Voluble es la lengua de los hombres y muchos sus relatos. De palabras es anchuroso el pasto para ir por acá y por allá.
Ilíada XX, 248-250
La elocuencia era, sin lugar a dudas, un componente de la areté de los guerreros homéricos. Tal como señala Thomas Cole, una lengua que habla dulcemente constituye una de las virtudes asociadas a la fuerza, la prestancia, la velocidad de los pies, la riqueza, la belleza y el poder, pero es una cualidad que no tiene valor si no se presenta acompañada de la valentía en la batalla.[1] Por lo regular, las palabras nobles eran pronunciadas en momentos oportunos por quienes tenían el reconocimiento requerido. Esto generaba desde luego una división muy precisa en términos de las relaciones de poder entre los guerreros. Del Basileus se esperaba siempre que fuera capaz de tomar buenas decisiones, pero, en caso de ser necesario, siempre era posible la intervención de sus pares. Finley describe la dinámica del poder en el mundo de Odiseo de la siguiente forma:
“La Ilíada y la Odisea están llenas de asambleas y discusiones, y éstas no son mera acción representativa. Visto desde un ángulo estrecho de los derechos formales, el rey tenía el poder de decidir solo y sin consultar a nadie. Con frecuencia así lo hacía. Pero existía el thémis: la costumbre, la tradición, los usos populares, mores o como quiera que los llamemos, el enorme poder de “esto se hace (o no se hace)”. El mundo de Odiseo tenía un sentido altamente desarrollado de lo que era conveniente y justo. […] Néstor dijo a Agamenón en una reunión de los ancianos: “Debes exponer tu opinión y oír la de los demás”. El Rey que desatendía el sentimiento predominante estaba en su derecho, pero corría un riesgo. Todo gobernante debe tener en cuenta la posibilidad de que aquellos que están obligados por la ley o la costumbre a obedecerle, pueden un día negarse a ello mediante la resistencia pasiva o la franca rebeldía. De esta suerte, la asamblea homérica servía a los reyes como prueba de la opinión pública de igual modo que el consejo de ancianos revelaba el sentimiento de los nobles”.[2]
La posibilidad de tomar la palabra en la asamblea también estaba sustentada en la cultura del honor y la vergüenza. A decir Marcel Detienne, es posible afirmar que para el griego arcaico un “hombre vale lo que vale su logos”. Ello implica una forma clara de estructuración social en la que cada individuo tiene un lugar bien definido en la comunidad, así como una identidad, un nombre, una filiación y una patria. De la misma forma, hay una relación entre la presencia física por la que los héroes destacan entre los demás combatientes y su discurso:
“[…] porque es en su cuerpo donde se inscribe y descifra la admiración que le es tenida, el respeto que despierta, la envida y el temor que provoca, los honores ganados. El rostro de cada uno delinea en el enlace con los otros, a través del cruce de miradas y del intercambio de palabras; el individuo no es entendido como una persona dotada de una vida interior específica porque lo que cada uno es se conforma en un lazo social eminente, en donde los otros le otorgarán la fama y el honor que por sus acciones merece”.[3]
El agón es un elemento de la cultura griega que a grandes rasgos se define como una confrontación que se hace explícita a través del cuerpo o del discurso. Un ejemplo claro acerca de la importancia que el agón tuvo para los hombres de la Hélade se puede encontrar en uno de los más bellos y conocidos pasajes de la Ilíada, nada menos que aquel en el que se describe el escudo de Aquiles. Como puede leerse en el canto XVIII, Aquiles se encuentra devastado por la muerte de Patroclo y, con el fin de que pueda cobrar la merecida venganza, su madre, Tetis, acude a Hefesto para que forje nuevas armas y con ellas pueda lograr la venganza. Hefesto accede a la petición de su hermana y haciendo gala de su arte, forja un escudo magnífico en el que se describen algunas escenas de la vida griega entre las que destacan el amor de este pueblo por los discursos y la danza:
“Y en él hizo dos ciudades de gentes parlantes, bellas. Y en cada una, bodas estaban, y fiestas, y de sus cámaras, a las novias bajo ardientes antorchas, conducían por la urbe, y mucho el himeneo se alzaba, y jóvenes danzantes giraban, y entre ellos flautas y liras tenían su son, y las mujeres todo admiraban, estándose antes sus puertas cada una”.[4]
