política y existencial, cuya finalidad no fue únicamente desterritorializar sino hacer de ciertos individuos hombres perseguidos, acosados por la amenaza de ser asesinados en cualquier momento. Eso que en la Antigüedad y en Roma se llamo un muerto en vida, y en el prederecho español se categorizó llamándolo “ser-sin-paz”.[1]

El análisis de la exclusión muestra cómo se constituye a lo largo de historia el esencialismo de la comunidad. La comunidad que habla, que tiene la palabra y decreta, que se vuelve “el uno” contra todos en un proceso de sustancialización que nulifica la singularidad que tiene voz pero no palabra.

Creo que aunque la exclusión persecutoria ha mostrado rasgos diferenciales de la contextura de la comunidad jurídico-política en Occidente, lo cierto es que ello no basta para poner entre signos de interrogación a las formas de dolor y sufrimiento que presenciamos en la actualidad. En México vivimos los vestigios de infinitos de dolores inacabados, excepcionales de lo otro del tiempo, lo otro del lugar, lo otro del espacio de una comunidad que no se enuncia, que no puede sostenerse. La historia habla de cantidades de muertos; la memoria señala lo inadmisible de la muerte homicida, del dolor infligido a una realidad humana que es fragilidad.

En este espacio, en este territorio de encuentro y roce, lo que sabemos ahora es que en México la intensidad e impersonalidad de la violencia, las cotas de crueldad que operan en los actos de violencia por el territorio, por el control o la ganancia, hacen insostenible cualquier discurso que justifique o glorifique las acciones. Estamos ante una historia sin gloria, ante una acción que no coopera, que no genera nada sino que devasta: no hay aquí violencias emancipatorias, ni fundantes de poder, hay la diseminación violenta, contagiosa, aleatoria que hace mella en el cuerpo, en la vida.

Quizá el paradigma de este espacio sea ahora la fosa común, el encimamiento de la fosa común, cuerpos sobre cuerpos arrojados sin benignidad alguna, o el descuartizamiento y consecuente esparcimiento de partes humanas en las calles, todo lo cual van poniendo en tela de juicio las relaciones de proximidad, de alteridad, de consideración del otro. Por ello, precisamos reescribir de otra forma nuestra realidad,  en donde no solo el filósofo, sino también el político y el criminal han visto el poder y el poder de intervención; necesitamos repensar,  acallar la profunda abstracción que ha distanciado al cuerpo de lo que somos y que corre al parejo de la metafísica aquella de la negación de la expresión y la voz como parte del orden de la comunidad de la razón; si es posible hacer este nuevo corpus que piense el espacio de la comunidad, tal vez esté a nuestro alcance comprender, también muchas de las violencias que nos tocan una y otra vez.

Hemos entrado en una etapa particularmente bien distintiva en la intrahistoria de la comunidad y la violencia, formas de asociarse y disociarse, de prenderse y desprenderse: conocíamos de la perversión y el sadismo, de su emergencia, intermitencia y censura; pero ahora vemos tal despliegue global como constante de violencias injustificadas cuya estructura responde única y exclusivamente a la “mostración”, a la exhibición. Y aunque es verdad que no hay violencia más peligrosa que aquella que es invisible, enemiga artera e incombatible, pues no tenemos cómo contrarrestarla, lo cierto es, a su vez, que ya sea por una sociedad mediatizada por el consumo de la imagen (recientemente con la Internet), o por ser una aglomeración planetaria del espectáculo en donde la violencia se ha normalizado, nos debe llevar a pensar, subrayo a pensar, la violencia desde otras posiciones y perspectivas en relación con la comunidad.

Pensar la violencia no es simplemente una exigencia de nuestro tiempo, es también un imperativo de la razón. Pensar la violencia implica solidarizarse, también, no ceder a la rotura social, a su fragmentación en ascenso, sino crear las bases mínimas de relaciones otras. La constante exhibición y exposición que hemos tenido a la violencia y sus variantes de crueldad ha normalizado, a la par que banalizado, nuestro dispositivo atencional. La nota sangrienta de Michoacán o Veracruz, Tamaulipas o Ciudad Juárez nos es distante porque hay también entre nosotros “una fatiga”[2] moral, como afirma Eduardo Nicol en su fenomenología de la violencia del Porvenir de la filosofía.  Aunque también esto tiene su razón: la violencia se encima, excede nuestras categorías ontológicas, epistemológicas, éticas y estéticas. Sospecho que estas categorías padecen la astringencia constitutiva de una metafísica que nos deja imposibilitados para pensar realidades determinadas. Hablar del muerto o de los muertos, de las violencias acometidas en vida a esos muertos, cava un profundo abismo a donde van a dar mínimas posturas reflexivas.

