Literatura e Infinito. Huella y exterioridad en El Aleph de Jorge Luis Borges

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Literatura e Infinito. Huella y exterioridad en El Aleph de Jorge Luis Borges

Libre de la metáfora y del mito

labra un arduo cristal: el infinito

mapa de Aquél que es todas Sus estrellas.

Spinoza, Jorge Luis Borges.

  1. Huella y disimetría de la mirada.

El Aleph de Jorge Luis Borges comienza con la huella que imprime la ausencia de Beatriz Viterbo; un duelo. Muerta, Borges pretende asirla en su memoria.

De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salida, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pequinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón […] [1]

En las fotografías se ubica el rostro de una Beatriz en distintos tiempos y espacios enmarcados en el pequeño cuadro de un retrato. Si el rostro es el signo del otro, tal como señala Emmanuel Levinas, la ausencia de Beatriz es la huella perdida en una huella. Se trata de la huella de un exceso que mira y, por eso, Borges entraña la huella del rostro de Beatriz, que se constituye a partir de su ausencia.

[…] huella del infinito que pasa sin poder entrar allí donde se vacía el rostro como huella de una ausencia, como piel a jirones; en la duplicidad de la belleza está el extraño tropo de una presencia que es la sombra de sí misma, de un ser que anacrónicamente se recoge en su huella. [2]

El rostro es la huella de sí mismo, en un abandono irreductible a la presencia, que conforma la desmesura del infinito. Así, la exposición del uno con el otro sucede en el espectro de la huella, donde la tematización del rostro se deshace a sí misma en su acercamiento. La carne se hace verbo en el acercamiento al rostro y se transforma en el decir. Borges interpela a Beatriz, en la proximidad de su ausencia, cuando escribe:

No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije: ‒Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.[3]

El decir es el compromiso del acercamiento, explica Levinas. Es la proximidad del uno para el otro; es la significancia misma de la significación en un orden anterior al ser. La pre-originalidad del decir imprime su huella al margen del ser y el ente. El decir se une:

[…] en tanto responsabilidad para con el Otro a un pasado irrecuperable e irrepresentable, que se temporaliza conforme a un tiempo conformado por épocas separadas, conforme a su diacronía. [4]

Es en la proximidad de la irrecuperabilidad de Beatriz donde Borges afirma su subjetividad; su yo. Lo hace a través de un tiempo fuera de cronologías, que se articula sobre cierta separación temporal superpuesta. Desgarrado el presente, se introduce una coincidencia de instantes distanciados por una duración que, en palabras de Maurice Blanchot, producen una simultaneidad sensible. [5]

Así pues, Borges habla a Beatriz a través de un decir en el que se expone y se sujeta a una afección por el otro. No hay una reciprocidad en esta afección, puesto que Borges es quien se sujeta a Beatriz: quien lo afecta. Y es en esta irreversibilidad de la relación y del afecto donde Levinas sitúa la subjetividad. El soy yo, soy Borges se instala en la falta de reciprocidad del afecto, que vuelca al personaje hacia la afirmación de su subjetividad en una diacronía del tiempo. Hay un movimiento hacia el otro, sin que por parte del otro exista un movimiento hacia mí. La relación es disimétrica y acontece más allá de una totalidad; un más allá en el que Levinas coloca la trascendencia del rostro y del otro.

Siendo el rostro una invitación al riesgo de la proximidad y el acercamiento, Borges no deja pasar un año sin volver a casa de Beatriz, para mantener su recuerdo. El relato transcurre entre las peripecias literarias de la relación que entabla Borges con Carlos Argentino Daneri, primo hermano de Beatriz. Ambos, en el fondo, piensa Borges, se habían detestado siempre. Sin embargo, es a partir de la irrupción de Daneri –del otro‒ por lo que Borges se encuentra con el Aleph. Daneri describe la infinitud del Aleph en la siguiente línea:

‒Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. [6]

Ahora bien ¿en la relación con el otro, en su irrupción, en su trascendencia y alteridad radical, no se encuentra, como en el Aleph, pero en otro sentido, el infinito? El acercamiento del rostro del otro, como intencionalidad, supone una separación radical en la alteridad de una relación deferencial.

