La amistad es la ciencia de los hombres libres. (Siempre nos quedará Albert Camus).

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La amistad es la ciencia de los hombres libres. (Siempre nos quedará Albert Camus).

A Jesús Turiso, colega y amigo.

Albert Camus no solo tenía en su escritorio una foto de Nietzsche; sino que lo utilizaba, El mito de Sísifo, El hombre rebelde, El verano, etc., en sus obras. Aunque nunca se quiso existencialista, su pensamiento está muy cercano a Nietzsche. No, desde luego, al existencialismo alemán de Heidegger, a quien sí cita; sino a ese existencialismo del Sur, o del mediodía, o del Mediterráneo para el que la pasión por la existencia, es decir, por la grandeza de los hombres y la naturaleza, el mar, por ejemplo siempre recién creado, no está reñido ni con la inteligencia, ni con la justicia, ni con la piedad.

Las Crónicas (1944-1948) del volumen 2 de sus Obras (Obras, 2. Edición de José María Guelbenzu. Madrid. Alianza, ¿?) están dedicadas a René Char y tienen como frontispicio estas palabras del Nietzsche de Humano, demasiado humano, II: “Es preferible morir a odiar y temer: es preferible morir dos veces a hacerse odiar y temer: ésta deberá ser, algún día, la suprema máxima de toda sociedad organizada políticamente”. Definitivamente a Nietzsche y todas sus contradicciones todavía lo tenemos delante y quedan muchos temas que trabajar para ir acercándonos a un Spinoza-Nietzsche capaces de volver del revés el paradigma de inmunización que llevó a cabo la tanatopolítica nazi.

Fue el propio Camus quien hizo la selección de los editoriales de la revista de la Resistencia francesa contra la ocupación alemana cuyo nombre es Combat. Como su subtítulo dice era el “Órgano del Movimiento de Liberación Nacional” y su primera letra, C, estaba atravesada, enmarcada, por una cruz. Estas Crónicas están divididas en las siguientes partes: 1°) La liberación de París; 2°) Periodismo crítico; 3°) Moral y política; 4°) La carne y 5°) Pesimismo y tiranía.

¿Qué quiere decir Crónicas?: un “balance” que va desde 1946 a 1948. Nuestro estudio es parcial; me sumergo a bucear sólo en los editoriales que se publicaron hasta el año del fin de la guerra, 1945. Es, entonces, la experiencia vivida por un hombre, Camus, que se quiere testigo y creador -como veremos, de su época. Era algo que tenía que hacer a toda costa: “era mi deber” y “mi decisión” (p. 619). Pero Albert Camus no sería quien es si, al mismo tiempo, su honradez intelectual le obligara a escribir que en esa “selección” va lo bueno y lo malo, que no oculta aquellos posicionamientos con los que ahora ya no está de acuerdo. Huyó de Sartre y de la extrema izquierda porque los avatares de la guerra y, sobre todo, los de la ocupación alemana y la ayuda de los norteamericanos sirvió para separar, aún más de lo que estaban, a los intelectuales franceses. Baste un botón de muestra: a los pocos meses de la liberación de París los norteamericanos, según no pocos intelectuales de izquierda, ya estaban de más en territorio francés… También Camus criticó a los norteamericanos pero por razones tan diferentes a las que proporcionaban Sartre-Beauvoir que, al leerlas ahora que estamos ideológicamente con un lavado de cerebro “antiyankee” coordinado por la izquierda y el fundamentalismo islámico, nos llena el corazón de gozo y esperanza.

Estas crónicas son un saldo que Albert Camus nos invita a hacer. Él mismo no escribe sobre las crónicas; esta tarea nos la dejó a nosotros. Pero sí dijo, qué duda cabe, algo importante en su Prólogo: a) algunas ilusiones importantes se han perdido y b) se han fortalecido algunas convicciones que ya antes de la guerra eran profundas pero, ahora, se han hecho más profundas aún. Albert Camus habla de experiencia vivida; pero no como algo exclusivo de una persona, sino en el reconocimiento testimonial de que escribía por boca de muchos franceses y europeos aplastados por el nazismo y, atención, la filosofía que había invadido a Alemania hasta volverlos locos de poder y de odio hacia los demás, contra los otros.

Quiere dar con sus escritos en Combat el testimonio de la “verdad”, y por esta razón tan filosófica entiendo, me atrevo a explicar, que la intencionalidad del autor francés y argelino no sólo es la liberación de Francia en manos de los nazis, sino algo más profunda y de la que depende la libertad de París: la liberación de Europa, del espíritu europeo, de ese espíritu no espíritu pesimista que desde la izquierda le estaba, indirectamente, dando la razón a la filosofía del III Reich: “esta cultura [la europea], ahogada entre dos imperios gigantescos, había muerto” (Prólogo, p. 620). Camus criticaba la acción de un “escritor con talento” al que se le había invitado a dar una conferencia sobre la cultura europea y se había negado por la razón expuesta entre comillas. También Heidegger en su famoso texto Introducción a la Metafísica (1935 y 1953) nos dijo pero de forma “metafísica” que Europa estaba en medio de una gran tenaza: la URR y los EEUU y, de ahí, que la salvación de Europa y de Occidente sólo pudiera venir de las fuerzas de centro Europa: Germania. Este sencillo dato puede contestar a la pregunta ¿por qué Heidegger pasa como si fuera un intelectual de izquierda francés?…

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Albert Camus en su Prólogo hecho después de la Guerra declara no estar de acuerdo con el escritor de talentoso porque, efectivamente, al pronunciarse en esos términos sobre la cultura de Europa resulta que sí está muerta -al menos, matizaba con fina ironía: “Es verdad, sin duda, que una parte al menos de esa cultura murió el día que ese escritor concibió ese pensamiento” (p. 620). Hay quien tira la toalla como Sarte; y hay quien, como Heidegger, destruye la filosofía que, según él mismo, ha llegado a su final. El diagnóstico hubiera sido el mismo para ambos autores con talento: les falta espíritu. El pesimismo suele llevarse bien con la tiranía. Por esta razón la “respuesta” al pesimismo proviene de la estructura interna de El mito de Sísifo (1942): el análisis espiritual de la “verdad desesperanzada” que no proviene de la inercia; ni brota de una obstinada adversidad; pero tampoco del agotamiento de toda lucha que es y será desigual. No, este pesimismo ante el agotamiento o cansancio de Europa (o de Occidente) “proviene de que no sabemos ya nuestras razones para luchar o, precisamente, si debemos luchar” (p. 620). De ahí que nos diga, por último, que esta selección de editoriales enseña el espíritu de una tarea infinita. A) “la lucha es difícil” y B) “las razones para luchar, al menos, siguen siendo claras”.

Antes de entrar en materia filosófica quisiéramos decir algo sobre la amistad-enemistad entre Sartre y Camus. Hay, al menos, seis razones (las cinco últimas las aportó Simone de Beauvoir unos veinte años después de esta “batalla campal” entre los dos intelectuales franceses y las recojo de Florence Estrade: El legado de Albert Camus. Barcelona. Océano, 2002, pp. 166 ss.). 1ª) filosófica: la Obra de Camus tiende al más difícil todavía en el sentido de poner en escena o en un ensayo (como el propio Sartre) la perpleja absurdidad de la vida que acaba con el punto y final que nos da la muerte.

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Esta condición humana absurda tiene dos ejemplos cruciales: el Terror irracional de los nazis y el Terror racional de los comunistas bolcheviques. Hitler y Stalin son los campeones en el siglo XX del Horror. El hombre no se rebela contra esta o aquella circunstancia histórica; sino que se rebela, le pide cuentas, a la Historia. Como el ángel de la Historia de Walter Benjamin pintado por Klee que, para no ver esta suma sin fin de desastres, oculta su rostro entre sus alas momentos antes de reanudar su vuelo con el Progreso, esa autopista repleta de cadáveres. Y, sin embargo, la teoría de la acción humana que nos propone Camus es la rebelión en una pelea desigual como la que tiene Sísifo con su Roca. El existencialismo de Camus tiende a lo trascendental que hay en el acto de rebelarse. De modo que, pensamos, lo que diferencia a Sartre de Camus es la proximidad y adhesión filosófica de este último al “Pienso, luego existo” que transforma en un plural impensable para Sartre y los comunistas: “Me rebelo; luego existimos”. Impensable para el comunismo porque no se trata de un colectivismo sino de la humanidad pluralmente contradictoria. Todo parece estar mal pero Camus, como Descartes en el Discurso del método, nos propone competir con los dioses en felicidad. En fin, el acto de rebelarse conlleva la impronta cartesiana de la duda y, sobre todo, y como nos solía decir el profesor Domingo Blanco de forma intempestiva cuando creíamos que la salvación venía de la URSS, “echar luz sobre un problema no es lo mismo que hacer bloque”. 2ª) política: en 1952 Sartre se afilió al Partico Comunista cuando Stalin y el PCUS llevaban a cabo su particular hazaña terrorífica. Esto vino a liquidar la amistad entre ambos intelectuales. Las relaciones se quedaron sin suelo de ideas comunes. Para Sartre, Sísifo era sólo un burgués. 3ª) histórica: Camus sí participó de forma directa en la Resistencia contra los alemanes, Sartre no. Esta experiencia nos obliga a volver a la fuente filosófica del conflicto que está latente en las Crónicas y que en algo podemos adelantar. La auténtica rebelión del hombre no es contra la muerte, sino contra el odio. 4ª) Entre novelistas, intelectuales centauros capaces de navegar, como Ulyses, en muchos estilos o mares la causa de la enemistad realmente no podía provenir de una contradicción lógica, sino de una raíz mucho más profunda que Florence Estrade denomina como una oposición proveniente de un “instinto básico”. Y es que a Camus las mujeres, y qué mujeres, lo amaban; mientras que al otro escritor le costaba mucho trabajo, es más, nada de éxito tenía con las mujeres. Tal vez se pueda perdonar que Camus tuviera el mismo éxito como “autor” que Sartre; pero a Jean-Paul le “irritaba” ese otro éxito por lo que no sólo era Camus un burgués sino, además, un seductor. “La envidia fue devastadora” (Florence Estrade: oc., p. 169).

Pero uno quisiera pensar, son figuraciones mías, que en el cielo de los fumadores Sartre y Camus seguirán discutiendo aunque de otro modo por lo que hemos aludido anteriormente: después de todo, le dio la razón respecto de los crímenes masivos llevados a cabo por el comunismo de los bolcheviques. Eso sí, Sartre con su pipa, Camus con sus Liberté.

1°) La liberación de París

Otra vez a las barricadas. Otra vez “hay que comprar la justicia con sangre de los hombres” (p. 623). Es repetitivo. No es meramente circunstancial sino, como en el caso de Sísifo, pertenece a la “terrible condición” del hombre. Es lo que Camus denominó en su propio título de Combat del 24 de agosto de 1944 así: “La sangre de la libertad”. Y es que, aunque digan lo que digan los idealistas sin freno, la libertad hay que pagarla. Al menos en este mundo. ¿Qué si vale la pena? Por supuesto; aunque, escribe nuestro escritor, “algunos” vayan diciendo por ahí que no vale la pena y prefieren la tranquilidad

y la domesticación ante una Alemania que creyó, equivocadamente, que la guerra en Francia sería algo muy fácil. Contra esta actitud resignada e, indirecta o directamente, colaboracionista con los nazis Camus propone un lema moral: “amar en silencio a su país y despreciar a sus jefes”. Y es que el País que se pone en armas no lucha por el poder sino por la justicia, por la moral. No es el momento de la auto conmiseración; sino el del valor de “pronunciar palabras de esperanza, de una terrible esperanza de hombres a solas con su destino” (p. 624).

Ideas claras y distintas. El 25 de agosto de 1944 escribe que “Esta noche bien vale un mundo” porque es “La noche de la verdad”, de “la verdad en armas” y “la verdad de la fuerza”. Albert Camus repite en sus editoriales que desde hace “cuatro años”, 1938, no pocos hombres se rebelaron en medio de los escombros y la desesperanza para decidirse en la acción: “nada estaba perdido”. Pero para ello se tenía que tener muy clara la diferencia entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal; esta claridad es el fundamento de nuestra acción, de esa condición de claridad con la que se paga la libertad con “el peso de la sangre” (p. 625-6). Paradójicamente la grandeza del hombre no está en su condición; sino en ser más fuerte que su condición.

