La intención de este texto es hacer una reflexión sobre el cambio en la vida privada del individuo que devino con el surgimiento de la ciudades industriales como forma de organizar el espacio colectivo. Las aglomeraciones urbanas han tomado formas diversas a lo largo de la historia y al interior de las distintas culturas que las gestan; son, de hecho, un elemento de reproducción de la organización política, social y económica de una sociedad, pues a la vez que expresan en su naturaleza las características propias de cierta civilización, contribuyen a la perpetuación de los principios que le dieron estructura. Por tal razón, la planeación urbana es una actividad de suma importancia para la vida individual y colectiva. Incluso, según la interpretación que hace Gavira de Hegel,[1] podemos ver a la ciudad como la obra máxima de la creación humana, el artificio último donde convergen la suma de los conocimientos, aspiraciones y habilidades de la comunidad que las crea para habitarlas.
Las formaciones urbanas comenzaron con los primeros asentamientos humanos, gracias al desarrollo de la agricultura en la etapa que ahora conocemos como la Revolución Neolítica. Estas primeras conglomeraciones se gestaron en zonas cercanas a grandes ríos a los que se utilizaba para la irrigación de las tierras de cultivo, y representaron el inicio del uso comunitario del espacio.
También significó la posibilidad de acumular alimentos y con ello cierta libertad para usar el tiempo de ocio. Esto último, a su vez, permitió el desarrollo de otras actividades como la artesanía, la ciencia y la política, estructurándose así formas de organización cada vez más complejas bajo patrones específicos. Por ejemplo, Lefebvre[2] hace la distinción entre las ciudades orientales y clásicas (la griega y la romana) cuyo diseño está orientado hacia su ámbito político, y las ciudades medievales, en las que el comercio fue la actividad que definió la vida pública. Dentro de esta lógica podríamos también decir que las ciudades egipcias y precolombinas estaban pensadas en función de las creencias religiosas. La expresión más clara de estas tendencias, la vemos en el uso que se le da a los espacios públicos: en la antigua Grecia las plazas centrales eran principalmente sitios para la demagogia y el ejercicio de la democracia, en las ciudades medievales, servían sobre todo para que los comerciantes instalaran sus mercados.
Los problemas de sobrepoblación, contaminación y abastecimiento no son únicamente característicos de las ciudades contemporáneas. Se estima que Roma, capital del imperio, llegó a contener a cerca de un millón de habitantes que sufrieron inconveniencias de este tipo. Las ciudades medievales presentaron conflictos para equilibrar las relaciones con los feudos rurales, agudizándose entonces problemas como la explotación y la injusticia social. Los comerciantes recientemente enriquecidos comenzaron a tomar posesión de las tierras que antes se habían ocupado libremente (los reyes tuvieron que comenzar a vendérselas para poder mantener su estatus económico), y comenzó entonces un abandono del campo por parte de los agricultores independientes para trasladarse a las ciudades en busca de mejores formas de generar ingresos.
Pero, ¿qué implican estos fenómenos para el individuo como ser integral y para su vida cotidiana? Nos concentraremos, para empezar, en la importancia que dieron las ciudades medievales al “mercado” -como lugar físico y como estructura política-. Podemos reconocer este momento en que los comerciantes asumen una posición importante para la política dando vida a una estructura capitalista temprana, en la que la mercancía tomó por primera vez, en términos marxistas, su “valor de cambio” dejando en segundo plano a su “valor de uso”. Para la vida diaria, esto significa que las cosas ya no son lo que son, sino lo que pueden representar en el mercado. Los productos agrícolas ya no son sólo alimento, los productos artesanales ya no son sólo utensilios, sino productos con un valor económico del cual se beneficia principalmente el comerciante y no el productor o el usuario final. Peor aún, esto a corto plazo significó que el agricultor ya no podía considerar suyo el suelo que pisaba, habitaba y cultivaba, y que el artesano ya no estaría en contacto personal con su cliente y por lo tanto con el destino de sus creaciones. Por otro lado, también implicó la pérdida del orden político conocido hasta entonces, del que el rey y la aristocracia habían sido dirigentes, para abrir las puertas a un nuevo orden que seguramente, a su vez, causó una cierta pérdida de identidad, y un generalizado sentimiento de incertidumbre y vulnerabilidad.
