Alumbrar lo que está oculto. Sobre la verdad y la fenomenología

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Alumbrar lo que está oculto. Sobre la verdad y la fenomenología

A mi monasterio volador 

Pride consists in a man making his personality the only test,
instead of making truth the test. The sceptic feels himself too large to measure life
 by the largest things; and ends by measuring it by the smallest thing of all.
K. Chesterton

 1.0

  1. La primordial inquietud de lo humano

Para hablar de la verdad, tarea tremenda, lo primero que debe ser constatado desde el punto de vista filosófico es la originaria inadecuación que se presenta en lo humano. Hay una permanente diferencia entre lo que pienso y lo que hago, entre lo que quiero vivir y lo que vivo, entre el ser que quiero ser y lo que soy de hecho. La vida humana está atravesada por una profunda inadecuación: por más que haga un esfuerzo por alinear mi acción a mi pensamiento, o mi pensamiento a mi vida, me encuentro con un hiato que, aunque salvable en potencia, no es nunca salvado por completo en el acto. Siempre hay un hiato entre lo que soy y lo que quiero llegar a ser, entre las metas que me planteo y los éxitos que de hecho voy cosechando. Pero también hay un abismo infranqueable entre la verdad íntima de lo que soy, es decir, mis sueños, mis deseos, mis anhelos, mis intuiciones, mis capacidades, y una lista muy larga de características, y todo lo que de ello expreso a través de mi lenguaje y de mis actos. Cuando actúo, cuando me muevo, cuando emprendo un proyecto, lo hago motivado no solamente por la meta que me trazo, sino por lo que hay ya dentro de mí que quiere expresarse, que quiere salir a la luz, que quiere cobrar realidad exterior a partir de esa realidad anterior que está dentro mío. Empero, ni el lenguaje ni las acciones logran expresar nunca del todo el ser que traigo conmigo: queda siempre un resto en el interior, como una parte inefable de mí mismo aún por descubrirse y por ser revelada. Hay un hiato doble: el primero sucede entre lo que soy dentro mío y lo que de ello consigo expresar. El segundo ocurre entre lo que soy ya de hecho en el exterior y lo que me planteo como ideal.

La inadecuación mencionada, que es esencialmente una situación objetiva, se convierte en inquietud cuando es experimentada por mí en primera persona. La inquietud es la vivencia de esta inadecuación: cuando el yo que vive se da cuenta de esta precaria situación, cuando experimenta esta permanente falta de perfección, se experimenta a sí mismo como un sujeto inquieto. La vida toda se vuelve, después de esta primera toma de conciencia, una constante tensión inquieta entre la posibilidad, el ser y el ideal.

La existencia humana, en este sentido, es como ya la ha llamado Jan Patočka,[1] un movimiento, una in-quietud, que va de la calma al movimiento y que vuelve, en su diapasón, a la calma. Tal movimiento de la existencia viene motivado por la inquietud originaria que me mueve a buscar la concordancia y la plenitud. Por eso a hablar se aprende y no dejamos nunca de aprender, pues las palabras siempre dejan un reducto de mi experiencia sin ser expresada, del mismo modo que mis actos siempre dejan tras de sí el rastro de un deseo no plenamente cumplido. Hay una interioridad, de la que brotan todos los sentidos sobre los que se sostiene mi vida, que quiere expresarse en el vivir, pero en la ecuación siempre hay más residuo de interioridad que de expresión. Por eso creo, con una larga tradición filosófica que pudiera comenzar con Agustín de Hipona y que pasa por Descartes hasta llegar a Blondel y a Husserl, que la primera cuestión que atañe a la filosofía es la que toca a la exploración de los dos polos primarios sobre los que se monta esta inquietud: la “acción” y la “conciencia”.

Maurice Blondel

Maurice Blondel

Para contar con una definición preliminar, y ya para ir cerrando el marco conceptual dentro del que reflexionaremos sobre la verdad y la fenomenología, entiendo por “acción” la existencia libre del ser humano, el desplazamiento de la vida del yo en el mundo y que tiene por objeto la consecución de un fin. “Acción” es todo movimiento del yo, surgido desde su centro interior que, consciente o inconsciente y de manera a veces más a veces menos libre, constituye los hechos de la vida. Apelo, pues, en un sentido primordial, a la definición de Blondel,[2] pero me remito también a la noción clásica de “acción” presente en la filosofía desde Aristóteles.[3]

Por “conciencia” entiendo el ámbito primordialmente cognitivo de un sujeto en el que se revelan y asimilan las verdades sobre las que esta existencia libre se sustenta. Esto es, de manera muy general, lo que san Agustín llamaba memoria[4] y que luego Husserl habría elaborado profusamente en términos modernos.[5]

1.2

La inquietud primordial es, en este sentido, la vivencia subjetiva de la inadecuación permanente entre la conciencia y la acción. Hay inquietud porque hay un diferendo constante que nos obliga a admitir que nuestra vida no está plenamente acabada. Diferendo que tiene su base tanto en un saber como en una cierta ignorancia. No sabemos bien a bien qué esperar de esta vida, ni quiénes somos y ni siquiera cuánto ignoramos. Pero también es un hecho que sí sabemos algunas cosas, aunque sean, quizá, demasiado básicas, sobre las que se orienta toda acción y todo juicio que pronunciamos sobre la realidad y sobre nuestras vidas.

