- Introducción
En su escrito de 1911 llamado Los tipos de concepción del mundo y su desarrollo en los sistemas metafísicos, Wilhelm Dilthey destacó de modo singular el estado de cuestionabilidad en el que se encontraba la filosofía en su pretensión sistemática de verdad —también conocida como metafísica— ante el creciente peso de la conciencia histórica. Decía Dilthey:
Entre las razones que alimentan de continuo el escepticismo es una de las más eficaces la anarquía de los sistemas filosóficos. Entre la conciencia histórica de la variedad infinita de los mismos y la pretensión de cada uno de ellos por la validez universal se da una contradicción que refuerza mejor que cualquier demostración sistemática del espíritu escéptico.[1]
Al parecer de Dilthey, ha sido la conciencia histórica la que ha asestado un golpe mortal a la pretensión de validez universal en los esfuerzos sistemáticos de la filosofía. El escepticismo, el relativismo cultural y epocal, son las condiciones en las que ha desembocado el pensamiento filosófico para finales del s. XIX e inicios del s. XX. Para ello, la conciencia histórica ha mostrado, mediante el análisis crítico de fuentes, que todas las ideas que pretendían sostener algo inmutable en la naturaleza del hombre no es más que una quimera. Aquella conciencia pone de relieve que todo despliegue de fuerzas espirituales humanas —sea en el ámbito del arte, la religión o la filosofía— está sujeto a un proceso de desarrollo condicionado por el contexto cultural y por una tradición compleja. Así, la pretendida validez universal de un sistema filosófico no sería tal en realidad; antes bien, se trataría de una validez relativa a la tradición y a la cultura. Los sistemas filosóficos responderían siempre a las demandas que imponen las necesidades históricas, las cuales están prefiguradas por el contexto histórico en el que se gestan. La validez de un sistema únicamente sería de corte topográfico y cronológico. A su modo, Dilthey intentó ir más allá del historicismo, y trató de extraer desde la vivencia del mundo las estructuras trascendentales que constituyen el mundo de la vida, y que hacen posible la comprensión de la vida y sus expresiones. Pero no es de esto de lo que queremos hablar aquí. Más bien queremos hacer énfasis en la situación que Dilthey señaló, y que ha perdurado a raíz del dominio del historicismo. Queremos ver, pues, si es posible aún conciliar la idea de un sistema de la filosofía y la conciencia histórica.
Aquella situación de anarquía sistemática al interior de la filosofía que señaló Dilthey hace poco más de un siglo no es algo ajeno al ambiente espiritual que respiramos. Más aún, parece que hemos asumido esa condición de verdad relativa, circunstanciada, particular, irrepetible, a la cual hemos terminado por denominar verdad histórica. Injustificadamente damos a esa forma de verdad un peso mayor. Hemos creído que por poner esas palabras una junto a la otra, el problema que ha planteado la conciencia histórico-crítica a la filosofía ha quedado resuelto.[2] Con ello, se afirma el perspectivismo, la pluralidad de interpretaciones. Ya no se investiga acerca del proceso unitario de la verdad, sino que nos atenemos a la unidad de ésta o aquella tradición o cultura; por todos lados vemos no más que diferencias. Una consecuencia en nuestro ámbito es que la singularidad de lo histórico sirve como otro criterio para la división del trabajo filosófico, en el que nos esforzamos por entender la circunstancia de tal o cual pensamiento, las condiciones en las que nace y a las que responde. En tal trabajo no dejamos de tropezar con el hecho de que la circunstancia en su singularidad nos impide una universalización de su verdad; sabemos lo que se pensó en tal o cual época, en tal o cuál región cultural, conocemos sus motivaciones y sus fines, pero al tener en mente los límites, al asumir rigurosamente el principio del historicismo, el puente que nos comunica bajo la idea de verdad sistemática parece venirse abajo. Queda entonces que toda formación de pensamiento en un presente goza de una originalidad absoluta, representa siempre un nuevo comienzo, aunque bien vistas las cosas, se trata de un comienzo que no daría inicio a nada, que se cancelaría ante la imposibilidad de su continuidad. Con todo esto en mente, cabe preguntarnos qué tipo de interacción sostenemos con horizontes históricos ajenos, si los miramos con simple curiosidad, o si hay algo en ellos que pueda aún interpelarnos.