Ahora bien, para entrar de lleno en el cambio urbano en el que nos vamos a enfocar a través de este artículo, sigamos con el progreso de este primer sistema económico capitalista, que finalmente culminó con la industrialización de los procesos de producción. El proceso de colonización(es) tuvo un papel importante en la evolución hacia el desarrollo industrial. Para los nobles y comerciantes poderosos las colonias significaron por un lado, más tierras y trabajadores para explotar, así como mayores mercados a quienes venderles mercancías. Por supuesto, hubo que pensar en formas más eficientes de producir en grandes cantidades para abastecer a estos crecientes mercados. El mundo occidental abrió entonces sus brazos a la Revolución Industrial, que trajo ciertas mejorías a la calidad de vida de aquel entonces (principalmente un mayor abastecimiento de productos y servicios).
Surgió entonces la ciudad industrial, un espacio de convivencia dedicado al trabajo como producción de valores de cambio y al consumo de estos mismos. La necesidad de organizar grupos de trabajo-habitantes cada vez más numerosos en un tiempo y espacio común, trajo como consecuencia la instauración social de invenciones como los relojes de precisión, que de acuerdo con George Woodcock ha sido la invención con mayor influencia en la vida humana desde el punto de vista de la explotación y de la mercantilización de los derechos humanos (el tiempo, ahora medible y contable, podría también ser valuado en términos monetarios):
En las primeras fábricas, los empleadores iban tan lejos como para manipular sus relojes o sonar los silbatos de sus fábricas en momentos equivocados para robar a sus empleados un poco de su valiosa nueva mercancía. Más tarde, estas prácticas se volvieron menos frecuentes, pero la influencia del reloj impuso una regularidad a las vidas de la mayoría de los hombres que antes sólo se conocía en los monasterios. Los individuos se volvieron de hecho como relojes, actuando con una regularidad repetitiva que no tenía semejanza en la rítmica de la vida de un ser natural. [3]
Junto con la popularización de los relojes otras formas de regularización de la vida urbana comenzaron a demarcar la cotidianeidad, pues era necesario organizar la vivienda, el transporte, la comunicación y el resto de los servicios que ahora debían llegar a poblaciones masivas. Una de las propuestas urbanísticas que más críticas negativas ha generado por parte de los estudiosos contemporáneos es la división del espacio según las funciones que se llevaban a cabo en él. Opina Gavira que “la separación funcional destruye la complejidad de la vida”,[4] mas la lógica racionalista de la sistematización de la producción llevó a la división del trabajo en tareas específicas e incompletas, y de manera parecida, los administradores del espacio decidieron fragmentar la ciudad en zonas industriales, zonas de habitación para trabajadores, zonas residenciales para las clases acomodadas, y zonas para la actividad comercial. Esto obviamente implica la fragmentación de la vida cotidiana, pues ya el individuo no podía llevar a cabo la totalidad de sus funciones en un espacio “conocido” habitado por una comunidad “conocida”.
La segmentación cartesiana de los espacios metropolitanos dio pie a uno de los fenómenos socio-psicológicos más impactantes de esta nueva vida urbana-masiva: el anonimato. Walter Benjamin, en El Flaneur, habla de este fenómeno que tanto cambió la percepción del individuo sobre sí mismo y sobre los otros. Por ejemplo, acerca del nuevo acostumbrarse a estar rodeados de personas desconocidas, ofrece la siguiente cita:
Antes del desarrollo de los autobuses, de los trenes, de los tranvías en el siglo diecinueve, las gentes no se encontraron en la circunstancia de tener que mirarse mutuamente largos minutos, horas incluso, sin dirigirse la palabra unos a otros.[5]
Y posteriormente cita a un agente de seguridad que trata de explicar la aparición de la delincuencia a partir de este deambular entre seres anónimos:
Es casi imposible mantener un buen modo de vivir en una población prietamente masificada, donde por así decirlo cada cual es un desconocido para todos los demás y no necesita por tanto sonrojarse ante nadie. [6]
Sin embargo, para Baudelaire y otros flaneurs[7] cuyo deleite era pasear por la ciudades modernas, el anonimato implicaba la posibilidad del voyeurismo como fuente de inspiración. Qué mejor forma de conocer al ser humano que observándolo en sus momentos de ocio, transitando por los boulevares comerciales durante el nuevo tiempo de ocio que la modernidad abrió: la noche iluminada por sistemas artificiales. De aquí surge incluso la idea de un nuevo género literario inaugurado por Edgar Allan Poe, la novela policíaca.[8]
