De villanos y santos fronterizos

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De villanos y santos fronterizos

A partir de sus inicios en 1970 el negocio del narcotráfico ha crecido de manera impensable y hoy es la actividad económica ilegal más importante del mundo. El narcotráfico es una interminable fuente de corrupción, impunidad y violencia, sin embargo, se ha convertido en una forma de vida, no sólo para los narcotraficantes sino para todos los habitantes de Latinoamérica. Impregna nuestra vida diaria y afecta todas nuestras actividades a tal grado que constantemente escuchamos hablar de la narcocultura, las narcodemocracias, las narconovelas, los narcocorridos, la narcoestética y la narcoreligión.

Pero ¿podemos realmente considerar a la llamada narcocultura como cultura? Cuando nos atenemos a la definición de Edward Said sobre cultura como lo mejor y más representativo de una sociedad, nos es difícil aceptar que cualquier cosa relacionada con el negocio del narco sea realmente parte de la cultura de nuestro país, (aunque seamos mexicanos o colombianos… nos cuesta). Primero porque, a pesar de lo que en el extranjero se diga, nos negamos a que el narcotráfico sea lo más representativo de la cultura mexicana. Segundo, porque obviamente no es lo mejor de nuestra sociedad. Entonces, desde este punto de vista, podemos claramente decir que la cultura del narco, no es cultura, sino que, más que una cultura, es una realidad que como tal, se refleja en los objetos culturales de nuestra sociedad, ya sea en los corridos, en las películas o en la literatura, y que, por lo tanto nos encontramos frente a una temática cultural específica de un momento dado que no determina ni define la cultura de un pueblo. Si partimos de este principio, la definición de cultura de Said sigue en pie y en apariencia tendremos resuelto el problema. Lo único que tenemos que hacer es revisar cómo, los mencionados artefactos culturales reflejan esa realidad.

Sin embargo, la cosa no es tan fácil pues la realidad, como algo vivo y en movimiento, no sólo se refleja en los objetos culturales, sino que a su vez los produce, y el problema comienza cuando esos artefactos culturales no son, ni representan, lo mejor de nuestra sociedad y, más allá de su relación con el narcotráfico, presentan problemas per se en cuanto a su inclusión dentro de lo que el canon considera cultura. Ahí sí ya no podemos considerarlos, desde el punto de vista de Said, como parte de la cultura.

En el primer caso, el del artefacto cultural aprobado por el status quo, como un libro o una película, donde el narco es objeto de representación podemos poner como ejemplo a “Miss Bala”, la película del 2011, dirigida por Gerardo Naranjo que narra la historia de una chica cuyo sueño, convertirse en reina de belleza, la lleva a mezclarse, de manera totalmente involuntaria, en el mundo del narco. En el segundo caso, en el del objeto cultural no convencional, abordaremos el cuento “Plegarias silenciosas” de Eduardo Antonio Parra en el que describe la devoción a Malverde y a la Santa Muerte, ambos sujetos de adoración del mundo del narco y el crimen, y artefactos que no suelen ser aceptados como parte de la cultura religiosa.

Si abordamos el análisis de Miss Bala como deberíamos de abordar el de cualquier artefacto cultural que refleja la realidad, tendríamos que comenzar por decir que “Miss Bala” tiene como punto de partida una historia real: la de la despampanante Miss Sinaloa que en el 2008, fue encarcelada por vínculos con el narco. A partir de esa anécdota, la película presenta la trayectoria en espiral descendente para una joven que no tiene ninguna oportunidad en el absurdo mundo de violencia y corrupción que la rodea. Mundo que, por desgracia, compartimos todos los mexicanos sin excepción y que la película retrata de manera más o menos imparcial con personajes que no son totalmente malos ni totalmente buenos. De acuerdo con Naranjo: “es un tratado fenomenológico de unos cuates que lejos de las cadenas de oro, del cinturón piteado, las botas de víbora, están haciendo una chamba”. Supuestamente, el director busca presentar la situación al natural, como el realizador imagina que realmente ocurre, sin efectos estilísticos que alteren nuestra percepción, sin embargo, ésta es ya una propuesta estilística que, hasta cierto punto queda un poco corta para el público mexicano que vive empapado de historias de este tipo.

