“Las cosas importantes se dicen con música”
(L. Wittgenstein)
Al abrir la caja de herramientas foucaulteanas se desborda una tremenda cantidad de problemas. Dentro de ellos es posible rastrear los instrumentos conceptuales que permitan pensar la repercusión del fenómeno musical actual, en la determinación del ethos cultural, es decir, en el conjunto de significaciones mediante el que los hombres piensan, comprenden y aprecian el mundo en el que viven. El cual atraviesa y caracteriza los más diversos campos del saber de una cultura; produciendo y condicionando, a la vez, los contenidos temáticos de la producción musical, al exigir y demandar una determinada forma de acuerdo con la constitución vigente de los “juegos de verdad” y su respectiva “episteme”, conformada por un diagrama de poder capaz de configurar la experiencia estética musical inmersa en un espacio y en un tiempo hecho de “saber y normatividad”.
¿Qué papel juega la música en los “dispositivos de sujeción” y en las “prácticas de subjetivación” actuales? Sin duda, podemos considerar a este tipo de arte tanto una “práctica discursiva”, como una “práctica no-discursiva”, envuelta en relaciones de saber y poder. Por lo tanto, necesitamos de un rastreo arqueológico y de un análisis genealógico[1] que nos permitan pensar micro y macrofísicamente las funciones individuales y sociales de la música, como un estrato que forma parte de la “historia de la verdad”.
Al realizar esta “ontología del presente”[2] a través de los fenómenos musicales podremos saber cómo hemos sido constituidos, para poder impugnar y romper con las verdades anquilosadas y posibilitar, así, nuevas formas de ser sujetos y poder abrir el “umbral heterotópico”,[3] en el que quizá el pensamiento filosófico ya no cuide que la razón no exceda los límites de toda experiencia posible, sino que el poder no exceda los límites de la razón.
Todo discurso produce prácticas y permite elaborar una tecnología que se asienta sobre el cuerpo de los sujetos, y estas tecnologías producen a su vez discursos que avalan y justifican las prácticas, conformando al sujeto, fijándole límites y marcándole pautas a sus pensamientos, acciones, valores y sentimientos. Ésta ficción que se asienta sobre el cuerpo de los sujetos, está reflejada en las producciones musicales. Precisamente, por el carácter especular del arte podremos servirnos de él para retomarlo como un instrumento válido para realizar una hermenéutica del sujeto, ya que el arte, al reflejarnos, nos permite el autoconocimiento y, por tanto, el cuidado de sí.
El tejido que nos obliga a pensar de determinada manera, marcando los bordes de lo posible, estructura invisiblemente una forma histórica de engarzar las palabras y las cosas, el significante y el significado, el discurso y su referente. A partir de este “a priori histórico” desde el cual pueden emerger las condiciones de posibilidad de todo saber y de todo conocimiento, se conforman los códigos fundamentales de nuestra cultura, que rigen el lenguaje, los esquemas perceptivos, los cambios, las técnicas, los valores y la jerarquía de las prácticas, fijando de antemano, para cada hombre, los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver, y dentro de los cuales se reconocerá.
El conjunto de nociones, valores, prácticas y formas de existencia que conforman un ethos cultural, dan como resultado una intensificación de las relaciones sociales en la que se valoran, interpretan, coordinan, subordinan, jerarquizan y legitiman una serie de conductas que se presentan de manera regular, condicionadas por procedimientos y técnicas que han sido elaboradas, convalidadas, transmitidas y enseñadas, y se asocian a todo “archivo” del campo del saber. Y es aquí, en el punto de entrecruzamiento de lo social y lo individual, donde se juega el trabajo del hombre sobre sí mismo.
En este umbral encontraremos la epimeleia heautou, esta inquietud de sí mismo que se define fundamentalmente como un modo de vivir juntos, de convivir, más que como un recurso individualista. Ocuparse de sí implica el cultivo de una askesis filosófica que permite la autoformación mediante las tecnologías del yo, como prácticas meditadas y voluntarias en las que uno se ocupa de sí durante toda la vida, en cuanto se es sujeto: sujeto de acciones instrumentales, de relaciones con el otro, de comportamientos y actitudes en general, así como de las relaciones consigo mismo. Esta actividad crítica, con respecto al mundo cultural propio, tiene la finalidad de formar el ethos (‘ήθος), para afrontar todos los accidentes eventuales, todas las desdichas y desgracias posibles con la armadura que combate las dependencias que esclavizan al alma a los placeres, deseos, aflicciones y temores.
La relación entre el sujeto y la “verdad” que se establece en ésta «askesis», induce a desplazarnos de lo que no depende a lo que depende de nosotros. “Se trata más bien de una liberación dentro de ese mismo eje de inmanencia —nos dice Foucault—, liberación con respecto a aquello de lo cual no somos amos, para llegar por fin a aquello de lo que podemos serlo”.[4] Esta “emancipación del yo” es un proceso y no un suceso, en el que uno mismo se establece como objetivo para entablar una relación adecuada y plena de sí consigo mismo.
