La naturaleza suele estar oculta
Heráclito[1]
Es cierto. La naturaleza suele ocultarse. Incluso en nuestros días, donde pudiera pensarse que la naturaleza ha sido cabalmente desentrañada y racionalmente explicada por medio del quehacer científico, se sigue abriendo el espacio para plantear de nuevo la pregunta que busca saber aquello que la naturaleza sea. Quizá hoy en día la reflexión por la naturaleza ha caído en el olvido, toda vez que la idea que se tiene de ella —la cual se ha ido fraguando desde los albores de la Modernidad— remite a considerarla poco más que una mera fuente de recursos energéticos que sustenta a las sociedades contemporáneas. En los tiempos que corren, la naturaleza suele concebirse como aquello radicalmente opuesto al plano humano, esto es, la cultura, la sociedad, lo urbano. Pero, además, no sólo se asume como lo contrario sino, también, como aquello que ha sido conquistado y aprovechado en beneficio del ser humano. Con base en esta idea, lo que se ha ido creyendo es que la naturaleza es aquello que provee de recursos primarios a lo humano para su subsistencia; se trata de lo dispuesto, de lo emplazado, Gestell en términos de Martin Heidegger.[2]
La relación con la naturaleza no siempre ha sido la de dominación. Por lo menos dan testimonio de ello los diversos textos que se han conservado de todas las culturas antiguas. El caso griego es paradigmático a este respecto, pues brinda una muy clara relación que el hombre tiene con la naturaleza y que no puede ser reducida a la de dominación del primero sobre la segunda. El griego habla de φύσις (physis) y con dicho término no se refiere sólo a aquello que se encuentra ya en un determinado estado frente u opuesto al hombre. Para el heleno, lo physico trasciende lo evidente aunque también lo involucra. Se trata de todo cuanto se capta por los sentidos (incluido el cuerpo de uno mismo) pero también del modo en el cual está dispuesto lo captado, así como los procesos que van teniendo esas mismas entidades aprehendidas por el hombre. De modo que, en principio, para el griego la naturaleza (φύσις) no es aquello que simplemente está allí, siempre idéntico y estático. Menos aún se trata de una mera disposición de materia para fines técnicos. El griego mira como algo divino a la φύσις porque en ella ve la expresión sensible de los dioses que animan y sustentan esta naturaleza que envuelve y atraviesa al hombre mismo.
El griego reconoce un valor sagrado al mirar la Physis. Este valor desborda los sentidos: incontables colores, dimensiones, texturas, aromas, sabores; en suma, la presencia diversa de aquellos entes entre los cuales uno mismo se encuentra. En cada mirada, palpe o sonido escuchado, la naturaleza anuncia su irreductible presencia, así como la imposibilidad de quedar contenida toda ella en una palabra. Esta Physis se muestra, además, con un cierto orden: con una regularidad comprensible para uno mismo, la cual permite vivir según su designio. En este sentido, la Physis enseña al hombre (y cabría sugerir que a todos los entes vivos) a desplegar su ser en el seno mismo de su presencia. Por tanto, la naturaleza para el heleno no es mecánica pues no opera por leyes que la determinan. Como fueron descifrando los filósofos antiguos, la Physis no es sólo lo dado a la experiencia. También es el modo en el cual aparecen los diversos entes que pueblan el ámbito de lo sensible, es decir, se trata de la manera en la que están dispuestas las cosas y los seres vivos, las relaciones entre ellos, así como su desarrollo interno. La Physis es, pues, una presencia dinámica y será el movimiento lo que caracterizará a la naturaleza: como fuerza que da ser, al tiempo que es presencia perenne de cuanto es.