En realidad, Miss Bala es la historia de una aspirante a cenicienta cuyo sueño nunca se logra y termina en manos del narco. Pero eso es sólo en la superficie. La película tiene un doble fondo. Es un retrato de México. Laura Guerrero es México, es el lugar donde las balaceras indiscriminadas elevan día a día el número de víctimas de un combate fallido; donde de los puentes cuelgan cadáveres con mensajes amenazantes; donde la corrupción y la impunidad es el orden del día, donde el pánico apenas disimulado de todos los habitantes nos lleva a pasar al lado de los decapitados diciendo “que barbaridad” y a seguir adelante con la esperanza de que nadie nos note; Miss Bala es el retrato del temor y desasosiego, la confusión y la perplejidad que vive un ciudadano común atrapado de modo fortuito en una espiral de violencia urbana.

Y hasta aquí todo va muy bien: en apariencia, Miss Bala es un producto cultural que refleja una realidad. El problema es que nada que tenga que ver con una realidad como la del narco se puede separar del narco: un ejemplo de esto es la escena en la que la protagonista cruza a Estados Unidos una tarde de noviembre de 2010. Sola, en una camioneta negra de vidrios polarizados, ella enseña su pasaporte para llegar a una cita en San Diego con un narcotráficante.

Luz verde. Esa noche, después de la cita, Laura hace el mismo recorrido de regreso: baja la ventana, enseña su pasaporte, luz verde y de vuelta a México. Una cámara sigue a la actriz durante el trayecto y registra cuando un hombre le entrega una maleta con armas, cuando ella la coloca debajo del asiento, cuando cruza de regreso a su país y cuando nadie la revisa ni le dice nada. Sorpresa, todo en la escena excepto las armas es real. La escena se filmó sin ningún tipo de montaje ni ensayo, para filmarla no se pidió permiso ni se hizo advertencia en las aduanas. “Con toda la maña pusimos una cámara en la parte trasera de la camioneta cuando Laura (Stephanie Sigman) cruza la frontera de Estados Unidos a México con armas de utilería. Stephanie sabía que era una escena documental y que podía terminar en la cárcel. Lo pavoroso es que la cámara registra que ella cruza libremente con armas y nadie le dice nada” (Naranjo).

En Miss Bala no hay violencia explícita, ni toma alguna que incluya droga, tampoco torturas ni decapitados, lo cual termina por dar más miedo, angustia e impotencia en el espectador. Pero esto se debe, en primer lugar, a una decisión estética del director y, en segundo, a que los capos de Tijuana le advirtieron que nada de balas, armas o drogas en su película, por lo menos no filmadas en su territorio. Por supuesto le pidieron al director una cuota por uso de suelo a cambio de protección y seguridad, después de la transacción le dieron un celular: “Si alguien más les pide dinero, llámanos”. No hizo falta. La caravana de rodaje partió a Aguascalientes a terminar las secuencias de balas y acción, donde hubo otra experiencia de tipo documental: “Escondimos la cámara detrás de una vitrina para una escena en donde varios hombres con armas salen de un camión y corren por la calle; fue sorprendente como nadie hizo nada, la gente no se asustó ni gritó y siguió su vida normal.”

Como podemos ver la película termina por confundir sus márgenes y se convierte en casi documental, casi noticiero. Pero, aún a pesar de esto, de que la realidad se imponga de tal manera dentro de la película, hasta el momento hemos podido mantenernos dentro de los márgenes de la definición de Said: la obra sí es de lo más representativo de nuestro país y, a pesar de que el narcotráfico no sea una muestra de lo mejor de nuestra sociedad, la película sí es una muestra de arte fílmico perfectamente logrado y con un valor estético que le permite formar parte de la cultura mexicana.