Surge aquí el concepto de verdad y la necesidad de la verdad. He dicho que la conciencia es el ámbito en el que se revelan las verdades sobre las que se sustenta toda acción, y es que el sujeto humano tiene una estructura eminentemente racional: conoce el mundo y se conoce a sí mismo, de modo que no hay acción que no esté engarzada a un conocimiento susceptible de ser verdadero o falso. Todas mis acciones están sostenidas sobre presuntas verdades o, más aún, sobre las verdades que aparecen a mi conciencia, verdades que se refieren al mundo y verdades que se refieren a mí mismo.[6]

La vida humana se orienta siempre a la consecución de un fin deseado y esta orientación se encarna siempre como una exigencia en la primera persona: yo he de ser capaz de descubrir racionalmente el ideal al que deseo aspirar. Una fundamental vocación de la vida humana es así la de estar fundamentada en la razón. El sujeto que vive ha de querer asimilar como propio el ideal que concibe para sí, y ser transformado por él o transformarse a sí mismo hasta convertirse en el ideal que la razón le ha dado como deseable y como bueno. En una palabra, necesitamos vivir de cara a una grandeza.

2. La clásica e insuficiente noción de verdad

Han existido muchísimas definiciones en la historia de la filosofía acerca de lo que es la verdad, pero muchas se han mostrado radicalmente insuficientes. La definición más recurrente de “verdad” enseña que ella es una adaequatio intellectus et rei, la adecuación de la mente con las cosas. Esta definición, sin embargo, resulta insuficiente para explicar las distintas maneras en las que vivimos o dejamos de vivir la verdad. Es una definición, al menos a primera vista, puramente teórica, epistémica. Nadie ha muerto ni entregado la vida por mor de tener su mente adecuada con las cosas. No al menos de esa manera expresado. La verdad ha de ser algo más, algo que penetre la vida desde el fondo y dote de vitalidad mis propias acciones y que, de hecho, le dé valor al vivir mismo, pues ha habido héroes que prefieren morir, antes que vivir de cara a la mentira o a la falsedad. Si prestamos atención a su testimonio, habremos de sentirnos interpelados: ¿qué hay en la verdad que hay quien da la vida por ella?

Quizás sea el testimonio de los mártires de la verdad el que nos arroja la primera saeta en contra de la definición preliminar que hemos ofrecido: quizá la verdad consiste en no dejarse la mente adecuar a las cosas. Si la verdad es la grandeza de lo que somos, o de lo que podemos llegar a ser, la verdad será todo, menos un “hecho”, que es lo que comúnmente quiere decirse por “cosas”. La verdad ha de estar situada en otro ámbito, ha de ser más bien la idealidad de todas las exigencias de excelencia que se pueden pedir al ser humano. Ahí está nuestra verdad, aunque no vivamos del todo en ella. Por eso la verdad no es solamente el hecho, los facta. Ella ha de ser, más bien, aquello bajo lo que el hecho se juzga.

1.3

Si miramos una sociedad o una vida o una realidad cualquiera como deficiente, es porque concebimos una verdad sobre esa sociedad, que consistirá además, probablemente, en una vida que no se está actualizando en el tiempo. La verdad, la mentada idealidad, nos permite formular un juicio sobre nuestro presente y sobre lo que tenemos ante los ojos. Ya Husserl tenía claro el talante ideal de la verdad:

[…] el hombre en cuanto hombre tiene ideales. Su propio ser es formarse un ideal de sí mismo como este concreto yo personal, y un ideal de su vida entera –un doble ideal incluso, absoluto y relativo–, y tener que poner su empeño en la máxima realización posible del ideal; así ha de hacer el hombre si es que ha de poder reconocerse a sí mismo, según su propia razón, como ser humano racional, como verdadero y auténtico ser humano. Este ideal que late a priori en él, lo toma el hombre, pues, en su figura más originaria, de sí mismo como su ‘yo verdadero’, como ‘su mejor yo’.[7]

El “yo verdadero” es, en este sentido, un “yo ideal”, que no necesariamente se corresponde con los hechos o que, como hemos visto, de manera imposible se corresponderá ese ideal con los hechos, pero ha de fungir, no obstante, como un fin regulativo de toda la vida. En este caso, la “verdad” es la idealidad y no la realidad, por lo que el sujeto estará en la verdad, no cuando ajuste su intelecto a las cosas reales, sino en tanto ponga su vida en tensión hacia esa idealidad.