Hay un tiempo para el desprecio. Se refería a los 34 franceses torturados y asesinados por los nazis en Vincennes. ¿Qué es “Vincennes”? Hay que echar mano de la imaginación descriptiva fenomenológica. “Dos hombres frente a frente; uno se dispone a arrancarle las uñas al otro, que lo mira” (p. 627). Lo publica el 30 de agosto de 1944. Pero para poder imaginar la escena hay que retrotraerse al año de 1933: el tiempo del desprecio. Camus expresa que desde hace 10 años se conocía <>: que “hombres desnudos y desarmados habían sido pacientemente mutilados por hombres cuyo rostro era como el nuestro” (p. 627). Camus se pregunta ¿cómo es posible esto?… Sí, fue posible y esto hace aparecer algo nuevo bajo el sol: que el triunfo de las armas de las fuerzas del bien contra las de las fuerzas del mal no puede borrar lo insólito a lo que ha llegado el hombre. Estamos ante un antecedente claro de la tesis de Hannah Arendt (que decía de Albert Camus ser el mejor hombre de Francia) respecto del problema del mal y su justificación. En el caso de Eichmann, de tratarse de hombres banales. La victoria de las armas de las fuerzas del bien no puede impedir que intentemos llegar hasta el fondo de esta reflexión crítica acerca de la esencia de los asesinatos llevados a cabo por lo nazis. Camaradas despedazados, miembros destrozados y rostros, ojos, aplastados a taconazos. Así de bien escribe Camus. Y ¿quién es el que lleva a cabo esto?, se oye por encima de la victoria. Y contesta adelantándose a Hannah Arendt: “Y los que han hecho esto, eran capaces de ceder su asiento en el metro, así como Himmler, que hizo de la tortura una ciencia y un oficio, entraba, sin embargo, en su casa, de noche, por la puerta trasera para no despertar a su canario favorito” (p. 627).

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No creo que Albert Camus estuviera de acuerdo con Hannah Arendt respecto de la realidad del mal de las fuerzas del mal. No puede ser un acto banal “tratar de matar el espíritu, y de humillar a las almas”. Los nazis sí querían experimentar con la fuerza que produce el dolor espiritual y físico cuando la tortura va encaminada a “matar su espíritu para que el ejemplo de un justo que renuncia a la dignidad del hombre desaliente a todos los justos y a la justicia misma” (p. 627). Albert Camus no sólo se adelantó a Hannah Arendt sino a Primo Levi cuando éste describe <> en su libro Si esto es un hombre. El escritor francés está denunciando, además, que esto se sabía desde 1933 y su juicio no admite paños calientes: ”Desde hace diez años, un pueblo se ha dedicado a esta destrucción de las almas” porque “Estaba lo bastante seguro de su fuerza como para creer que el alma sería, en lo sucesivo, el único obstáculo, y que había que ocuparse de ella” (p. 628). Esta destrucción del alma, añadimos por nuestra parte, no es ajena al proyecto metapolítico de Ser y tiempo de 1927 consistente en la “destrucción” de la subjetividad: el yo, el espíritu, el sujeto, la razón, tal y como hemos visto en la Primera Parte. Se trabajaba por una Europa y un Occidente sin alma y la fuerza con la que se llega a la destrucción de la dignidad del hombre era la fuerza de la sangre aria.

Estas torturas, los campos de la muerte, eran los campos de la muerte del alma. Lo consiguieron muchas veces. El objetivo, la meta, no era el simple matar sino lo que precedía a la muerte y que Camus explica magníficamente: “[los nazis] buscaron el alma a través de las heridas del cuerpo y la volvieron salvaje y demente y, a veces, traidora y mentirosa” (p. 628).

Ante esto, ¿podemos hablar de perdón? El espíritu no ha tenido más remedio que comprender “que sólo podía vencer a la espada con la espada”. Pero no se trata de un canto a la guerra sino de que habiendo el espíritu tomado las armas contra las fuerzas del mal no es tan fácil, ni justo, pedierle en la victoria que “olvide”. No es, sin embargo, “odio” lo que aquí se propuso como respuesta del espíritu, pero sí “la justicia misma basada en la memoria”. En este filo el escritor francés entabla, comienza a entablar, un diálogo crítico con el cristianismo y sus camaradas cristianos. Porque, por un lado, tenemos que el perdonar es “la más eterna y sagrada justicia. Perdonar, ¿en nombre de qué?: en nombre de los que “no han hablado”, lo que conlleva “la paz superior de un corazón que jamás traicionó”. Sin embargo, también es de justicia castigar en nombre de lo más valioso que muchos hombres perdieron al transformarlos la tortura en cobardes. Se debe castigar “terriblemente” no en nombre del odio; sino de la degradación, destrucción, del alma.

Ya podemos decir, respecto de este pensamiento y filosofía y literatura “existencial” (aunque a Albert Camus este calificativo lo incomodara) dos cosas. Una que la vida, nuestra existencia absurda, no obstante tiene sentido espiritual y trascendente a la propia concidción del hombre. Dos que la liberación de París apunta, como veremos, a una liberación mucho más profunda: la liberación del odio introyectado en las almas por los nazis.

2°) Periodismo crítico

El 31 de agosto de 1944 aparece “Crítica de la nueva prensa” en donde se alberga una secreta esperanza: darle a Francia la prensa que realmente se merece a la luz de los hombres que han muerto y están corriendo riesgos por unas nobles ideas. Critica sin perdón “El afán de dinero y la indiferencia por las cosas nobles” que habían dado a Francia “una prensa que, con raras excepciones, no tenía otro propósito que acrecentar el poder de algunos, ni otro efecto que envilecer la moral de todos” (p. 631). La prensa que aún tenía que llegar, pensaba Camus, tenía la obligación de poner al público a la altura de los más nobles sentimientos. ¿Por qué? Pues porque nuestro país vale lo que vale nuestra prensa. Da qué pensar. Pero para ello era necesario que el periodista elevara su lenguaje. Camus también criticaba a la “prensa libre”, a pesar del innegable entusiasmo que dan los periodistas de la Resistencia; pero aún quedaba un largo camino para restaurar la verdad en la prensa que no es otra que el rescate de la responsabilidad del propio peridiotista ante el público. Y comenta: “En esas jornadas el cuerpo trabajó tanto que el espíritu perdió parte de su vigilancia”. Se refiere al tremendo esfuerzo llevado a cabo desde la clandestinidad. Pues no se trataba de oponerse a la prensa de la ocupación y a la prensa colaboracionista en su mismo terreno cargado de innobleza y cobardía; esto era sólo un calco en “simetría inversa”. Por esta razón se necesitaba de la reinvención de la prensa francesa, que el cuerpo del periodismo se espiritualizara, acción moral y política que traería, a su vez, el “volver a dar a un país su voz más íntima” (p.633). ¿De qué “voz” estaba hablando? No la voz del “odio” sino la de la “energía”. No la voz de la “retórica” sino la de la “altiva objetividad”. No la voz de la “mediocridad” sino la de la “humanidad” (p. 634). Como veremos más adelante Albert Camus exige que la elite francesa haga su deber.

De ahí que el periodismo sólo pueda ser “crítico” en su sentido ilustrado (8 de septiembre de 1944). “Es preciso que nos ocupemos también del periodismo de ideas”. Sólo así se mejora la “información”. La información que con tanta rapidez nos llega “no puede prescindir de un comentario crítico”. Esta debería ser la tendencia ilustrada de toda la prensa. ¿Cómo?: enfrentando las noticias que se “contradicen” y “logrando así que una cuestione a la otra”. En definitiva, se debería ser crítico con las agencias informativas desde el principio moral y político de lo que Camus denominó como “garantías de veracidad”. Y el beneficio sería para toda la sociedad libre ya que, a la postre, al elevar el listón de la veraciidad se elevaría, también, la alerta del sentido crítico del público. Nada de esto implica que no podamos tomar partido: “el amor por la verdad no impide tomar partido (…) el uno no se entiende sin el otro”. Pero sin perder “el tono” ya que de lo contrario todo tiende a una devaluación de la ilustración y del periodismo crítico por mor de la desvalorización total a la que se puede llegar. Y ponía algunos ejemplos. La tremenda rapidez con la que los “ejércitos aliados” nos encaminan hacia la victoria inminente y la paz, estas mismas palabras, “victoria” y “paz”, pueden caer presa de los tópicos nacionalistas. Es más, hasta la palabra “patria” puede, emborrachada de victoria, tornar a la fraseología patriótica que en otra época ocasionaba la irritación de tantos franceses (p. 635). ¿Qué hacer? Hay necesidad “de un nuevo ordenamiento de palabras” (p. 635).

Es necesaria, por otra parte, la “autocrítica” (22 de noviembre de 1944). El periodismo crítico tiene “ciertos peligros” consistentes en adoptar de forma sistemática los papeles de “juez”, “maestro de escuela” o de “profesor de moral” (p. 636). Estos peligros del periodismo pueden llevar a la “jactancia” y a la “tontería” porque, asumidos de tal forma esos papeles, siempre estaremos a un paso de olvidarnos del esfuerzo reflexivo y crítico que tampoco es una posición filosófica asegurada de una vez por todas. Nunca estaremos seguros, afirmaba, de haber escapado de esos peligros; nunca estaremos seguros “de dar a entender que creemos tener el privilegio de la clarividencia y superioridad de los que no se equivocan jamás”. Contra esta situación siempre tendríamos la “ironía”; sólo que, explica, no se está en tiempos de ironía sino en tiempos de “indignación” (p. 637). Camus se estaba refiriendo a una noticia que se había dado: la entrada de Marlene Dietrich en Metz al día siguiente de su liberación. ¿Qué le molesta a Camus de esta información? Que se anteponga “en tiempos de guerra los caprichos de una estrella” al “dolor de los pueblos”. Fijémonos en que habla del dolor de los pueblos (p. 637). Si estoy entendiendo bien, es una crítica causada por la sensibilidad moral ante el hecho de que una famosa actriz alemana disuelva con sus fotos en Metz lo que para ambos pueblos ha costado la victoria y la derrota, “la sangre de los ejércitos o el esfuerzo encarnizado de una nación para encontrar su verdad” (p. 637). Por esta razón el periodista ha contraído a través de esta profesión “el esfuerzo de crítica” que en determinados momentos debe imponerse a la ironía.

3°) Moral y política

La relación de Camus con el cristianismo es apasionante. El 8 de septiembre de 1944 nuestro escritor hace una especie de reseña del discurso que acababa de dar el Papa. Pero no se refiere al discurso en sí mismo del Papa, del cual se tendrían que hacer muchas observaciones, sino a un artículo sobre el discurso aparecido en Le Figaro. Lo que el recreador de el mito de Sísifo rescata es la relación que se da entre el cristianismo y el problema de Europa que el autor del artículo, d´Ormesson, señaló así: “Se trata -dice- de armonizar la libertad del individuo, que es más necesaria, más sagrada que nunca, con la organización colectiva de la sociedad, que las condiciones de la vida moderna hacen inevitables” (p. 641). Camus propuso una fórmula más breve cuya inspiración es lírica: “para todos nosotros, se trata de conciliar justicia y libertad”. Habíamos dicho anteriormente que la relación de Albert Camus con el cristianismo era “apasionada” porque la percepción lírica que se tiene de esta “conciliación” entraña una “contradicción” que le es inherente. ¿Cómo hacer que la vida sea libre para cada uno de nosotros en su singularidad al mismo tiempo que justa para todos? El problema político de Europa se torna, pues, en la mirada lírica del escritor, en eses equilibrio siempre inestable entre justicia y libertad; unos países han dado más prioridad a la libertad y otros, a la inversa, a la justicia. De ahí que la liberación de París no sea una liberación como otras sino la revelación de este problema política de raíces filosóficas y que tiene que ver con el problema del mal. Desde este horizonte de problemas, la liberación de París hace recaer sobre Francia su enfrentamiento con este problema de la existencia, de la vida, hasta el punto de escribir que “Francia tiene un papel que desempeñar en la búsqueda de un equilibrio [entre justicia y libertad] superior”.

Se trata de un problema insoluble tal y como la verdad de la Historia nos lo ha hecho ver una y otra vez; hasta tal punto, y de ahí el existencialismo de El mito de Sísifo y de El hombre rebelde, que se afirma claramente haber entre “justicia” y “libertad” un “principio de contradicción” (p. 642). Ante esta Roca cabe que nos espantemos; todo lo contrario al análisis de Camus que lo acepta en su necesidad íntima porque la vida no se puede simplificar. A) la libertad para cada uno de nosotros también es la libertad parta el banquero o el ambicioso, ejemplos de Camus, que deja las puertas abiertas para la “injusticia restablecida”. B) Mientras que “la justicia para todos” implica “la sumisión de la personalidad al bien colectivo”. Obviamente Camus se está refiriendo a las ideas comunistas de justicia y libertad cuyo efecto es la colectivización de las almas tal y como la de las papas o el carbón.

