Personología filosófica

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Personología filosófica

El aporte personalista a la antropología filosófica

 

Emmanuel Mounier

Emmanuel Mounier

Generalmente “personalismo” y “antropología filosófica” indican dos diferentes corrientes del pensamiento del siglo XX: la primera se genera en el panorama cultural francés, la segunda en el alemán; la primera de carácter evidentemente religioso, la segunda fundamentalmente secular; la primera dirigida por autores como Mounier y Maritain, la segunda por autores como Scheler, Plessner y Gehlen.

Lo anterior tendría que reducir la distancia entre las dos corrientes: queda bien conocida la profunda y mutua influencia entre el pensamiento de Scheler y el movimiento de Esprit, hasta el punto que muchas veces el mismo autor de El eterno en el hombre queda clasificado entre los personalistas. Más allá de las informaciones historiográficas, sin duda se pueden encontrar temas teoréticos comunes, como los de la finitud y del límite, que caracterizan la concreta existencia del hombre; la conciencia de este límite que permite abrirse – si ya no lo presupone – hacia un sentido de trascendencia respecto a él; las polaridades entre naturaleza y libertad, y entre individuo y acción, que producen el dinamismo vital del ser humano; la importancia de la corporeidad, tema ineludible para la filosofía; la problematicidad de la noción de “substancia”, utilizada para referirse sobre aquel ente enigmático que la ha producido y la usa para comprender el mundo.

Hoy en día, mientras la antropología filosófica sigue presentándose con una precisa vitalidad, interesante y manifiesta, en la comunidad filosófica, el personalismo parece quedar relegado a las meras bibliotecas o al interés de quién estudia el “pensamiento cristiano”. Una de las razones de esta marginalidad ha sido descrita de manera muy eficaz por Paul Ricoeur, a través de una afirmación que parece condenar el personalismo a la misma desafortunada suerte que Kant reservó a la metafísica como ciencia. «El personalismo – escribe Ricoeur – no ha sido bastante competitivo como para ganar en la batalla del concepto»[1]. Estos son los prolegómenos para cada futuro personalismo que un día deseará presentarse como filosofía.

Mi intento, en este artículo, no es solamente el demostrar como la concepción de Ricoeur (provocativa y, de todas formas, funcional a la rehabilitación de la “persona”) [2] sea parcial y criticable, sino también de realizar un (re)actualización del patrimonio teorético del personalismo en vista de una posible y necesaria reelaboración del estatuto existencial y ontológico del ser humano. El “anatema” de Ricoeur, entonces, puede ser rechazado evidenciando y profundizando tres elementos.

Paul Ricoeur

Paul Ricoeur

A) Cuando el movimiento personalista nació, en los años treinta del siglo pasado, las batallas no eran para nada “conceptuales”. Se trataba de defender una realidad antes de definirla. Vale la pena recordar las palabra de otro protagonista de aquella época, Denis de Rougemont:

[…] cuando en París, alrededor del 1932, con Emmanuel Mounier, Arnaud Dandieu, Robert Aron, Alexandre Marc y otros veinte, nos constituimos en los primeros círculos personalistas, y sus revistas Esprit y L’Ordre Nouveau, estábamos bien lejos del conocer la historia del concepto de “persona” y de todos sus avatares históricos hasta la crisis totalitaria. Pero llevábamos lo esencial de todo esto, en la situación en la cual nos encontrábamos»[3].