Los hechos del mundo natural pueden valer como definitividad para la investigación de las ciencias naturales, pero jamás para la filosofía, que desde sus inicios intenta convertirse en una instancia crítica de la vida y de la propia conciencia. El ideal de la verdad no guía en su vida a las cosas ni a los vegetales, sino solamente a las personas imperfectas y finitas. Aspirar a un ideal significa reconocer que no estamos en él y que la meta es lejana y quizá difícil. Por eso la filosofía se define primordialmente como amor, pues el que ama sabe que está a una cierta distancia de aquello que ama. En esta medida, el ideal que marca la filosofía es el de hallar todos los porqués de mi vida, o, al menos, todos los porqués en los que mi vida está en juego. Siempre cabe vivir así, filosóficamente, preguntándonos por aquello que guía el actuar nuestro.

            Podemos formular la pregunta siguiente: ¿cómo y bajo qué términos hemos, pues, de entender la expresión “amor a la verdad”? Ello no significa necesariamente “amor a los hechos”. Tampoco parece ser que esa expresión quiera decir: “amor a adecuar la mente con la realidad”. Para llamar la atención sobre los distintos equívocos que puede haber sobre el concepto de verdad, traeré a colación un ejemplo de Gabriel Marcel,[8] y pasaré a continuación a explicar lo que a mi juicio es la solución fenomenológica del problema.

Pensemos en alguien que está a punto de contraer matrimonio. Todavía no lo hace, está tan sólo a unos días de la boda. Podría aún, incluso, echarse para atrás y pensar en otras metas vitales. Imaginemos, además, que no se trata únicamente de un contrato civil, sino también de una boda religiosa, y que esta persona cree firmemente en el matrimonio como es concebido al interior de esa comunidad religiosa: indisoluble hasta la muerte.  Imaginemos también que este individuo, sin embargo, no ha pensado bien durante todo el tiempo que ha tenido para hacerlo, sobre las razones que lo llevan a tomar esa decisión. No ha hecho una exploración profunda de los deseos que lo motivan a vivir su vida como un hombre casado, no ha examinado a fondo las implicaciones y consecuencias que trae consigo casarse. Ni se ha examinado a fondo a sí mismo ni ha examinado con profundidad lo que el matrimonio implica. ¿No habría de preguntarse esta persona si las razones que lo han llevado a ese lugar son las “verdaderas”, so riesgo de cometer un craso error? Digamos que, además, las razones que lo han empujado a tomar esa decisión, responden a que ve en el matrimonio un modo de satisfacer las exigencias de la sociedad, una manera de dar alegría a sus padres, que concibe el matrimonio como un modo de solucionar los profundos problemas que tiene en su relación de noviazgo, o que casarse será la manera de salir de casa, en donde su madre, enferma, no para de quejarse, o que persigue tras de ese matrimonio una herencia millonaria y está dispuesto a ir al altar en pos de esa suma de dinero. ¿No diríamos que estas razones carecen de la suficiencia de la verdad? ¿No es cierto que pensaríamos que sus razones son hasta cierto punto falsas y que más le valdría pensar y repensar el asunto antes de decidirse? Es verdad que ellas son las razones por las que ha tomado la decisión, ésos son los hechos: se casa por ello, pero ¿la verdad sobre su vida está en los hechos? ¿Ésas razones lo llevan a la verdad sobre sí mismo?

Vemos ahora cómo la verdad no puede ser solamente la adecuación de la mente a los hechos, sino que la verdad ha de tener, por un lado, un pie puesto en la idealidad y, por otro, una dimensión que atraviese el núcleo de la persona, pues ese núcleo es por el que los hechos, frente a las idealidades, adquieren discernibilidad y un valor para la vida: no basta examinar lo que el matrimonio en sí mismo implica, también habría que examinarse a uno mismo para ver si el matrimonio es lo deseado. El personaje en cuestión aún no está casado, aún no ama a su esposa porque aún no la tiene, pero quizá la razón más verdadera para contraer matrimonio haya de estar en esa dimensión ideal que aún no ve y que cabe que no sea para él. Para poder crear y renovar los hechos, para poder modificar el mundo y crearnos a nosotros mismos, necesitamos de un criterio que nos habilite al discernimiento.

¿Cómo acceder a la verdad? ¿Es posible conocer esos ideales? ¿Es posible examinarme a mí mismo al punto de aclararme lo que quiero para mí, al punto de tener claras y confrontadas las verdades sobre las que mi vida se asienta? ¿Cómo comenzar un camino vital que ponga al frente mío todas las exigencias de una vida vivida de cara a la verdad? Vayamos a la fenomenología, que a mi juicio ayudará en la aclaración de los sentidos primordiales en los que se puede hablar de verdad, y veamos si allí encontramos al menos una pista para la resolución del grave problema que se abre entre la conciencia y la acción.

3. La propuesta de la verdad en la fenomenología de Husserl

La solución que Husserl propuso para las cuestiones del conocimiento y de la relación de la conciencia con el mundo y con la acción es, desde mi punto de vista, la mejor solución que se ha propuesto a lo largo de la historia de la filosofía. El principio que subyace a toda labor fenomenológica es el principio de la afirmación del ser intencional y racional de la conciencia, es decir, que la vocación del ser humano consiste en llevar al más perfecto esclarecimiento las fuentes de las que brotan todas las verdades que comandan la vida.