El cristianismo, al parecer del articulista de Le Figaro, habría salvado el principio de contradicción porque en su “esencia” es una doctrina “injusta”. A) Por un lado se basa en el sacrificio de inocentes de forma consciente. B) Pero, por otro lado, la “justicia “nunca se daría sin “rebelión”. Entre las dos caras de esta moneda Camus introduce líricamente este paréntesis: “(y esto constituye su paradójica grandeza)” (p. 642). Es una paradoja, Sísifo y su Roca en contradicción interminable como constitución de la vida misma, porque la contradicción cristiana es real; pero su “grandeza” consiste en no renunciar a lo imposible necesario que reactiva, una y otra vez, nuestro “esfuerzo (…) por algo aparentemente inalcanzable”. Ahora bien, a nuestro entender, este esfuerzo no deja de ser una acción filosófica, clara y evidente, porque el fundamento del esfuerzo, el no renunciar al envite, se constituye filosóficamente a la luz de la prudencia. “No, no hay que renunciar, sino limitarse a medir la inmensa dificultad y hacérsela ver a quienes, de buena voluntad, quieren simplificarlo todo” (p. 642). En tiempos de penurias, en tiempos de violencia, es el esfuerzo que vale la pena ser vivido y luchado. Este “contra” la Roca, este “contra” nuestra condición tan “desesperante”, es, miren lo que escribe Camus, “la dura y maravillosa tarea de este siglo” consistente en “edificar la justicia en el más injusto de los mundos, y salvar la libertad de esas almas destinadas a la servidumbre desde su comienzo”. ¿Y si fracasamos?: pues, al menos, lo habremos intentado. Hay que esforzarnos en la medida, una y otra vez, del alma en su singularidad o individualidad “cada vez que solucionemos lo social” y viceversa.

La fe del cristianismo, el amor al prójimo, salvaría esta contradicción entre justicia y libertad. Pero para Camus esta oposición real entre la una y la otra puede ser salvada también sin vivir en la fe. ¿Cómo?: 1°) por la sola preocupación de la verdad; 2°) por el olvido de la propia persona y 3°) por el amor a la grandeza humana (p. 643).

¿Y no es verdad que, a pesar del esfuerzo de Camus por abrir una existencia que se esfuerza sin fe, en la pura fe existencialista de la grandeza humana, a pesar de todo existen vasos comunicantes entre este cristianismo y el pensamiento de Albert Camus?

Por otra parte, su relación con el comunismo tenía durante estos meses de camaradería ante un mismo enemigo, el nazismo o las fuerzas del mal, algún punto en común. Del congreso de Combat celebrado en marzo de 1944 retomaba esta premisa: “El anticomunismo es el comienzo de la dictadura”. Pero retomaba este principio para clarificar las diferencias con “nuestros camaradas comunistas”. Se trata de un principio llevado a cabo después de una larga reflexión. “Eso no significa que seamos comunistas”. Y, de ahí, que se tenga que aclarar este “malentendido” (p. 643). También, decía, nuestros camaradas cristianos han aceptado tal principio; pero tampoco son comunistas. Se trataba de una “unidad de acción” contra el nazismo, contra el ejército invasor. ¿Qué se rechaza?: el anticomunismo político, el querer dejar fuera de la política al partido comunista aunque se tengan diferencias con ellos. Esto nos aclara que Combat no sólo pelea por la liberación de Francia y de Europa; sino que ya planea una ruta política a seguir después de la liberación. Así, escribe, “si bien no estamos de acuerdo con la filosofía ni con la moral práctica del comunismo, rechazamos enérgicamente el anticomunismo político, porque conocemos su implicación y sus fines ocultos”.

Sin embargo, Camus vuelve a establecer esa sempiterna tensión de un sí pero no que vertebra su pensamiento y toda su Obra. Es muy importante aclarar los malentendidos por la sencilla razón de fondo de que lo que en el malentendido, por qué se apoya a los comunistas, se estaba jugando uno de los problemas más decisivos del siglo XX y al que anteriormente ya hemos aludido (justicia y libertad). En El hombre rebelde, posteriormente publicado, Camus expresará la esencia del comunismo bolchevique bajo la fórmula del irracionalismo al que puede dar lugar una racionalidad mecánico-burocrática que hace del Terror un efecto causado por una filosofía de la historia que se mueve hacia el Progreso final sin darle la menor importancia a lo particular concreto que es cada persona. Será definido como “El Terror racional”. Pero el editorial del 7 de octubre de 1944 adelantó algo bien importante. Aunque pueda existir un común denominador entre el pensamiento crítico de Camus y “las ideas colectivistas y del programa social” comunista, aunque entre la crítica de Camus a una sociedad cuyos valores esenciales son el dinero y los privilegios para unos pocos y las ideas comunistas, no obstante, metodológicamente son radicalmente diferentes. Albert Camus no tiene aquella filosofía de la historia bien pensante, aquella dialéctica como álgebra de la revolución, que fundamenta el “realismo político” de los comunistas (p. 644). ¿En dónde está la moral en el ejercicio de la política en la que piensan los comunistas? A la inversa, Camus lo que pretende para la liberación de París y de la humanidad es un método mucho más limitado, no opera como una enmienda a la totalidad, “no pretende rehacer toda la política de un país”, sino su renovación: “que consistiría en introducir, por medio de una simple crítica objetiva, el lenguaje de la moral en el ejercicio de la política” (p. 644-645).

Les pedía a sus camaradas comunistas que reflexionaran de la misma forma que otros camaradas con puntos de vistas diferentes se esforzaban en pensar acerca de sus objeciones. Todo esto ¿con qué fin? Para que triunfara la política sobre la soledad; para que “los mejores franceses” no se negaran a vivir en una Francia que va a privilegiar la “polémica” frente a la “soledad” y la “desunión”.

El editorial del 12 de octubre de 1944 lo dedicó al orden y al desorden, al orden social y a la rebeldía. Aquí se afirma que los hombres de su generación no han conocido ni disfrutado del orden; sino que siempre han andado en la “nostalgia” del mismo. Y si no han llevado a cabo, por mor de esta quemazón de la nostalgia, “imprudencias” inaceptables sólo ha sido por un principio de orden moral: “la certeza de que el orden debe estar unido a la verdad” (p. 646). Pero ¿qué es el orden?, acaso ¿no es una noción de por só “oscura”? Porque existen muchos ordenes como el de Platón (este ejemplo es mio) o el que los nazis tenían en Varsovia, está el orden que enmascara el desorden con una careta de hierro y fuego, está el orden preferido por Goethe que es contrario a la justicia. Camus no lo explica; pero ya lo hemos señalado anteriormente al referirnos a la Segunda Parte del Fausto como un antecedente o pre-visión del automatismo del mandar y obedecer. Pero por encima de todo existe “ese orden superior de los corazones y de las conciencias que se llama amor”. Aunque no es gratuito, como la libertad tampoco lo es, ya que se le opone con uñas y dientes, a taconazos en el rostro del otro, recordemos, una fuerza de sentido contrario y tan real como la anterior y que es “ese orden sangriento en que el hombre se niega a sí mismo, y que se alimenta del odio”. De nuevo, el método existencial, que no dialéctico, de una oposición real que pudiera reclamar nuestra fatiga, abandonar la pelea desigual.

A Camus le interesa hablar, sobre todo, del “orden social” que no puede sopesarse por la ausencia de orden en las calles, no consiste, sin más, en la “tranquilidad” en las calles. No lo cree así nuestro escritor, pues pone como ejemplo del necesario desorden la rebelión armada que se lleva a cabo en París desde agosto de 1944. También rechaza el orden de la “unidad del gobierno”. Esto no quiere decir que haya o podamos prescindir de esta unidad sino que nada tiene que ver con la unidad del Reich alemán (el ejemplo sí es de Camus) porque “no podemos decir, sin embargo, que le haya dado a Alemania su orden verdadero”. Esta separación u oposición entre el Reich y Alemania le va a servir, posteriormente, para hablar sin odio de la amistad francesa.

Así como Aristóteles, pensamos nosotros con Pierre Aubenque, no da una definición de la prudencia sino que sale a la calle a buscar a las personas prudentes, así mismo, creemos, Camus echa mano de “la simple consideración de la conducta individual” como método de ayuda. En efecto, aquí se pregunta acerca de lo que nos posibilita decir de una persona que “ha puesto orden en su vida”, contestando él mismo que “Cuando se pone de acuerdo con ella y conforma la conducta a lo que cree verdadero” (p. 646-647). Y, otra vez, los contra ejemplos. El rebelde que da su vida por unos ideales es un hombre de orden. No así el “privilegiado” que come tres veces al día y tiene sus finanzas aseguradas en el mercado de valores. De éste último afirmó que es “un hombre de miedo y de ahorro” (p. 647). Tan entusiasta del orden social que ante el menor disturbio en la calle se mete dentro de su casa como un caracol.

Luego, concluye, no puede darse el orden sin la “armonía” y “equilibrio” entre gobernantes y gobernados. A su vez, esta armonía no es producto del azar sino de la imposición o, mejor dicho, autoimposición de un “principio superior”: la “justicia”. De ninguna manera política puede haber orden sin justicia. Pero Camus añade una impronta aristotélica que no se ha tenido en cuenta porque, dice, el orden ideal de los pueblos no es otro que el de la “felicidad”. Su propio existencialismo permanentemente en tensión entre fuerzas que se oponen no sería tal, no tendría esta cualidad de los “Mediterráneos” (la idea y el término son del biógrafo Herbert Lottman: Primera Parte de su Albert Camus. Madrid. Taurus, 1987), que tanto lo va a acercar a la filosofía del mediodía de Nietzsche, lejos, muy lejos, del existencialismo alemán del Dasein=Volk (ser=pueblo) de Heidegger, comunidad orgánica (sangre y suelo) en la que ya no cabe la subjetividad moderna. Aquella idea trascendental, la felicidad, es lo que hace repensar qué es el orden a la luz de la justicia porque la infelicidad, las desgracias que sí podríamos evitar, nos llegan puntualmente de la mano de la historia cuando el régimen política nos asfixia exigiendo orden para gobernar bien, en vez de gobernar bien “para conseguir el único orden que tiene sentido” porque no es el orden, los grilletes, lo que fundamenta a la justicia sino, al revés, “la justicia la que da su certeza al hombre”. Y aunque Camus no era comunista, como hemos visto, su posición respecto al “orden social” no deja la menor duda en la defensa del mundo obrero. El anterior orden superior ideal no se conseguirá hasta que “el obrero pueda trabajar sin amargura ni envidia” y el hombre “tenga su parte de trabajo y de descanso”. Sólo que no todo es mundo obrero. Así, por ejemplo, ese ideal de justicia y felicidad convoca al mundo del arte, al “artista” a un mundo en el que pueda “crear sin atormentarse por la desdicha del hombre”. Algo, pensamos, difícil de comprender desde el propio pensamiento de Camus -salvo que lo pensemos nietzscheanamente en el sentido de que el artista también llegue a crear desde la afirmación y no exclusivimante desde la crítica negativa. Hay que pensar, por otra parte, que cuando Albert Camus entre a formar parte de Combat es pobre de solemnidad (aunque, lo explica Herbert Lottman, se negaba a que se le invitara a comer con los bonos de racionamiento que poseía la revista); la famosa foto hecha en París con un joven Camus cigarrillo entre los labios y el abrigo descosido da testimonio de lo que decimos.

Pero nunca creyó en la lucha de clases, lo que nunca le perdonaría Sartre, y esto es clave para entender cómo es que sus conclusiones sobre el “orden social” trasciende y deja atrás aquella filosofía de la historia dialéctica del nosotros abstracto, en bloque, para darle la palabra a cada hombre al margen de su condición como obrero de la construcción o poeta. Nos referimos a que ese orden ideal de justicia, libertad y felicidad es el lugar “donde, en fin, cada ser humano pueda meditar, en el silencio de su intimidad, sobre su propia condición” (p. 647).

Estas premisas y conclusiones a las que ya vamos llegando nos hacen comprender la lucha de Camus contra los clichés de pensamiento para apartarse de las pretendidas soluciones revolucionarias sangrientas. Su posterior crítica de los asesinatos de Stalin en nombre del final feliz va a dar cuenta de ello. Pero ya en 1944, entre los escombros de la guerra, quiso diferenciarse de los amantes de la violencia, una “atracción perversa”, en donde, decía para nuestros oídos, “lo mejor de nososotros se agota en una lucha desesperada”. Luego la lucha que se entabla por el odio sólo es, nada más y nada menos que “desesperada”; mientras que la lucha por “amor” es desigual. Nada más y nada menos. Y es que se estaba en un orden que no querían la mayoría de los franceses. Por lo que, aunque ajenos a la servidumbre del odio, sin embargo Camus arengaba a la gente en armas llegar hasta el final -salvo que nos hagamos copias, escribía, de “un falso gran hombre” (acaso el gobierno colaboracionista de Vichy)- para abrirle un espacio y un tiempo a la “esperanza humana” que prefiere morir de pie a vivir de rodillas, en fin, que “preferimos eternamente el desorden a la injusticia” (p. 648).

