Sergio Pérez Cortés y Jorge Rendón Alarcón, El Telos de la Modernidad. Dos estudios sobre la Filosofía Política de G.W.F. Hegel, Ed. Gedisa, México, 2014.
La anécdota es conocida: es el invierno de 1796, es la ciudad universitaria de Tubinga. Tres jóvenes -un poeta, dos filósofos- se reúnen a escribir uno de los textos más importantes del siglo XVIII. Los redactores: el joven Hegel, el joven Hölderlin, y el aún más joven Schelling. El texto: El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán.
Muchos y muy memorables son los temas que componen esta proclama idealista. Son dos los momentos, sin embargo, los que nos parecen particularmente sugestivos, quizá por razones más expositivas que estéticas; dos pasajes que no pueden ser menos que extraños al contrastarse con los ulteriores derroteros de sus autores. Nos referimos, en primera instancia, a aquellas líneas en se afirma que “(…) todo Estado se ve obligado a tratar a los hombre libres como un artilugio mecánico, cosa que, sin embargo, no debe hacer. Por consiguiente, debe desaparecer”.[1] Añadimos aquellas otras, renglones más abajo, que anuncian la promesa de una sociedad futura donde “(…) la mitología deberá hacerse filosófica (…) Entonces dominará la unidad eterna entre nosotros (…) Sólo entonces podremos esperar una formación idéntica de todas las fuerzas, tanto del individuo como del conjunto de ellos. Ninguna fuerza será reprimida. Entonces dominarán una libertad universal y una igualdad de los espíritus”.[2]
Es una razón sencilla la que vuelve enigmático a este par de párrafos: en ellos reconocemos claramente -en estados potenciales, embrionarios- las ideas de Schelling y de Hölderlin; sólo con suspicacia las de Hegel. En efecto, resultan cuando menos paradójicas las anteriores líneas si se les opone la imagen ampliamente difundida de Hegel en nuestros días, donde se nos presenta como un autor oscuro y en demasía abstracto que prepondera la razón sobre la experiencia, para quien la filosofía se halla por encima de la religión y la estética, que cree en el sujeto individual, y cuyo pensamiento político desemboca en una grosera e incluso cínica apología del estado prusiano. Todo esto parece exagerado hasta la grosería, y sin embargo encuentra su razón de ser en un ya generalizado prejuicio por la obra hegeliana.
Aquel que sienta proclividad por la ruptura podrá justificar esta paradoja aduciendo que el joven Hegel, aún encantado e idealista, posteriormente decidiría abjurar de estas ideas en pos de otras más rígidas y menos románticas. Sin embargo, nos reservamos la posibilidad de formular, por otra senda, un par de preguntas que quizá arrojen otros resultados: ¿no será tal vez esta paradoja el producto de una interpretación posterior -y quizá sesgada- del pensamiento de Hegel? ¿Abjuró de sus primeras ideas románticas, revolucionarias y colectivistas en pos de un pensamiento estatal, o existe la posibilidad de que esta “unidad eterna entre nosotros”, en la que los espíritus son a la postre iguales, se halle latente aún en la propuesta del Estado?
Partiendo de esta veta nos acercamos al texto El telos de la modernidad que, a cargo de Sergio Pérez Cortés y Jorge Rendón Alarcón, presenta dos ensayos sobre la filosofía política de Hegel. Como hilo conductor de ambos encontraremos la idea de que Hegel, más allá de ser un pensador abstracto y totalitario del derecho y el estado, es un filósofo de la colectividad y la libertad. Sirvan estas palabras -que cuentan entre las últimas del texto, y también entre las más sugerentes- para resumir el propósito de nuestros autores: “(…) colocar a Hegel en el lugar que le corresponde (y que frecuentemente se le niega): como un filósofo que hizo de la libertad el eje de la historia universal, el motivo central de su pensamiento social y político”.[3]
Hegel y la Modernidad Política – Jorge Rendón Alarcón
Una de las críticas más frecuentes que se le hacen Hegel es aquella que califica su filosofía como simultáneamente abstracta y demasiado arraigada en la subjetividad. De esta noción emanan tanto la crítica de Heidegger, para quien Hegel representa la culminación de la metafísica en tanto que su filosofía de la subjetividad se torna ulteriormente en una antropología (esto presupone que el precio que paga la conciencia es la objetivación del sujeto mismo), como la de Habermas, que critica a Hegel la categoría de subjetividad, pues su categorización da cuenta solamente de una relación del sujeto consigo mismo, olvidando la realidad, y perdiéndose en los intersticios de la razón. Ambas críticas, entre muchas otras, son tan profundas en su metafísica como extensivas a su filosofía política. Es a estos embates a los que se opondrá enérgicamente Jorge Rendón en Hegel y la Modernidad Política.