Con Platón puede observarse que la naturaleza es la expresión de lo divino. En el Timeo, el filósofo de las espaldas anchas ofrece una explicación sumamente pormenorizada, al tiempo que densa, del modo en el cual este mundo sensible, en donde se ve la physis, tuvo lugar. Platón coloca en boca de Timeo la explicación de que el Demiurgo, es decir, el gran artesano, literalmente, elaboró el mundo sensible. Posando su mirada en lo eterno, en las Formas y en la Idea del Bien, el hacedor emuló aquella perfección en la materia. Este mundo terminó siendo la expresión de las Formas impresas por el demiurgo y por tal grado de afinidad ontológica, este plano natural-sensible es una imagen de aquella naturaleza eterna, absoluta, verdadera y bella. Por tanto, la “auténtica” naturaleza rebasa los límites de todos los cuerpos que se aprecian con los sentidos. La naturaleza que se ofrece a los sentidos, entonces, es apenas un anuncio, la expresión de una Physis que se esconde y se insinúa en las imágenes, aromas, sabores y texturas. La auténtica naturaleza es, pues, in-visible pero no incomprensible. A la Physis hay que comprenderla, esto es, contemplarla con el pensamiento (νούς) y la razón (λόγος), además de con los sentidos.[3]
Aristóteles, sin recurrir a la idea de un demiurgo cósmico, parece coincidir con su maestro en que esta naturaleza sensible que se abre ante el hombre es apenas la expresión de una potestad allende lo evidente. La Physis, piensa Aristóteles, se evidencia en el movimiento. Pero todo cuanto se mueve exige un inicio del movimiento y un agente que echa a andar al mismo. La materia o sustrato último de cualquier entidad (ὑποκειμενόν) es aquello que siempre tiende a una forma (μορφή). La materia, pues, es afectada por el movimiento para alcanzar una determinación. En este tender hacia la forma, la entidad se realiza, es decir, alcanza su fin adecuado (εντελεχια). Dicho con otras palabras, cuando una determinada entidad alcanza su forma propia, se dice que ha habido un tránsito de la potencia al acto. Pero dado que la materia no es la que se da a sí misma el movimiento, ni tampoco la forma infunde en la materia el moverse, este movimiento supone la intervención de una causa más, a saber, la eficiencia. Para Aristóteles, entonces, la causa eficiente es aquella con la cual, la Physis hace posible que la materia transite siempre de una forma que eventualmente tendrá que abandonar para alcanzar otra que le sea propia, que la realice finalmente. La naturaleza sería entonces, para Aristóteles, la constante búsqueda de realización final de los entes, o sea, la tendencia a alcanzar su propia forma, la cual representa para cada ente, su propio bien.[4]
Pero, como se adelantaba líneas arriba, la comprensión de la Physis que ofrece Aristóteles no es algo que pueda saberse sólo mediante los sentidos. El entendimiento de la teleología de la naturaleza sólo puede darse al pensamiento porque el sentido último de lo physico es algo inteligible pero simultáneamente manifiesto en todas las entidades que pueblan la totalidad. La contemplación de este sentido teleológico de la naturaleza es magnífico porque permite entender la sapiencia misma de la Physis. Por ello, cuando se alcanza a contemplar (θεωρία) el sentido último de la naturaleza, Aristóteles afirma que se ha logrado llegar, aunque sea por un instante, a la sabiduría. Y esto sólo es posible porque se asume sin ambages que la naturaleza es sabia, además de bella y buena.[5]