Husserl y su hijo Gerhard

Husserl y su hijo Gerhard

La conciencia siempre puede hacer explícitas las vivencias sobre las que se funda el conocimiento y el único viático que legitima a una creencia, es decir, el único fundamento legítimo de todo conocimiento –que es el primer lugar en donde tiene cabida la cuestión de la verdad–, es la experiencia, la intuición, y en específico, su forma más perfecta: la evidencia. Abordaré en este apartado algunos de los aspectos centrales sobre la cuestión de la verdad en la obra de Husserl. Si el problema general de la filosofía es, como lo hemos intentado trazar, el de la relación entre la conciencia y la acción, sólo a la luz de las fuentes últimas de las que brotan las vivencias, en específico la vivencia de la verdad, podremos pronunciar al menos una palabra sobre ese problema radical.

 

3.1 Primer sentido de “verdad”: verdad del juicio

La cuestión de la verdad y la evidencia al interior de la fenomenología, fue perfilada desde las Investigaciones lógicas, aunque Husserl se refirió a ella toda su vida. De la investigación VI, que Husserl dedica a al tema del conocimiento, el capítulo quinto está dedicado directamente a esta cuestión. En ese texto, la verdad aparece como una perfección que puede tener lugar en los actos intencionales. Todo acto intencional es tal porque está dirigido a un objeto: cuando pienso, por ejemplo, en un perro labrador, hay que distinguir entre el perro labrador real y el hecho de que yo lo piense. Una cosa es el acto y otra, el objeto que ese acto mienta. Así ocurre con todo acto intencional como la percepción, el recuerdo o la fantasía. Esto quiere decir que toda vivencia de la conciencia significa algo, y que la relación entre el acto y su objeto, puede tener diversas características. Cuando la verdad ocurre, esa relación se modifica en dos sentidos: a) la adecuación entre la presentificación y la intuición es perfecta y b) la intención significativa del acto se cumple de manera definitiva.

Expliquemos esto con un detalle mayor. Para Husserl, dentro de todo el género de actos intencionales, sólo la percepción “da” el objeto en sentido propio, únicamente la percepción lo presenta como tal. Cuando imaginamos algo, o lo recordamos, podemos imaginarlo o recordarlo incluso con perfección absoluta, o es posible, al menos, llevar el recuerdo a mayores grados de perfección cada vez. Pero ninguno de los dos, ni el recuerdo ni la imaginación, ni ningún otro acto de la fantasía, nos “dan” el objeto plenamente. Solamente la percepción entrega a la conciencia el objeto mismo y no una mera representación de él. La percepción “presenta” el objeto como tal a la conciencia, en eso consiste precisamente su carácter intencional. Ella “hace presentes” los objetos a través de una “presentificación” que trae consigo una intención significativa, que “dice” algo. Cuando esta presentificación se adecua de manera completa y perfecta al objeto que presenta, entonces es verdadera.

Y cuando una intención representativa se ha procurado definitivo cumplimiento por medio de esta percepción idealmente perfecta, se ha producido la auténtica adaequatio rei et intellectus: lo objetivo es «dado» o está «presente» real y exactamente tal como lo que es en la intención; ya no queda implícita ninguna intención parcial que carezca de cumplimiento,[9]

esto es, cuando hay verdad, lo que la presentificación dice es exactamente lo que hay, coincide completamente con lo que está presente. Que esta intención esté adecuada a la cosa, quiere decir que la objetividad significada es dada en sentido estricto y exactamente como es nombrada y pensada. La “evidencia”, en este sentido, es precisamente la vivencia de esa verdad, la “evidencia” ocurre cuando de manera plena y absolutamente perfecta, caigo en la cuenta de que aquello que concibo en la mente es verdadera y realmente tal y como lo concibo.

Puede haber, claro, grados en la plenitud de lo que hay en la percepción. En la medida en que una intención puede encontrar su confirmación por medio de percepciones y síntesis de percepciones, habría una gradación. Por ejemplo, si percibo ahora mismo una hoja y veo que tiene algo escrito pero no veo precisamente qué es lo que está escrito, no podría decirse que hay “falsedad” o que no hay “evidencia”. Simplemente no he acabado de percibir el objeto, por ahora sólo se me ofrece escorzado. Pero es evidente que hay ahí un papel con algo escrito en él. Tengo evidencia de algo que verdaderamente es, y por eso es una intuición verdadera: es evidente para mí que ahí hay un papel escrito. Podría tener una evidencia mayor del objeto si me acercara para comprender cabalmente qué es lo que está escrito. Quizás me aclare sobre el color del papel conforme me acerque a él, o incluso quizá pueda leer lo que dice, o si arrojo una luz directa sobre él. En ese caso, mi percepción del papel puede ir perfeccionándose a través de síntesis de actos. Pero en todos los casos, lo “evidente” en cuanto tal, no se ve afectado. En sentido riguroso, sólo hay un modo propio de hablar de “evidencia”, y éste es la evidencia plena, el acto de síntesis más perfecto posible que da a la intención la absoluta plenitud de contenido: el objeto no es meramente mentado, sino completamente “dado”. Por eso el correlato objetivo de la evidencia se llama “verdad”.