El escudo de Aquiles forjado por Hefesto es nada menos que la representación de las dos caras del cosmos. Por un lado, se encuentra el espacio del nomos, del equilibrio y la armonía que han tenido lugar una vez que Zeus ha vencido a las fuerzas ctónicas y señorea junto a Hades y a Poseidón y, por el otro, el de la violencia que acompaña a la guerra y que no era ajena ni a dioses ni a hombres. En la descripción del escudo, la manifestación de estas dos fuerzas da lugar a un espacio en donde lo agónico se muestra no solo a través de la danza y la fiesta sino también de la confrontación entre ciudadanos, tal como puede verse en este fragmento:
“Y en el ágora estaban pueblos compactos y allí la contienda se alzaba, y dos hombres contendían por razón de la multa por un hombre matado; uno afirmaba haber todo donado, quien declaraba al pueblo, y otro negaba haber asido. Y ambos deseaban asir, ante el árbitro, un término. Y los pueblos aclamaban a ambos, al uno y al otro, y los heraldos apaciguaban al pueblo, y los viejos se sentaban sobre piedras pulidas, en círculo sacro, y en las manos tenían los cetros de los heraldos clarísonos; luego, con los cetros se alzaban y sentenciaban por turno”.[5]
De acuerdo con Friedrich Jünger, Troya y sus alrededores constituyen un espacio marcado por la presencia constante del agón. El escudo de Aquiles incluye al agón productivo que tiene lugar en la vida pacífica de la ciudad y sin el cual no podría entenderse el desenvolvimiento de la vida, de las artes, de la sexualidad y un sinnúmero de actividades humanas, pero, tal y como puede verse en el bronce tallado por Hefesto, la otra cara del agón se manifiesta en la guerra sangrienta que enfrentó a aqueos y a troyanos y que tenía a Ares como señor absoluto junto con Eris, o la discordia, que en el canto IV de la Ilíada aparece descrita de la siguiente manera:
“Discordia, insaciable en sus furores, hermana y compañera del homicida Ares, la cual al principio aparece pequeña y luego crece hasta tocar con la cabeza el cielo mientras anda sobre la tierra. Entonces la Discordia, penetrando por la muchedumbre, arrojó en medio de ella el combate funesto para todos y acreció el afán de los guerreros”.[6]
Esta es la diosa que puede producir una forma de agón que incluso resulta repulsiva para otros dioses y se caracteriza por una ira radical y sin sentido. La matanza y el derramamiento de sangre son el objetivo y el placer de esta Eris frenética que provoca un desenfreno tal que ni el amigo ni el enemigo se reconocen. Cuando la diosa se manifiesta, junto a su hermano Ares, éste toma la apariencia del devorador de hombres, el derrochador incansable de una energía destructiva que no parece mostrar tregua alguna, que es sobre abundancia. Tal como señala Jünger, Ares no es un dios que tome partido por alguna de las partes en conflicto sino más bien las abarca a todas. Cuando ambos señorean sobre el campo de batalla tiene lugar un agón que carece límite y medida. Tanto Eris como Ares son insaciables y crueles cuando se desatan los vientos de la guerra.[7]
El ágora locuaz
El mundo homérico se caracterizó por una práctica constante del discurso que estaba fuertemente vinculada a los valores que definían la areté de los guerreros. La habilidad para dirigirse con las palabras adecuadas a los miembros de la asamblea, a los héroes del mismo rango, a las tropas e incluso a los enemigos, generaba distintas medidas para valorar el actuar de aquellos que definían su nobleza en función de la mirada de los otros. Tal como señala Laurent Pernot, la Ilíada y la Odisea son documentos que nos permiten acceder a un mundo centrado en la palabra:
“En la Ilíada los discursos de estilo directo representan, por su número de versos, el 45% del total del poema: la epopeya reúne, pues, en partes casi iguales, la narración y el discurso, al hacer hablar, en estilo directo, a los personajes cuyas aventuras relata. Incluso en medio de los combates peligrosos, las “palabras aladas”, según la expresión recurrente, constituyen una dimensión esencial de la poesía homérica”.[8]