Tal separación significa eso mismo que Lévinas re-denomina la <>: ética o filosofía primera, por oposición a la ontología. Porque se abre, para acogerla a la irrupción de lo infinito en lo finito, esta metafísica es una experiencia de la hospitalidad. Lévinas justificaba así la venida de la palabra hospitalidad, preparaba su umbral. El paso metá tá physiká pasa por la hospitalidad de un umbral finito que se abre al infinito, pero este paso meta-físico tiene lugar, ocurre y pasa por el abismo o la trascendencia de la separación.[7]

Incluso cuando estamos juntos, estamos infinitamente separados; he ahí el infinito que marca la relación con el otro en la filosofía de Levinas. De manera que el Aleph no es la única infinitud en el relato, sino que también lo es la separación radical que ocurre entre Borges –¿el personaje?‒ y el rostro que marca la ausencia de Beatriz; su huella, su trascendencia infinita.

II. La escritura del error.

La idea que corrompe a todas las demás es precisamente la del infinito, recuerda Blanchot a propósito de Borges. Rechazando el movimiento de lo finito, la infinitud rompe con la tranquilidad. Blanchot razona que Borges recibe el infinito para afirmar, en la experiencia literaria, lo que Hegel llamaba: el mal infinito. Levinas concibe al infinito repudiado por Hegel, reivindicándolo, al igual que Blanchot, como la pasividad que se acrecienta en la infinitación del infinito. Son el otro y su alteridad los que se alejan con cada nueva aproximación. Para Hegel, el mal infinito sólo niega lo finito.[8]

La verdad de la literatura estaría en el error de lo infinito. Felizmente, el mundo en que vivimos, y tal como lo vivimos, es limitado. Bastan algunos pasos para salir de nuestro cuarto, algunos años para salir de nuestra vida. Pero supongamos que en aquel espacio reducido, de repente oscuro, nosotros, de repente ciegos, nos extraviemos.[9]

El error del infinito que expresa la literatura no se encuentra en el hombre de las medidas ni en el de la mesura, sino en el que es desértico y laberíntico. Blanchot indica que el error es justamente lo que transforma lo finito en lo infinito. Pero, ¿de qué error se está hablando? Si la literatura atraviesa los horizontes del mundo con una absoluta exterioridad, con aquello impensable que lleva, sin llevarlo, al poema, es el error del ser el que se dice; error que subyace en el espacio literario que describe Blanchot, asegura Levinas. Se trata de la escritura que no conduce a la verdad del ser, sino a su error. Levinas celebra que, a diferencia de Heidegger, para Blanchot, el arte implica el error del ser, pues se trata del lugar inhabitable de la errancia. Por otro lado, el arte, más allá de su sentido estético, enaltece la verdad del ser, piensa Heidegger [10]. Sin embargo, para Blanchot, lo que acontece es la no-verdad, en la que éste no, no es la negatividad que transforma la naturaleza como en Hegel y Marx, sino que es lo que se revela en la obra: un más allá de toda posibilidad que se traduce en lo impersonal, como la muerte que nunca viene y que es imposible asir. Es así, porque el yo nunca muere, sino que sólo se muere. La muerte se ubica en el espacio de una obra en la que una negra luz difumina la presencia del sujeto.

Ante la oscuridad a la que llama el arte, como ante la muerte, el <>, soporte de poderes, se disuelve en un <> anónimo a través de una tierra de peregrinaciones.[11]

Lo que ocurre es el desvelamiento de una oscuridad que corresponde a la no-verdad, en un exterior absoluto que excede a todo proyecto y medida, en el que se alza un desierto nomádico de estancias sin lugar. Levinas afirma que el nomadismo es una relación irreductible con la tierra que se despliega lejos de lo verdadero, en el espacio literario. Enraizado en su andar, el nómada surca las fronteras de la no-verdad. El mundo heideggeriano, para Levinas, es un mundo de señores que trascienden la miseria, o bien, de siervos atentos a los deseos de esos señores; así también, las distinciones entre el cielo, la tierra, los mortales y los dioses –la cuaternidad‒, en el pensamiento de Heidegger, determinan el espacio con una absolutización del paisaje. Es Blanchot quien se encarga de desenraizar el orbe heideggeriano, al derramar sobre él, el manantial eterno del afuera. [12]