Tenemos así que la conciencia histórica plantea la imposibilidad de la pretensión de verdad sistemática de la filosofía. Tal imposibilidad viene dada por los contenidos de verdad que surgen en una determinada época y lugar, los cuales gozan de una vigencia caduca y limitada, y a la postre se muestran como erróneos, esto es, como no susceptibles de ser puestos en otro contexto. La conciencia histórica afirma así una verdad mudable, la vigencia, lo actual, que por lo mismo no puede ofrecer suelo seguro para la edificación de un sistema. Un sistema filosófico cualquiera, al querer obtener una saber de la realidad en su conjunto, se ve socavado por la marcha de la historia que avanza a la par de los anhelos del hombre, los cuales dependen siempre de la necesidad de su época, de su región geográfica. Sin embargo, en este punto nos debemos preguntar si la verdad sistemática a la que aspira la filosofía es una que se encuentre en armonía con la marcha de los hechos a los que se atiene la conciencia histórica. Más aún, debemos interrogar si no es precisamente el modo como la filosofía se apropia de la historia lo que aporta gran parte del suelo o fundamento a partir del cual se sostiene en el ideal de un pensar sistemático, y la verdad correspondiente con éste. Aquí partimos de la evidencia de que cualquier proceso, si bien entraña al cambio, también sucede que es un proceso que sucede con continuidad y sentido. En esta dirección es cuestionable hablar de algo como la caducidad del conocimiento. Debemos investigar si la mutabilidad de los paradigmas invalida a la posibilidad del sistema; debemos aclarar si hay incompatibilidad efectiva entre la forma de verdad sistemática y la historia. Vistas las cosas así, nos proponemos mostrar qué es lo que propio de ese pensar sistemático de la filosofía, de su verdad, y cómo es que dicho pensar asume su historia de un singular modo.
II. La filosofía y la idea de sistema
El ideal de sistema en la filosofía no es algo que se haya dado de forma tardía, sino que forma parte del horizonte al que ella aspira. Las investigaciones cosmológicas de los primeros pensadores griegos se mueven ya, aunque quizás no de un modo expreso, en el marco de esa forma de pensamiento que es sistemática. ¿Por qué afirmamos esto? Al referirse a la realidad que experimentan como un cosmos u orden, presienten la posibilidad de desentrañar y exponer en el orden del discurso ese mundo al que contemplan. Para ejemplificar esto no tenemos que ir muy lejos, ni recurrimos a inventos. La proposición del llamado arché es la indicación de aquello que, al brotar de sí mismo, coordina a la totalidad de lo existente. La realidad de suyo es orden, y de modo más preciso, coordinación de una pluralidad ya existente; su intelección atenta sigue el sendero del sistema, esto es, el intento de proponer un conjunto de tesis que expongan la coordinación que se realiza no en el mundo, sino como el mundo mismo. No hay aquí la imposición de forma mental alguna a lo real, dado que el pensar es igualmente algo mundano, si bien con la singularidad de poder atender al conjunto de lo plural. De ahí la afirmación de Anaxágoras, que elNous es sin mezcla. El pensar sistemático es la correspondencia primaria que dio la filosofía ante el espectáculo del mundo, y no el producto de una violencia o encubrimiento de la razón humana que se haya dado en una época, bajo el empeño de dominio de lo real. Pero en este mismo sentido, marca la muerte de la filosofía la renuncia tácita o explicita al pensar sistemático. Así ya indicaba Heráclito en B 41: “Una sola cosa es lo sabio: conocer la Inteligencia que guía todas las cosas a través de todas las cosas.”[3]