Tanto Platón como Aristóteles, según lo que se ha ofrecido mínimamente en las líneas precedentes, dan una muestra de que es factible comprender el sentido de la naturaleza, el cual puede ser expuesto a través de la palabra (λόγος). Para los griegos en general, no sólo para Platón y Aristóteles, la Physis posee un lógos que le da estructura, es decir, un orden que mantiene su armonía, su unidad. Este orden, al ser considerado como algo propio de la naturaleza podría ser asumido como la expresión de la naturaleza. Expresión que se hace evidente en la dinámica misma de todos los entes, incluido el hombre mismo. Sin embargo, suele pensarse que la expresividad es una facultad más ceñida al plano humano y no una propiedad de la naturaleza. ¿Es realmente imposible pensar que la naturaleza posee expresividad? Parecería que para los griegos (e incluso para otras culturas antiguas) la Physis no sólo es algo meramente operativo, es decir, no es una “gran máquina orgánica” que mantiene su propio equilibrio de manera necesaria. Al menos como lo plantean las diversas fuentes de los antiguos, la naturaleza dice algo aunque su expresión no sea verbal. Sin embargo, ante la pregunta planteada, una enorme cantidad de pensadores que van desde el periodo medieval, pasando por la Modernidad y llegando hasta los días que corren, parecen sugerir que la naturaleza es, en rigor, inexpresiva.[6]
Gran parte de los pensadores de la época Moderna, casi de manera unánime, asumirán que la naturaleza es un enorme ensamble de leyes que operan de forma indefectible e inalterable.[7] Asociarán, por ello, a la naturaleza con el plano de lo necesario, esto es, como aquello que no puede, nunca ha podido y no podrá ser más que del modo en que es. La regularidad de lo natural, entonces, ya no será propio de una sapiencia que se encuentra en lo naturaleza misma, sino de una inevitable condición que un Ser mayor (Dios), ha establecido como el orden regulativo. La naturaleza queda, así, condenada al plano de la necesidad, por consiguiente, de lo inevitable y, por supuesto, de lo inexpresivo.
Es probable —probabilidad que se mantendrá en el plano de lo hipotético, pues ahondar en este tema excedería por mucho los límites del presente texto— que haya sido desde la presencia del cristianismo que la naturaleza y la expresión se hayan escindido, pues siendo la primera lo creado por un ser omnipotente y omnisciente, entonces es factible suponer que la naturaleza será considerada como un medio de expresión de Dios, mas no aquello que, de suyo, sea expresivo. La naturaleza, en tanto creada, es orden cumplido de Dios, es verbo materializado de una voluntad radicalmente alterna a su creación. Por lo tanto, no habrá de encontrarse en la naturaleza ningún mensaje, ninguna enseñanza más que la superioridad del ser que la ha creado. Hacia la Modernidad se habrá cuestionado si el sentido de la naturaleza sólo revela la omnisciencia divina, pero no el hecho de que lo natural no dice sino lo mismo siempre y de idéntica manera: las leyes regulares con las cuales siempre funciona.
Así, una de las grandes diferencias entre la naturaleza moderna y la physis antigua es que la primera siempre dice lo mismo. Su “secreto” enunciado una vez por el hombre, a través de una ley (es decir, mediante palabras) será exactamente el mismo hacia el futuro y se presume que ha sido el mismo desde el pasado. De suerte que la naturaleza ya no sorprenderá una vez que todas sus leyes sean enunciadas. En cambio, la Physis, según las enseñanzas de los antiguos comporta no sólo la regularidad de los ciclos de los entes, sino también la comprensión y asunción de lo que, en última instancia, uno mismo es. En el mundo de la Physis, pues, no sólo se aprende sobre lo externo sino, también, sobre lo interno. En el mundo de la naturaleza mecánica, es un yo el que comprende las reglas del mundo y asume la capacidad de alterarlas en su beneficio. Por ello, no es ya la naturaleza la que expresa su sentido, sino que el sujeto moderno es quien encauza y delimita a la propia naturaleza: la constriñe, la acota, la agota y la explota para su propio bienestar.