Por lo que no es de extrañar que el 29 de octubre de 1944 este rebelde con causa hiciera un elogio del discurso recién pronunciado por el ministro de Información en el exilio, Pierre-Henri Teitgen (1908-1997) que en 1940 había sido hecho prisionero de guerra y, después, pieza muy importante de la Resistencia francesa. No era nada usual que un ministro le hablara a la población “con el lenguaje de la moral viril” desde el que se les recordaba sus “deberes” (p. 648). El señor Teitgen habría venido a desarmar, a deconstruir, “esa mecánica de la concesión que condujo a tantos franceses de la debilidad a la traición”. De nuevo estamos ante el horizonte de El mito de Sísifo condenado por los dioses al cansancio ante la Roca como tarea eterna. Toda concesión al enemigo nos envuelve, aún más profundamente, en la servidumbre. De tal tamaño es el deshonor que “el drama de este país” va a ser muy difícil de resolver. Es sobre este punto por lo que el editorialista quiere decir algo sobre el discurso.

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No sólo está comprometido el honor de Francia, sino también ha quedado interpelada, puesta entre las cuerdas, “toda la conciencia humana”. Como si a los hombres de su generación se les hubiera convertido en animales domésticos la rebeldía contra la injusticia se quiso hacer pasar educativamente como si se tratara de una “emoción pasajera” (p. 649). Poco a poco, escribe, la “moral de la comodidad” y la moral del “desengaño” se fueron haciendo dueños de las elites de Francia. Camus volvía a entablar una disputa entre dos tesis. A) se gana mucho hoy en día alentando a los hombres a elegir el camino más corto y el más fácil. Pero B) “el hombre no es posible sin una terrible exigencia hacia sí mismo y hacia los demás”. Y el problema histórico es que ese hombre ya estaba fatigado antes de 1940, antes de que el invasor hiciera de Francia una lucha estupendamente fácil. Por esta razón Camus subraya con letras de oro el hecho de que muchos de los hombres que entraron en la Resistencia no fueran patriotas al uso. Y es que de la patria se había hecho muy hábilmente una “profesión”. (Esto sirve también para los nacionalismos periféricos). Sin embargo, para el hombre rebelde el patriotismo no puede ser una profesión; sino “una manera de amar la patria que consiste en no quererla injusta”. Además del patriotismo para entrar o formar parte de la Resistencia hubo necesidad de “esa delicadeza de espíritu que repele toda transacción”, cuya moral, al contrario de la comodidad, le impelía al orgullo, a ese buen amor propio que consiste, segunda transformación del espíritu para Nietzsche: de camello a león, en “la capacidad de decir no”. De decir no a la vida antes de convertirla en un modelo para la “vergüenza”, la “mentira” y la “tiranía”. Camus se adelantaba a sí mismo, pues en El hombre rebelde (1951) la mentira era uno de los vasos comunicantes que unía al Terror irracional de Hitler con el Terror racional de Stalin.

Una época cargada de “miseria”, sí; pero también de “grandeza” humana ya que la “elección” fue muy clara para muchos franceses. Haciendo pie ahí Camus animaba desde la revista a “restaurar en toda Francia” esa capacidad moral para decir no. Una renovación contra la actitud cómoda que “hacen tanto mal como los fusiles del enemigo”. Al fin, después de cuatro años de invasión cómoda por parte del Reich alemán, Francia se despierta de su sueño colaboracionista y abre los ojos de su conciencia para tomar entre sus manos “la dimensión de su drama”. Esta Francia-Sísifo ya conoce su tarea que aparece como “drama” porque, como Sísifo, ya no tiene ningún derecho a la “fatiga”. Ahora ya no puede decir que no. Tiene que decir “sí” a esa inmensa tarea; es el tiempo de las virtudes positivas del honor (p. 650). ¿Estaba Francia preparada desde sus propias elites para entenderse con el nazismo? ¿Qué papel pudo haber jugado la filosofía de Heidegger?

Otro editorial estaba dedicado a un artículo de Jean Ghéhenno sobre el tema de la “pureza”. “Aunque se piense mal de la Academia, en el caso de una vida ejemplar como la de Guéhenno, ella aporta una consagración irremplazable. El pequeño obrero bretón quien por la potencia de su espíritu y por su perseverancia llegó a ser maestro eminente, alto funcionario y sobre todo escritor, dibuja ante nuestros ojos una serie de estampas en la que la Cúpula [se refiere a la del Instituto de Francia] ocupa la última casilla.” Así se refería el escritor François Mauriac en 1962 al nuevo integrante de la Academia. Lo he tomado de Wilipendia como lo que sigue. Jean Guéhenno (1890-1978), escritor y crítico literario, fue hijo de un zapatero bretón que tuvo que dejar la escuela a los 14 años para trabajar haciendo zuecos. Pero no sólo no le impidió terminar el bachillerato sino que ganó una plaza para entrar en la Escuela Normal Superior de Francia. Fue profesor en varios Liceos y se especializó en el pensamiento de Rousseau. Humanista impenitente (l´Evengile eternel, 1927) firmó, con otros intelectuales, una carta pidiendo la abolición de la ley de “movilización total” que derogaba, en época de guerra, tanto la independencia intelectual como la libertad de opinión. Esta carta apareció en el n° 15 de la revista Europe de la que fue director desde 1929 a 1936. Su nombre en la Resistencia: Cévennes.

Pues bien, Camus le dedicado el editorial del 4 de noviembre de 1944 haciendo un elogio existencial del artículo que Guéhenno había publicado en Le Figaro contra los seguidores de una ética material para la que el fin justifica los medios. De ahí esta patata caliente: la “pureza”, que no ha de ser confundida, como algunos creen, con la “indiferencia intelectual”; sino una pureza “mantenida en la acción” (p. 650). Lo que exige una vigilancia, un insomnio, contra el sueño dogmático del realismo político capacitado por la filosofía de la Historia, entre otras cosas, para hacer de los medios fines en sí mismos. Es obvio el acercamiento entre Kant y Albert Camus, a pesar de las apariencias de los manuales de filosofía. ¿Qué significa una pureza mantenida en la acción? Y Camus escribe: “Y, claro está, se plantea aquí el problema del realismo: se trata de saber si todos los medios son legítimos”. Camus tiene la generosidad de suponer que todos los camaradas de la Resistencia, que todos nuestros hombres, pueden estar de acuerdo en los “fines”. Pero dentro de la Resistencia había otra Resistencia de carácter moral: “pero discrepamos en cuanto a los medios”. “Todos aportamos, sin duda alguna, una pasión desinteresada por la felicidad imposible de los hombres”. De nuevo la tensión existencial, la tarea, casi imposible, de ganar contra los dioses el fuego de la felicidad (Prometeo-Sísifo en los Mediterráneos) para todos los hombres, sea su condición la que fuera. Sólo que en esta tarea se oponen dos fuerzas de sentido contrario que podrían lastimarse hasta el punto del naufragio humano total. Camus, del brazo de Cévennes, apuesta sin titubear por los que consideran que la felicidad a cualquier precio no sólo no vale nada sino que es inmoral y políticamente odiosa, ella misma instalada en la política del odio. De la rapidez con la que los medios se vuelven sagrados fines para el matadero da cuenta la Historia y de esto va a tratar, en profundidad, tanto El hombre rebelde como una parte muy extensa de su producción teatral, La peste o El estado de sitio, así como en su novela El extranjero. Es más, la posición política mantenida por Camus durante la violencia colonizadora de Francia en Argel no dejan lugar a dudas.

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Parece esta pureza en la acción toda una “locura”; pero si se trata de la “salvación del hombre” entonces Guéhenno está “cuerdo” y los demás locos preparados para la locura final. Si con posterioridad Camus se acerca a Don Quijote no será producto del azar. Esta “salvación del hombre”, por otra parte, no nos hace situarnos “fuera del mundo”. La salvación del hombre pasa por la salvación del mundo, una impronta fenomenológica que lo acerca a la Historia ya que se trata de salvar a los hombres-mundo desde dentro, con las propias manos del mundo porque se hace pie “en un contorno histórico que no lo es” (p. 651), que ni es justo, ni libre, ni feliz, en fin, que no es digno. Y, de ahí, que la “empresa” de este hombre titánico sea de tal envergadura, decíamos, como la que le mantiene consciente a Sísifo frente a su Roca. Es decir, y aquí reaparece la paradoja existencial de carácter humanista, a diferencia de lo que vimos en la Primera Parte con el humanismo de los pueblos de Martin Heidegger en Carta sobre el humanismo, la salvación de los hombres, decíamos, está en él mismo: ponerse como tarea la dignidad humana por encima de cualquier otro criterio como, recordando a Heidegger, la sangre y la tierra. La salvación de la dignidad de los hombres parece casi imposible; pero tenemos toda la vida por delante para demostrar que sí se puede.

Cuando Camus nos habla de que “Hoy” (1944) es una “ocasión” lo hace, a nuestro parecer, por el fracaso generalizado de la Primera Guerra Mundial en cuyo final se pusieron las premisas, al menos en parte, para llegar a la victoria del nacionalsocialismo en Alemania. ¿Hoy?: Francia hecha una miseria, como Europa. Pero no se trata de una miseria nacional sino humana. Es una ocasión de oro porque, a juicio de nuestro rebelde, al tocar ese fondo del espíritu miserable sin riquezas humanas nos encontramos, de pronto, desligados de la inercia de los tópicos “quizá, en una libertad que nos permite entregarnos a esa locura que se llama la verdad” (p. 651. Dios, qué forma de escribir la de este hombre. De modo que parecería como si a Europa se le presentara “una última oportunidad” para modificar, renovar, los “medios” en los que hasta ahora se ha empleado a fondo para conseguir la felicidad de los hombres: “La astucia, la violencia y el sacrificio ciego de los hombres”. ¿Y cuál es la propuesta renovadora: “intentar la vía normal y simple de una honestidad sin ilusiones, de la prudente lealtad y de la obstinación para únicamente fortalecer la dignidad humana”. Esta renovación convoca a que “algunos hombres” le dediquen al bien la misma obstinación que le han dedicado al mal. Algunos hombres buenos porque el problema de fondo de la dignidad humana se encuentra en la desfachatez inmoral de nuestras elites. ¿Se puede llegar a lograr?… Aunque se tratara de un corto tiempo habría valido la pena “y esa conquista será entonces inconmensurable”.

Por último, Camus retoma la cuestión, tan kantiana, de si en estos tiempos de tanta urgencia práctica vale la pena entretenerse en cuestiones teóricas como las aquí planteadas. Su respuesta no puede ser más kantiana: en realidad, escribe, “no hay cuestión más urgente”. Estamos en un existencialismo cuyo absurdo no nos impide advertir la autoridad de la razón práctica kantiana, el hombre no es un puro medio sino un fin en sí mismo, como tarea inagotable. De ahí la necesidad teórica de poner en claro qué es la pureza en la acción. Porque, y lo escribía antes de haber finalizado la guerra, “el día en que, en un mundo sometido a la obediencia realista, la humanidad vuelva a la demencia y a las tinieblas, hombres como Guéhenno sepan que no están solos y sepan también que la pureza, dígase lo que se diga, no es nunca un desierto” (p. 652).

El 24 de noviembre de 1944 Camus volvió al tema de la “justicia social” y al del “socialismo” como ideas políticas. Se hacía eco del interés que “una doctrina socialista” iba teniendo en la oposición política, no sólo entre los camaradas de la Resistencia sino entre muchos franceses. En esta editorial se hace una diferencia entre la “acción” y la “política”. Tal vez fundamente esta diferencia en la novedad que siempre implica la acción a diferencia de las doctrinas políticas (p. 652). Fue muy contundente y actual: la política “no necesita genios”. ¿Por qué? Porque los “asuntos humanos” sí son muy complejos en sus “detalles”; mientras que resultan “simples” en sus “principios”. Por esta razón la “justicia social” podríamos alcanzarla sin la necesidad de una filosofía ingeniosa”. Exige “clarividencia”, “energía” y “desinterés”, es decir, más acción que politiqueo. A juicio de Camus estas serían verdades de sentido común.

Hay otra cuestión. Y es que las doctrinas políticas son útiles gracias a la “energía que transmiten” así como por el “ejemplo” de los hombres que viven esa doctrina. Razón, a su vez, por la que el socialismo de la Tercera República, el “socialismo teórico” es una incógnita respecto de lo que realmente representó para aquellos hombres. Lo que, según Camus, “hoy” se sabe es que el socialismo es una “quemadura” que “da forma a la impaciencia y a la fiebre de justicia” (p. 652). La metáfora de la quemadura que cauteriza una herida es una metáfora que viene a seguir profundizando en la crítica del escritor al socialismo de los tópicos que hay que aprenderse de memoria. Este socialismo es mucho peor que la política de la tiranía por estas razones: 1°) porque se apoya en el “optimismo”; 2°) porque se fundamenta en “el amor a la humanidad” para poder “eximirse de servir a los hombres”; 3°) porque se justifica o fundamenta teóricamente en “el progreso inevitable” y de esta forma poder esquivar las “cuestiones salariales”. En un resumen apretado podríamos decir que el valor de este socialismo se funda “en el sacrificio de los demás”. ¡Cómo no recordar aquí La insoportable levedad del ser y su fina y contundente crítica a la Gran Marcha en donde el kitch (la ingeniosa filosofía de la historia bolchevique) era el biombo que ocultaba la mierda!