La filosofía política de Hegel, nos dice Rendón, no tiene otro fundamento que la interacción consciente de sujetos individuales. Por ello debemos entender que es solo a través del conflicto de individuos que deliberadamente se relacionan y se desarrollan en una colectividad, que puede existir una teoría del sujeto. El factor propiamente moderno de Hegel, en este sentido, no se funda en la mera subjetividad individual, sino en su interacción social; esto es, en el orden público donde se juegan las determinaciones concretas del Espíritu. No más una modernidad, pues, del sujeto como individuo, sino única y necesariamente como proyecto del “nosotros”, como síntesis concreta del quehacer práctico de la vida común. Para comprender esta tesis es indispensable tener en mente que para Hegel el sujeto se constituye únicamente a partir de un proceso histórico, o dicho de otro modo, a partir del desarrollo de las configuraciones progresivas del espíritu en el devenir como historia. De ahí que su realización sólo sea comprensible desde una colectividad, y de ahí también que el problema de la razón en Hegel no pueda evadir la cuestión del orden político como escenario donde se desarrollan las configuraciones del proceso del Espíritu hacia su libertad.
La forma de comprender con mayor profundidad este último carácter del estudio hegeliano, es analizando el concepto de voluntad libre. Por él Hegel comprende una determinación suprema del pensamiento; la superación de la contradicción entre subjetividad y objetividad; el devenir pensado de una comunidad que va concretando en realidad efectiva sus propias determinaciones.
Se trata, ante todo, de que el individuo singular reconozca que las distintas figuraciones del Espíritu son estadios necesarios para constituir los estadios que lentamente va ganando: en el tiempo de Hegel, una modernidad que puede ser tan solo el producto intersubjetividad del “nosotros” y de la voluntad libre. La intersubjetividad a la que nos referimos no es otra que la determinación de una serie de sujetos individuales que, autoconscientes, se encuentran con la tarea de pensar y recopilar su quehacer práctico-histórico en la racionalidad común, colectiva.
Resulta esencial reconocer que en Hegel existe una unidad dialéctica entre ser y pensamiento: el Concepto. En él, no se separan razón teórica y razón práctica (como en Kant), sino que el pensar y el actuar forman una unidad. Las realidades efectivas no aparecen, pues, como representaciones sensibles: tienen fundamentos lógicos e históricos que les otorgan su razón de ser. El pensamiento en Hegel no representa, crea las categorías con las que piensa, y se piensa.
Lo antes dicho es tanto más cierto para las instituciones políticas. Como productos del intento humano por concretar su afán libertario, afán que emana de la experiencia teórico-práctica del desarrollo histórico, las instituciones son producto simultáneo de la experiencia y el pensar. Se trata de pensar lo que existe, y la razón de ser que le es intrínseca. De ahí, nos dice el autor, surge el carácter especulativo de Hegel; su objetivo final es dar cuenta del ejercicio de la razón que encuentra sus determinaciones en la existencia.
La manera más clara de ilustrar esta unidad entre pensar y actuar, entre idea y efectividad, entre teoría y existencia, es la que nos ofrece Rendón: observar el paso de la conciencia en si hacia la conciencia para si. Debe notarse, antes que nada, que sólo esta hallará la realización de sí misma. Comprendemos que la conciencia en si es tan sólo mera posibilidad, y se halla inscrita en la estricta interioridad de su existencia. Para salir de sí misma y objetivarse, en el camino de su realización universal, esta conciencia en si necesita de la experiencia consciente de la vida, esto es, del darse efectivo del mundo. Ganando la experiencia de su devenir compartido y concreto, puede objetivarse la conciencia como autoconciencia. Así, social e históricamente situados, los seres humanos mismos, como conscientes de su devenir compartido, no sólo viven un mundo de alguna manera parcialmente otorgado, sino que lo crean a partir de su voluntad compartida.