La persona, entonces, emerge inicialmente por una vía negativa: se levanta “en su mismo crepúsculo”, se revela como una realidad que había que guardar y promover cuando, por un lado, los totalitarismos amenazaban con disolverla dentro de colectivismos de diferentes colores, y por otro, el individualismo burgués revelaba su propia insuficiencia al donarle un sentido existencialmente aceptable. Todo el Occidente estaba en crisis, una fuerte crisis de identidad. La finis Austriae hubiera podido ser la finis Europae. Después de la primera guerra mundial, la caída de Wall Street y la invasión japonesa a China, hicieron evidente la precariedad del nuevo orden global y determinaron el dramático despertar de los nacionalismos europeos. París, en este contexto, se volvió un archipiélago democrático en el cual iban buscando amparo los exiliados que huían de los nuevos regímenes, y donde intentaban elaborar estrategias capaces de dar soluciones para salir del impasse, sin reactivar la máquina de la guerra. Este es el ambiente en el cual surgieron los movimientos juveniles de los “no-conformistas”,[4] personalistas in primis. En su resurgir, antes de manera política luego intelectual, la “persona” se volvió categoría-clave para oponerse al individualismo burgués en crisis y a los colectivismos (fascistas, nazistas y estalinistas) en ascenso. Al contrario, esta categoría permitía la comprensión de las dos declinaciones modernas de la política en el ámbito del mismo paradigma: de hecho, el individualismo acaba en el colectivismo porque los dos se fundan en una concepción reduccionista del ser humano, cuya razón de ser, terminaría en el orden social. Al revés, según una lectura fundada en la categoría de persona, este orden tiene sentido sólo si mantiene referencia con el hombre, considerado en su complejidad existencial. «No hay sociedad entre miembros distintos»,[5] sintetizaba Mounier de manera eficaz.

B) En segundo lugar, la categoría occidental de “persona” procede del ámbito teológico, desde el cual emerge como la ganadora de todas las principales “batallas del concepto”: de hecho ha sido elegida como la más apta para definir las relaciones intradivinas y el estatuto ontológico de Cristo. Los Padres de los Grandes Concilios Ecuménicos han realizado la peligrosa transmutación de un término latín (persona como “valencia”, definida en su relación a un contexto) y de un contenido griego (individuo como “átomo”, existente en sí mismo) en un dogma que expresa la triple y única naturaleza de la Divinidad revelada en Jesucristo, hombre y Dios. «Las relaciones que el cristianismo define ente hombre y “su” Dios son personales. Dios es personal. La trinidad queda compuesta por tres Personas. El modelo de cada persona humana está revelado por la Encarnación de Cristo hijo de Dios en Jesús hijo de María – siendo Jesús el Cristo “verdadero hombre y verdadero Dios”».[6] De esta manera, la persona se ha vuelto «el hecho específico y capital de la antropología occidental»:[7] siguiendo el modelo teológico, los primeros filósofos cristianos utilizaron la palabra «para designar la realidad del hombre en un mundo cristianizado. De hecho, también este hombre – como las Personas de la Trinidad divina y las dos naturalezas co-existentes en la persona de Cristo – es, a la vez, autónomo y en relación».[8] Siguiendo, en general, la etapas del itinerario que caracterizan la definición de persona, encontramos, por un lado, una línea “individualista” cuyo ejemplo es la celebre afirmación de Boecio según la cual la persona es «rationalis naturae individua substantia»,[9] y por otro lado, una línea “relacionalista” encarnada en la definición de la persona como “existentia”, elaborada por Riccardo di San Vittore.[10] La reflexión teológica ha inaugurado, en el plan formal y estructural, una modalidad específica de pensar la identidad y la relación: la identidad marcada por la relación, y la relación, como carácter constitutivo y necesario de la auténtica identidad. No sólo personal; de hecho las consecuencias filosóficas, sociales y políticas de esta forma mentis han marcado de manera indeleble la historia europea. Además de los posibles ejemplos – como la estructura trinitaria de la dialéctica hegeliana, retomada por Marx, o la modalidad contrapuntística de la música europea – la dialéctica esencial y paradójica representan una matriz fundamental de toda la “aventura occidental” del pensamiento. Europa ha nacido, y se ha afirmado en los siglos, como una identidad definida por la diversidad, un estado definido por su propio dinamismo, una realidad que se hace real a través de su misma búsqueda: un equilibrio perpetuamente en tensión. Por esto, y en este sentido, es la patria de la diversidad, o sea la patria de las inseparables antinomias: autoridad y libertad, individuo y comunidad, tradición e innovación, derecha e izquierda, evangelismo y ritualidad, reformismo y revolución, mito y ciencia, necesidad de seguridad y ganas de arriesgarse, conformidad que hace permanecer los valores y originalidad que los impugna y los hace nuevos.