Para el s. IV a.C., Aristóteles reiteraba a su modo en la Metafísica la afirmación de Heráclito, al investigar con el convencimiento de que la ciencia primera era sistemática. Al comienzo del libro Lambda o XII destaca lo siguiente: “En efecto, si el Universo es como un todo, la sustancia es su primera parte.”[4] Ese modo de reiterar del Estagirita hace énfasis en algo a partir de lo cual pueda ser pensado el mundo en conjunto; la ousía aquí es disposición de partida para el método del filosofar. El pensar sistemático de Aristóteles, antes de contraer compromisos metafísicos acerca de qué sea la sustancia, apunta a su función respecto de lo demás que solemos denominar ente. Se trata aquí de una referencia para el avance en el conocimiento. A la postre, como todos sabemos, Aristóteles afirmará de modo contundente que la ousia es principio no sólo del método o del conocer, sino también del ser; es lo que existe primordialmente. Para Aristóteles hay una plena unidad y comunidad entre los principios de la realidad y los principios del conocimiento, lo cual hace posible la plenitud de la actividad práctico-teorética del hombre. Pero lo significativo es que el orden de lo real marca el derrotero sistemático de la vida humana más digna y propia. En este punto, uno se podría preguntar por qué si Aristóteles vio esto, entonces no ha sido ese el único sistema de la filosofía. A favor de tal pregunta uno podría apelar justo a las condiciones históricas que regían en aquél entonces, pero que ya no son vigentes. Empero, Aristóteles no desconocía la pluralidad de intentos sistemáticos, sino que comprendía la situación formal del pensar. Al final del capítulo quinto del libro en De anima, el Estagirita hace notar que el hombre no es capaz de recordar esa forma de intelección suprema que le es propia.[5] El olvido, que es incapacidad de recuerdo, da lugar a que el movimiento sistemático del pensar tenga siempre que comenzar de nuevo, aunque nunca desde el mismo punto, ni nunca desde cero. Más adelante volveremos a esta esta condición del pensamiento filosófico.
Ahora bien, el pensar sistemático está siempre expuesto a un peligro singular, que es la fuente de descrédito: se trata de la unilateralidad del punto de partida, de la parcialidad de la evidencia que rige la construcción del sistema. Cuando se trata del problema de la verdad de la filosofía, que nace de su modo de despliegue, los criterios que sirven para valorar su verdad son tomados de una región específica del saber, y queda incuestionado si es posible traspasar sin más de una región a otra. La interrelación de pluralidad de conocimientos es meramente mentada, pero jamás esclarecida. Afirmar la interdisciplinariedad no ha sido más que eludir el problema. No deja de ser llamativo que, a lo largo de la lucha de los sistemas, rige una cierta idea de verdad, de la cual ignoramos si es apropiada en cada caso; sólo lo suponemos. ¿Vale más la verdad de la ciencia, que la verdad que brota de los ideales y anhelos? ¿Qué sucede con la verdad vital, propia de cada persona, frente a la verdad de validez universal? ¿Acaso no el pensar sistemático de la filosofía tiene como tarea aclarar el sentido de todo ser verdadero? Estas preguntas que se dan a causa de la unilateralidad del criterio en el círculo de problemas en torno a la verdad, se reproducen mutatis mutandi en la situación de la metafísica en general. Lo que se antepone siempre es una especie de reducción ilegítima de la multiplicidad. Hartmann destaca lo siguiente:
En general, cabe decir que predomina en la metafísica la tendencia a concebir las configuraciones complejas de una manera unilateral-monística desde arriba o desde abajo, por tanto, con categorías que no son las suyas propias y, en el mejor de los casos, pueden constituir sólo momentos parciales en ellas, pero no pueden alumbrar el modo propio del todo. Aquí incide el prejuicio aportado desde antiguo de que la explicación a partir de “un solo principio” es la mejor, de que la simplicidad es el sello de la verdad. Se teme todo tipo de multitud de principios; se huye ante el pluralismo ya en su forma más simple, el dualismo, más allá del cual la mayoría de las veces no se reflexiona en absoluto.[6]
Tenemos así que la filosofía sistemática es la correspondencia con el mundo, pero que en esa correspondencia tiene la tendencia a perderse en un solo principio para el todo: el cambio sobre el reposo, o a la inversa; la materia sobre el espíritu o la dirección contraria. Pero aquí debemos considerar que tendencia no quiere decir defecto. La tendencia unilateral representa ante todo la dificultad que siempre hay que confrontar y superar en el pensar sistemático. El sistema sólo tiene sentido donde, atendiendo a la forma del mundo, hay pluralidad desde el punto de partida y donde se le atiende como eso; ahí donde domina lo uno sobre lo múltiple, donde se le hace emanar a éste de aquél, ahí no hay sistema, ni tampoco lo pensado ahí es un mundo.