Decir “crear el mundo” en este sentido significa reconocer que dentro del producto compartido del “nosotros” ( o como dirá Hegel, “en la vida de un pueblo”) se halla una realidad sustancial: esto por la sencilla razón de que es el resultado de la realización práctica de la voluntad. Ya en un plano práctico, como consecuencia del pensamiento, esta voluntad se concretará en leyes preceptos, decisiones. En suma, en el derecho. A ello se refiere Rendón cuando nos dice: “ (…) el derecho constituye, para Hegel, la realización objetiva del saber de la razón en el orden político”.[4] Las leyes, como una de las instancias de esta realización, deben ser concebidas aquí como principios pensados, y por lo tanto, universales. Más allá de ser una simple normatividad verticalmente impuesta, representan la esencia universal de los individuos, en tanto que expresan su saber práctico ganado, su devenir en la coseidad. Con esto, el autor nos invita a reconsiderar el estado moderno -más allá de su tendencia burocrática y su abuso instrumental- como el acuerdo y la realización política del pensamiento colectivo, y de su bagaje práctico.
De la acción consciente del conocimiento humano surge la noción de “Espíritu”. Contrario a toda teoría abstracta, Espíritu significa en este punto el saber de si indisociable de la experiencia socialmente compartida: lo espiritual es lo real. En este sentido, dirá Rendón, lo verdadero no es aquí sólo sustancia, sino también sujeto. En otras palabras, lo espiritual es la realización del sujeto en si y para si como razón consciente que se da figura. Sólo comprendiendo al saber en este sentido (como saber práctico de la vida común), se vuelve tangible la posibilidad de la libertad. Es ella una posibilidad efectiva en cuanto la emancipación es acción pensada, reflexiva. A ello se refiere nuestro autor cuando afirma que en Hegel “(…) la libertad constituye un proceso abierto a la realización efectiva del género humano”.[5]A partir de ello comprendemos que lo que en un principio aparecía como una disociación abstracta del individuo y una instancia espiritual y trascendente, es en realidad la postulación de una conciencia doble: conciencia de si como individuo singular, y razón consciente de sí en el saber espiritual del “nosotros”.
En suma, encontramos en este texto una serie de matices que no por sutiles resultan menos importantes. Reconocemos la infertilidad de un trabajo demasiado apologético, sin embargo, sería de una mala inteligencia no reconocer, con el debido criticismo, lo que hasta aquí Rendón nos ha señalado sobre uno de los más importantes autores de la modernidad: que quizá nadie como él haya ilustrado la realización política de la idea de libertad en la existencia, que supo poner en el centro de su pensamiento el orden social y político como escenario donde la razón se determina, pero ante todo, que pudo explicar brillantemente por qué la racionalidad de la ganado en la historia no es fortuita, y que son los individuos, reconociendo que su realización sólo puede darse en el marco de la configuración de la sociedad, los que se producen en la historia.
Lógica y Filosofía del Derecho: la metafísica militante de Hegel – Sergio Pérez Cortés
Lidiando con la obra de Hegel, es común e incluso cómodo efectuar una conveniente separación entre sus postulados lógicos, y su teoría del Estado. Dicha propensión -pragmática en el mejor de los casos, tergiversadora en el peor de ellos- encuentra su razón en dos fenómenos: por un lado, como consecuencia de las duras críticas que a su pensamiento ha enfrentado la posmodernidad (a partir de la presunta muerte de la metafísica), y por otro, como crítica filosófica al terror burocrático y autoritario de los estados totalitarios durante el siglo XX. Contraria a esta propensión es la propuesta de Sergio Pérez Cortés en su ensayo Lógica y Filosofía del Derecho: la metafísica militante de Hegel.
Como no dejará de hacerse claro a lo largo del texto, existe una inquebrantable identidad entre la teoría del estado y la lógica en la obra de Hegel, a tal punto que resulta imposible prescindir de la segunda sin sacrificar la primera. Aclaremos por lo pronto que aquí metafísica mienta más una crítica comprometida al escepticismo que una abstracta y descabellada defensa del estado y la razón histórica, como se ha insinuado más de una vez.