Ya en el siglo xviii, Goethe se mostraba receloso frente a los triunfos de la ciencia natural y, desde luego, de la manera en que se caracterizaba a la naturaleza misma. El pensador alemán asume la idea de la naturaleza como aquello que, siendo desbordante, es irreductible a los principios racionales que la moderna física, bajo el paradigmático modelo de Newton, había establecido. Más aún, Goethe sostiene que todas las fórmulas que se empleen para tratar de expresar a la naturaleza siempre serán limitadas, cuando no insuficientes. Así, declara el también autor de Fausto:
Nunca se tiene lo bastante en cuenta que en realidad un lenguaje no es más que simbólico, no es más que figurativo, y jamás expresa los objetos de manera directa, sino únicamente en su reflejo. […]
Las fórmulas metafísicas son de una gran amplitud y profundidad, pero llenarlas dignamente exige un rico contenido, de lo contrario quedan vacías. Las fórmulas matemáticas se pueden aplicar en muchos casos muy cómoda y felizmente, pero siempre les queda algo de torpe y tieso, y pronto percibimos su insuficiencia, porque incluso en casos elementales advertimos muy pronto la presencia de lo inconmensurable; además, sólo son comprensibles dentro de cierto círculo de espíritus especialmente formados para ello. Las fórmulas mecánicas hablan más al sentido común, pero también son más vulgares y conservan siempre algo de tosquedad. Transforman lo vivo en muerto; matan la vida interior para meter desde fuera algo insuficiente. Las fórmulas corpusculares les están muy próximas, petrifican lo móvil, vuelven tosca la idea y la expresión. En cambio, las fórmulas morales, que naturalmente expresan relaciones más delicadas, parecen meras metáforas y se acaban perdiendo en un juego de ingenio.
Sin embargo, si se pudiera hacer un uso consciente de todas estas formas de representación y de expresión y transmitir en un lenguaje múltiple las consideraciones relativas a los fenómenos naturales, si se estuviera libre de parcialidad y se diera un sentido vivo a una expresión viva, se podría comunicar más de una cosa satisfactoria.
No obstante, qué difícil es no poner el signo en lugar de la cosa, tener la esencia siempre presente ante uno, y no matarla mediante la palabra. En los últimos tiempos estamos expuestos a un peligro mucho mayor, porque hemos tomado expresiones y términos de todos los campos de lo cognoscible y reconocible para expresar nuestras concepciones de lo más sencillo de la Naturaleza. […][8]
Con Goethe se abre una nueva consideración en torno a la naturaleza en el seno mismo de la Modernidad, que llegará a máximas expresiones en el pensamiento de Schelling y en el de Schopenhauer. Se verá a la naturaleza como aquello oculto en lo más íntimo del ser, que late como un ímpetu furioso que se manifiesta en el hombre por medio del cuerpo. Lo natural, lo radicalmente natural, escapa a la representación. No se trata de lo que los conceptos de la ciencia natural han informado, ni menos aún es apresable en el lenguaje ordinario. Todas las fórmulas, como ya adelantaba Goethe medio siglo antes que Schelling y Schopenhauer, son apenas intentos por señalar aquello inefable, insondable pero pujante. Los dos filósofos alemanes mencionados, coinciden en el término para referirse, si bien también de manera limitada, a esa auténtica naturaleza: la Voluntad (Wille).[9]
Sin embargo, en las consideraciones, goethiana, schellinguiana y schopenhaueriana, la naturaleza es considerada como aquello, literalmente, in-expresable. La expresividad está en el plano de lo humano y, concretamente, asociado al lenguaje, por consiguiente, se halla en el terreno de la representación (Vorstellung). Pero, dado que no habrá palabra que logre iluminar el fondo absoluto que sólo se manifiesta como querer a través del propio cuerpo, la naturaleza será aquello que sólo se manifieste, pero no expresivamente y, si acaso, alcanzará un medio de manifestación sublime a través del arte.[10]
En cierto sentido, la escisión entre naturaleza y expresión es correlativa a la del hombre frente a la naturaleza. Este antagonismo es, además, el que abre la puerta a las dicotomías de la naturaleza frente al espíritu, o de la primera frente a la cultura y la historia. La naturaleza quedó, pues, colocada como aquello otro a lo que uno se enfrenta, incluso en la intimidad del propio ser. Pero la relación con la naturaleza es siempre tensa porque no se acaba por comprender a cabalidad su presencia. La subjetividad moderna, esto es, la implantación de la ideología según la cual, el sujeto racional se sobrepone a lo orgánico, a lo necesario, es algo que, pese a todo, sigue siendo constante en el presente. Y, por otro lado, la expresividad queda asociada a la capacidad creativa del hombre, es más una cuestión poética (en el sentido del término griego ποίεσις que significa creación) que parece alzarse siempre ante los designios de una naturaleza que nos constriñe, tanto en el propio cuerpo como en el mundo en el que habitamos.
