Obra y barbarie

Obra y barbarie
Anselm Kiefer

Anselm Kiefer

La reflexión en torno a la obra de arte tiene efectos profundos cuando se recuerda que, en cualquier caso, la comunidad continúa siendo el gran tema de la ética contemporánea, y no tanto la comunidad como colectividad de individualidades asfixiadas, sino la comunidad como un destino, una extensión de la efectiva existencia humana. Pero el problema está claro: la obra no se aviene con la comunidad porque ésta exige una obra fundada en la comunicación, es decir, en la noción de una obra que resalte el poder del lenguaje transitivo, puente entre el yo y el otro, entre la realidad y lo real. Un problema que simplemente puede ser omitido, ignorado, al menos mientras el lenguaje continúe siendo el portavoz de una voluntad de comunicación capaz de explicarlo todo, incluso aquello que, por su propia vocación imaginativa, considera inexplicable, falla natural de un sistema omnipresente y, por lo mismo, casi perfecto. Efectivamente, la obra suele convertirse en documento antropológico, curiosidad moral, pretexto científico, propósito hermenéutico, mercancía y hasta objeto de adoración, y en todos los casos la obra pervive como un destello. Y claro, la reflexión en torno a la obra será, a su vez, obra propia cuando el lenguaje de esa reflexión se convierta en viso de ese destello, en el eco de una obra que alcanza su expresión más bella en el momento de su ocultación.

Anselm Kiefer

Anselm Kiefer

La comunidad es, también, un tema complejo. Jean Luc-Nancy ha observado que el pretendido exterminio nazi de los judíos europeos, ese atentado contra la comunidad, se hizo en nombre de la comunidad misma, aporía que destruye la intención de la palabra, que quiere lo común, justamente aquello que nos coloca bajo una identidad compartida. En este sentido, y admitimos el horror que provoca la siguiente conclusión, ya hay obra cuando se atenta contra la comunidad, o mejor, la comunidad se define por su imposibilidad para crear obra. ¿Es el holocausto judío la parte visible de una obra más recóndita? ¿Son los campos de concentración y exterminio los restos enmudecidos de una arquitectura pensada, también, en términos de una obra de arte? Pero la solución final a la cuestión judía era parte de un destino, por cierto, un destino que se cumplió del modo más inesperado, si es que se admite que vivimos una época configurada por el legado incorpóreo del III Reich. Aquí estalla toda la crudeza de la frase de Walter Benjamin, y que George Steiner cita con estremecida admiración: “…la barbarie que está en la base de toda gran obra de arte”. Escritas así, con la brevedad de las sentencias definitivas, estas palabras abren el horizonte que permitirá pensar las nuevas relaciones entre la ética y la estética. Ambas son consecuencias de la actividad humana, pero su historia nunca ha sido del todo un ejemplo de clara filialidad. Representan, acaso, las dos intensidades de lo humano, aquella que se legitima en la existencia del único animal que trabaja para negarse a sí mismo, la intensidad hegeliana, y aquella que anuncia la caída de todo proyecto de consolidación social, rompiendo las vías de acceso a lo común, atentando contra la comunidad y sus ensoñaciones; ésta es la intensidad kafkiana, por ejemplo. La verdad es que ambas intensidades son correlativas, si bien Hegel no concede más opción que la suya. Atisba la otra opción, la enfrenta con lucidez incluso, pero al final el espíritu de la comunidad regresa invicto. Hegel y Hitler, la voz imponente de la comunidad y su eco pervertido, su reflejo desquiciado y exacto. Hay comunidad a pesar de su propio exterminio, al menos esa es la paradoja que sobrevive a Dachau y al gulag Perm-36, a los laogai chinos y a Guantánamo, monumentos todos de ese mesianismo que caracteriza a la política inspirada en ideales religiosos.