Hasta aquí, aparentemente todo parece muy sencillo, sin embargo ¿qué sucede cuando nos topamos con Malverde o la Santa Muerte? Figuras de culto religioso que surgen a partir de las prácticas del narcotráfico como respuesta a una profunda necesidad de esperanza en un mundo que se desbarata a punta de balazos, pero que, a pesar de esto, acrecientan el ejército de santos que conforman la parte religiosa de la cultura mexicana y que, además, llegaron para quedarse.

Este es uno de los problemas a los que nos enfrentamos en el cuento de Eduardo Antonio Parra, “Plegarias silenciosas”. En él, se expone cómo la santidad y el narcotráfico van de la mano; como Malverde es un santo que sí cumple, un santo que protege a quien se lo pide, a quien le rinde culto; cómo la Santa Muerte es la deidad paciente que espera el sacrificio de la madre, del hijo , de aquel que se quiera librar de su mano vengadora. Los elementos del narcotráfico se entretejen de manera magistral: la clase oprimida que requiere dinero y no tiene manera de conseguirlo, el detalle desgarrador con una madre ciega, el punto de quiebre con un interrogatorio terrible. En fin, todos los detalles cuidados al máximo para compartir una visión del mundo: el de la violencia, la corrupción, la miseria humana, la desesperanza.

Pero el problema principal estriba básicamente en el fenómeno religión -cultura que se presenta a través de la relación de la madre devota, con Malverde y con la Santa Muerte. Por un lado, en cuanto al aspecto religioso, nos enfrentamos a una enorme contradicción: una religión que predica el “no matarás” como uno de sus principios y que al mismo tiempo, “ayuda” y “protege” a los narcotráficantes. Por otro lado, tenemos artefactos -los mencionados Malverde y la Santa Muerte- que inciden en la realidad mexicana de manera importante no solo a nivel religioso sino que en todos los ámbitos culturales. Por lo tanto estos fenómenos asociados al narco ¿son cultura o no lo son? Las referidas figuras religiosas como expresión cultural ¿lo son de una cultura más amplia o sólo de la narcocultura? Lo cual nos regresa a la pregunta original ¿realmente la narcocultura es cultura? La pregunta nos lleva, por el momento, a planteamientos más concretos respecto a la relación entre cultura, narcotráfico y religión.

Por principio, cuando hablamos de religión y cultura tenemos que ampliar la definición de esta última a algo más extenso que abarque cualquier cosa relacionada con el lenguaje y otras formas de comunicación simbólica de manera que podamos incluir cualquier tipo de discurso, artefacto, disciplina o forma de entretenimiento. Además, debemos de tomar en cuenta que cuando estudiamos cualquier aspecto de la cultura, forzosamente tenemos que entablar un diálogo con las actitudes y expectativas dominantes relacionadas con ese tema, en este caso con el status quo del catolicismo.

Desde este punto de vista podemos incluir dentro de la cultura a cualquier hueste de santos que sean parte de la religión. El problema se encuentra entonces en si podemos incluir a los narcosantos dentro de la religión o no.

Aunque, específicamente, el culto contemporáneo a la Santa Muerte apareció en Hidalgo en 1965 y ya ha arraigado en varios estados de nuestro país, desde sus inicios, la cultura mexicana ha mantenido una relación cercana y hasta reverente hacia la muerte, con lo cual no es de sorprender que la santifiquemos. La Santa, hoy en México se encumbra a las alturas de la Virgen de Guadalupe y, de acuerdo a sus adeptos, es capaz de realizar singulares “milagros” como aparecerse y manifestarse corporalmente o imprimir sus imágenes en diversos lugares y ha librado a sus seguidores de múltiples peligros, además de conceder favores tales como la venganza y la muerte de otros. Es igual de santa para criminales como para militares y policías e incluso se ha convertido en algo popular dentro de la elite política y empresarial.