Esa presencia constante del discurso nos permite acercarnos a la importancia de lo que Jaeger define como la “alta conciencia educadora de la nobleza griega primitiva”, para la cual la idea de un héroe virtuoso va más allá del despliegue de las habilidades guerreras e incluye también una serie de valores asociados a la nobleza de espíritu. El ejemplo más conocido de esta condición heroica se encuentra expresado por el viejo Fénix, educador de Aquiles, quien en la hora decisiva recuerda al joven el fin para el cual ha sido educado:[9]
“Contigo me envió Peleo, el viejo guiador de caballos, ese día donde te envió a Agamenón desde Ftía, infante, aún no sapiente de la guerra igualante ni de las ágoras, donde con ser óptimos cumplen los hombres. Por eso me mandó, para enseñarte esto todo: a ser orador de discursos y hacedor de trabajos. Así entonces, lejos de ti, no, caro niño, querría ser dejado, ni si a mí llegara a prometerme el dios mismo, tras raspar la vejez, en joven floreciente volverme”.[10]
Son estos versos en los que los griegos de siglos posteriores encontrarán la formulación más sucinta de la Paideia heredada por Homero. Tal como señala Laurent Pernot, “la elocuencia es un elemento que acompaña a la proeza, y la epopeya es su vitrina”.[11] Los receptores de la Ilíada no solamente encuentran placenteros los momentos en los que chocan los cuerpos y destella el bronce bajo el sol, sino también los argumentos sutiles, las fórmulas que aunque repetitivas resultan siempre adecuadas según el canon de la etiqueta arcaica, pero sobre todo aquellos momentos en los que el discurso “se revela más útil que los actos y permite obtener lo que la fuerza no habría permitido lograr”,[12] tal como sucedió cuando Príamo pidió al airado Aquiles el cuerpo de su hijo. A este respecto Ian Worthington señala lo siguiente:
“La instrucción en el discurso, como la formación para la pelea, probablemente tomó la forma de un aprendizaje supervisado por la experiencia, a través de algunas reglas generales que probablemente eran conocidas en el momento. Aquiles aprendió bien sus lecciones, y es él el primero en levantarse y hablar a la asamblea de los griegos al principio de la Ilíada (1.53-67), dándoles el consejo adecuado cuando ellos ignoran cómo deshacerse de la plaga que ha enviado Apolo. Todos los otros líderes homéricos hablan en público, con diversos grados de eficacia. Claramente ningún griego podía ser líder sin dedicar alguna atención al discurso eficaz”.[13]
De acuerdo con Jaeger, el dominio de la palabra por parte de los héroes era un signo de “soberanía de espíritu”,[14] y los responsables de su enseñanza tenían gran consideración en la medida en que debían forjar una de las muchas capacidades en las que deben destacarse los más virtuosos. Como señala Pernot, es probable que la educación para la elocuencia formara parte de una amplia lista de saberes entre los que se encontraría también la medicina (enseñada a Aquiles por Quirón), la caza, el manejo de los caballos, habilidades físicas como la carrera o el lanzamiento y el canto.[15] En el caso particular de Aquiles, como destaca Leticia Flores Farfán, el héroe es exigido por su padre Peleo, a través de Fénix, el preceptor, para destacarse tanto en la deliberación como en la acción y así estar a la altura de la nobleza de su casa. Las circunstancias de la guerra que a la postre desatarían su ira limitan también el despliegue de sus capacidades: “exiliado en su propio encono, enclaustrado en su soledad, Aquiles no puede alcanzar gloria alguna porque ha dejado de actuar, ha abandonado la lucha, ha devenido un inútil que no hace otra cosa que rumiar su propia pena y exacerbar su inmensa cólera”.[16]
La figura de Fénix como preceptor hace recordar una actitud griega muy difundida que consistía en ver a Homero como el primer maestro de los griegos en una variedad de artes. De hecho, algunas de las críticas realizadas a los excesos de la sofística y la retórica durante los siglos IV y V, recordarán la educación de los héroes promovida por Homero como el ejemplo opuesto de lo que estaba sucediendo en Atenas: una ciudad rica en palabras, pero escasa en hombres y acciones virtuosas. Desde luego entre estos críticos podríamos mencionar al mismo Platón, pero también es posible encontrar otros ejemplos como el agón o competencia discursiva entre dos modelos de formación ciudadana que se desarrolla en Las Nubes de Aristófanes. Un interesante encuentro en donde el comediógrafo personifica el ideal educativo heroico-espartano y lo hace competir con el discurso sofístico que comenzaba a estar en boga.