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¿Qué significa, pues, que en la base de toda gran obra de arte se encuentren, como un fondo imprescindible, los signos de la barbarie? Dejemos de lado las demostraciones evidentes: la sangre que derramó el atroz conflicto entre aqueos y troyanos inspiró los mejores versos de la Ilíada; la escritura de Primo Levi fue consecuencia inmediata de su confinamiento en un campo de concentración. Ambos ejemplos, según hemos advertido en otro lugar, revelan que la obra no es un factum, algo que resulta difícil de entender para la sociología y cierta perspectiva filosófica. No es que los hechos transmitidos por la obra sufran una especie de extrañamiento que termina por desdibujarlos; todo lo contrario: la obra no suele sobrevivir a tales perspectivas porque, según se afirma, el mal no es bello, porque lo feo jamás puede constituirse en algo artístico. Vayamos a ejemplos menos claros. ¿Cuál es el fondo de barbarie que sustenta a una obra como la Venus desnuda? Se trata de un cuadro que Lucas Cranach el Viejo pintó hacia 1532.

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En él aparece una mujer de cuerpo grácil y piel pálida; como único ajuar lleva un tocado discreto, gargantilla y collar. La expresión de su cara afrenta la curiosidad del espectador: ella se sabe mirada. Sostiene un velo casi inmaterial que explicita la exhibición de su sexo. El velo es obscenus, coloca en el centro de la escena lo que debería quedar fuera, o por lo menos oculto. En fin, una obra que uno podría mirar largamente en el Städelsches Kunstinstitut. Sin embargo, casi cinco siglos después esta Venus iba a desatar una polémica bizarra. En el 2008 la Royal Academy of Arts organizó una exposición del maestro alemán. Para difundir el evento los promotores diseñaron un cartel alusivo, con las fechas de apertura y clausura de la exposición, y otras informaciones. La idea era colocarlo en lugares estratégicos y concurridos. Pero el cartel, que reproducía a la Venus desnuda, fue rechazado por la administración del metro de Londres, que explicó: “Millones de personas viajan diariamente en metro y no tienen más remedio que ver la publicidad allí colocada. Debemos tener en cuenta a todos los viajeros y procurar no ofender a nadie”. Es cierto, la existencia de la obra siempre concurre con el fenómeno de la barbarie, ya porque se confunda con éste, o porque simplemente lo suscita y enerva. El desnudo es ofensivo en sí mismo; no importa que, ante todo, lo que hay ahí sea una obra. La mirada del censor publicitario, la mirada del usuario del metro, se agravian en la medida en que convierten a la obra en documento mercadotécnico, en la medida en que neutralizan su verdadera provocación. Sin proponérselo, la Royal Academy convirtió a Lucas Cranach en un símbolo de lo barbárico y, por extensión, de lo proscrito. Ese mismo año, otro gran pintor soliviantó a los padres de familia que visitaron el Museo de Arte de Chemnitz. En esta ocasión, la protesta iba contra la iniciativa de mostrar a cualquier público la colección particular del galerista Alfred Gunzenhauser, toda vez que entre las obras que reunió figuraban las de un “tal” Otto Dix, cuyo gusto por las escenas de prostíbulo y liviandad es evidente. Los padres de familia decidieron ir más allá de las recriminaciones y organizaron al menos dos protestas. Las autoridades del museo tuvieron que colocar avisos a propósito del contenido inadecuado de ciertas obras exhibidas, específicamente las pinturas de Otto Dix.

La decisión de sacar la pintura de Lucas Cranach a la calle, de colocar carteles con obra suya en el metro de Londres, mostró hasta qué punto, si bien por razones del todo inopinadas, puede zaherir en ciertos momentos la sensibilidad moderna, en este caso los sedimentos del puritanismo inglés; por otra parte, como muestra el ejemplo de Otto Dix, el museo institucionalizó menos el uso de la obra de arte que la mirada de los espectadores.