Hay otro socialismo “que está dispuesto a pagar”. El que rechaza al unísono tanto la “mentira” y la “debilidad” como la cuestión baladí del “progreso” (la dialéctica como método del Progreso y Meta Final). Este socialismo de tinte existencial entiende que, sin embargo, el destino del hombre está en manos de los hombres (p. 653). Podía ser un punto en común con el existencialismo humanista de Sartre, antes de las discusiones en torno a la burguesía de Sísifo. Camus intentaba, desde la “acción”, entendida en otros editoriales en relación a la “pureza”, que el socialismo pudiera “reformarse”. Pero esto sería como un milagro, algo fabulosamente nuevo que nunca ocurrió.

Albert Camus se había adherido al Partico Comunista Francés en 1935. Y después del pacto nazi-soviético de 1939 rompió oficialmente con el PCF para criticar, sin descanso, los atropellos que la URSS estaba llevando a cabo en nombre del Progreso.

Pero su crítica a la Iglesia católica tampoco tiene desperdicio y sigue siendo actual porque en el espíritu de los representantes del espíritu (el quiebre es de Camus) pocas cosas han cambiado. Al cura pederasta se le castiga cambiándole de parroquia y aquí paz y mañana gloria. Es inaceptable. Camus se refería en Combat el 26 de diciembre de 1944 al discurso del Papa Pio XII en donde de forma clara se ponía de parte de la democracia. El editorialista se congratula en plural por tal mensaje enviado al mundo. Pero, siempre hay un pero. Y aunque el escritor no estuviera completamente seguro de que lo que iba a contestar fuera la opinión seguida por sus camaradas cristianos, no obstante, pensaba que un número importante de los mismos aceptarían los matices y las críticas que se tenía la obligación de hacerle a la máxima autoridad espiritual del mundo, al menos para los católicos inmersos en una guerra por el espíritu.

La primera crítica se refiere al tiempo que ha pasado sin que la Iglesia se dignara a decir lo que ahora dice. Hace ya varios años que tenía que haber dado un paso al frente contra la dictadura que hoy pierde fuerza ante las fuerzas del bien. Pero, bueno, segunda crítica, cuando se arriesga por fin a llevar a cabo una crítica contra las fuerzas del mal, es decir, a favor de la democracia, impone con su “dictado” demasiados matices y excesivas preocupaciones. En una palabra no habla “claramente”. Sí, tal vez en esta o aquella encíclica pueda deducirse una contundente crítica a las dictaduras; pero, ay, amigo, hay que ser, como para la hermenéutica, un experto en el lenguaje esotérico que casi ningún hombre entiende. “Y era la gran mayoría de los hombres la que esperaba durante todos estos años que se elevara una voz para decir claramente, como hoy, dónde se encontraba el mal” (p. 654). El gran secreto a voces que aguardaban tantos corazones era “que esa voz se elevara en el momento mismo que triunfaba el mal y en que las fuerzas del bien estaban amordazadas”. Y, de ahí, la reticencia del editorialista: quisiéramos creer y admirar. “Querríamos que el espíritu diera pruebas de su valor antes de que la fuerza viniera a apoyarlo y a darle la razón”. Esta diferencia entre “espíritu” y “fuerza” de nuevo nos lleva a Sísifo. Puede, y así es, que los dioses hayan castigado al hombre rebelde contra la muerte a tener que vérselas con la fuerza desigual de la Roca; pero hasta en los peores momentos puede triunfar ante su Roca si la levanta el espíritu santo de los hombres. Es en el sentido de que la Iglesia, como todo hacer-bloque, posee mucha fuerza y poco espíritu por lo que Camus abiertamente se niega a creer, a tomar en consideración leal el mensaje-dictado de Pio XII. ¿Y el concordato de la Santa Sede con el III Reich y con Mussolini?

Cinco son los matices que aquí se señalan como armas de doble filo. 1°) que la democracia se entiende en tan amplio sentido que comulga con la república y la monarquía. 2°) que se trata de una democracia que desconfía de la masa, sutilmente diferenciada de el pueblo. 3°) que se trata de una democracia que “admite las desigualdades sociales aunque, aunque atenuándolas con el espíritu de fraternidad”. Daros la mano, podéis ir en paz. 4°) y, sin embargo, esta democracia tiene “extraño” matiz radical-socialista que no deja de sorprendernos. En fin, 6°) “la palabra clave”: “un régimen moderado”. (p. 655).

A partir de ahí Camus discute fundamentalmente acerca del “espíritu”. Es verdad que existe una “moderación del espíritu” que debe ayudar “a la inteligencia de las cosas sociales” e, incluso, para la “felicidad” de los hombres. Sin embargo, Sísifo no puede ser moderado como tampoco Zaratustra lo fue ante su “enano” o “voluntad de la pesadez”: o tú o yo. Lo que en la p. 656 afirma Camus es que la “moderación del corazón” puede llegar a transformarse en “la moderación más aborrecible”. ¿Por qué está la clave del espíritu en el corazón?: porque el corazón, la moderación del corazón, es, en última instancia el músculo moral que afirma o niega, “que es, justamente, la que admite las desigualdades y la que tolera la prolongación de la injusticia”. No pide Camus para este mundo “almas tibias”, sino “corazones ardientes” que pongan a la moderación en el justo lugar que le corresponde. Por ejemplo, dice, los “cristianos antiguos” no eran nada moderados porque su auténtica patria era la justicia y la libertad para todos los hombres. Pero -todo lo contrario- la Iglesia de 1944 (como la de 2014) se perfila en la perseverancia que suelen tener las “fuerzas conservadoras” (p. 656).

Por último. ¿Quiénes son los de Combat para corregir al Papa? ¿Quién es Albert Camus para criticar a la más alta autoridad del siglo XX?… Y contestó tal y como el viejo Edmund Husserl contestaba a la no-filosofía que era el nazismo desde aquella nada moderada conferencia de Viena de 1935 y en la que hacía del filósofo el “arconte” de toda la humanidad. La clave, de nuevo, la daba el espíritu. “Sólo, escribió Camus, simples defensores del espíritu, precisamente, pero sabemos que hay que ser exigentes hasta el infinito con aquellos cuya misión es representar al espíritu” (p. 656).

La cuestión de la depuración y el perdón le llevó a Camus a contestar con algo de coraje un artículo de François Mauriac sobre el “<>. En donde advierte el editorialista (11 de enero de 1945) “un tono” que no va a utilizar y que sólo le responde porque, además de referirse a él, el tema en cuestión es “nuestra vida misma”; de tal forma que esta editorial quiso aclarar sus propias ideas respecto de la “depuración” (p. 657). Camus advierte que cuando él hablaba de “justicia” su oponente hablaba de “caridad”. De manera que parecería que quien hable por la dignidad de la justicia lo esté haciendo, en el fondo, impulsado por el “odio”. Que en estos asuntos nos veríamos obligados a elegir “entre el amor a Cristo y el odio al hombre. “¡Y bien, no es así!”. Camus rechazaba tanto los “gritos” de odio y venganza como los “ruegos enternecidos”. Y, de nuevo, nos encontramos a la búsqueda de un equilibrio, una tercera vía entre lo uno y lo otro pero buscada entre las dos partes, intersubjetivamente, para que surja “esa voz justa que nos de la verdad sin la vergüenza?”. Y vuelve, como en otros lugares de su obra, a pedir “claridad” y no tantos conocimientos, sino la claridad “con esa pasión de la inteligencia y del corazón” sin la cual los hombres no harían nada bueno.

La razón del posicionamiento de Mauriac estaría en no querer aumentar el odio. Lo que Camus sigue. “Pero yo no quiero que se aumente la mentira y en esto espero que me apruebe” (p. 657). Realmente ahí se intentaba un diálogo obviamente ya orientado pero, a diferencia de los diálogos platónicos, no existe una verdad anterior ya dada de una vez; sino que se trata de llegar entre ambos a darle forma a esa “voz” cuya verdad no es una desvergüenza para el hombre. Para Camus la República tiene ante sí dos caminos malos: el del odio y el del perdón. Tanto uno como otro pueden dar lugar a formas de vida tan miserables como para no esperar a sobrevivir (p. 658). La sola idea de tener “enemigos”, dice, fatiga sobre manera. “Pero el perdón no me parece mejor, y en estos momentos, tendría carácter de agravio”. De lo que Camus está convencido –una tesis a rumiar en nuestros días- es que el perdón no nos pertenece. Lo que no quiere decir que sienta placer por la “condena”; todo lo contrario, pero esto sería sólo “asunto mio”. Mientras que el perdón es otra cosa e intervienen otros factores complejos. “Perdonaré de verdad, con el señor Mauriac, cuando los padres de Velin, cuando la mujer de Leynaud me hayan dicho que puedo hacerlo”. Nunca antes porque de hacerlo, dando riendas sueltas a la efusión del corazón, traicionaríamos “lo que siempre he amado y respetado en este mundo, lo que constituye la nobleza del hombre: la fidelidad”. El perdón está tan estrechamente conectado a la carne que no puede ser sustituida por ninguna abstracción en donde la carne, precisamente la carne, quede deconstruida.

Camus se pregunta, frente a la caridad de su oponente, acerca de los suplicios y horrores que durante estos “cuatro años” de invasión han acarreado a miles de franceses “por unos periodistas a los que ahora se quiere convertir en mártires”. Al hilo de esta crítica el pensamiento de Camus muestra el significado político de su fe en la vida de la polis convirtiendo a Sísifo en un “ciudadano” que, ante el estupor de los dioses, antepone la justicia a la naturaleza compasiva del hombre. Es difícil navegar por estas aguas. Camus admira como hombre a Mauriac “por saber amar a los traidores”. Pero en calidad de “ciudadano” lo deplora porque este amor al prójimo servirá para engendrar “una nación de traidores y de mediocres y una sociedad que ya no deseamos”.

Para acabar la editorial Camus recuerda cómo Mauriac le ha echado a Cristo en cara (p. 659). A lo que el existencialista le contesta aceptando sin duda alguna “la grandeza del cristianismo”. Pero Cristo no murió por todos, no por los que aún siguen creyendo en el hombre. Ahora se ha vuelto del revés el inicio de este escrito. Cuando Camus hace la anterior observación respetuosa lo que intenta decir es que el amor al prójimo nos pone en la lanzadera de tener que creer, pase lo que pase, en la justicia divina. Y lo que ahí ve Camus es el cansancio de Sísifo, la victoria de los dioses, no seguir apoyando a la justicia de los hombres -que viene a ser lo mismo que ya no creer en el hombre. “Sobre este punto bien puedo decirle al señor Mauriac que no nos desanimamos y que rechazamos hasta el último momento una caridad divina que frustraría la justicia de los hombres” (p. 659)

François Mauriac (1885-1970) ha sido considerado como el más grande escritor católico del siglo XX. Escritor, crítico y periodista. Premio Nobel de Literatura. Participó como soldado durante la Primera Guerra Mundial cayendo gravemente enfermo. De 1927 a 1929 se enamoró apasionadamente de un joven escritor y diplomático suizo. Esto lo llevó a una crisis religiosa. Su novela corta, Cuchilladas, de 1926 recrea este ánimo de vida y de razón. En 1933 entra a formar parte de la Academia Francesa. Con la Guerra Civil de España tomó partido republicano. Con la Segunda Guerra Mundial y la invasión de Francia por los nazis entra a formar parte de la Resistencia Francesa. Editó las revistas Les Lettres françaises y Le Cahier Noir, en ellas criticó duramente las torturas y asesinatos de los patriotas franceses.

Albert Camus, más adelante, cambiaría su postura radical ante la pena de muerte y coincidiría con Mauriac en la firma de petición de gracia ante De Gaulle.

Otra editorial, 22 de junio de 1945, estaba dedicada a uno de los máximos representantes del ala radical socialista, Édourad Herriot (1872-1957), quien en un artículo despechado hacia Francia afirmaba, con cierto desprecio, que la nueva Francia necesitaba no tanto de una “reforma política” como de una “reforma moral”. Y que la Francia de 1945 nada tenía que enseñar a la Francia de preguerra (p. 659-660). Como vemos desde el 1° capítulo de estas Crónicas (1944-1948), “La liberación de París”, uno de los hilos conductores de esta selección, hecha ha por el propio Camus, tiene su intencionalidad no sólo en dar testimonio del combate contra el nazismo, sino, y sobre todo, ponerse ya en el pellejo de ¿y después qué sigue? Esta fue la razón principal de la contestación a Herriot. “Aunque tenga razón no es el hombre indicado para tachar de inmoral a la nación”. En segundo lugar, porque “No hay nada que se pueda condenar en general y a una nación menos todavía”. Sísifo no ama a la vida por sus abstracciones sino por la grandeza que late en lo singular-concreto de cada hombre. Pero es que, además, Herriot participó como político, como “representativo” de una nación cuya moral “la condujo a la catástrofe” (p. 660).