1.5

De aquí Husserl desprenda cuatro sentidos fundamentales del concepto de “verdad” que luego concentrará solamente en dos de ellos:[10]

  1. La verdad es una “situación objetiva”. Por ejemplo, el papel blanco con algo escrito en él es verdadero, y como correlato de una identificación de coincidencia, la verdad es una “identidad”. Aquí la verdad es lo objetivo.
  2. La verdad es la relación ideal que impera en la coincidencia entre las esencias significativas de los actos coincidentes. Aquí la verdad es la “forma” del acto, la esencia cognoscitiva del acto subjetivo.
  3. El objeto dado en la percepción es la plenitud de las intenciones. Este objeto es el ser, la verdad o lo verdadero: que efectivamente haya un papel sobre la mesa, “hace verdadero” mi acto cognoscitivo.
  4. Desde el punto de vista de la intención, la verdad es la “justeza de la intención”. Esto es, el sentido de la presentificación que la percepción da a la conciencia, se cumple totalmente en el objeto que es presentado. La verdad aquí también es una “forma” del acto, una perfección.

No obstante, en estos cuatro sentidos fenomenológicos de “verdad”, Husserl prefiere fijar el concepto de “verdad” para lo que conviene a la parte de los actos mismos y de sus momentos de aprehensión ideal, y utilizar el concepto de “ser” para los correspondientes correlatos objetivos. “Verdad” y “ser”, se identifican en las acepciones (1) y (3), pero Husserl prefiere dar a ellas el término “ser” y  reservar el de “verdad” a la idea de adecuación o justeza entre posición significativa y significación objetivante, es decir, entre lo que pienso de las cosas y lo que el ser de las cosas me da en la percepción. La verdad es, pues, una perfección del juicio que emite el sujeto cuando lo que la vivencia intencional le da es verdaderamente así y tal como se lo da.

 

3.2 La verdad según su especie: teórica, axiológica y práctica

En Ideas I, obra que Husserl publicó trece años después de las Investigaciones lógicas, así como en Lógica formal y lógica trascendental, complementó estos desarrollos sobre la verdad desde una perspectiva diferente, clasificándola no desde las formas subjetivo-cognoscitivas en las que ésta surge y se hace posible a través de la forma perfecta de la “evidencia”, sino según los contenidos materiales que la verdad, en tanto que situación objetiva, puede ofrecer a una conciencia que la aprehende.

La verdad no es solamente un elemento formal del juicio según la perfección de la adecuación, sino que el juicio puede cobrar también una forma según el modo como éste nos posicione frente al objeto, y de acuerdo con lo que el objeto mismo nos exija como posición tética. La razón en general tiene la tarea no solamente de emitir juicios de ser, sino también juicios de valor y juicios prácticos, con la consecuencia subjetiva que esto trae consigo: la no-indiferencia, o la no-asepsia del sujeto frente al objeto que está juzgando. “La ‘verdad’ o la evidencia ‘teórica’ o ‘doxológica’ –dice en Ideas I– tiene sus paralelos en la ‘verdad o evidencia axiológica y práctica’”.[11] Y, luego en Lógica formal y lógica trascendental:

Cogito puede significar: ‘percibo’, o también ‘recuerdo’, ‘espero’ (actos que corresponden, sin duda, a la esfera dóxica, aunque no a la esfera del pensar predicativo); pero también puede significar: ejerzo actividades afectivas ‘valorativas’, con placer o displacer, con esperanza o temor, o actividades volitivas, etcétera.[12]

Hay así tres especies de la verdad, tres caminos que indican un modo de resolución del problema que se abre entre la conciencia y el mundo. El sujeto puede posicionarse frente al mundo considerándolo como un objeto de conocimiento teórico y meramente contemplativo, pero también habrá objetos ante los cuales la sola consideración teórica sería inadecuada, y no sólo eso, sino que pedirán además una valoración axiológica, desde el punto de vista moral o estético, por ejemplo, y en ese caso, también la verdad hará o no lugar y, por último, el sujeto puede actuar, puede posicionarse volitivamente frente al objeto, lo que no quiere decir ya solamente considerarlo en su esencia o en su valor, sino hacer algo respecto de él. Y ahí, en ese caso, también puede o no ocurrir la verdad.

En todos los casos, sin embargo, la verdad es una dimensión de la existencia subjetiva, y no únicamente algo que ocurra de manera externa al sujeto. A pesar de que, como hemos visto y como profundizaremos en lo que sigue, pueda haber una “verdad objetiva”, la cual, en tanto que aprendida, es siempre una variable modificadora de aquél a quien tal verdad acontece. Aún en el caso de su primera especie, la teórico-contemplativa, la verdad altera de alguna manera al sujeto que la vive. La vivencia de la verdad abre al sujeto a horizontes cognoscitivos, valorativos o prácticos, pero en todos los casos serán horizontes existenciales hacia los que la vida de esa conciencia puede dirigirse y que no estaban ahí antes de que la verdad ocurriera.