Otto Dix

Otto Dix 

A diferencia de lo que piensa Sloterdijk, el arte no busca lo libre, dejando tras de sí el confinamiento de las galerías, el arte es la libertad misma, y donde él se encuentre ahí está la libertad. ¿Cómo podría abandonar la pintura de Miguel Ángel los techos de la Capilla Sixtina? ¿A través de reproducciones en camiseta de algunos pasajes? ¿En tarjetas y postales turísticas? La condición para que la Capilla Sixtina se transforme en una prisión del arte, un museo, una galería, es que el espectador que la visita sea rehén de sus propios prejuicios. Giorgio Agamben lo ha dicho mejor que nadie: “Museo no designa aquí un lugar o espacio determinado, sino la dimensión separada en la cual se transfiere aquello que en un momento era percibido como verdadero y decisivo, pero ya no lo es más”. Según esto, el museo es una facultad del juicio, una determinación, en última instancia, concluye Agamben, “una imposibilidad de usar, de habitar, de hacer experiencia”. Pero la obra de arte, y desde luego la gran obra de arte, jamás deja de ser verdadera y decisiva. El museo subsiste en la mirada del espectador individual, y en la mirada colectiva de unos espectadores que, revestidos de una autoridad tradicional, trasfieren a otros sus juicios y decretos en materia de estética.

Walter Benjamin estableció, pues, el vínculo íntimo entre la barbarie y el arte, un vínculo todavía impensado si se tiene en cuenta el predominio natural de la visión ética en estos asuntos. Supóngase que en vez de exhibir en los aparadores una Venus de Lucas Cranach se coloca una fotografía de David Nebreda, este artista español que ha subvertido la técnica del autorretrato al fotografiar su cuerpo en unas condiciones que la Carta Internacional de los Derechos Humanos simplemente jamás admitiría.

David Nebreda

David Nebreda

Nebreda ha convertido sus habitaciones de Madrid en un auténtico campo de concentración, ha elegido experimentar en cierto grado aquello mismo que Primo Levi vivió sin consentimiento. No ya el cuerpo desnudo de una joven inquieta, sino el cuerpo anémico y agónico de un hombre que representa, de cualquier manera, una voluntad que ya no puede ser precisamente ética, porque el fin de la voluntad es vivir, durar, afincarse en el ser, mientras que Nebreda saluda con el genio del artista los estertores de su propia respiración.

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La barbarie de estas fotografías radica en la explícita afirmación de la posibilidad, que para el caso de lo humano se traduce en la insustancialidad del proyecto comunitario. Nebreda es un caso aparte, pero también la esencia no reconocida de todos los casos. Lo esencial inesencial, habría dicho Heidegger, aunque sin profundizar demasiado en las consecuencias culturales de esta paradoja. No obstante, la gravitación ontológica de las cuestiones éticas adquiere una súbita levedad al notar, como hace Agamben, que “el hombre no es, ni ha de ser o realizar ninguna esencia, ninguna vocación histórica, ningún destino biológico”. Pero, ya se sabe, rebasar a Hegel es cumplir el proyecto de Hegel. Así pues, se trata de suspender, de no realizar o cumplir, acaso de construir en el vacío, según la observación de Steiner; se trata de volver a pensar, ¿pero qué? Una ética de la resistencia, evocando las pruebas de resistencia que los médicos nazis aplicaron a los judíos: hasta aquí llega la posibilidad humana. Y esta es una constatación del propio Steiner, cuya perspectiva de las “involuciones” de la comunidad parte dramáticamente de su experiencia del holocausto judío. Una ética de la posibilidad: creyendo en que la posibilidad, que Agamben concibe como elemento básico de una ética sin arrepentimiento, acto por el que la vida quiere cumplirse, realizarse, sin cumplir ni realizar nada más, llega a volverse la única ley práctica de los nuevos humanismos.

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Comparamos la indeterminación de la obra de arte con la falta de fundamento de la existencia, con su inactualidad y soberanía, atributos que la ética universal sólo puede recibir como expresión de un pensamiento enfermo. Esta es la postura del médico excéntrico de Jerusalén, la gran novela de Gonçalo M. Tavares.