No se refería Camus a la Guerra sino a la inmoralidad organizada (la frase es de Nietzsche para referirse al Reich o Estado) como causa principal de la falta de ánimo posterior de los franceses. ¿De qué moral se habla?: “su moral sin obligaciones ni sanciones, la Francia de tenderos, de estanqueros y de banquetes legislativos”. Esa era la trama moral francesa de preguerra. 1945 representa, en cambio, la idea de un pueblo que está buscando su moral y que con no pocos sacrificios personales ha dado señales claras de su valor moral. Es este valor el que también, dice Camus, rechaza la Francia de 1945: “una cierta moral política de preguerra”. “Los franceses están cansados de las virtudes mediocres; ahora sabemos cuánto desgarramiento y dolor puede costar un conflicto moral extendido a una nación entera”. Y después de los nazis, ¿qué sigue? ¿De nuevo más moral de tenderos?…Contra esta posibilidad política y moral se levanta Camus para señalar el fondo de la cuestión moral misma. “No es, pues, de extrañar que se aparten de sus falsas elites, ya que ellas fueron, en primer lugar, las elites de la mediocridad” (p. 660. Cursivas nuestras).

En la actualidad, continúa la editorial, hay millones de franceses que “trabajan y callan” aunque en el círculo de Herriot se prefieran “las dos horas de mercado negro”. Se trata, pues, del renacer de la nación francesa que conlleva expulsar al invasor para poder renacer política…y moralmente. La apuesta por el renacer moral de Francia forma parte de toda la urdimbre de la obra y de su pensamiento. Por eso era imprescindible luchar por la moral como condición primera de la política. “Necesita las dos [reforma moral y reforma política] precisamente para impedir que se juzgue a una nación entera por los escandalosos beneficios de algunos miserables”.

Concluyendo que hay que estar atentos en estos cruciales momentos contra la posible “estafa” de que vuelvan a dictar leyes los propios estafadores de la moral de la nación. A ellos se refería Camus como “los profesores de virtud que hicieron cuanto hacía falta para que las palabras diputado y gobierno fueran en Francia, durante largos años, símbolo de escarnio” (p. 661).

En el ánimo de este renacer moral y político de Francia después de la Guerra debemos entender el papel de escritor ilustrado capaz de servirse de su propio entendimiento para acusar al proceso de “depuración” que se estaba llevando a cabo no sólo como un fracaso “sino que, además, está desacreditada”. El 30 de agosto de 1945 Camus denuncia la doble vara de medir que tiene la justicia francesa que no parece ser la justicia de Francia sino la justicia de una “clase”. Y, sobre todo, el hecho de que la justicia se ha politizado desvergonzadamente. Camus rechaza al mismo tiempo que describe: la depuración, de por sí una palabra desagradable, la llevó a cabo el odio, el instinto de venganza, de por sí incapaz de echar ahí en medio un jarro de agua fría para ver pormenorizadamente cada situación. Se ha caído en la trampa de estar entre dos percepciones aisladas, abstractas, ajenas a la pluralidad real, entre los “clamores del odio” y “alegatos del remordimiento”. El autor de El Verano señala sin titubear a la política y su “ceguera” como la causa de este completo fracaso. “Demasiada gente clamó por la muerte como si los trabajos forzados, por ejemplo, fueran un castigo sin consecuencias”. Aunque, dice, también hubo gente a granel que “aulló de terror cuando algunos años de prisión castigaban el delito de la delación y del honor” (p. 661-662). De entrada, el ánimo para analizar la cuestión es el de “impotente”; pero la impotencia caería también en el delito de abstracción si no quisiera salvarse en la justicia a través, al menos, de un solo caso.

Haciendo pie en un caso concreto, Camus acusa de “injusticia” a un tribunal. Al pacifista y crítico literario René Gérin, articulista de L´Oeuvre durante la guerra, perteneciente a la prensa colaboracionista, se le sanciona con ocho años de trabajos forzados; mientras que, anteriormente, se condena a Albertini que era “reclutador de la L. V. F. a cuatro años de trabajos forzados. La indignación y el coraje de Camus no se entenderían sin explicar qué significado tenían esas siglas. La Legión de Voluntarios Franceses contra el bolchevismo tiene su origen en julio de 1941, cuando Alemania ataca a la Unión Soviética. Esta L. V. F. tenía como misión acudir al frente oriental en apoyo de los nazis. Para Camus al compararse los dos casos no se encuentra ni “lógica”, ni “justicia”. “Pero hay que respetar, sin embargo, las proporciones y juzgar a los hombres según lo que son” (p. 662).

No quiere esto decir que se esté de acuerdo con el “pacifismo integral” de Gérin, ni tampoco se aprueba que participara en la prensa colaboracionista. Pero no puede ser condenado a ocho años de trabajo forzados por unos artículos literarios, estrictamente literarios, desde los que en ningún momento reclutó a franceses para apoyar a los nazis. Y, lo más importante, su pacifismo era real y se debía a una concepción del hombre. La posición de Gérin, afirmaba Camus, siempre fue la misma y sólo tuvo la desgracia de caer en un nido de ratas, digo yo, es decir, en un círculo de “falsos pacifistas que deseaban el hitlerismo y no la paz”. Este pacifismo integral -hoy día anti sistema de cara al nuevo orden mundial- poco o nada le conmovería a quien luchaba en la clandestinidad; y aunque esta teoría del hombre sea un error respetable, no obstante aquí se vuelve a dar un caso de abstracción de la realidad plural de la vida que lleva a la falta de lógica y de justicia porque pone en evidencia el fracaso de la justicia misma. Ahora bien, este fracaso lo es de la propia sociedad francesa incapaz de análisis: incapaz de tener lo que pedía Descartes, ideas claras y distintas para poder enjuiciar correctamente. “Una sociedad se enjuicia a sí misma en el momento en que no es capaz por falta de definición o de ideas claras, de castigar a los auténticos criminales, (…). Y una sociedad que quiere y pretende renacer ¿puede carecer de esa preocupación elemental de claridad y distinción?” (p. 662).

Sin la menor duda la depuración tenía que ser depurada desde la justicia…que no había. Luego, habla Sísifo desde la Resistencia, hay que crearla, hay que dar lugar a “una revisión”. Y en esto se convierte la exigencia de Combat que desde sus páginas llama a toda la Resistencia a estar al lado de René Gérin, “aunque haya estado en distinto campo que nosotros” (p. 663). Camus aseguraba que no sólo se trata de ahorrar sufrimiento a un hombre, sino para que la justicia misma sea preservada y llegue a ser, en un caso al menos, respetable”. Esta extraña y salvadora generosidad, aunque no sea uno de los nuestros, nos vuelve a hacer pensar en los puntos de contacto con el cristianismo y aquella teoría de la acción trabajada por Hannah Arendt desde san Agustín: “amo: quiero que seas” como la “novedad” o “milagro” -algo nuevo bajo el sol (Hannah Arendt: La condición humana. Cap. V: Acción). Frente al odio, la tarea es la de “salvar, escribe Camus, con decisión, todo lo que aún puede salvarse en este terreno” (p. 663).

René Gérin (1892-1957) fue oficial durante la Primera Guerra Mundial. Posteriormente llegó a ser el secretario general de la Liga internacional de combatientes por la paz. Como ya sabemos un tribunal lo condenó en 1945 a ocho años de trabajos forzados. Pero fue liberado en 1946.

Llegamos a la última editorial de este apartado que está dedicado, 8 de agosto de 1945, a la “bomba atómica”. La postura de Camus se aleja de los clichés montados por la prensa norteamericana, inglesa y francesa, muy especialmente contra las noticias dadas por el corresponsal de la agencia Reuter, gracias a los que una tragedia se transformó en un cuento de ciencia ficción en donde los impenitentes idealistas mueven alegremente sus patitas y esbozan ideas del tipo: a partir de ahora ya no será necesario Posdam ni ningún otro tratado, la fuerza mecánica destructiva se autoimpondrá como ley sustentadora del orden justo. Sin embargo, Camus no estaba viendo la destrucción de Hiroshima a través de estos clichés de primera portada de todos los periódicos, una total alegría por el descubrimiento científico, la foto del hongo que era para Europa y Occidente como la razón de que ya nos podíamos olvidar de los nazis, los bolcheviques y los japoneses. No, no es esta la foto que percibe Camus sino el negativo de esta propaganda. “En efecto, nos enteramos, en medio de una multitud de comentarios entusiastas, que cualquier ciudad de mediana importancia puede ser totalmente arrasada por una bomba ddel tamaño de un balón de fútbol” (p. 663). Camus supera la percepción abstracta del mundo en la que se justifica la alegría del porvenir del hombre para, fiel a sí mismo, llevar a cabo un periodismo crítico, libre. En donde los demás ven un eslabón definitivo del Progreso, él observa, como Walter Benjamin, una suma de catástrofes, una suma negativa de acontecimientos científicos que él mismo resume en esta frase: “la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo”. ¿No es esto absurdo?… Nos lo ponía así de difícil: tener que elegir dentro de poco “entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de la conquista científica”. Y adelantándose a nuestra época, y a la sociología del conocimiento del Holocausto y la modernidad (Zygmunt Baumann), preguntaba acerca de un porvenir cuyo esencial descubrimiento filosófico, aterrador, es que “la ciencia se consagre al crimen organizado” (p. 664).

¿Querría esto decir que Camus ya no era uno de los nuestros? No, quiere que se le entienda bien. El que los japoneses vayan a capitular después de la destrucción de Hiroshima como acto de intimidación, si esto es así, “nos alegramos”. Pero inmediatamente aparece la adversativa: “nos negamos a sacar de tan grave noticiaotra conclusión que no sea la decisión de abogar más enérgicamente aún en favor de una verdadera sociedad internacional, donde las grandes potencias no tengan derechos superiores a los de las pequeñas y medianas naciones, y donde la guerra, ese azote que se ha vuelto definitivo por el solo efecto de la inteligenciahumana, no dependa más de los apetitos o de las doctrinas de tal o cual estado” (p. 664-665. Cursivas nuestras).

La perspectiva que nos brinda Camus no es idealista, no cree en el Progreso; pero se arremanga las manos pacientemente para tratar de salvar lo que se pueda salvar. He aquí, de nuevo, la actitud moral de Sísifo frente a una lucha desigual porque “la paz es la única lucha que vale la pena entablar” (665). Luego -retomando a Kant- nos queda por delante la tarea de toda la humanidad: perpetuamente hacia la paz perpetua, una Idea trascendental que “debe salir desde los pueblos hacia los gobiernos, la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón” (p. 665. Cursiva nuestra). Sísifo en la Resistencia quiere decir, pues, que esta tarea es casi imposible, pero es.

4°.- La carne

El 28 de octubre de 1944 Combat dedicó un segundo editorial a René Leynaud (1910-1944) fusilado el 13 de junio por los alemanes por su participación en la Resistencia. Era cristiano, periodista y poeta. Y buen amigo, además de camarada, de Albert Camus. Era una “atroz noticia” que había que atender. ¿Por qué volver a hablar de Clair? -era su pseudónimo en la clandestinidad.

Porque la carne tiene memoria: “para que la memoria de la resistencia se conserve, si no en una nación que corre el riesgo de ser olvidadiza, al menos en algunos corazones atentos a la calidad humana” (p. 669). Camus hacía una síntesis biográfica de este hombre que quiso ser conocido como Clair. Desde su entrada en la Resistencia, 1942, hasta llegar a ser el responsable local del periodismo clandestino en Lyon, fue transparente: “su vida moral, el cristianismo y el respeto por la palabra dada” era lo que había “impelido” a Leynaud a “ocupar silenciosamentesu lugar en esta batalla de las sombras”. Su única pasión personal que mantuvo hasta el final, junto a la del “pudor”, fue la “poesía”. Estos poemas sólo eran conocidos por muy pocos amigos. Tuvo que dejar la poesía para hacer su labor como periodista en Combat; posponiendo la lectura de libros de poesía que compraba para cuando acabara la guerra. ¿Qué unía a Clair con la Resistencia?: un nuevo proyecto para Francia, la reinvención de una Francia, “cierto lenguaje y la obstinación en la rectitud”, esta actitud moral, escribía Camus, vendría a restituir “a nuestro país el aspecto sin igual que esperábamos de él”. Pero el lenguaje tan necesitado “no será ya el suyo”.(p. 670). He aquí la “absurda tragedia de la resistencia”. Paradójicamente son los mejores, como Leynaud, los que se arriesgan y dan la cara antes de ponerse a hablar, los que quedan mudos para siempre. “En todo caso, aquél que amábamos no hablará ya más”.