En esta misma sintonía podemos reconocer la tekhne tou biou como un ejercicio espiritual que nos salva de la dominación y la esclavitud al mantenernos en un estado de alerta, y nos permite rechazar los ataques y los asaltos de la coacción que amenazan nuestro autodominio; con lo que nos volvemos inaccesibles a todo lo que puede inducir el alma de manera involuntaria, por la solicitación o el impulso de un movimiento exterior.
La lucha entre el “adentro” (‘ήθος) y el y el “afuera” (ἔθος) es la expresión de las fuerzas que conforman al sujeto mediante códigos, normas, valores y discursos que florecen en el exterior, enfrentadas a la energía móvil de la interioridad que establece límites y se convierte en la fuerza capacitada para afectarse a sí misma, cincelando sus pliegues en un duelo con el espacio exterior, que marca, crea y modela al sujeto y se pliega con un ritmo intenso de efectos que afectan la relación consigo mismo y con su ethos cultural.
La capacidad de afectar el exterior (ἔθος) y el interior (‘ήθος) es la resistencia productora de su propia subjetivación a través de su participación en el ethos cultural, que traza artísticamente una vida del exterior hacia el interior, del interior hacia el exterior y en relación consigo misma, surgiendo la diferencia que se aleja de la identidad impuesta para ubicarse en lo múltiple y romper con lo unitario. El mundo a través del cual hacemos la experiencia de nosotros mismos y nos conocemos, nos formamos y transformamos, puede constituirse en un combate permanente en el que la cultura de sí permite des-aprender los actos de verdad que atan a un sujeto y ritualizan sus actos a través de procedimientos regulados.
Las formas históricas de las coacciones del “discurso de verdad”, constituyen al sujeto como tal. Por lo tanto, el objetivo principal de las luchas de resistencia no es tanto atacar tal o cual institución de poder, grupo, clase, élite o técnica particular, sino contra “esa forma de poder que se ejerce sobre la vida cotidiana inmediata, que clasifica a los individuos en categorías, que los designa por su individualidad propia, que los asocia a su identidad, que les impone una ley de verdad la cual hay que reconocer en ellos. Esta forma de poder es la que transforma a los individuos en sujetos”.[5]
Dentro de un pensamiento y un cuerpo construidos, la voluntad, templada por el pathos e inspirada por eros, construye su propio ethos para poder convertirse en artista de sí y formar un ser que transgrede e impugna la imposición identitaria, desfilando en el “carnaval de las máscaras”[6] y rompiendo con los sueños colectivos cristalizados que constituyen patrones de conducta irreflexivos en las prácticas sociales.
El diagnóstico de la industria cultural nos muestra que el poder, más que reprimir y engañar, produce al individuo y a las sociedades, y circula a través de los sujetos e instituciones constituidas. Por eso es insuficiente luchar por la “concientización”, desalojando del cerebro del hombre algunas ideas para alojarle otras. La lucha ha de ser contra ese cuerpo, esos gestos, ese lenguaje, esos comportamientos. La lucha ha de dirigirse permanentemente a borrar las marcas que las máquinas han grabado en los cuerpos, en los pensamientos, los sentimientos y comportamientos.
La omnipresencia del poder en todas las relaciones permite tejer la trama cotidiana de la red de dominación que atraviesa a la sociedad transversalmente. Combatir por el reconocimiento de una “identidad verdadera” es sólo otra forma de tragarse el gran anzuelo de la industria cultural. Las nuevas luchas son para promover nuevas formas de subjetividad, nuevas ascesis, nuevas éticas, pues las prácticas de sí son relacionales y transversales.
La resistencia es la fuerza de vida y la voluntad de poder que nos permite hacer del vivir una creación erótica y est-ética cotidiana de una nueva subjetividad. El trabajo de construirse y cultivarse, la preocupación y el interés de sí, constituye la transformación de la “sustancia ética” en una obra artesanal en la que la voluntad es el “hilo de Ariadna” que nos conduce por el laberinto del azar, concentrando en el yo comunitario la nueva posibilidad estratégica que desarma las producciones de discursos que pretenden aniquilar la singularidad.
Las practicas de resistencia que son usurpadas o colonizadas por la industria cultural para el desarrollo de una “sociedad disciplinaria” que controla, vigila y corrige a los sujetos, para que vivan la docilidad y la obediencia, o el castigo penitenciario si se desvían de la norma o la ley, se enfrentan a un poder totalizante e individualizante que aumenta las fuerzas productivas, pero que disminuye las fuerzas políticas, persuadiendo y sumergiendo un campo semiótico en una estructura social simbólica, en y por la cual se construye y somete a los sujetos a sus necesidades y objetivos.