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Después de afirmar que la Historia sufre una larga enfermedad, si bien existe la cura que nos conduciría a su definitiva comprensión y dominio, el neohegeliano Theodor Buschbeck resume así sus conocimientos del sufrimiento humano: “El hombre sano quiere encontrar a Dios”. La medicina mental de Buschbeck representa la pretensión oculta de muchos científicos: la ciencia salva, la ciencia sustituye a la religión en la medida en que ella no repudia las normas éticas sino que aspira a reformularlas. Tavares dice del médico Buschbeck: “Si comprendiera cómo pensaba la Historia, si pudiera verla como un organismo con cerebro, y si llegara a través de la documentación y la investigación a gráficas y fórmulas que explicaran los acontecimientos de los siglos, Theodor alcanzaría lo que miles de hombres –grandes y pequeños, violentos o pacíficos– habían intentado: dominar la Historia”. Para la ciencia, como para la religión, el verdadero enemigo no es Dios, jamás lo había sido: es el sinsentido. Buschbeck contempla una fotografía con cadáveres de un campo de concentración y ve el mal. Pero sonríe; Auschwitz debe ser una excepción. Lo que inspira pánico no es la presencia injustificada del mal, sino su estabilidad, su aterradora constancia. Porque si la curva del horror decrece la cuota de felicidad será proporcional, y si el horror aumenta entonces también habrá, en medio de la nada, una promesa de felicidad: “Y después sí, podrá surgir otra Historia mejor, más ética”. Lo que bajo ninguna instancia será admisible, ni siquiera como noción sin sustancia, es la existencia de la comunidad negativa, la comunidad de los que no tienen comunidad.

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La institucionalización de la estética coincide con la necesidad de ganar para la comunidad las reflexiones en torno a la obra de arte, y la aparición del museo no es sino un gesto civilizatorio que pretende demostrar las capacidades de la comunidad para producir obra. Este gesto se volvió más evidente con el fin de la distinción entre la alta cultura y la cultura popular. Si bien es cierto que tales divisiones provenían de una determinada manera de estudiar la cultura, lo que significaba que la realidad de la cultura podía ser otra, como en efecto lo era, no podemos negar que semejante configuración estuvo en la base de nuestros juicios. El hecho de haya cultura, así, sin adjetivos, trajo consigo la democratización de ámbitos supuestamente reservados a unos pocos especialistas y eruditos. Sin embargo, esta puesta en escena de las grandes obras, el ejemplo de Lucas Cranach es uno entre miles, no resuelve el problema más urgente de la ética contemporánea: ¿cómo construir una verdadera comunidad? La popularización de la obra, tal como ahora vemos, no se corresponde con las necesidades del espíritu comunitario, si es que se admite que la obra nace fuera de la comunidad, es decir, más allá de las condiciones ontológicas del lenguaje que comunica. Lo que algunos llamaron hipercodificación, con la esperanza de explicar la supuesta eficiencia del código para sobreponerse a sus propias limitaciones, de modo que no haya producción concreta de un mensaje que el código, de alguna manera, no pueda prever, esto mismo constituyó el gran esfuerzo de parte de la semiótica contemporánea, pero al mismo tiempo su fracaso más escandaloso.

Por lo que se ve, la discusión ética, específicamente la construcción de las comunidades del día de mañana, podría ser examinada desde la perspectiva de una presunta autonomía epistemológica, que ya involucra la acción política. Sólo que el arte también está aquí, y plantea cuestiones de tal urgencia que, acaso, tal vez sea mejor ignorar. No obstante, la ética no merece llevar tal nombre si no desafía los problemas que, grosso modo, hemos señalado. La ética comunitaria es la única obra que la comunidad está en posición de cumplir, pero cuanto menos posible sea esta ética más convincente y real podría tornarse, toda vez que en verdad indicaría los límites de lo común, los términos ciertos de la política activa. La obra enfrenta a la ética consigo misma para que, al reconocer su imposibilidad, se realice, y permita que la obra, con todo lo que esto implica, sea acogida por la inteligencia de unos hombres que claramente van a juzgar a partir de su sujeción a las inconsecuencias de la ética en turno. La ética es barbarie, y la obra aquello que brilla cuando la ética aún no termina de extinguirse.

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