3.3 Verdad ontológica: la esencia

Desde las Investigaciones lógicas publicadas entre 1900 y 1901, la intención de Husserl es mostrar que hace falta un saber científico verdaderamente fundante, una ciencia que tenga como objeto aquella realidad de la cual surge el significado del mundo, así como el análisis de la experiencia más primigenia que provee de un sentido a los conceptos sobre los cuales se monta nuestra experiencia. La necesidad de este saber radica en que con él se aclaran los sentidos originarios con los cuales vivimos y habitamos en el mundo de la vida. Sin él, estamos en terreno resbaladizo y cenagoso, nuestros conocimientos y, por lo tanto, nuestra práctica vital, está sostenida sobre debilidades. Este modo de saber intentará alcanzar una “verdad”, un tipo de conocimiento que sea verdaderamente fundante y que dote de una estabilidad a toda “acción”, es decir, un saber que estabilice la relación entre la conciencia y la acción. Esta ciencia deberá ser, por supuesto, una ciencia apriórica, que no suponga nada de lo dado en la experiencia empírica, ni se apoye en los hechos mundanos, pues si lo que se quiere es fundamentar todo lo que ocurre en la experiencia empírica y en la vida mundana, la ciencia requerida no podrá ser, a su vez, de ese talante.

A este respecto, Husserl afirma que los ‘hechos’ que constituyen toda la vida, así como las vivencias de esos hechos, dependen siempre en su actualidad de una idealidad, de una esencia que le dota de sus posibilidades de ser, de modo que toda vivencia del mundo puede ser susceptible de ser analizada desde la perspectiva de la esencia que ella actualiza. Veamos lo que sostiene en la primera parte del primer volumen de Ideas, sobre “Hechos y esencias”:

Al sentido de todo lo contingente le pertenece tener precisamente una esencia y por tanto un eidos que hay que apresar puramente, y éste se halla sujeto a verdades de esencia de diverso nivel de generalidad. Un objeto individual no es meramente un objeto individual, un ¡esto de aquí!, un objeto irrepetible; tiene, en cuanto conformado “en sí mismo” de tal o cual manera, su índole peculiar, su acervo de predicables esenciales, que tienen que convenirle (en cuanto “ente, tal como es en sí mismo”) para que puedan convenirle otras determinaciones secundarias y relativas.[13]

La relación entre el hecho y la esencia implica que el mundo está regido por “sentidos” y legalidades ideales que no son ni pueden ser modificadas por los hechos mismos al interior del tiempo, pues las “esencias” u “objetividades ideales” carecen de un sitio temporal ligado a ellas, que las individualice.[14]

Es sabido que Husserl no realiza alguna innovación en la historia de la filosofía al hablar de “esencias”, pero sí es él uno de los pocos filósofos que rehabilitan el término en la filosofía del siglo XX. En donde sí introduce una novedad es en el modo de explicar que estas esencias son constituidas por la conciencia, y en aclarar que ellas son constituidas también por una vida trascendental que permite que sus significados operen en la vida y experiencia del mundo. Husserl se da cuenta de que todo hecho es tal porque depende en su estructura y en su forma de una esencia que lo hace ser lo que es y le permite participar en el tiempo de ciertas formas, estructuras y sentidos. Un color, por ejemplo, no suena y no puede nunca sonar, justamente porque es un color y no una pieza musical o cualquier otra cosa distinta. A pesar de que podamos atribuirle metafóricamente un cierto sonido o una temperatura al azul o al rojo, siguen siendo colores y por esencia, les pertenece tener tonalidades y luces, pero no sonidos o aromas.

Este “eidos” es también lo que líneas arriba llamábamos la “verdad” en uno de sus sentidos. Si nuestro muchacho en cuestión estaba por casarse para buscar una herencia, quizá estuviera torciendo para sí la esencia objetiva del matrimonio, y se encaminaba a una experiencia “falsa” de él, al menos dentro del orden de creencias hacia el que iba a dirigir su acción, pues desde el paradigma según el cual imaginamos que se casaría, el religioso, el matrimonio no consiste en un procedimiento para hacerse de dinero, sino en una decisión de entregar la vida a otra persona para acompañarla en su felicidad hasta la muerte. Actuar de otro modo implica actuar “falsamente”.