La no verdad y el error del ser se ubican en la exterioridad de un afuera que desborda la representación. De modo que el infinito literario ocupa este no-lugar donde la finitud, cerrada, puede salir de sí misma en un movimiento en el que los lugares sin salida se vuelven infinitos. Tal aspecto es el que Michel Foucault, en El pensamiento del afuera, encuentra en las novelas de Blanchot.

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Éste es sin duda el papel que juegan, en casi todos los relatos de Blanchot, las casas, los pasillos, las puertas y las habitaciones: lugares sin lugar, umbrales atrayentes, espacios cerrados, vedados y sin embargo abiertos a los cuatro vientos […] [13]

Se trata de espacios donde las puertas confluyen en encuentros insoportables con los personajes, al mismo tiempo que resuenan en los corredores voces que sofocan el habla. Lugares con proximidades y distancias que, conjugadas, no cesan de desplazarse.

Otro aspecto del espacio literario es que en él ocurre un extravío que no avanza en línea recta, sino que lo hace en un constante re-comenzar sin ningún punto de partida, en el que, antes de haber empezado, ya ha vuelto a comenzar. Blanchot asevera que hay una correspondencia entre la mala infinitud y la mala eternidad, y que Borges, a partir de ser un hombre literario, se enfrenta a ellas. Para el escritor argentino el mundo es un libro y éste, a su vez, puede ser el mundo. Los libros devoran el mundo en los relatos de este escritor, así sucede en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius [14], donde los libros de Tlön sustituyen a las lenguas y a los saberes del mundo; del mismo modo, la impersonalidad del espacio literario interrumpe las representaciones del mundo con su exterioridad. Blanchot expone que el libro y el mundo se reflejan infinitamente en imágenes que afirman la potencia de lo falso. El libro como posibilidad del mundo efectúa una falsificación como elemento de la ficción. A juicio de Blanchot, los títulos de Ficciones y Artificios son los más adecuados para referirse a la literatura. Este autor recuerda que, para Borges, en todos los autores, ya sean Carlyle, Whitman o Joyce, hay un ímpetu de incorporar páginas que no les pertenecen, pues ya no se trata de los autores, sino de una potencia sin nombre que escribe. Ciertamente, la literatura es esencial, a la vez que impersonal. A través de Paul Valéry, en el ensayo La flor de Coleridge, Borges recuerda el espíritu impersonal de la literatura.

Hacia 1938, Paul Valéry escribió: << La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor. >>[15]

Sin embargo, no se trata de un espíritu a la manera de Hegel, en el que se desarrollan y despliegan sus momentos como figuras de una conciencia que se resuelve en la autoconciencia de sí [16]; sino que es menester, más bien, del espacio literario, cuya neutralidad e impersonalidad dispersan y borran los rastros de la autoconciencia –el yo‒ o del individuo universal, sustituyéndolos por el vacío de la exterioridad. Es la irrupción de un lenguaje en el que el sujeto queda desplazado y diseminado. Blanchot redacta:

[…] dentro de la literatura, lo esencial es que ésta sea impersonalmente, en cada libro, la unidad inagotable de un solo libro y la saciada repetición de todos los libros.[17]

Dicho esto, Borges cuenta la historia de un escritor francés contemporáneo que, por sus propios medios y pensamientos, re-escribe dos capítulos del Quijote. Blanchot reconoce que esa extraña tarea es la que lleva a cabo todo traductor. En una traducción existe la identidad de una obra que se dice doblemente. Pierre Menard, autor del Quijote es el cuento al que se remite Blanchot, cuando afirma la existencia de dos obras en la identidad de un mismo lenguaje. Una falsa identidad figura como el espejismo de una duplicidad. En el cuento se lee, con humor, sobre la ruptura de la identidad:

El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)

Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):

…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo XVII, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

…la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

La historia madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales ‒ejemplo y aviso del presente, advertencia de lo por venir‒ son descaradamente pragmáticas. [18]

En efecto, lo que ocurre es una distensión del lenguaje en el texto, una disparidad de fondo que como efecto produce una identidad y una semejanza. Son los mismos enunciados, pero dichos a partir de una resonancia diferencial y desemejante. Por un lado, Cervantes, en el contexto del siglo XVII, por el otro, un Menard pragmático; ambos se conjugan en un enunciado y en una obra que es la misma. Se trata de la disimetría que produce una identidad.

Donde hay un doble que es perfecto, el original se desploma junto con el origen, razona Blanchot. Por lo que si el mundo pudiera ser traducido en un libro (intento que Borges le reconoce al poeta inglés del siglo XVII, Michael Drayton, en El Aleph [19]), ya no cabría hablar de comienzos ni de finales:

[…] y se convertiría en ese volumen esférico, finito y sin límites que todos los hombres escriben y donde están escritos; ya no sería el mundo sino el mundo pervertido en la suma infinita de sus posibles (Dicha perversión tal vez sea el prodigioso y abominable Aleph [20]).

Finitud sin límites, finitud en la que prorrumpe el infinito borrando todo borde; delimitación sin límite: el Aleph. Así, Blanchot reconoce que la literatura posee el gran poder de la infinita multiplicidad de lo imaginario.

III. Infinitud y simultaneidad

Pero, a todo esto, ¿qué es el Aleph en la narración de Borges? Es en el sótano de Daneri donde Borges se encuentra con la misteriosa esfera –el infinito lo interrumpe. Irrumpe en él, en cierto sentido, sorpresivamente, ya que en un principio se muestra escéptico ante los comentarios de Daneri sobre la inconmensurable esfera. Borges se impresiona al asumir las dificultades que conlleva la descripción del infinito en un círculo, cuyo diámetro no excede los dos o tres centímetros. Si al lenguaje lo conforma un alfabeto de símbolos con un pasado compartido entre interlocutores, ¿cómo puede ser transmitido el infinito?, se cuestiona Borges. Y por eso recuerda ciertas historias místicas, como la del poeta persa del siglo XII, Farid ud-din Attar, quien escribe El coloquio de los pájaros: texto en el que un conjunto de aves, al verse reflejadas en un espejo, se dan cuenta de que son Simorg, el dios al que buscaban. Así también, el autor de Pierre Menard piensa en el profeta Ezequiel, quien describe a un ángel de cuatro rostros que de una sola vez se dirigen a los cuatro puntos cardinales. Se trata de imágenes literarias que evocan la imposibilidad y el infinito.

La mera aparición del Aleph franquea los límites del lenguaje al resistirse a la traducción y al encontrarse ante la dificultad de enumerar el infinito. Hay una simultaneidad en la esfera que desborda toda sucesión en el lenguaje. Asimismo, en la magistral descripción del Aleph figura también la huella de Beatriz Viterbo.

[…] vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi el Aleph en la tierra y en la tierra otra vez el Aleph y el Aleph en la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima. [21]

Vi tu cara es la frase que abre un afuera en el relato y desestabiliza toda presencia. ¿La cara, el rostro de quién fue visto? ¿A qué signo del otro se refiere Borges? ¿Es acaso el rostro de Beatriz o el del lector o, tal vez, el del infinito mismo? Esa es la ambigüedad en la que descansa la frase, cuya indiscernibilidad bifurca sentidos y descoloca al tú de la segunda persona del singular: Beatriz, el lector o el infinito. El lenguaje se ve atravesado por la afirmación de Borges, a la vez que desplaza y desubica al yo y al tú del relato. ¿Dónde está Borges? ¿Cómo narrador o como personaje? ¿El lector es parte del relato o tiene independencia del mismo? O bien, ¿no se trata de la ausencia de Beatriz que se imprime en la huella de su olvido? Tales presencias son sacadas de sí con la afirmación del afuera del relato. El vi tu cara sólo puede estar dirigido al otro que se ubica más allá de la representación.