Una crítica de la violencia pasa entonces, y antes que todo, por una crítica de la ontología, por la deconstrucción de un pensamiento que en las oscuridades y silencios, somete a la indiferencia y al olvido manifestaciones para las cuales no está capacitada,  porque sus categorías no fueron creadas para dar razón de fenómenos tales como el cuerpo muerto, al dolor infligido o el sufrimiento.

Si lo miramos bien, para esa tradición el cuerpo es un algo, un tópos y un trópo, una distinción con el alma que fue problemática y una unión que siempre ha requerido las más inimaginables operaciones teóricas, fantásticas: una tumba, un enemigo, un caballo negro, un autómata, el insuflado barro, el asedio bestial al alma, su gravidez. Véase que sufrimos violencia por tener un cuerpo, por ser cuerpo, y atiéndase a la historia de eso que han llamado cuerpo: espacio de desprecios, vacíos, entre problemas de comunicación, un aquí de marginalidades hasta cuando se le puso en primera escena… siempre un extraño, el cuerpo un intruso a la razón.

Entonces habrá que interrogar ¿cómo se tiene un cuerpo? ¿cómo se piensa esta tenencia del cuerpo sin que sea uno proclive a los interiores y afueras, a lo temible de su fuera o a la complicidad de su cercanía hedonista?

Mejor, antes de atender a la historia del cuerpo, de su sustancia y su materialidad, de sus contrapartes, deconstrúyase su historia, su tiempo, muéstrese su alcance y sus malogrados enunciados, significantes y atributos; enséñese a callar sobre el cuerpo.[3] Enséñese a callar de una vez por todas las inmediatas significaciones, las categorías gratuitas, sus teorías, sus necesidades… Después, constrúyase la memoria de lo callado, de lo que se ha silenciado para hablar del cuerpo.[4]

Para decir lo que somos ya no haría falta hablar de partes o funciones, sino de expresiones, inclinaciones y relaciones. Pienso que nuestro ser llevado al límite, al límite de sí y de su historia, habría que desmarcarlo de la historia, lo cual implicaría una manera de vernos más allá de la plástica, pero también de la encarnación.[5]

Meditemos si no es bajo la accidentalidad y superficialidad del cuerpo como materia bruta, según aquella historia de verdades invisibles y lógicas, esa materia en la que se han cometido un sinnúmero de expolios y violencias..

Necesitamos repensar la desmaterialización del cuerpo convertida en accidente o evento normalizado ante los excepcionales de masacres, crueldades, las violencias más diversas banalizadas y convertidas en flujos digitales de ceros y unos, barridas por la voz o la escritura que se enciman y sobre enciman generando olvidos. Pensar la violencia, entonces, en relación con el dolor y el sufrimiento, visibilizar la violencia más allá del discurso que glorifica y esconde tras las relaciones de historia y acontecimientos colectivos. Hacerle también espacio, conceder al espacio que reclaman los violentados en México: entambados, encobijados, encajuelados, enterrados, dejados en las calles, en los cerros, en el desierto… Oponerse a la banalización y normalización de la violencia que forja historia, requiere que no se le arrebate su singularidad al acontecimiento: cada violencia opera sobre un singular un “yo” irremplazable, inconmensurable, así, la violencia acometida a cada singularidad no puede ni debe homogenizarse…

De esta forma, aunado a la conjunción de la violencia, deberemos enfatizar el dato de que el espacio de la comunidad no puede asentarse en la horizontalidad del paisaje y la verticalidad de los hombres en pie; el territorio común deberá pensarse también hacia la zanja, la barranca, el hoyo, la fosa, en suma, la oquedad de este espacio en que reclaman espacio los deprivados de espacio, los cuerpos.