4. Reflexión final: la fenomenología ante la vocación de la verdad

Hay en la verdad una dimensión ideal que no forma parte de los hechos del mundo, pero que permite juzgarlos. La verdad nos llama de alguna manera a que la persigamos con profunda pasión y con todos los instrumentos conceptuales, epistemológicos y morales que tal lucha requiera. Las aclaraciones que la fenomenología ha aportado, permiten ver que la verdad es una perfección lograble, que, además, cala hondo en varias dimensiones de la persona, y que en todos los sentidos en que pueda entenderse el concepto de “verdad” (al menos en los aquí expuestos), ella es una perfección que tiene qué ver con el cese de la inquietud primordial de la existencia, con una estabilidad profunda que posibilite la construcción no solamente de conocimiento, sino de una vida vivida bajo el ideal de la racionalidad, lo cual implica traer a dato explícito las evidencias sobre las que están fundamentadas todas y cada una de nuestras creencias.

En el ejemplo propuesto, por citar un caso, acerca del muchacho que está a punto de casarse, se sugiere la necesidad de que haya un ideal sobre lo que es el matrimonio y un ideal sobre lo que esa persona quiere para su propia vida, y en ambos casos, tal ideal, que se ha de presentar como una verdad, implica un movimiento existencial de quien lo vive y se ve envuelto en él. La verdad trae consigo un ingrediente profundamente existencial por el que la libertad se ve interpelada, de ahí que el “amor a la verdad” implique también una fidelidad a la verdad, un hábito de constante renuncia a conformarse con los hechos, con lo que hay, y no solamente en lo que toca a la descripción de la realidad, sino también en relación con lo que yo creo que debe ser mi vida y aquello que realmente estoy realizando a cada momento y con cada decisión. La verdad implica una toma de postura sobre la realidad y apostar mi existencia en esa comprensión de lo que hay. Si la verdad no me compromete es porque no me he encontrado con la verdadera verdad, o porque aún no hago el esfuerzo de apropiación que ella exige.

Por eso, la verdad exige como condición que la vida humana no considere nada prematuramente, que sea paciente. Se ha de renunciar a toda satisfacción inmediata y se ha de examinar siempre la conciencia metódica y progresivamente. No le está permitido nunca al ser humano dejarse llevar por sentimentalismos ni fideísmos apresurados, sino que ha de ir examinando y desgranando, con amplio espíritu de fineza, todas y cada una de las hebras que constituyen su vida, y ha de ir a comprobar con su acción lo que vislumbre que pueda ser una posibilidad de realización de la verdad, porque “sólo por virtud de la verdad –señala García-Baró– se está en claro o se permanece en la confusión a propósito de cuantas realidades existen”,[15] sólo en contraste con la verdad es que podemos orientarnos en la vida, sólo en referencia a la verdad, en su plena idealidad, puede el yo construirse a sí mismo y dirigir sus actos con un sentido. Cobrar conciencia de esto, implica cobrar conciencia de que la vida va en serio, de que acontece realmente, de que verdaderamente estoy vivo y que esta existencia mía es en parte enigma y en parte no, pero en ambos casos debo ir a vivir para verificar si el modo como vivo y si aquello que deseo son verdaderamente el modo como he de vivir y aquello que he de desear. Y es que hay el hecho terrible, gigantesco, de lo falso, el hecho inminente del error, en un palabra: existe la mentira. Por eso la verdad tiene un aspecto dramático, y puede ser muchas veces mejor expresada en una novela de Dostoievsky o en una película de Buñuel, que en un tratado de química orgánica. No porque la verdad tenga de suyo un carácter huidizo, sino porque la verdad ha de atravesar mi existencia de los pies a la cabeza, y porque de lo que yo sepa de ella, depende el logro o el malogro de mi vida.

De ahí la importancia de la práctica fenomenológica y de la práctica de la filosofía en general, pues ella es la instancia que permite traer a tema aquellas presuntas verdades sobre las que erijo mi vida. La pregunta radicalmente fenomenológica es entonces, la siguiente: “¿cómo se constituye para la conciencia el sentido del mundo?” o, en otros términos, “¿cómo puedo determinar mi acción de la manera más honesta posible?”. No otra cosa quiere hacer la reducción fenomenológica, sino traer a dato esa dimensión del conocimiento que está siempre implícita y de la que se nutre nuestro saber natural de la praxis natural, acceder al lugar primario en donde ocurre la verdad primaria.

Desde el punto de vista fenomenológico, la filosofía no será ya una rebaba de la existencia, un sobrante, un exceso, una burbuja que admiran los niños sin comprender sus causas y que revienta en cuanto la vida de verdad viene a pincharla. Lo que la fenomenología propone forma parte de esa idea de la filosofía que fue puesta sobre la mesa de la historia desde que Sócrates bebió la cicuta. La filosofía implica un ejercicio ascético de abajamiento para que la verdad pueda emitir su palabra. Es renunciar a lo que siempre he dado por supuesto para cuestionármelo de frente y contrastarlo con lo que es verdaderamente evidente a mi conciencia, sin soltar la rienda de los sentimentalismos y los voluntarismos de la verdad.[16]