4.2

C) En fin, el intento de los personalistas de definir conceptualmente a la “persona”, todavía no ha acabado. A pesar de las dificultades de de-finir lo que “por definición” impide cualquier intento de “captura”, y a pesar de la dificultad, todavía más grande de conceptualizar aquel mismo ente que elabora los conceptos, tenemos por lo menos dos artículos de carácter eminentemente teorético que responden a este reto. El primero está escrito por el ya citado Denis de Rougemont, y fue publicado en la revista Esprit en el diciembre de 1934 con el título bastante claro de Définition de la Personne. Según el autor, este texto representaría «la única definición de la persona aparecida en las revistas personalistas».[11] Pero este orgulloso relieve no corresponde a la verdad: tenemos que recordar el artículo Vocation et destination de Jean Gosset, publicado en la misma revista, en el número 4 de 1938. Los dos convergen originalmente hacia una noción central de carácter teológico, que en los dos tratamientos adquieren un valor sobre todo teleológico: se trata de la vocación. Rougemont comienza con un análisis fenomenológico (de sabor scheleriano) del acto del conocimiento en relación con el acto de ser del sujeto, y concluye afirmando claramente que «dentro del universo conocido, sólo el hombre tiene el poder de provocar el objeto a la existencia».[12] El hombre, de hecho, es un “acontecimiento” cuya esencia no se puede calcular, es «un factor de novedad pura, un provocador de preguntas, un “próximo” y no un problema que hay que solucionar; en una palabra, el hombre es acto».[13] El acto es la misma manifestación de la existencia de la realidad de la persona, el instante en el cual el espíritu se encarna de manera única e imprevisible, o sea libre. El acto auténtico convierte las determinaciones, liberándolas de su necesidad causal y orientándolas hacia un telos específico: así, actuando según su motivación, o sea hacia un fin y una causa final, el hombre se re-vela como persona única e irrepetible. Aunque «el acto constituye el momento particular en el cual la persona se revela» (como escribe Karol Wojtyla),[14] esta revelación nunca es inmediata y pacífica. La persona no es sus actos pero es a través de ellos que sabemos lo que es. Se podría decir que la persona es el otro lugar presente en cada uno de sus actos[15] y por esto se va configurando como misterio subyacente, y a la vez trascendente, con respeto a los actos que la revelan y la presentan como encarnada. Como misterio, nunca podrá ser conocida en sí misma, ni capturada por alguna ciencia, sino siempre será reconocible en su trascendencia no-determinística, o sea en su protensión hacia un telos a-venir. El acto, auténticamente personal, puede configurarse como respuesta concreta a una llamada Rougemont llega así a su definición de persona: «la persona es una vocación», donde “una” tendría que ser leída como un adjetivo numeral más que como artículo. Esto indica, según el filósofo, que cada persona es una vocación específica, única y singular, diferente de las otras: «la persona es el testimonio de una vocación recibida y a la cual se obedece. Yo soy una persona en la medida en que mi acción procede de mi vocación».[16] La vocación es la apelación de un fin que insiste en dar una dirección a nuestra vida: se trata de una experiencia profundamente humana que, según el filósofo de Neuchâtel, también los no creyentes, muchas veces experimentan:

[…] el Evangelio nos enseña que Dios se dirige a todos los hombre, creyentes o menos. Yo pienso que muchos no creyentes aceptan esta llamada de manera obscura – inconscientemente dirían los psicólogos – en la medida en que actúan según el impulso de un absoluto. Conozco muchos hombres no creyentes que creen con firmeza en la misión de su vida: la llaman su dignidad».[17]