Y hablando de novela, ¿cómo se modificaron los roles sociales de productos culturales como la literatura y la arquitectura? Antes de la ciudad industrial, los grandes arquitectos trabajaban para crear obras monumentales pagadas por la nobleza y el clero. El arquitecto colombiano Alberto Saldarriaga opina sobre la nueva arquitectura que ya no servía únicamente estas clases privilegiadas, sino a la nueva clase trabajadora, un grupo social que no requería arquitectura elocuente, monumental y artística, sino construcciones funcionales:
[…] la arquitectura [moderna] fue redefinida como una nueva práctica dirigida hacia el alcance de importantes metas sociales: la planeación integral del territorio social, la solución a los problemas masivos de vivienda, el desarrollo de nuevas formas arquitectónicas para el albergue de servicios de la comunidad, etc.[9]
Esto tendría una doble consecuencia para el desarrollo de la arquitectura: por un lado, la buena noticia sería que se democratizarían los beneficios de su producción, por otro, podría implicar cierta peligrosa renuncia a crear espacios para el deleite de los sentidos o la exaltación del espíritu. Pero la vida cultural en las ciudades se enriqueció en otros sentidos, por ejemplo, con la invención de la imprenta las letras comenzaron a difundirse como nunca antes lo habían hecho:
Víctor Hugo había anunciado la primera muerte a manos del libro, cuando la catedral perdió su función directriz en la cultura medieval y los discursos de la ciudad, en vez de construirse como urbanidad (muralla, plaza, mercado, barrio) se relataron como literatura. Materialmente, la primera muerte de la arquitectura –o más bien, el primer cese de su protagonismo socio-cultural- se produjo a manos del libro, producto esencial o exclusivamente narrativo. [10]
Con esta sustitución del edificio por el libro en la vida cultural no sólo viene una muerte de la arquitectura, sino de la vida cultural comunitaria. El individuo que lee es un individuo más ensimismado en su racionalidad que el individuo que sale a recorrer su ciudad y puede tener experiencias estéticas que integren a su ser físico, racional y espiritual.[11] En “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica” (1935), Walter Benjamin profundiza sobre los efectos de la imprenta en la cultura y proclama la pérdida de “aura” de las obras de arte que se reproducían masivamente (como los libros y la fotografía) convirtiéndose así en una simple mercancía más con la que especular financieramente.[12]
Regresando a la cuestión de la organización de las nuevas ciudades y la fragmentación de los espacios y los tiempos, tomemos ahora en cuenta las remodelaciones hechas a París por la administración napoleónica a principios del siglo XIX. Como formas de control sobre la población, se declaró obligatorio colocar nombres a las calles y números a las casas, y más tarde el registro de cada individuo a través de su firma personal como elemento de identificación (posteriormente apoyada por la fotografía). El anonimato ya no era tal para el gobierno, que era el único que realmente tenía cierta idea sobre la composición a gran escala de la ciudad que administraba. Las protestas no se hicieron esperar por parte de los barrios proletarios más aguerridos, a lo cual el gobierno respondió con medidas aún más drásticas: Napoleón III contrató al arquitecto Haussmann para remodelar la ciudad y hacerla más manejable, y juntos construyeron las grandes vías de tránsito vehicular que hasta hoy en día atraviesan ortogonalmente a la antigua París.
El ejemplo del París de Haussmann fue reproducido en todas las grandes ciudades europeas y en Norteamérica, generando ciudades donde se privilegia al transporte del hogar al trabajo sobre el tránsito callejero de encuentros sociales, y produce vidas cotidianas encerradas en edificios, automóviles o autobuses, ghettos-suburbios, centros comerciales, etc. En 1933 Le Courbusier publica La Carta de Atenas como resultado de una serie de discusiones llevadas a cabo en los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna, a los que asistían gente como Walter Gropius, Hannes Meyer, y el propio Le Corbusier. Este documento constituye el primer manifiesto de urbanismo publicado en la historia y es una crítica directa a aquel tipo de planeación urbana.