Conclusión

Ahora la voz y la filosofía sonora que habla de la violencia, debe llevar también contenidos los llantos y lamentos de los victimados, de la comunidad interrumpida, para escarbar las palabras, una y todas. Esta función de enunciar el llanto, señala la comunidad, la relación de la deuda (de los deudos y deudores, de los dolientes y los que infligen el dolor) frente a una supuesta comunidad contractual. En esta hay fuerzas, organización de fuerzas; en la de la deuda hay negaciones, privaciones, incapacidades: ahí aparecen los migrantes, los indígenas olvidados, los pobres dejados por la modernidad, el miserable que se enriquece a costa de todos, lo que nos debe el sicario, el soldado, el “halcón”, el soberano…

La violencia no termina en la fuerza, la violencia no se puede pensar solo como una tensión de fuerzas y resistencias, no basta con identificar que la violencia es aquella fuerza desmedida ejercida de un agente a un resistente.[6] Al final, se trata de identificar el lugar ontológico de la violencia; no la simple operación o aplicación de la fuerza, sino su dislocación que provoca la emergencia del dolor y la exhibición absoluta de la fragilidad de cada quien.

En suma, cada violencia homicida es la interrupción de la comunidad aquella, que se supone absoluta e imperecedera, pero es simultáneamente la deuda de nuestra existencia en común. Tal vez por ello también habría que buscar los sonidos y las palabras, para que se muestren los alcances y limitaciones de lo que la filosofía puede y lo que precisa. Nos debemos a ese espacio que reclama nuestra atención: hemos sido exigidos está generación, a conformar relaciones expresivas de la deuda y la penuria, no de la idea política del contrato y su juego de fuerzas. Una comunidad que ha de dar razón, entonces, de muerte y el exceso, de la comunidad y la violencia.

 

Bibliografía

  1. Véase A. Aguirre, Antolín Sánchez C y Luis Roniger, Tres estudios sobre el exilio. Condición humana, experiencia histórica y condición política, México, EDAF-BUAP, 2014.
  2. Vittorio Bufacchi, “Two Concepts of Violence”, en Political Studies, vol. 3, núm. 2, pp. 193–204, abril 2005.
  3. Jacqueline de Romilly, La Grecia Antigua contra la violencia, Madrid, Gredos, 2010.
  4. Jean-Luc Nancy, Corpus, Madrid, Arena, 2003
  5. Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, Madrid, Ariel, 2006.
  6. Eduardo Nicol, Ideas de vario linaje, México, unam, 1997.
  7. Eduardo Nicol, Metafísica de la expresión, 2a. version, México, FCE, 1974.
  8. Giorgio Agamben, Signatura rerum. Sobre el método, Barcelona, Anagrama, 2010.
  9. Giorgio Agamben Homo Sacer I. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-textos, 1998.
  10. Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pre-textos, 1996
  11. Eduardo Subirats, Filosofía y tiempo final, Madrid, Fineo, 2009.
  12. Roberto Esposito, Comunidad, inmunidad y biopolítica, Barcelona, Herder, 2003.
  13. Roberto Esposito, Categorías de lo impolítico, Buenos Aires, Katz, 2006.
  14. Nicole Loroaux, La ciudad dividida. El olvido en la memoria de Atenas, Madrid, Katz, 2004.
  15. Carrasco Soto, “(Im)políticas del exilio: Giorgio Agamben”, en Intersticios. Revista sociológica de Pensamiento Crítico, Vol. 4 (2), 2010, en soporte electrónico http://www.intersticios.es
  16. Duque Felix, Contra el humanismo, Madrid, Abada, 2003.
  17. Rancière Jacques, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996.

Notas

[1] Véase A. Aguirre, Antolín Sánchez C y Luis Roniger, Tres estudios sobre el exilio. Condición humana, experiencia histórica y condición política.

[2] Cf. Vittorio Bufacchi, “Two Concepts of Violence”, p. 295.

3 Nicol Eduardo, El porvenir de la filosofía, véase “Meditaciones sobre la violencia”.

4. Nicol E., Ideas de vario linaje,p. 31.

5. Nancy Jean-Luc, Corpus, p. 43.

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