Ha habido destacados filósofos contemporáneos que han propuesto la idea de la expresión como aquello que singulariza al hombre, que hace de él un ente radicalmente distinto. Eduardo Nicol es, quizá, quien más abundó en esta idea, aunque ya antes de él, Gottfried Herder propuso una idea de ese tipo. Herder y Nicol coinciden en asumir que el hombre es el ser de la expresión. Con esta fórmula, lo que quieren señalar es que el ser humano está ontológicamente determinado a ser expresivo, lo cual pudiera interpretarse como que hay un ente que, naturalmente, está dotado de expresividad.
A pesar de lo anterior, Nicol asume la tesis de que el hombre es el único ser expresivo. Pero, al tomar dicha asunción, reitera la separación radical entre el ser de la expresión y el ámbito ontológico de lo inexpresivo, y admite que esto último engloba a la naturaleza en su conjunto. Para Nicol, la naturaleza es aquello que se encuentra regulado por los principios que la dotan de orden y sentido. Pero, dichos principios no son la naturaleza misma sino, en todo caso, aquello que se encuentra atravesándola. Afirma el filósofo catalán:
Las cosas concretas son y no son, en el sentido de que vienen a ser y dejan de ser, y cambian mientras son. Lo que mantiene al ser es la unidad del proceso, y su estructura: el hecho de que el cambio se produzca según orden. Este es un hecho primordial, tan objetivo como la existencia del ente aislado.[11]
Para Nicol, los hechos no son equivalentes a la naturaleza sino que ésta es, en todo caso, aquello en donde se aprecian los hechos, por consiguiente, la regularidad del orden de lo real. Pero ni la regularidad del orden, ni tampoco la naturaleza son expresivas. En todo caso, es desde que adviene el hombre que tales fenómenos son retratados verbalmente. Sólo con el lógos del hombre, la naturaleza los principios que la gobiernan adquieren expresión.
Asumiendo la tesis nicoliana de que el hombre es el ser de la expresión, queda abierta la pregunta que indaga por el origen mismo de la expresividad, puesto que hay suficientes indicios que admiten que el hombre no ha existido desde siempre. Por tanto, si la expresión tuvo lugar con el surgimiento del ser humano, la pregunta por el origen de la expresión, que también implica la del origen del lógos, adquiere cabal pertinencia. Ante esta cuestión, Nicol resuelve que se trata de un misterio. La razón es incapaz de dar razón de sí misma y, por tanto, ha de asumir el enigma de su origen.[12] Lo más que puede asumirse es la perplejidad que causa saber que lo imposible, sin embargo, fue lo que ocurrió: que de lo mudo surgió la palabra y, con ella, el sentido. De lo completamente homogéneo surgió lo cualitativa y completamente distinto.
La naturaleza sigue siendo, pues, un enigma. Y, pese a que el hombre sigue apropiándose de ella como si se tratase de una inmensa fuente de recursos aprovechables, la naturaleza parece actuar, como decía Kant, cual si ella tuviese fines y —podría agregarse— como si ella estuviese expresando su poder a pesar del asedio continuo del hombre. Y es que, como admitía Goethe, “… nadie hace a la Naturaleza una pregunta que no pueda responder; porque en la pregunta está la respuesta, la sensación de que sobre tal punto se puede pensar, intuir algo”[13]
Bibliografía
- Aristóteles. Metafísica. Trad. Tomás Calvo. Madrid: Gredos, 2008.