IV. Afuera, separación y olvido.

Por su parte, Blanchot coloca la prueba de la imposibilidad de la obra en una experiencia de la noche. El vínculo entre el afuera y la noche se articula a partir de una ausencia próxima al silencio, que se presiente en un extravío. El afuera pertenece a la otra noche y, por eso, Blanchot escribe:

Pero la otra noche no acoge, no se abre. En ella siempre se está afuera. Tampoco se cierra, no es el gran castillo, cercano pero inaccesible, donde no se puede penetrar porque la entrada está guardada. La noche es inaccesible porque tener acceso a ella es acceder al afuera, es permanecer fuera de ella y perder para siempre la posibilidad de salir de ella. [22]

La relación entre el artista y la obra conforman una anomalía, que en la experiencia transmuta las formas del tiempo, del mismo modo como la infinitud del Aleph diluye el exterior y el interior del relato descolocando presente. En la experiencia literaria acontece una desaparición del autor que, en una transformación universal, se dice de un actuar sin nombre. En efecto, el anonimato afirma, en la otra noche, la neutralidad de la muerte en la obra.

En la noche se encuentra la muerte, se alcanza el olvido. Pero esta otra noche es la muerte que no se encuentra, es el olvido que se olvida, que en el seno de su olvido es el recuerdo sin reposo. [23]

El infinito en la finitud y la finitud en el infinito es el doble juego que Borges escribe. El Aleph se encuentra en el mundo y el mundo en el Aleph: una afirmación que, en su repetición incesante, da cuenta de una absoluta exterioridad.

Por otro lado, la idea del infinito es lo que Levinas entiende primeramente como el a-Dios. El decirlo implica un saludo y una promesa que se anudan en la infinitud. El a-Dios es una bienvenida, en medio de la separación, que ocurre en el instante de la muerte, pero también en la relación con el otro. El a del a-Dios constata un desvío a partir de esa a, que amalgama la separación y la acogida. Es la estructura extraordinaria de la idea del infinito. La a se vuelca hacia el infinito, pero antes de hacerlo, ya está movilizada por el infinito hacia el infinito. Se abre a su infinitud y se vuelve en su dirección para responder a él. El infinito la llama y la a se dirige a él, pero también hacia sí misma.

Con su alcance la a abre al infinito la referencia–a, la relación–a. Desde siempre, antes de todo, antes de donar o de perdonar a Dios, antes de pertenecer a Dios, antes de cualquier cosa, antes de ser el mismo, antes de todo presente, la consagró al exceso de un deseo –el deseo llamado A-Dios. [24]

Antes de encontrarse aquí o allí –ahí‒, el infinito se dirige al a-Dios, que va de la separación al deseo. Del Aleph a Beatriz, Borges camina, desesperado, ante la dificultad de asir una huella erosionada. [25]

¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es poderosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz. [26]

Se trata del rostro que se desvanece en la proximidad, como el recuerdo del infinito circular en el que falsea la memoria. Y al final del cuento, Borges saluda a Beatriz en la infinita separación del a-Dios, que es huella, promesa y olvido.

Bibliografía

  1. Blanchot, Maurice, El espacio literario. Editora Nacional. Madrid, 2002.
  2. ______________, El libro que vendrá. Monte Ávila Editores. Venezuela, 1969.
  3. Borges, Jorge Luis, “El Aleph”. Edición crítica y facsimilar de Elena del Río. El Colegio de México. México, 2008.
  4. ______________, Ficciones. Debolsillo. Colombia, 2012.
  5. ______________, Nueva antología personal. Editorial Bruguera. España, 1980.
  6. Derrida, Jacques, Adiós Emmanuel Lévinas. Palabra de acogida. Trotta. España, 1998.
  7. Foucault Michel, Entre filosofía y literatura. Paidós. España, 1999.
  8. Heidegger, Martin, Arte y poesía. Fondo de Cultura Económica. Argentina, 1992.
  9. Hegel, G. F. W, Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Alianza Editorial. España, 1997.
  10. ____________, Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica. México, 1971.
  11. Levinas, Emmanuel, De otro modo que ser o más allá de la esencia. Ediciones Sígueme. España, 2003.
  12. ________________, Sobre Maurice Blanchot. Trotta. España, 2000.