Por eso es necesario un “rastreo arqueológico” y un “análisis genealógico” que remuevan las escenificaciones de los sentimientos y de la conciencia, ocupándose de la pretendida “identidad” producida y controlada por discursos y prácticas de la industria cultural, que conjugan el azar y sus peligros mediante procedimientos “internos” y “externos” que prohíben, excluyen, seleccionan, conjuran, condenan y obligan a la repetición, filtrándose a través de la música hacia el ethos cultural. Nuestro programa “arqueológico” y “genealógico” de las formas de experiencia estética musical del sujeto moderno, sobre la historia de lo que hemos hecho y de lo que somos, tiene un sentido para lo que queremos aceptar, rechazar y cambiar de nosotros mismos en nuestro “ethos cultural”, trastornado por los efectos del poder de la industria cultural.
Ahora resulta claro que necesitamos de una filosofía “que no determine las condiciones y los límites de un conocimiento del objeto, sino las condiciones y posibilidades indefinidas de transformación del sujeto”.[7] La de-construcción de la subjetividad nos permite construirnos nuevamente a nosotros mismos mediante un movimiento intenso en el que se concentra la energía para enfrentar al poder, forcejear con él, intentar utilizar sus fuerzas o escapar a sus trampas. Si el poder se ejerce en un juego de relaciones móviles y no igualitarias, productoras incesantes de efectos, de saberes y de cuerpos; de igual manera la resistencia existe en múltiples formas, como blanco de ataque, como adversario, como apoyo o paradigma, a través de la música y su relación con el ethos cultural.
La “forma de subjetivación” perteneciente al ethos cultural en la que el individuo se autoconstituye con ayuda de las “tecnologías del yo”, en vez de ser constituido por técnicas discursivas y prácticas de dominación, permite la emergencia del sujeto ya no constituido, sino en constitución permanente, a través de las “prácticas de sí” íntegramente ajustadas a la construcción de un yo que no está atado y predestinado, fatídicamente, por una “verdad”, un saber o por la industrialización de la cultura. En cambio, el “dispositivo de sujeción” impuesto por la industria cultural, es el producto objetivo de los sistemas de saber y poder; el correlato alienado de esos mecanismos en los que el individuo obtiene una identidad impuesta.
La reconstitución estética del “ethos” representa el último bastión en las relaciones de poder “gubernamentalidad-gobierno de sí”, en la que se anudan la manera de conducir a los individuos y la manera en que estos se conducen. Esta “ethopóiesis” es la formación de una armadura de eros-pathos-ethos-logos que se actualiza en la existencia, animándola, intensificándola y poniéndola a prueba. Más que una búsqueda narcisista, fascinada y arrebatada por una “verdad perdida” del yo, es la tensión de un yo que procura, estoicamente, no perder el control del juego de sus representaciones y no dejarse abatir por las penas o los placeres. De esta manera, el sujeto para gobernarse a sí mismo, ya no tiene que trasladar esquemas sociales de dominación a la relación consigo mismo, tan características de la subjetividad moderna.
Esta ética de la victoria sobre sí mismo, surge en la encrucijada de una “técnica de dominación” y una “técnica de sí”. Es el pliegue de los “procesos de subjetivación” del ethos cultural sobre los “procedimientos de sujeción” de la industria cultural, que da lugar a una nueva idea del sujeto, alejada de las constituciones trascendentalistas o esencialistas, y nos brinda la posibilidad de forjar inmanentemente una estructura de la existencia, mediante la aplicación ética de la provocación política, sin sostenerse por un sistema autoritario, jurídico o disciplinario al que todos deban someterse.
Vallamos pensando, entonces, ambivalentemente la música como una “práctica de resistencia” correlacionada con el ethos cultural, en la que se juega una elección irreductible de la existencia para la autodeterminación de la “forma de subjetivación” conquistada autónomamente y, a la vez, como un “dispositivo de sujeción” que refuerza la configuración del mecanismo del régimen hegemónico del poder de la industria cultural, al ser utilizada como instrumento para la “ortopedia moral” de los individuos, que se prolonga en la “normalización” de las masas.
El emisor o transmisor del discurso musicalizado, que opera como dispositivo de sujeción”de la industria cultural o como forma de una práctica estética de la existencia, al ser relacionada con el ethos cultural, expresa una actitud interior con respecto a la vida.