Así, pues, el carácter especulativo de la propuesta hegeliana es un intento por franquear el abismo que se interpone entre el ser de la cosa y el pensamiento. Esencial para esta tarea es quizá el más fundamental de los constructos del idealismo: el Concepto. Unidad de la acción práctica y la actividad reflexiva, el Concepto no es una abstracción del entendimiento, sino una relación activa en la que el pensamiento y la existencia se interpenetran para dar paso a la realidad efectiva. Partiendo de esta unidad, Pérez Cortés ejemplifica la unidad entre lógica y política, a través de un concepto señalado en la Filosofía del Derecho: la injusticia.
La primera cuestión a señalar es que la injusticia, como la trata Hegel, no sólo refiere a un objeto simple en la realidad, sino más bien a una categoría respecto a la totalidad, el resultado de un entretejido de relaciones. En este sentido, la injusticia no puede ser entendida como un concepto aislado, y resulta inconcebible sin su relación negativa con el derecho. Para ilustrar este punto, Pérez Cortés echa mano de una categoría de la Filosofía del Derecho: el contrato. Con él nos referimos a una de las instancias del derecho en que se realiza la voluntad libre del ser humano.
No debemos olvidar que lo que interesa a Hegel en la Filosofía del Derecho es dar cuenta de la racionalidad de las instancias colectivas en las que se configura la autoconciencia en su despliegue hacia la libertad. Hay que añadir, además, que una de las determinaciones universales en las que se actualiza la libertad de la voluntad es la propiedad. El papel del contrato, entonces, es el de la protección de la propiedad, y la posibilidad de su intercambio a partir del acuerdo.
La relación de la injusticia con el contrato, como mencionamos líneas más arriba, es la de la negatividad. Ahora bien, como negación determinada esta puede configurarse en distintas formas: la injusticia de buena fe, el fraude, y el delito. Será esta última a la que Pérez Cortés otorgará mayor protagonismo, por la sencilla razón de que tan solo ella contiene realidad objetiva (las dos restantes son discordancias subjetivas). La objetividad del delito estriba en que va, literalmente, más allá del derecho, en cuanto el delincuente niega lo establecido en el contrato, y por lo tanto, niega simultáneamente la voluntad libre de la autoconciencia en su desarrollo (en rigor, al negar la voluntad se niega a sí mismo). En tanto que realidad objetiva, el delito no puede ser ignorado por el derecho si en efecto este pretende ser universal. Se trata, pues, restablecer racionalmente el derecho sobre el delito. Cabe resaltar que la concepción del derecho que aquí se nos presenta dista mucho de una defensa abstracta del mismo. Se nos invita, por el contrario, a dejar de considerarlo como una instancia meramente normativa y formal: si la autoconciencia ha de ser libre, la ley establecida debe ser su ley, esto es, debe constituir efectivamente su voluntad en forma objetiva. Nuestro sometimiento a la ley, así, no puede ser contingente, pues en ella identificamos nuestro proyecto como devenir compartido y pensado.