Para poder acudir al llamado de la verdad a través de la vocación filosófica, hay que estar iniciados en una serie de prácticas disciplinarias, que comienzan con la constatación primaria de que, para saber hablar, hay que estar iniciados primero en el silencio. Es preciso, para responder a la llamada de la filosofía, poner el alma de rodillas y desvelarnos a nuestros propios ojos: mirar nuestro propio rostro, alumbrar lo que está oculto y permitir que la verdad de lo que somos se nos imponga, siempre, enseñándonos que nosotros no somos Dios y que tampoco somos la verdad. La filosofía es silencio y es lucha y, como Husserl señaló en La crisis de las ciencias europeas, “las verdaderas luchas, las únicas plenas de significación, son las luchas entre la humanidad ya decaída y la que está bien sustentada pero que lucha por ese buen sustentamiento, respectivamente, por un sustentamiento nuevo”.[17] Pues bien, la primera de las luchas es quizá la del silencio, que nos enseña que nuestra palabra no es la palabra originaria, que hay un mundo de idealidades, de esencias, anterior a nosotros y que la verdad puede ser posible si hago de mi propia vida un lugar para que ella establezca su morada. Debemos penetrar en el silencio para pronunciar verdaderamente una palabra que esté cargada de sentido, pues el silencio y lo que ocurre en él es la lucha entre mi conciencia y mi acción.

Bibliografía

  1. Agustín de Hipona, Obras completas II. Trad. de Ángel Custodio Vega. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2005.
  2. Aristóteles, Ética Nicomáquea. Trad. de Julio Pallí Bonet. Madrid, Editorial Gredos, 2004.
  3. Blondel, Maurice, La acción. Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la práctica. Trad. de Juan María Isasi y César Izquierdo, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996.
  4. El punto de partida de la investigación filosófica. Trad. de Jorge Hourton. Madrid, Ediciones Encuentro, 2005.
  5. García Baró, Miguel, Introducción a la teoría de la verdad, Madrid: Editorial Síntesis, 1999.
  6. Del dolor, la verdad y el bien, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006.
  7. Miguel, Elementos de antropología filosófica, Morelia: Editorial Jitanjáfora, 2012.
  8. Husserl, Edmund, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Trad. de Julia Iribarne. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008.
  9. Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. Libro primero: Introducción general a la fenomenología pura [citado como Ideas I]. Nueva edición y refundación integral de la traducción de José Gaos por Antonio Zirión Quijano. México, Fondo de Cultura Económica, 2013.
  10. Investigaciones Lógicas II. Trad. de Manuel García-Morente y José Gaos. Madrid: Alianza Editorial, 2006.
  11. Lógica forma y lógica trascendental. Trad. de Luis Villoro, revisión por Antonio Zirión Quijano. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2009.
  12. Renovación del hombre y la cultura. Cinco ensayos. de Agustín Serrano de Haro. Barcelona: Anthropos Editorial, 2002.
  13. Marcel, Gabriel, El misterio del ser. Obras selectas I. de Mario Parajón. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2002.
  14. Patočka, Jan, El movimiento de la existencia humana. Trad. de Teresa Padilla et al., Ediciones Encuentro, Madrid, 2004.

Notas

[1] Cfr. Jan Patočka, El movimiento de la existencia humana, p. 57 ss.
[2] Cfr. Maurice Blondel, La acción. Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la práctica, pp. 139 ss.
[3] Cfr. Aristóteles, Ética Nicomáquea, I, 1094a1-1094a15.
[4] En el libro X de las Confesiones, Agustín inicia una de las más importantes exploraciones hacia la interioridad del espíritu humano. Descubrió “amplias e infinitas estancias”, a las que podría dirigir el ojo del espíritu, en esa camarilla, llamada memoria, se alojaban no solamente los recuerdos del pasado, sino también la capacidad de receptividad del presente en la atentio y la capacidad de protender hacia el futuro.  Cfr. Agustín de Hipona, Confesiones, X, VIII-XXIX.
[5] Me refiero sobre todo la noción que desarrolló en el segundo tomo de las Investigaciones Lógicas y que luego amplió profusamente a lo largo de toda su obra, sobre todo en Ideas I. Cfr. Edmund Husserl, Investigaciones lógicas II, pp. 473 ss.
[6] Cfr. Miguel García-Baró, Del dolor la verdad y el bien, pp. 9-27; Elementos de antropología filosófica, pp. 119137.
[7] Edmund Husserl, Renovación del hombre y de la cultura, p. 37.
[8] Cfr. Gabriel Marcel, El misterio del ser, pp. 67 ss.
[9] Edmund Husserl, Investigaciones Lógicas II, pp. 683.
[10] Edmund Husserl, Investigaciones lógicas II, pp. 685 ss.
[11] Edmund Husserl, Ideas I, p. 425.
[12] Edmund Husserl, Lógica formal y lógica trascendental, p. 190.
[13] Cfr. Edmund Husserl, Ideas I, pp. 89-90.
[14] Cfr. Edmund Husserl, Lógica formal y lógica trascendental, p. 214 ss.
[15] Miguel García-Baró, Introducción a la teoría de la verdad, p. 16.
[16] Cfr. Maurice Blondel, El punto de partida de la investigación filosófica, pp. 45 ss.
[17] Edmund Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, p. 58.

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