Denis de Rougemont

Denis de Rougemont 

Gosset también, a través de una argumentación menos centrada en la experiencia y más teorética, hace de la “vocación” la categoría clave para la comprensión del ser de la persona. Él comienza por la categoría de “singularidad”, precisando que «un ser es singular si tiene significado, o sea si, en un sistema de relaciones, no puede ser reemplazado (sin destruir el sistema) por otro ser, o por un conjunto de otros seres que pertenecen al mismo sistema. Su significado consiste en la relación que lo determina en el ámbito del mismo sistema».[18] La misma vida está bajo la categoría de “significado”, o sea de la «relatividad orientada de todas las cosas», porque no nos identificamos con una duración precisa, sino con el significado de la incierta duración de nuestro ser. Así como una explicación de carácter causal es completa sólo si conocemos todas las causas – para que se pueda suponer, como postulado científico la realidad de una completa determinación causal de los fenómenos -, así nuestro conocimiento de un ser singular puede ser completo sólo si conocemos todos sus actos, todas las influencias ejercitadas y recibidas, su completo significado: en este caso podríamos suponer, como postulado filosófico, una realización integral de la vida de éste ser. Esta constituiría su “destinación”:

«si un ser influye, a través algunos significados, en un conjunto de sistemas, su destinación, si hay, es la orientación capaz de unificar estos significados, de donar un sentido al ser todo entero, y no solo a un aspecto o a otro. Llamamos persona el ser singular dotado de una destinación».[19]

La persona queda, entonces, definida como el ser singular dotado de una orientación global de lo significados de sus actos y acontecimientos, o sea de un sentido de su propia vida. «Cada uno de estos seres inimitables, cada una de estas personas, tiene un sentido en el mundo. La destinación es nuestra porque indica y define adecuadamente, en su relatividad universal, nuestra propia realidad».[20] Gosset concluye, afirmando que la «destinación, una vez conocida (reconocida) se hace vocación».[21] Entonces la vocación, es la conciencia que una persona adquiere de un (posible) significado último de su propia vida a la cual se puede, libremente, acercarse a través de determinados actos específicos, capaces de producir sentido según un horizonte semántico global.

En conclusión, responder a la provocación de Ricoeur, ha permitido profundizar en unos puntos fundamentales del pensamiento personalista, puntos que siguen manifestando su importancia. En lo específico, me parece que las consecuencias socio-políticas de esta reflexión representan una preciosa contribución para una antropología filosófica que no quiera quedarse en la historia de las ideas o en la mera especulación, y que sea capaz de enfrentarse con los desafíos puestos por el actual orden socio-económico global. Si la persona tiene una vocación, una misión, un significado autónomo y original, ésta se realizará en su irreductible singularidad, cuanto más encarnará su propia vocación dentro de sus relaciones con el mundo y con los otros. Por estas razones, una verdadera “política de la persona” tendrá que apostar por la capacidad de llegar a una armonía social a través de la exaltación, no de la abolición de las diferencias personales y comunitarias; tendrá que garantizar espacios de libertad y relaciones sin mediación, y promover la concreta participación de los individuos al espacio público a través la libre asociación y el libre intercambio. La salvaguardia de la libertad individual y de la autonomía del ciudadano tienen que ser consideradas como la condición necesaria para una auténtica responsabilidad social y una verdadera solidaridad civil. La cuestión de la “persona” se repropone, en toda su dramática problematicidad frente a los desafíos planteados por la bioética y el animalismo: el estatuto ontológico del ser humano invoca un cambio. También en este caso, me parece que el acento puesto por los autores personalistas sobre el acto voluntario – como manifestación de una alteridad ontológica estructural respecto a los fenómenos físicos – tenga más validez que la reproposición de las metafísicas substancialistas. Es actuando que la persona se revela y, a la vez, se hace. «El hombre supera infinitamente el hombre», escribía Pascal.[22] porque cada hombre, jeder-Mann, ya es desde siempre über-Mensch…o, como se diría hoy, “post-humano”.