Ahora bien, lo que distingue a Hegel del contractualismo es que para él, el contrato resulta en última instancia, abstracto y limitado, porque “(…) reduce el concepto de libertad a la libre disposición de objetos externos y a las igualdad jurídica que prevalece en el intercambio”.[6] Lo que se ha olvidado aquí es la autodeterminación de la voluntad libre a través del orden civil: el contrato es normativo, no realiza a la autoconciencia libre. Es imperfecto, además, en tanto que contiene aquello que lo niega: la injusticia. No por imperfecto es el contrato un estadio sin sentido; en Hegel será concebido simplemente como una figuración previa pero necesaria para el desarrollo de la autoconciencia, que en última instancia deberá figurarse como Estado. La diferencia radical entre contrato y Estado es que mientras el primero subraya la importancia de la propiedad privada, el segundo apunta hacia el Bien común. Esto proviene concretamente de la idea que Hegel tiene de la ley, en la que esta solo puede ser materialización de lo justo, en tanto que concreción objetiva de la voluntad: “Para Hegel, una verdadera filosofía del derecho privado es coextensiva con una teoría acerca del derecho privado y del Bien como un todo”.[7]
Regresemos a la cuestión del delito. Decimos, con Pérez Cortés, que el derecho debe restablecerse para determinarse como universal frente al delito. Este restablecimiento se concreta, ya efectivamente, en las instituciones. Sin embargo, la afirmación de éstas se encuentra más allá de una contraposición llanamente estratégica: su movimiento de afirmación efectiva (el del derecho sobre el delito) descansa por completo en la lógica. No debe pasarse por alto que cuando Hegel habla de lógica, se refiere estrictamente a la dialéctica. Por ella entendemos una relación activa en la que la multiplicidad del Ser se relaciona mediante la tensión de opuestos, que a través de un movimiento determinado por la negatividad, logra sintetizarse en una unidad superadora que sin embargo reconcilia la parcialidad de sus polos (nos referimos, pues, al sistema de la afirmación- negación de la afirmación-negación de la negación). Bajo este esquema, el delito, como negación determinada del contrato (que sería nuestra afirmación), es negado a su vez por las instituciones, Negación de la negación, son ellas la unidad superadora en que se sintetiza el derecho. Dicho movimiento de afirmación del derecho mediante la dialéctica, arroja a la luz la verdadera determinación de la lógica que atraviesa la realización política real; sin la tensión que propone el delito con respecto al derecho es imposible la superación de la voluntad libre. En palabras del autor: “La injusticia no es entonces sólo la ruina del derecho abstracto, sino también la posibilidad de su afirmación”.[8] Con esto se ha puesto de relieve que sólo dialécticamente, es decir, como operación lógica, se efectúa el movimiento político real.
***
Llegados a este punto podemos posicionar con mayor justicia a Hegel dentro del tamaño de su tarea: al concebir el derecho como concepto y no como simple idea nos ha mostrado que, a pesar de ser un postulado teórico, es también una actualización de la vida efectiva de los pueblos. Comprender el concepto es simultáneamente comprender la dialéctica de las categorías, y su juego efectivo con las distintas formas que lo niegan y lo constituyen. Ninguna de ellas es una generación espontánea del pensamiento, ni tampoco una representación ideal, sino el resultado de la razón como travesía humana, histórica, y compartida. Son realidades efectivas que reclaman para sí una racionalidad inteligible; el pensamiento y la realidad, como una unidad, se producen en conjunto, como desarrollo de nuestra historia.
Todas estas ideas nos regresan a nuestro texto inicial. Es cierto que la formulación del Estado hegeliano representa grandes problemas conceptuales -quizá un exceso de racionalismo, quizá el mal que trae toda institución del pensamiento- pero no es menos cierto que en ella sigue latente el impulso revolucionario y colectivista del joven autor del Programa. Su proyecto, en más de un sentido, nunca abandonó la esperanza de la “formación idéntica de todas las fuerzas”,[9] donde “dominarán una libertad universal y una igualdad de los espíritus”.[10] Algo sólo comparable – y aquí pecamos simultáneamente de indulgencia y de afectación- al proyecto de la Novena de Beethoven; no casualmente recibía esta sus últimos retoques al mismo tiempo que se publicaba la Filosofía del Derecho.
Notas
[1] Traducciones Menores, El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, Trad. de Miguel Ángel Vega, en http://cvc.cervantes.es/lengua/hieronymus/pdf/01/01_117.pdf, (consulta 7 de septiembre de 2016)
[2] Ídem.
[3] Sergio Pérez Cortés y Jorge Rendón Alarcón, El Telos de la Modernidad: Dos estudios sobre la Filosofía Política de G.W.F. Hegel, Gedisa, México, 2014, p. 284
[4] Ibídem, p. 31
[5] Ibídem, p. 43
[6] Ibídem, p. 141
[7] Ibídem, p. 149
[8] Ibídem, p. 158
[9] Traducciones Menores, El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, Trad. de Miguel Ángel Vega, en http://cvc.cervantes.es/lengua/hieronymus/pdf/01/01_117.pdf, (consulta 7 de septiembre de 2016)
[10] Ídem.
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