En fin, a pesar de que su rito ha sido prohibido y criticado por la Iglesia Católica, la Santa Muerte es adorada en un culto sin precedentes y si nos atenemos a la idea de que “un culto es un conjunto de actos que se atribuyen como veneración profunda y que van ligadas con la cultura.” (Rojas,1998) no nos quedará otra más que aceptarla como parte de nuestra cultura.

Por su parte, Malverde es “el santo de los narcos”, “el ángel de los pobres”, “el bandido generoso.” Es la figura a la que personajes como Rafael Caro Quintero y Amado Carrillo Fuentes rindieron pleitesía; la que cuenta con su propia capilla en la que no es extraño encontrarse con bandas que acuden a interpretar famosos narcocorridos por encargo de narcos, tocando en agradecimiento al santo porque se ha logrado pasar la droga al otro lado, a los Estados Unidos. Pero además, su figura es productora de una serie de fenómenos estéticos donde impera el gusto kitsch.

La capilla, por ejemplo, además de encontrarse amenizadas por las mencionadas bandas que tocan narcocorridos, tiene paredes tapizadas con placas, que con gran libertad ortográfica agradecen a Malverde por algún milagro. Hay fotos por doquier, de personas que necesitan alguna gracia del santo; dólares pegados en las paredes, de aquellos indocumentados que intentan cruzar la frontera. En el centro de la capilla se encuentra el busto de Jesús Malverde, rodeado de una gran cantidad de arreglos florales. Busto que el propio encargado de la capilla, reconoce que no representa la imagen de Malverde, sino que incorpora —cuenta el encargado— rasgos de Pedro Infante y de Jorge Negrete.

Así es que Jesús Malverde no sólo es un santo no canonizado, negado por la Iglesia Católica, pero aceptado por sus miles de fieles; sino que además, es una fuente inagotable de convergencias culturales.

En resumen tanto la Santa Muerte como Malverde son, innegablemente, fuentes de un culto cuya base social está integrada por personas de escasos recursos, excluidas de los mercados formales de la economía, de la seguridad social, del sistema jurídico y del acceso a la educación, además de un amplio sector social urbano y semirrural empobrecido.

Son el sustento religioso de aquellos sectores delictuosos dominantes que actúan al margen de la ley, creando códigos propios de organización y de poder simbólico que los legitima en ciertos sectores de la sociedad. Narcotraficantes, ambulantes, taxistas, vendedores de productos pirata, niños de la calle, prostitutas, carteristas y bandas delictivas tienen una característica común: no son muy religiosos, pero tampoco ateos; sin embargo, abonan la superstición y la chamanería. Crean y recrean sus propias particularidades religiosas con códigos y símbolos que nutren su existencia, identidad y prácticas.

Y, si de acuerdo a Clifford Geertz, cultura es el conjunto de significados simbólicos que se comparten en un grupo, las redes de significación que constituyen y le dan sentido y valor a la forma de vida de una comunidad, no nos va a quedar más que aceptar que, muy a pesar de que “El crimen organizado en México usa la religión para reclutar y mantener en sus filas a los miembros del grupo, así como para encontrar la salvación y “lavar” sus culpas” estos nuevos santos son fuente de identidad y son parte integral de nuestra cultura.

Referencias

  1. Aridjis, Homero, La Santa muerte: sexteto del amor, las mujeres, los perros y la
  2. Muerte, Alfaguara, México, 2003.
  3. Geertz, Clifford, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1992.
  4. Naranjo, Gerardo, Miss Bala, Canana Films México, 2011.
  5. Parra, Eduardo Antonio, “Plegarias silenciosas”, en Parábolas del silencio, Txalaparta, México, 2007.
  6. Rojas, Maria de las Nieves, Surgimiento y desarrollo de las organizaciones evangélicas en México: la minoría existente 1988-1997, México, 89, [32] tesis Licenciatura, (Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Publica)-UNAM, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Universidad Nacional Autónoma de México, 1998.
  7. Said, Edward W, Cultura e imperialismo, Trad. Nora Catelli. 2ª ed. Ed., Anagrama, Colección Argumentos, Barcelona, 2001

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