Es imposible hablar en tan pocas páginas de un fenómeno tan complejo como lo son las ciudades. La intención de este texto es apenas insinuar el impacto que tienen sus formas y sus dinámicas para nuestras vidas. Para irnos acercando al final de este ejercicio, citaremos un comentario de Balzac acerca del cambio que ha sufrido una parte muy íntima de la vida de una persona, la experiencia del amor:
¡Pobres mujeres de Francia! Querríais de muy buen grado seguir siendo desconocidas para hilar vuestra pequeña novela de amor. Pero cómo vais a poder lograrlo en una civilización que hace consignar en las plazas públicas la salida y la llegada de los carruajes, que cuenta las cartas y las sella una vez a su recepción y otra a su entrega, que provee a las casa de números y que pronto tendrá a todo el país catastrado hasta en su mínima parcela.[13]
Las dinámicas sociales se dan, inevitablemente, en relación al espacio urbano, y se han transformado de manera significativa a lo largo de la historia. Como consecuencia, se han generado cambios en las experiencias cotidianas a nivel comunal e individual. Revisamos aquí sólo algunos de los factores y de los efectos que han jugado un papel importante en la transformación de las metrópolis y en la experiencia íntima de los ciudadanos que las han habitado a lo largo del tiempo, principalmente a partir de la revolución industrial, momento en el que inicia el modo de producción aún imperante, y que ha llenado de nuevos objetos, nuevas dinámicas y nuevas cualidades a nuestro entorno artificial.
Es definitivo el papel que la planeación de una metrópolis puede jugar en la experiencia íntima de los habitantes de ella, y a la vez, cada sutileza en la vida individual contagia sus emociones entre los cada vez más hacinados conciudadanos. El antropólogo Marc Augé definió el concepto de “no-lugar” para referirse a espacios sin identidad que no estimulan a sus transeúntes a establecer una relación significativa con ellos,[14] un problema que en el caso de las megalópolis como la Ciudad de México obstaculiza de manera definitiva la funcionalidad y habitabilidad en el acontecer cotidiano. La vida emocional de estas comunidades cada vez más grandes es fundamental para el metabolismo de los sistemas urbanos, por lo que es importante que los múltiples responsables de diseñar las ciudades tengan consciencia de los grandes potenciales que tiene esta labor para elevar la calidad de vida. Para concluir, quisiera sumarme a la opinión de que, así como en cualquier disciplina es importante el vaivén entre la teoría y la práctica, en la planeación de las ciudades es tan importante la visión macro -que organizaría las vías de transporte público, por poner un ejemplo- como la perspectiva micro -que debería considerar las experiencias más personales de sus habitantes, pues finalmente somos quienes día a día le damos su último estado al espacio urbano con nuestra participación.
Notas
[1] Gavira opina que Hegel “consideraba a la ciudad como obra total, ‘la más bella obra de arte en la historia de la humanidad’”. Citado en Ma. José González Ordovás, La cuestión urbana: algunas perspectivas críticas, cfr. file:///Users/parvana/Downloads/REPNE_101_305%20(1).pdf visto por úlitma vez 22 de enero de 2015.
[2] Ídem.
[3] Woodcock, George, The tyranny of the clock. En Richard, Vernon (editor). Why work?, Freedom Press. Londres, 1997 (el texto original fue traducido del inglés para este artículo).
[4] Cfr cita 1 de este texto. p. 14.
[5] Simmel, Georg, Soziologie, Berlín 1958 p. 486. En Benjamin, Walter. “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”. en Iuminaciones 2. Taurus. Madrid, 1972. p. 52.
[6] Schmidt, Adolphe, Tableaux de la revolution française, publiés sur les papiers inédits du département et de la policie secrete de Paris, Vol. 3, Leipzig, p. 337. En Benjamin, Walter. Op Cit. p. 55.
[7] Este término ha sido traducido al español por distintos autores como “vagabundo”, “vividor”, “bohemio”, o usando otros términos extranjeros como “dandy” y “gigoló”.
[8] Benjamin, Walter. “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”. En Iuminaciones 2. Taurus. Madrid, 1972. p. 57.
[9] Saldarriaga, Alberto. Arquitectura para todos los días. La práctica cultural de la arquitectura. Centro Editorial. Universidad Nacional de Colombia, 1983. p. 12.
[10] Fernández, Roberto. “La construcción del simulacro”, Revista Astragalo No. 11, mayo, Madrid, 1999. p. 40.
[11] Podemos extender esta reflexión tomando en consideración que este proceso de ensimismamiento y ‘reducción’ de la experiencia estética se ha visto posteriormente agravado por la popularización del cine y más recientemente por la televisión y el Internet, medios que han sido brutalmente mercantilizados y casi despojados de toda posibilidad de exaltar la sensibilidad del ser humano.
[12] Benjamin, Walter, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Itaca, México DF, 2003.
[13] Balzac, Honoré De, “Modeste Mignon”, París, p. 99. En Benjamin, Walter, “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”. En Iuminaciones 2. Taurus. Madrid, 1972. p. 67.
[14] Augé, Marc, Los no lugares. Espacios de anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 1995.
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