De este modo, el pensar sistemático de la filosofía, si ha de ser un pensar bien cimentado, no puede tener un único sostén, sino que ha de aferrarse al mundo en tantos puntos como le sea posible. Pero con esto queda recién indicada la primera tarea formal del pensar sistemático que es aún posible, a saber, la de poner a la vista los puntos de anclaje más generales e investigables del mundo. Las generalidades que aquí se enuncian no se agotan en el mero enunciar, sino que justo invitan a una intelección profunda de aquello que abarcan. Las determinaciones categoriales que se dan en cada una de las regiones de la realidad han de ser expuestas, y siempre se ha de tener en cuenta los límites dentro de los cuales rigen. Vistas las cosas así, el sistema que se persigue al filosofar es siempre una tarea, una meta. Y ahí donde hay una tarea se parte de problemas, los cuales se anuncian a partir de querer mirar en conjunto al mundo en su complejidad. Por ello, Hartmann opta por destacar lo problemático en el pensar sistemático. Desde esta perspectiva, la filosofía, dice Hartmann:
Sabe que se da una conexión total del mundo. Pero también sabe que no está, sin más, al descubierto; que los fenómenos no la reflejan de modo directo; que se tiene precisamente que buscarlo e investigarlo primero. Los sistemas constructivos ponían como fundamento un esquema anticipado del nexo del mundo. No lo investigaban, sino que creían conocerlo de antemano.[7]
Ahora bien, sucede que como dijimos antes, el pensar sistemático o problemático siempre comienza de nuevo, pero nunca lo hace desde el mismo punto. El pensar sistemático carga en todo caso con sus ensayos, aborda los problemas que han quedado irresueltos o negados por el constructivismo unilateral. Los intentos del pensar sistemático condicionan, pues, la situación a partir de la cual se realiza dicho pensar. En este punto es donde se pone en juego el sentido de la historicidad de este pensar.
III. La conciencia histórica y el pensar sistemático
Dijimos antes que la conciencia histórica en su intención científica tiene como propósito hacer explícita en buena medida la serie de condiciones en las cuales surge una determinada idea o sistema. De hecho, la conciencia histórica ayuda, en el mejor de sus esfuerzos, a traer a la vista la unilateralidad a la que ya nos hemos referido con Hartmann. Las necesidades de una época compelen a dar cierto énfasis en una región de lo real, y desde dicho énfasis pretenden extender las buenas intelecciones que se han ganado en esa región hacia otras esferas de lo existente. La conciencia histórica de la filosofía nos instruye acerca de la preeminencia de las categorías naturales en el pensamiento antiguo, así como también deja en claro que dicha preeminencia decayó en un determinado momento de la historia, para así dar énfasis a categorías de corte moral desde las cuales se leyó la estructura del mundo, como aconteció desde el helenismo hasta la antigüedad tardía. De igual modo, la conciencia histórica nos esclarece la unilateralidad del pensamiento sistemático moderno, ya sea en su vertiente racionalista o empirista. ¿Qué es lo instructivo de esta conciencia? La conciencia histórica nos enseña a asumir que todo pensamiento está situado; no crece en el aire, sino que se erige sobre toda una serie de supuestos, algunos de los cuales permanecen sin aclaración o acreditación alguna. Una mirada atenta a la historia nos allana el camino de lo investigable. La conciencia histórica es así el mejor remedio para las asunciones ilegítimas, para la unilateralidad en los puntos de partida del pensar sistemático.