Tal vez el consuelo de este héroe sin uniforme sea “no oír palabras de amargura y de denigración que resuenan alrededor de esta pobre aventura humana en la que estamos involucrados” (670-671). Sin embargo, el peso de la carne reaparece en medio de la afirmación del silencio que se le brinda a Clair, ya en el seno de una tierra “pasajera” según el Dios que eligió, tierra sin porvenir para otros, la amargura hace mella y se grita “la horrible tristeza de los irreparable”. Este dejar paso a la amargura, Sísifo rumiando de vuelta a su Roca, no es, sin embargo, una mera efusión del corazón sino un momento de lucidez en el que Sísifo sopesa esta pobre aventura humana y se pregunta, con Camus, si este precio, la muerte de Leynaud, no es un precio demasiado alto “para que otros hombres tengan derecho a olvidar en sus actos y en sus escritos lo que valieron durante cuatro años el coraje y el sacrificio de algunos franceses”. Salvar la amargura, salvar la Resistencia, desde la propia carne del mundo.

Camus nos habla de las innumerables tragedis que ha vivido Francia. Pero desde la ocupación alemana, hace cinco años, hay una tragedia que se llama “separación”. Amistades cortadas de repente, amores rotos, diálogos imposibles, monólogos desesperantes. Es la editorial del 22 de diciembre de 1944. Camus denomina esta situación que viven francesas y franceses desde hace cinco años como “desarraigo”: “son los signos miserables de la época” (p. 671). El quebrantamiento de la amistad y del amor, el derecho a la felicidad. Y la desesperación: ¿se habrán perdido todos estos años para la felicidad y el amor?

Francia no entro en esta guerra por ambición de poder, “sino para defender precisamente cierta idea de la felicidad” (p. 672). Qué razón tenía Camus a la luz de lo que sabemos de la filosofía del hitlerismo y del pensamiento racista y antisemita de Heidegger. Una felicidad y un amor del Volk, pero no de los individuos. Es lo que la prensa e inteligencia nazi intentaban imponer en Francia como nueva manera de pensar. Por eso se preguntaba Camus si puede haber justicia sin felicidad; y libertad en la miseria. Contra esta realidad política provocada por los nazis, se opone la defensa de esa idea de felicidad que ilumina, inspira, a estos franceses y francesas que viven en la separación. Y es que, signo de la época, la norma hoy día no es el “reunirse” sino separarse, tener que estar forzosamente separados. La generación desde la que habla Camus no ha tenido más remedio que “ponerse a la altura de la desesperación”. Pero no para ceder ante la fuerza bruta del nazismo; sino para proclamar palabas de esperanza. Esperanza ¿en qué? En esa idea de amor y felicidad capaz de romper el aislamiento de los seres queridos. Porque hay una separación, la “separación eterna” “que no podemos vencer”; pero una vez asumida esta condición humana aún nos quedan el “coraje” y el “amor” para intentar conseguirlos plenamente. Ejemplo: los cinco años de coraje y de amor de estos franceses y francesas que viven la separación, que lo han soportado dando prueba con ello de “la dimensión de su infierno”.

El editorial estaba dedicado a la “Semana del Ausente”. Y aquí hay algo original que celebrar. Una idea innovadora como es la de dar tiempo al sufrimiento. En efecto, “ya que no tenemos ningún poder contra el dolor, hagamos algo para solucionar la miseria”. Con el dinero que se les manda a los ausentes compramos una calidad de tiempo frente al dolor: que éste sea más libre “y todos esos seres frustrados tengan más tiempo para su sufrimiento”. Un “lujo” respecto de aquellos seres que sólo están atenazados por su dolor y sufrimiento sin poder meditar en ellos. Encontramos un eco espinociano cuando Camus se pregunta por esos ausentes porque, escribe, “a esa inmensa multitud misteriosa y fraternal, le damos el rostro de los que conocíamos y nos fueron arrancados” (p. 673). ¿No hay algo transindividual en este compartir los rostros? El rostro, los rostros que fueron desarraigados, desde esa multitud misteriosa y fraternal ahora nos reclaman desde la propia desdesesperación caer en la cuenta de que no fueron verdareamente atendidos, ni amados como se merecían. La idea de la felicidad y del amor como parte de la Resistencia entra a formar parte de un humanismo: no hemos sabido aprovechar el tiempo para amarlos ni el tiempo que nos necesitaban. Luego la liberación de Paris también enseña esta nueva buena: “Que nos enseñe a no amarlos con un amor mediocre, que nos de memoria e imaginación, lo único que puede hacernos dignos de ellos”. Esto y el silencio, ir preparando “el silencio que les ofreceremos ese día difícil y maravilloso en que estén frente a nosotros”.

En un momento determinado Camus defiende a la juventud francesa de las opiniones que generalizan y quieren hacer ver, como la carta de un combatiente a la que se refiere la editorial del 2 de enero de 1945. Esta carta escrita por un camarada enjuicia a la juventud francesa como no estar a la altura de las circunstancias y de reírse de lo que la sobrepasa. Su autor, escribe Camus, tiene razón al señalar el “desconcierto” y la “amargura” que produce este estado de ánimo de una parte importante de la población francesa y exige, como remedio, “que se someta a toda la nación a la regla de la guerra”. (p. 673).

Sí tiene razón el camarada. Pero, siempre hay un pero en la estructura dinámica de pensamiento de Camus respecto del análisis de la realidad, el camarada (su camarada) se sobrepasa al no establecer ninguna distinción entre “la juventud francesas” y “los jóvenes franceses”. La crítica, por motr de esta abstracción, lleva a la crítica total y al desánimo y a la separación. “Juventud enclenque, títere y ridícula que se burla estrepitosamente de todo lo que la sobrepasa” (p. 673-674). Por razón de esta cadena de abstracciones Camus propone “pensar en los jóvenes francesas” porque esta condena es “infundada”: “La excesiva generalización es su defecto”. Además, toda “amargura” implica, desde el corazón, un “juicio sobre el mundo” (p. 674). Tal vez por esta razón no quería Camus ser encasillado entre los “existencialistas”, porque este movimiento del concepto conlleva una abstracción y separación de la rica pluralidad infinita que es el mundo. Esto, no obstante, no es una aprobación general de la juventud porque, en efecto, se dan casos de “algunos desdichados”. Pero es que la tarea de la juventud francesa no fue nada fácil. Una parte de ella combatió: “el día de la insurrección había detrás de las barricadas tantos rostros de jóvenes como de adultos”. Otros “no lograron tener esa presencia de ánimo”. Sin embargo, no se puede generalizar. Máxime cuando se debe tener en cuenta por qué la juventud se ríe. ¿De qué se ríe?: no de la lucha, sino de las palabras rimbombantes. “Dos generaciones legaron a esa juventud la desconfianza hacia las ideas y el pudor de las palabras”. Y ahora, en plena ocupación nazi, se encuentra ante una tarea que no ha sido preparada por nadie. “¿Quién podría decir que es culpable?” Camus insiste en darle rostro propio a esa juventud y escribe, para ello, que él es testigo de haber visto muchos de esos rostros “reunidos en una sala” y sólo ha visto “seriedad y atención”. Por lo que la juventud, lejos de estar riéndose de sus circunstancias, “espera”. Espera en un “aislamiento” cuyos culpables son “el país entero y el gobierno” que ha educado en el “aislamiento” y la “pasividad” (p. 675).

Francia, continuaba la editorial, ya ha conocido “momentos de coraje deseperado” y ha sido esta presencia de ánimo la que la ha salvado. “Pero esa violencia de un alma apartada de todo no puede servir indefinidamente”. Esta juventud necesita “afirmaciones” para poder autoafirmarse ella misma. Luego la idea camusuana no es apoyar la desunión sino “salvar” a la juventud francesa. Y esta salvación no viene exclusivamente de lo que denomina “La comunidad de la esperanza”; sino que hay que pasar por la comunidad de “las experiencias”. Camus no sólo lucha contra los nazis, sino por lo que vendrá después de la liberación y, llegado el caso, nadie estará de más para defernder la libertad y esa idea de felicidad de la que ya hemos hablado. En donde otros sólo ven una juventud enclenque, títere del nazismo y del colaboracionismo, Camus, sale al rescate de lo más precioso de esos rostros de jóvenes (que él sí ha visto): “siempre silenciosos en medio de la luchao ante el espectáculo del valor. Es el signo de su calidad y la certidumbre de un alma difícil que sólo pide ser útil, y que no es responsable todavía de la soledad en que se la deja”.

En un capítulo titulado “La carne” no podía faltar el campo de concentración, el signo de la época nazi en toda Europa, el lugar en donde la carne era el punto de mira del odio. Los cuadros pintados al respecto por señalan cómo la carne se transformó en un amasijo informe de carne sin ningún valor. El 17 de mayo de 1945 los lectores de Combat comenzaron a leer la editorial a partir de esta cita: “Nuestro alimento es un litro de sopa al mediodía y café con trescientos gramos de pan por la noche… Estamos llenos de piojos y pulgas… Todos los días mueren judíos. Una vez muertos, se les apila en un rincón del campo de concentración y se espera que haya bastantes para enterrarlos… Entonces, durante horas y días, y con la ayuda del sol, un olor infecto se esparce por el campo judío y por el nuestro”.

Se trata del campo de .

¿Otra vez con lo mismo?” Los delicados, escribe Camus, lo encontraran monótono y nos reprocharán que hablemos todavía de ellos”. (Algo parecido suele ocurrir entre los colegas que están hartos del “Holocuento”. Véase en internet la propaganda antisemita acerca de la falsedad del Holocausto y su cansina repetición como estrategia para que Israel (y EEUU) bloqueen cualquier tipo de crítica sobre el presente). Pero Camus había pensado muy bien la sorpresa y confiaba en “una nueva sensibilidad” para Francia cuando esta se enterara de que lo anterior proviene de una carta de cuatro páginas enviada por un deportado político desde Dachau, sí, pero ocho días después de su liberación por las tropas norteamericanas. Aunque algo se sabía, no se tenían pruebas hasta entonces; por lo que el prudente silencio daba paso al enojo y la cólera y la crítica más contundente contra la organización de las democracias libertadoras.

Camus se pone en la piel de estos miles de personas, “deportados políticos” que convivían con los judíos, campo junto a campo. Se rebela contra la injusticia y contra la falta de lógica. “Cuando los campos alemanes rebosan de víveres y provisiones, cuando los generales hitlerianos comen a sus anchas, es una vergüenza, efectivamente, que los internados políticos pasen hambre” (p. 676-677). Se critica también el trato de favor que están recibiendo los “deportados de honor” y se asquea Camus de esa nube de fotografías que envuelve la sonrisa del político de turno ajeno, indiferente, a la verdad. Hace un juego de palabras: estos hombres no esperaran a que la salvación viniera allende los mares, sino que empeñaron su propia vida en ello, con honor y grandes sacrificios. Pero ahora se encuentran en esta situación: primero sufrieron por la Liberación y, ahora, sufren la Liberación. En un mundo ajeno al espíritu -lo escribe Camus- a estos hombres se les ha marchitado la victoria. Y no están pidiendo un trato de estrella; sólo desean volver a sus casas, reunirse con sus gentes. Por estas razones, el día de la victoria en Dachau no hubo ningún grito de júbilo, ninguna manifestación: “este día, continuaba la carta del deportado político, no nos anuncia nada”.

En estas líneas Camus arremetía contra los “organismos aliados” para que anunciaran de forma inmediata la repatriación de estos miles de seres. Urge devolverles lo que han perdido: la confianza. De esta forma quiso hacer saber Camus a todo el mundo “cuál es la suerte que las democracias victoriosas reservan a los testigos que ofrecieron su vida, para que los principios que ellas defienden tengan al menos una apariencia de verdad” (p. 677-678).

Sin embargo, los camaradas de France-Soir identificaron la crítica de Camus a las condiciones miserables de los campos de concentración de Alemania como Dacha y Allach como si fuera una crítica generalizada contra los norteamericanos: “una interpretación política que rechazamos categóricamente” (19 de mayo de 1945). Dice el editorialista que no se estaba haciendo política, ni flirteando con susceptibilidades nacionales. Nada de esto cabe en esta “angustia” que se ha descrito pormenorizadamente con el único objetivo de “salvar” las vidas de los franceses porque no es el momento para el politiqueo, sino para la “acción”. Gracias a esto los norteamericanos han hecho una “promesa” que es para alegrarse y contagiarse de la inmensa alegría: “repatriar en avión a cinco mil deportados por día” (p. 678). Aunque, aprovecha Camus, quedan aún los “campos en cuarentena” en donde el tifus sigue diezmando: 120 muertos por día en Dacha y Allach según las estadísticas del 6 de mayo. Camus aprovecha cualquier ocasión para no bajar la guardia. Y vuelve a acusar acerca de que la “cuarentena” se siga haciendo en los mismos campos de la muerte y no, por ejemplo, “en el campo de los SS que se encuentran a pocos kilómetros y es limpio y confortable” (678-679).