Notas

[1] Paul Ricoeur, Muore il personalismo, ritorna la persona…, en Paul Ricoeur, La persona, Morcelliana, Brescia, 1997, p. 22.
[2] Sería una injusticia no recordar que el mismo Ricoeur reconocía la importancia capital, para la cultura europea, de la idea de “persona”, y a la vez la dificultad en definir tal idea como un concepto. Esta, en las palabras de Eric Weil, parece más «el centro focal de una aptitud» de la cual procede una multiplicidad de categorías conceptuales: Paul Ludwig Landsberg la designaría con la palabra Ausweis, o sea como una realidad relativa al ámbito del mostrar y no del demostrar (ibid., p. 28).
[3] Denis de Rougemont, L’invention de la Personne, texto mecanografiado de una de las conferencias que Rougemont dió, en inglés, en Bloomington (Indiana) en 1969, en ocasión del Paul Tillich Award, con el título general de The Person and the City (Fonds Rougemont, Neuchâtel, Switzerland).
[4] Para un estudio relativo a los movimientos juveniles franceses en los años Treinta véase Jean-Louis Loubet del Bayle, Les non conformistes des années 30, Seuil, Paris, 1969 y Giorgio Campanini, Intellettuali e società nella Francia del Novecento, Massimo, Milano, 1995 .
[5] Emmanuel Mounier, “Refaire la Renaissance”, en Esprit, 1, 1932, p. 31.
[6] Denis de Rougemont, Les Mythes de l’Amour, Gallimard, Paris, 1967, p. 14.
[7] Denis de Rougemont, L’Aventure Occidentale de l’Homme, L’Age de l’Homme, Lausanne, 2002, pp. 60–61. Para un estudio relativo a la “génesis teológica” de la persona, y sus “consecuencias” teológicas y filosóficas, véase Damiano Bondi, “Persone divine, persona umana. Appunti e spunti per un personalismo trinitario”, en Reportata, http://mondodomani.org/teologia/ bondi2011.htm, 11/06/2015.
[8] Denis de Rougemont, Federalismo ed ecumenismo, en Silvio Locatelli, Graziella Huen de Florentiis, Denis de Rougemont. La vita e il pensiero, Ferro Edizioni, Milano, 1965, p. 52
[9] Boecio, Contra Eut., III, 6.
[10] Ricardo de San Victor, De Trin. IV, 18: 945C, 946A. Santo Tomás intenta elaborar una suntuosa sintésis entre la línea “substancialista” de Boecio y aquella “existencialista” de Ricardo, definiendo la persona divina como «relatio subsistens», relación subsistente (Summa Theologiae, I, 29, 4). De esta manera, él ha «profundizado metafísicamente» en la noción de persona, que su definición vale únicamente para Dios-Trinidad, y no para el hombre. El peligro es opuesto al de Boecio: si este aplanaba la definición sobre el hombre, Santo Tomás pone el acento sólo en la dimensión divina. De hecho, mientras en la divinidad subsiste la Tri-Personalidad en cuanto relación, en la persona humana la categoría principal es la “subsistencia individual”, caracterizada por el intelecto (Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3).
[11] Denis de Rougemont entrevistado por Jean-Pierre Tadros, “Denis de Rougemont et le personnalisme, la contestation, les hippies, et… le fédéralisme”, en Le Devoir, Montréal, 27 settembre 1969.
[12] Denis de Rougemont, “Définition de la Personne”, en Esprit, 27, 1934, p. 320.
[13] Ibid., p. 321.
[14] Karol Wojtyła, Persona e atto, Bompiani, Milano, 2005, p. 53.
[15] Sorprendentemente encontramos una definición parecida en Juan Damasceno cuando en su Dialectica escribe: «persona es lo que se hace patente a través de sus actos y propiedades, y ofrece una manifestación de sí que la diferencia de los actos de la misma naturaleza » (Juan Damasceno, Dialectica, cap. 43, PG 94, 614).
[16] Denis de Rougemont, Définition de la Personne, ed., cit., pp. 373-375.
[17] Denis de Rougemont, Politique de la Personne, Politique de la Personne, Editions “Je Sers”, Paris, 1934, pp. 60-61.
[18] Jean Gosset, “Vocation et destination”, en Esprit, 4, 1938, p. 87.
[19] Ivi, p. 90.
[20] Idem.
[21] Así como «un significado conocido (reconocido) se vuelve un valor» (Idem), término muy importante para Scheler.
[22] Pascal, Pensées, Lafuma 131, Brunschvicg 434.

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