Sin embargo, la conciencia histórica no está exenta del peligro de la unilateralidad, de la mirada reductora y simplificadora que se le achaca al pensar sistemático. La afirmación absoluta de la verdad histórica, de la verdad singular, condicionada por los hechos de un contexto, es un claro ejemplo de unilateralidad y de un nonsens. El cuestionamiento al sin sentido de esta postura es bien conocido: ¿puede una tesis que afirma la verdad relativa, singular, presentarse como una tesis universalmente válida? Efectivamente no; la tesis se invalida por su contenido contradictorio. Aunado a esto, la unilateralidad de la postura que implica la verdad histórica acarrea una mala intelección de la relación formal entre el sistema y sus presupuestos. Cuando de la evidencia de los presupuestos históricos de un sistema se saca la conclusión de que su verdad está limitada a las necesidades derivadas de aquellos, se asume de modo injustificado la creencia en la verdad histórica, que es verdad de lo singular e irrepetible; la conciencia histórica subsume así al pensar sistemático bajo el rótulo de un hecho. Con esta forma de mirar, la conciencia histórica cae en un doble error, derivado de confundir la verdad de los hechos de la historiografía con la verdad que persigue la filosofía sistemática: por un lado, no atiende al factum de que los presupuestos son algo necesario para la edificación del sistema, pues nunca se parte de una intuición acabada y definitiva; por otro lado, pierde de vista que la índole propia de los presupuestos que retornan a lo largo de los intentos sistemáticos, es la condición por la cual ella puede operar remontándose más allá de la construcción efectiva del sistema, hacia el suelo en el que arraiga, siendo esta la razón, quizás no la única, por la cual la conciencia histórica puede ser auténticamente instructiva.
Debemos tener presente —para una correcta intelección de lo que es la conciencia histórica en el filosofar— que los presupuestos históricos del pensar no son puntuales, únicos e irrepetibles como los hechos históricos, sino que son una constante a la que dicho pensar retorna toda vez que quiere aprender acerca de lo que se ha dicho en torno a algún problema vivo; los presupuestos históricos son cómo se incrusta el pasado del pensar y lo pensado en un presente.
Retorno no es repetición; se trata más bien de una pervivencia, pero no únicamente de un cierto estilo discursivo, sino ante todo de una situación que deja abierta la posibilidad de que la realidad se haga problema. Los presupuestos del pensar sistemático no son los hechos de un contexto específico, sino los presupuestos de la situación problemática mundana, constante e insuperable, del hombre. Los presupuestos del pensar sistemático muestran problemas resueltos siempre en parte, no circunstancias acontecidas. De este modo, lo histórico en el pensar sistemático tiene su singular forma de ser, que es la finitud y continuidad de los esfuerzos de todo pensar frente a los problemas fundamentales. Los hechos históricos, en todo caso, aquí no hacen más que destacar aquella situación mundana —problemática para el pensar— que es muy distinta de la factualidad de la historia. Señalar hacia esos presupuestos no invalida al pensar sistemático, sino que destaca su continuidad y sus límites; la conciencia histórica, cuando tiene presente su auténtica función, deja a la vista los problemas que aún hay que investigar. La historicidad del pensar sistemático no constructivo unilateralmente es algo que podemos denominar con Hartmann: pensar problemático.