- Goethe, Johann Wolfgang von y Naydler, Jeremy. Goethe y la ciencia. Ed. Jeremy Naydler. Trad. Carlos Fortea y Esther de Arpe. Madrid: Siruela, 2002.
- Heidegger, Martin. Caminos de bosque. Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid: Alianza, 2008.
- Heidegger, Martin. Filosofía, ciencia y técnica. 5ª Ed. Prol. Francisco Soler y Jorge Acevedo. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2007.
- Hülsz, Enrique. Lógos. Heráclito y los orígenes de la filosofía. México:UNAM-FFYL, 2011.
- Nicol, Eduardo. La revolución en filosofía. Crítica de la razón simbólica. México: FCE, 2001.
- Nicol, Eduardo. Ideas de vario linaje. Ed. Enrique Hülsz. México: UNAM-FFYL, 1990.
- Platón. Diálogos VI (Filebo, Timeo, Critias). Trad. Ma. Ángeles Durán y Francisco Lisi. Madrid: Gredos, 2008.
- Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph. Las edades del mundo. Ed. y Trad. Jorge Navarro Pérez. Prol. Pascal David. Madrid: Akal, 2002.
- Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación Vol. I. Trad. Roberto R. Aramayo. Madrid: FCE, 2005.
- Silver, Brian L. El ascenso de la ciencia. Trad. Leticia García Urriza. México: FCE, 2005.
Notas
[1] DK B123: Φύσις κρυπτεσθαι φιλεῖ. Sigo la traducción de este fragmento que ofrece Enrique Hülsz en su libro Lógos: Heráclito y los orígenes de la Filosofía. p. 182.
[2] Cf. Martin Heidegger. “La pregunta por la técnica” en Filosofía, ciencia y técnica. pp. 140-143. Y, también, en “La época de la imagen del mundo”, en Caminos de bosque. pp. 63-73. La Gestell es lo esencial de la Técnica. Pero esta última no hace sino considerar y someter a la naturaleza como aquello dispuesto para el ejercicio técnico.
[3] Cf. Platón. Timeo 28a-38b
[4] Cf. Aristóteles. Met. 1069b 7-1071b 1
[5] Met. 1072b 14-30.
[6] Entre nuestros pensadores más próximos, Eduardo Nicol es un ejemplo paradigmático de esta postura. Más adelante volveremos sobre su pensamiento al respecto.
[7] Cf. Brian L. Silver. El ascenso de la ciencia. p. 115, donde declara que “Newton, haciendo eco de Descartes en este respecto [la tesis del deísmo, es decir, la idea de que Dios propició las leyes que rigen a la naturaleza y el universo y, por tanto, se trata de un Dios más cercano a un postulado racional que a un ente de fe] prescindió de la necesidad de un conductor celestial; una vez que el Creador puso en movimiento los planetas, ellos se movían de acuerdo con sus leyes y no por su intervención activa. Dios podía intervenir si era preciso, pero en general no era necesario.”
[8] Johann Wolfgang von Goethe. “La observación de la naturaleza no tiene límites” en Goethe y la ciencia. pp. 66-68
[9] Vid. Schelling. Las edades del mundo. Y Schopenhauer. El mundo como voluntad y representación, Vol. I, libros I y II. También, cf. Passim. Schopenhauer. La voluntad en la naturaleza.
[10] Este tema, por sí mismo es sumamente rico y amplio, pero dados los límites de este texto, me limitaré a recomendarle al lector tres obras en las que se habla con amplitud sobre este tema. Por una parte, el libro de Isaiah Berlin titulado Las raíces del romanticismo, la obra de Rüdiger Safranski titulada El Romanticismo y, finalmente en el contexto de habla hispana, de Crescenciano Grave la obra Metafísica y tragedia. Un ensayo sobre Nietzsche.
[11] Eduardo Nicol. “Los principios de la ciencia” en Ideas de vario linaje. p. 212.
[12] Cf. Nicol. Crítica de la razón simbólica. pp. 256-277
[13] Goethe. Óp. cit. p. 63
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.