Notas

[1] Jorge Luis Borges, “El Aleph”. Edición crítica y facsimilar de Julio Ortega y Elena del Río Parra, p. 52.

[2] Emmanuel Levinas, De otro modo que ser o más allá de la esencia, pp. 156-157.

[3] Jorge Luis Borges, “El Aleph”, op. cit., pp. 63-64.

[4] Emmanuel Levinas, De otro modo…op. cit., p. 99.

[5] Maurice Blanchot, El libro que vendrá, p. 19.

[6] Jorge Luis Borges, “El Aleph”, op. cit., p. 62

[7] Jacques Derrida, Adiós a Emmanuel Lévinas. Palabra de acogida, p. 67.

[8] En la filosofía de Hegel, el infinito malo se refiere a lo siguiente: Esta infinitud es la mala infinitud o infinitud negativa, por cuanto no es nada más que la negación de lo finito que no obstante vuelve siempre a resurgir por no haber sido también [efectivamente] superado; o [lo que es lo mismo] esta infinitud expresa solamente el deber-ser de la superación de lo finito (G. W. F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 94, p. 197).

[9] Maurice Blanchot, El libro…, op. cit., p. 19.

[10] Para Heidegger, el acontecer de la verdad se encuentra en la obra de arte, por eso escribe: En la obra está el acontecimiento de la verdad y, ciertamente, a la manera de una obra en operación. Según esta idea se determinó previamente la esencia del arte como poner en operación la verdad. Pero esta determinación de propósito es ambigua. En un sentido dice que el arte es la fijación de la verdad que se establece en la forma. Esto acontece en la creación como el producir la desocultación del ente. Pero poner en la obra significa a la vez: poner en marcha y hacer acontecer el ser-obra. Esto sucede como contemplación. Entonces el arte es un devenir y acontecer de la verdad (Martin Heidegger, Arte y poesía, p. 110).

[11] Emmanuel Levinas, Sobre Maurice Blanchot, p. 42.

[12] Ibid., p. 46.

[13] Michel Foucault, Entre filosofía y literatura, p. 303.

[14] Borges escribe en el relato: Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar… Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado al mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.

Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne (Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, p. 115).

[15] Ibid, p. 202.

[16] Sobre el individuo y el espíritu, se lee en Hegel: La tarea de conducir al individuo desde su punto de vista informe hasta el saber, habría que tomarla en su sentido general, considerando en su formación cultural al individuo universal, al espíritu autoconsciente de sí mismo. (G.F.W. Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 21). La autoconsciencia del sí mismo es precisamente lo que la impersonalidad del afuera y el espacio literario difuminan.

[17] Maurice Blanchot, El libro…, op. cit., p. 111.

[18] Jorge Luis Borges, Ficciones, pp. 50-51.

[19] A propósito de Drayton, Borges escribe: Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable pero limitado es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. (Jorge Luis Borges, “El Aleph”, op. cit., p. 52). Aunque el Polyolbion no recoge la totalidad del mundo en un libro, sí pretende hacerlo con el territorio inglés; tarea que de suyo corresponde a traducir parte del mundo en un libro.

[20] Maurice Blanchot, El libro…, op. cit., p. 111.

[21] Jorge Luis Borges, “El Aleph”, op. cit., p. 69.

[22] Maurice Blanchot, El espacio literario, p. 148.

[23] Ibid., p. 148.

[24] Jacques Derrida, op. cit., pp. 133-134.

[25] Sí hubo realmente una Beatriz y en la nota, The Aleph and Other Stories, Borges expresa: Beatriz Viterbo existió en realidad y yo estaba desesperadamente enamorado de ella. Escribí el relato después de su muerte. (Jorge Luis Borges, “El Aleph”, op.cit., p. 107.

[26] Ibid., p. 72.

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