Este pensar problemático no se da únicamente en virtud de las dificultades que la nuda realidad presenta al intelecto —si fuese así, entonces sucedería que siempre comenzaría el pensar desde cero— sino que de hecho esas dificultades portan los esfuerzos de los hombres que han tratado de resolverlos. Este portar los esfuerzos del pasado, el hecho de que éstos siempre sean algo significativo para los intentos de un presente y no una nadería, es lo que constituye el sentido propio de la historia de la filosofía. La transformación del pensar sistemático en pensar aporético —dada la correcta asunción de la función de la conciencia histórica— presenta, según Hartmann, la siguiente ventaja:
Su fuerte es la persistencia en la dificultad una vez conocida, el planteamiento despreocupado de las aporías sin coquetear con resultados previstos. Lo que por este camino es sacada a la luz contradice muchas veces la imagen concebida del mundo […] Y si el sistema cae históricamente, no cae él a la vez, sino que permanece en pie.[8]
Tenemos así que la situación histórica en la que crece la filosofía sistemática de talante aporético no es propiamente su tiempo, los hechos de la época que la circundan, sino el modo como ese tiempo enfrenta a los problemas que aquejan a los recurrentes problemas del filosofar. Los hechos de una época bien pueden complicar o simplificar los problemas de la filosofía, pero no pueden eliminarlos. Sólo para la conciencia histórica extraviada, afanada en la vanguardia, existe algo así como un abandono o superación de los problemas. Y es que de hecho tal conciencia, al atenerse a la irrecusable marcha de los hechos, no puede más que aspirar estar a la altura de las demandas de su tiempo, las cuales son precisamente eso, exigencias, pero no problemas. La conciencia histórica que sigue la marcha de los hechos no puede ni siquiera olvidar problemas, porque nunca se los ha planteado; su interés es la reconstrucción interpretativa del pasado para la comprensión del presente, que como bien sabemos es lábil en sus intereses y desestimaciones. Esto quiere decir que esa conciencia no está a la altura de la intención del pensar sistemático de la filosofía, dado que éste no aspira al presente, sino a la situación mundana como tal.
IV. El ser contemporáneo del pensar problemático. La historia de la filosofía como historia de la verdad
Las consideraciones anteriores, si es que nos han hecho sensibles ante la no oposición entre verdad e historia, nos permiten dar un paso más en la comprensión positiva del vínculo entre historia y verdad. Los presupuestos del intento de un pensar sistemático son los problemas y los empeños ya ensayados. Si prestamos atención a lo que aquí acontece, nos encontramos con algo sorprendente. Cuando de verdad atendemos un problema, un callejón sin salida, es porque encontramos que se da algo que es inaprehensible cabalmente. Toda tesis resolutoria se muestra a la postre, no como errónea, sino como insuficiente, más aún, como limitada. Hay que aceptar lo escorzado de toda perspectiva, lo incapaz de todo intento. La movilidad de lo real así lo exige al filosofar. Pero dichas así las cosas, pareciera que lo que hacemos es un encogernos de hombros. Todo lo contrario. Mirada positivamente, la limitación, el acceso escorzado, el alcance no definitivo pueden apuntar a lo inaprehensible sólo porque han hecho camino en lo que sí se deja aprehender de la realidad. Eso inaprehensible no es la postulación de una realidad más allá, sino la situación sapiente del hombre en tanto que ha investigado y progresado en el camino del saber del mundo. Por ello, eso no plenamente cognoscible lo denomina Hartmann irracional, cuyo sentido es aquí aquello de lo cual no se puede dar con su ratio essendi. No es que la realidad carezca de fundamento, sino que es inaccesible plenamente.
Así, los esfuerzos ya hechos del pensar sistemático son instructivos en todo caso, si de verdad queremos aprender a partir de un modo como ha sido dominado un problema, si de ahí esperamos un saber para lo que nos hace frente como no dominado. El pensar acontecido pasa aquí de ser un hecho del pasado, a ser una mirada viva que deja ver destellos cognoscibles de la realidad aporética. La actitud con la que apropiamos los esfuerzos ajenos, no simplemente pasados, desemboca en apropiar esos esfuerzos como vías efectivas en las que lo vinculante es un problema que nos aqueja. Aquí acontece que los esfuerzos del presente traen a presencia los del pasado, comparten con ellos el tiempo de la búsqueda de la verdad. Seguir y aprender de cómo se han enfrentados los problemas del mundo anteriormente es el hacerse contemporáneo, condición sin la cual no se realiza la historicidad del filosofar. El ser contemporáneo del filosofar no es algo que nazca por el simple hecho de compartir un nexo en el presente, sino que se da en virtud de que, decididamente, persistimos en un problema, de que lo sentimos como aún investigable.