Puede asumirse la vida como una prueba formativa de la entereza y asumir el sufrimiento, el dolor y la desdicha, con una valoración estoica que observa los movimientos que se producen en el pensamiento, las representaciones que aparecen en él, las opiniones y juicios que las acompañan, y las pasiones que agiten al cuerpo y al alma. Sin embargo, la inmensa mayoría de la producción musical de la industria cultural, está atravesada por la forma de la espiritualidad cristiana que rinde culto a la “renuncia a sí mismo”, representando una de las formas fundamentales de nuestra obediencia a la producción discursiva de un sujeto que busca leer su “propia verdad”, sometiéndose al molde de las normas sociales establecidas por el “poder disciplinario”, que corta individuos a su medida, fijándoles identidades predefinidas para permitir el surgimiento del “sujeto” a partir de “prácticas sociales de división” y de la construcción de proyecciones teóricas sobre la objetivación del sujeto que habla, trabaja y vive.
Como acabamos de ver, este orden impuesto que marca el habitar, el construir y el actuar de un tipo de sujeción durante una época, puede ser impugnado por las prácticas de sí, las cuales dan lugar a un “arte de la existencia”, por la que voluntariamente se busca transformarse a sí mismo, modificándose en su ser singular para hacer de la vida una obra que presente valores estéticos que nos permitan lograr pensar y sentir y actuar de otro modo.
La fetichización de la música que convierte el contenido discursivo de las canciones en decretos prescriptivos, provoca un tremendo impacto sobre la forma de ser sujeto, sobre su manera de actuar, sobre su ethos. Esta fabricación que está orientada a la venta, es producida por una cultura que segrega esquemas que persuaden e inducen acciones y están presentes en la cabeza, el pensamiento, el corazón y en el cuerpo mismo de quien los posee, otorgándole la hipócrita sensación de espontaneidad al confundirse poco a poco con su razón y con su voluntad, hablando por él “no sólo diciéndole lo que hay que hacer sino haciéndolo concretamente según la modalidad de racionalidad necesaria”.[8]
El código moral impuesto a los miembros de una sociedad por medio de diversos aparatos prescriptivos, es expresado explícita o implícitamente, en cierta medida, mediante el contenido discursivo de la música fabricada por la industria cultural. En efecto, la música es una actividad espiritual y creadora que refleja las prácticas sociales del pueblo al que pertenece, ya que es capaz de impregnar el complejo tejido de interrelaciones cotidianas. Por eso, la antigua secta pitagórica disponía que la educación empezara por la música: “por ciertas melodías y ritmos, gracias a los cuales se producían curaciones en el carácter y las pasiones de los hombres, devolviendo la armonía a las facultades del alma, tal como estas gozaban en el origen, e ideaba medios para controlar o expulsar las enfermedades del cuerpo y el alma”.[9] Esta función terapéutica para el cuidado del alma, que comparte Epicteto, nos muestra que “el oído es evidentemente más capaz que cualquier otro sentido de hechizar el alma, ya sea que ésta sea sensible a los efectos positivos o nocivos de la música”.[10]
El oído es pasivo, cosa que presenta inconvenientes y ventajas; “se puede escuchar de una manera completamente inútil y sin extraer ningún beneficio; y hasta se puede escuchar de tal manera que sólo se ganen inconvenientes”.[11] Para escuchar, hace falta la empeiria, es decir, la habilidad adquirida mediante la práctica o la competencia necesaria, para “purificar” la “escucha parenética”, que está alerta a las exhortaciones morales. Esta ética y técnica de la “escucha parenética”, está atenta filosóficamente, para comprender lo que se quiere convertir en precepto, en principio general de vida y es la que nos permite retomar la experiencia estética gestada por la música, para hacer de ella una “práctica de subjetivación” y no un “dispositivo de sujeción”.
Bibliografía
- Foucault, Michel, La hermenéutica del Sujeto, Trad. de Horacio Pons. Buenos Aires, fce, 2001.
- _______ Tecnologías del yo y otros textos afines. 2ª. Ed. Trad. de Mercedes Allendesalazar. Barcelona, Paidós Ibérica-ICE, 1991. (Col. Pensamiento Contemporáneo).
- Trías, Eugenio, El canto de las sirenas. Argumentos musicales. Barcelona, Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, 2007.
- _______ Filosofía y carnaval y otros textos afines. Barcelona, Anagrama, 1984. (Col. Argumentos, 72).
Notas
[1] Sobre la distinción entre la <
[2] Esta historia de los diferentes modos de subjetivación responde a la invitación ilustrada (Aufklärung) para atreverse a pensar lo que nos pasa. ¿Qué somos hoy en la contingencia histórica que nos hace ser lo que somos? cf. M. Foucault, op. cit. pp. 20-31.
[3] Este intersticio nos permite acceder a lo no-pensado dentro de cada <
[4] M. Foucault, La hermenéutica del sujeto, p. 209.
[5] ibíd. p. 513.
[6] cf. E. Trías, op. cit. pp. 5-16.
[7] M. Foucault, op. cit. p. 497.
[8] ibíd. p. 310
[9] ibíd. p. 61.
[10] ibíd. p. 319
[11] ibíd. p. 322.
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