Ya vendrá, continuaba Camus, el “momento de la responsabilidad”. Pero cuando todo esto haya llegado a su verdadera liberación. Aún hay mucha gente durmiendo y más indiferencia que zarandear. Otro ejemplo: “es inadmisible que nuestros camaradas deportados no tengan correspondencia regular con sus familias y que la patria les parezca hoy tan lejana como en los días de su mayor desdicha”. Ya lo hemos dicho, es una cuestión de “espíritu”. Y, en esta misma línea, aprovecha algo que en el editorial anterior había dejado en el tintero: la cuestión de la mala alimentación que se estaba dando en estos campos. Porque “no son conservas lo que se les debe dar a esos organismos arruinados, sino una alimentación controlada por médicos (…) y que ahorraría algunas de esas vidas irreemplazables”. La crítica como salvación. Por esta razón en el mismo lugar y espíritu de su crítica Camus quiso desmarcarse de sus camaradas de izquierda antinorteamericanos por definición para dar un paso al frente y agradecer y algo más. “Para hablar con claridad, nada reprochamos en especial a los norteamericanos”. Es más: afirmaba Camus que desde Combat “hacemos todo lo posible a favor de la amistad norteamericana” (p. 670). Lo que no quita para hacer una “acusación general” con el fin de reparar sus “errores” y “olvidos”. No es un llamamiento en exclusividad para los norteamericanos, sino para todos los gobiernos de la democracia pero en especial para Francia porque ha olvidado “en dónde están sus verdadera elites”. Pero Dacha es un cuenta gotas de muertos a diario que socava la confianza en la victoria y en los gobiernos de la democracia. Camus ponía toda la carne en la crítica para defender a estos hombres, “hasta que sean liberados por segunda vez” (p. 680).

5°) Pesimismo y tiranía

Este último capítulo de las Crónicas seleccionadas por Albert Camus contienen dos apartados: El pesimismo y el valor (septiembre de 1945) y Defensa de la inteligencia (alocución dada en el marco de La Amitié Francaise el 15 de marzo de 1945 en el salón de la Mutualité). ¿Qué intentó hacer nuestro autor?: quiso la tarea de salvar la victoria del odio que siempre va a impedir cederle la palabra al otro, al que se nos opone, con el objetivo de construir una amistad en la diferencia. Por eso Camus se hacía eco -y denunciaba- aquellos artículos de periódicos y revistas (“¿Ha muerto el nazismo?”) que creaban una falsa crítica de la filosofía pesimista en el sentido de que el pesimismo se llevaba muy bien con la tiranía. Como esta filosofía desalentada es desalentadora se puede concluir que el pesimismo es conservacionista y, en última instancia, rehén del propio nazismo. Camus respondía indignado no sólo por él mismo, sino por Malraux, Sartre “algunos otros más importantes que yo” (p. 683). Pero Camus no sólo se hizo eco de los intelectuales “pesimistas” franceses, sino también de los alemanes como Nietzsche y Heidegger y su posible parentesco con el nazismo.

La metodología que nuestro escritor maneja deja inmediatamente fuera el problema en sí que plantea esa crítica de la filosofía pesimista por considerarlo “pueril” en su argumentación. ¿En qué consiste la metodología de la crítica de la filosofía pesimista?: en que no va nunca a los hechos. En el caso de los pesimistas franceses han comprobado, desde distintas perspectivas, “que a falta de optimismo filosófico, el deber del hombre al menos, no les era ajeno. Un espíritu objetivo aceptaría, pues, decir que una filosofía negativa no es incompatible, en los hechos, con una moral de la libertad y el valor” (p. 684). Ahora bien, esta conciencia que tienen algunos espíritus, consistente en querer aunar una “filosofía de la negación” con una “moral positiva”, no representa un problema de escuela, sino que nos hace palpar la propia problemática “civilizatoria”; de modo que el problema de la época, a juicio de Camus, no sería otro que el de los valores, sí, pero pensados desde su propia crítica: “y se trata para nosotros de saber si el hombre, sin el auxilio de lo eterno o del pensamiento racionalista, puede crear por sí solo sus propios valores”. Haciendo pie en esta problemática entiende el autor de El hombre rebelde que Francia y Europa tienen la inmensa tarea de crear “una nueva civilización o perecer”. Pero basta de guerras. Aunque sí hay que ir a “la confrontación de las ideas”. De esta confrontación da prueba Europa en sus últimos cien años.

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Quería decir con esto que tanto los “camaradas cristianos” como los “camaradas comunistas” no van a los hechos a la hora de hacer la crítica de la filosofía existencial sino que proclaman sus verdades des lo “alto”. Y dada la altura de sus creencias lo simplifican todo arruinando una percepción del mundo que se atenga al mundo. Y el mundo está en crisis y un “malestar” ya se hace casi irrespirable. Ahora bien, si Europa, el mundo, sufre de “nihilismo” mal haremos mirando hacia otra parte, como si no ocurriera nada o imponiendo verdades que llegan de las alturas de lo eterno o de la filosofía de la historia. El hombre rebelde se rebela contra esta situación para la que no hay términos medios. ”Creemos que la verdad de este siglo sólo puede alcanzarse yendo hasta el final de su propio drama” (p. 685). Por supuesto que no todo es negación y absurdo. Pero debe ser el punto de partida porque es “lo que nuestra generación ha encontrado”.

Hay cosas que no podemos resolver ni con un sermón ni con editoriales como los que critica Camus en defensa de aquellos espíritus que para intentar resolver ciertos problemas dedicaron toda su vida. Estos hombres, continuaba Camus en su “buena fe”, han provocado su valor tanto a través de su “obra” como de su “vida”; y pide para estos espíritus lo mismo que para cualquier persona de buena fe: paciencia para explicarse. “Es justo que los escritores respondan de sus escritos”. Pero debe primar el principio de objetividad y no el de adoctrinamiento a la hora de criticar la filosofía negativa o filosofía pesimista. Esto y no otra cosa debe hacernos “reflexionar” -“y todos tenemos una terrible necesidad de reflexionar. Y, para Camus, la liberación de Paris tiene que contemplar la liberación del odio consistente en querer concluir de los principios de la filosofía negativa, del existencialismo, “la disposición para la servidumbre de tal o cual persona”, o bien que “concluir que tal o cual pensamiento debe forzosamente conducir al nazismo” (p. 685-686).

Camus, como veremos en el último apartado, va a intentar circunscribir las responsabilidades de Alemania a los nazis, una filosofía hitleriana que “inundó” a Alemania. Por otra parte, quería a toda costa salvar al hombre. No le era concebible que se pudiera pasar del existencialismo alemán al nazismo porque “es dar del hombre una imagen que prefiero no calificar” (p. 686). Sin embargo, a Camus le será mucho más fácil proponer un antecedente para la explicación del horror nazi como banalidad del mal que se cumple en cualquier ciudadano.

Respecto al segundo y último apartado, Defensa de la inteligencia (15 de marzo de 1945), Camus vuelve, como Sísifo, a recorrer su camino: la liberación de Francia y de Europa y del mundo pasa por la defensa de la inteligencia. Es una bella alocución con una riqueza de matices que nos dan muchas clave del pensamiento de este escritor.

Camus optó por el camino más difícil: no la amistad como efusión del corazón entre personas simpáticas; sino la amistad que realmente construye. El presupuesto ya ha sido expresado, de diferentes modos, a lo largo de estas Crónicas, “lo que se opone a la amistad es la mentira y el odio” (p. 686). Se ha estado luchando con tanta fuerza contra el “hitlerismo” que este ha dejado sus huellas como una posible victoria. En este sentido es en el que afirma que, “en cierto sentido, aún no nos hemos liberado”. Es el mundo, en general, quien padece un desencadenamiento de odio sin igual en toda la historia. Pero el análisis de Camus se vuelve muy incisivo y clarificante cuando es la propia Francia, “nosotros”, nuestro “cuatro años” los que han dado un rendimiento al odio muy especial. Camus utilizó esta sorprendente expresión: “el ejercicio razonado de ese odio”. Posteriormente, en El hombre rebelde, hará una sugerente separación entre el “Terror irracional” de los nazis y el “Terror racional” del comunismo soviético. Pero aquí, marzo de 1945, se adelanta una tesis que es un claro antecedente de la “banalidad” del mal de Hannah Arendt en Eichman en Jerusalén. Para Camus esos “cuatro años” nos han enseñado algo que hay que encarar sin mentir: “hombres como ustedes y como yo, que por la mañana acariciaban a los chiquillos en el metro, se transformaban por la tarde en verdugos meticulosos. Se convertían en funcionarios del odio y de la tortura”. De esta forma estos funcionarios llevaron a cabo “su administración” del odio y la tortura (p. 687). ¿Qué se administraba? La descripción de Camus recuerda la pluma de los mejores escritores de Auschwitz. La lista es larga: “se fabricaban pueblos enteros de huérfanos y se disparaba contra los hombres en plena cara para que no se los pudiera reconoces; (…) se metían a taconazos los cadáveres de los niños en ataúdes demasiado pequeños y se torturaba al hermano delante de la hermana; (…) se formaban cobardes y se destruían las almas más altivas”. Todo esto ocurría “allí”. Y nada de esto se creía en el extranjero. Pero para “nosotros” era distinto porque “durante cuatro años, nuestra carne y nuestra angustia los tuvieron que creer”. A través de los periódicos “cada francés recibía su ración de odio”. Al odio de los verdugos dio paso el odio de las víctimas; pero al retirarse los verdugos “los franceses se han quedado con parte de su odio.

Para Camus de lo que primero se trata es de “curar esos corazones envenenados” para que se pueda lograr el día de mañana la victoria más difícil sobre el nazismo. Esta tarea consiste en “entablar la lucha en nosotros mismos” para que se transforme el instinto de odio en deseo de justicia. “no ceder al odio, no hacer ninguna concesión a la violencia, no consentir que nuestras pasiones nos cieguen, esto es lo que todavía podemos hacer por la amistad y contra el hitlerismo” (p. 687).

Este elogio de la amistad contra el hitlerismo apunta a una “reforma de la política” consistente en darle la palabra al oponente, es decir, admitir que también el oponente tiene sus razones. Camus exige una buena dosis de buena fe ya que asume que el oponente tenga razones “malas” aunque “desinteresadas”

¿Qué significa todo esto? -se pregunta Camus. Y responde: ”que debemos preservar la inteligencia” (p. 688). Ahí radicaría el problema. Recuerda que cuando los nazis se hicieron con el poder, Goering ofrecía claramente la esencia de la filosofía del hitlerismo en esta frase: “Cuando se me habla de inteligencia, saco el revólver”. Camus señala dos acontecimientos históricos: 1°) la filosofía hitleriana que “invadía” Alemania y 2°) que en toda la Europa civilizada “se denunciaban los excesos de la inteligencia y los defectos de los intelectuales”. Y los propios intelectuales eran los primeros en dirigir este proceso. Se impusieron “las filosofías del instinto” que apelan al “sentir” antes que al “comprender” bajo el presupuesto de que se pueden separar y hacer del “sentir”, digámoslo así, la filosofía primera. Camus condena el gobierno de Vichy, un gobierno colaboracionista con la filosofía del hitlerismo, porque se fundó en una mala inteligencia, en una inteligencia cobarde, gracias a lo que se supo que “el intelectual es un animal peligroso que traiciona con facilidad”. Pero la causa de esta mala inteligencia no está en los libros, sino en la falta de valor en el más literal sentido kantiano (esto no lo dice Camus): tener el valor de servirte de tu propio entendimiento. Pero Camus sí habla de la “inteligencia sana (…) que se apoya en el valor de esos “cuatro años” luchando por la justicia y la libertad. “Cuando esta inteligencia se apaga llega la noche de las dictaduras” y, de ahí, que como Husserl en Viena en 1935, Camus apueste por la inteligencia y no por el revólver, y que este cuidado de la inteligencia deba mantenerse con todos sus “deberes” y “derechos”.

Tan sólo a partir de esta salvación de la inteligencia podrá haber lugar a un humanismo y la amistad alcanzará su dimensión ontológica y política. “Porque la amistad es la ciencia de los hombres libres” (p. 689). No pudiéndose dar la libertad sin inteligencia y sin una recíproca comprensión.

Camus acabó su alocución con una referencia o, mejor, llamada a los estudiantes, “los que van a constituir la inteligencia francesa del mañana”. Esta llamada es de orden moral, se alienta a la juventud a no ceder jamás: 1°) cuando alguien les diga que “la inteligencia está de más”, 2°) cuando alguien pretenda probar “que es lícito mentir para triunfar más fácilmente”; 3°) no ceder ni ante la astucia, ni ante la violencia, ni ante la abulia. “Entonces, quizá en una nación libre y apasionada por la verdad, el hombre vuelva a sentir ese amor por el hombre sin el cuál el mundo sólo sería una inmensa soledad” (p. 689).

Este amor por la verdad es lo que hace del pensamiento de Albert Camus no sólo un testigo insobornable de su siglo, sino el que ensaya la creación de un nuevo humanismo mucho más cercano a los hombres que a los pueblos y patrias. Este amor por la verdad y por la libertad chocará, una y otra vez, con el solipsismo del Ser y el aislamiento y encono entre las naciones, horizonte casi invencible de nuestra propia soledad.

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