Pero si esta actitud de aprendizaje es tal, encontramos algo que no es menor: ya no consideramos a los intentos sistemáticos del filosofar como insuficientes o parciales, sino en lo que de verdad poseen. Aquí resalta algo admirable: la verdad no es opuesta a lo erróneo, sino que éste es el desvío que se da de aquella, y posee su sentido precisamente como desviación de lo verdadero. Como desvío, es posible remontarse en él y ver dónde y cómo acontece. Pero visto así el asunto, aprendemos del error tanto como de la verdad. Los errores del pensar sistemáticos son aceptados de un modo distinto al darse el hacerse contemporáneo, al asumir la pervivencia del problema. Ya no se les toma como lo desechable, como lo que no aporta a la verdad, sino que se vuelven en lo digno de examinación, si es que de verdad queremos comprender las carencias, los límites. Sólo en tal comprensión es donde puede proyectarse de un modo riguroso un intento de avance en el dominio del problema. Una correcta intelección del sentido de la historia de la filosofía no puede darse hasta que no se aclare en sus últimas consecuencias cómo es que la verdad y el error son algo instructivo, cómo es que ambos constituyen el camino del filosofar sistemático que es aún posible.
Fotografía de Cody Roco
Bibliografía
- Aristóteles, De anima. Trad. Tomás Calvo. Madrid, Gredos, 1978.
- Aristóteles. Metafísica. Trad. Valentín García Yebra. Madrid, Gredos, 1998.
- Dilthey, Wilhelm. Teoría de la concepción del mundo. Trad. Eugenio Ímaz. FCE, México, 1945.
- Hartmann, Nicolai. Autoexposición sistemática. Trad. Bernabé Navarro. Madrid, Técnos, 1989.
- ———————-. El problema del ser espiritual. Investigaciones para la fundamentación de la filosofía de la historia y de las ciencias del espíritu. Trad. Mateo Dalmasso y Miguel Ángel Mailluquet. Buenos Aires, Leviatán, 2007.
- Los filósofos presocráticos. Trad. Conrado Eggers y Victoria Julia. Madrid, Gredos, 1978.
Notas
[1] Wilhelm Dilthey. Teoría de la concepción del mundo. Trad. Eugenio Ímaz. FCE, México, 1945, p. 109.
[2] Dice Hartmann que hay dos tipos de conciencia histórica: una natural o ingenua, y otra científica. “Aquella se distingue de ésta sobre todo precisamente porque de manera directa ve su condicionamiento y no reniega de él, ni lo considera superado, como lo hace la conciencia científica. Su “contingencia” y despreocupación, que constituyen una disposición histórica acientífica, son, por tal motivo, su fortaleza. Está todavía enteramente atrapada por todo lo que del pasado se incrusta en su presente; frente a esto no tiene distancia alguna. En cambio la conciencia científica de la historia comienza por tomar distancia de todo esto; sólo que no alcanza a liberarse de su estar atrapada. Y evidentemente esta situación es constante y necesaria en todo progreso.” (Nicolai Hartmann. El problema del ser espiritual. Investigaciones para la fundamentación de la filosofía de la historia y de las ciencias del espíritu. Trad. Mateo Dalmasso y Miguel Ángel Mailluquet. Buenos Aires, Leviatán, 2007, p. 83). La conciencia histórica a la que nos referiremos en este trabajo es evidentemente la conciencia histórica científica, en la medida en que es ella la que asume al pasado como algo de lo que hay que tomar distancia, para ya no asumirlo simplemente, sino para intentar comprenderlo en su peso condicionante para el presente.
[3] Los filósofos presocráticos. Trad. Conrado Eggers y Victoria Julia. Madrid, Gredos, 1978, p. 385.
[4] Aristóteles. Metafísica. Trad. Valentín García Yebra. Madrid, Gredos, 1998, 1069a 19-20.
[5] Cfr. Aristóteles. De anima. Trad. Tomás Calvo. Madrid, Gredos, 1978, 430a 23-25.
[6] Nicolai Hartman. Op. cit. p. 63.
[7] Nicolai Hartmann. Autoexposición sistemática. Trad. Bernabé Navarro. Madrid, Técnos, 1989, p. 5.
[8] Ibid. p. 6.
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