La historia de Tersites
En el segundo canto de la Ilíada aparece la figura de Tersites. Los griegos liderados por Agamenón llevan ya nueve años en espera de la victoria. Como es bien sabido, los de la Hélade tienen dos motivos para continuar la guerra: a) Helena, esposa de Menelao, ha sido raptada por Paris y llevada a Troya, Paris se niega a devolverla, lo que desencadena en el esposo herido la necesidad de lavar el honor, b) La ambición de Agamenón por las míticas riquezas de Ilión. Las tropas esperan y ocurre un vaticinio que tiene como portavoz al sabio Néstor. Agamenón debe convocar a una asamblea con el fin de decidir el destino de las tropas. Así puede leerse en la Ilíada:
“Los otros se sentaron entonces, y tomaron las sillas, y solo, pronto de lengua, aún parloteaba Tersites, quien sabía en su mente muchas y desordenadas palabras para altercar a los reyes temerariamente y no en orden, pero con cuanto le parecía que a los argivos la risa les causaba, y vino a Ilión como el hombre más feo; pues era zambo y cojo de un pie, y los dos hombros le eran contraídos sobre el pecho, gibosos, y encima era de puntiaguda cabeza, y le crecía rara lana. Y era el más odioso a Aquileo, en especial, y a Odiseo, pues a ambos zahería; allí a Agamenón divino, de nuevo gritando agudo, decía oprobios, y allí contra él los aqueos terriblemente se irritaban y se indignaban en su alma”.[17]
Como hemos señalado más arriba, una característica de los héroes griegos era su porte y su presencia física. Algunos jóvenes como Aquiles, otros más viejos como Menelao u Odiseo, todos se encuentran en ese rango de edad que implica la posibilidad de pelear con la mayor potencia. Aristoi era el terminó que los griegos usaron para definir a esas figuras cuyos actos buscaban la posteridad. El concepto abarca no solo el valor en la batalla sino también la belleza y el arrojo y la capacidad para cumplir con sus funciones de generales y reyes. A la par del valor y la prestancia física, el héroe debe ser capaz de mostrar “nobleza de espíritu”, dicha actitud, a decir de Werner Jaeger, abarca no solo el ámbito de las capacidades físicas sino también el dominio de la palabra.[18] En la obra de Homero son otros los personajes que encarnan este ideal, tales como Fénix, Odiseo o Aquiles, mientras que Tersites aparece en escena como su absoluto contrario. A pesar de ello y rebasando todos los límites de su condición, Tersites manifiesta claramente su descontento frente al general de los griegos:
“Atrida, ¿por qué te compadeces o qué necesitas? Las tiendas, para ti, plenas de bronce, y muchas mujeres selectas están en tus tiendas; ésas, a ti, los aqueos antes que a todos te dimos, cuando una ciudad ya tomamos; ¿En verdad aun precisas del oro que de Ilión traiga alguno de los troyanos domacaballos, rescates de un hijo? ¿O una mujer nueva con quien el amor te confundas, a quien tú mismo aparte retengas? En verdad no te sienta, siendo el jefe, a los males traer a los hijos de los aqueos”.[19]
Tersites se dirige a los soldados convocados en la asamblea tildándolos de cobardes. Un ejército más de mujeres que de hombres pues no se atreven a levantar la cabeza y rebelarse contra aquel que los usa para sus propios intereses. El griego, patizambo y contrahecho, le recuerda a Agamenón lo poco que es sin Aquiles, y la gravedad de la ofensa que ha cometido contra el mejor de los aqueos, a quien ha despojado injustamente, contraviniendo así su obligación de ser el garante de la justicia. Pero es entonces que aparece la divina figura de Odiseo quien se dirige a Tersites con “rudo discurso” (henipape mytho). Es importante observar que Odiseo ya aparece en este temprano momento de la Ilíada ejerciendo su capacidad de adaptación. En definitiva, no se dirige a Tersites con la misma deferencia que tendrá con Aquiles. Tersites es un arengador necio que se ha atrevido a hablar a los reyes solo para proferirles injurias y merece ser tratado con desprecio. Por un momento Odiseo parece perder los estribos y profiere entonces una amenaza “Si vuelvo a encontrarte neceando, como en verdad, aquí ahora, ya no entonces a Odiseo le esté la testa en los hombros y ya no el padre de Telémaco llamado ser pueda…”.[20] De las palabras, el rey de Ítaca pasa a las acciones y le arranca a Tersites el manto dejando su cuerpo deforme a la vista de todos para luego golpearlo con el cetro que ha sido heredado por los mejores hombres de la casa de Micenas. Se trata de la manifestación más evidente de un argumento ad baculum.
“Así habló allí, y con el cetro de su espada y sus hombros hirió, y él se retorció y se le rodó, grave, una lágrima, y un verdugón sangriento surgió de su espalda bajo el áureo cetro; y él entonces se sentó y tuvo miedo; y doliéndose, viendo incapazmente, enjugóse la lágrima; ellos, aun estando afligidos, de él con gusto se rieron, y así dijo cada uno, viendo a otro cercano”.[21]
Focílides, el poeta gnómico de Mileto, preguntaba en una de sus sentencias: “¿Qué ventaja es nacer bien nacido a quien ni en palabras ni en consejo acompaña la gracia?”[22] Para su mala fortuna, a Tersites no le distinguen ni el ser bien nacido ni la virtud en la palabra. Su decir se asemeja a su cuerpo, es un orador que habla sin mesura, sin decoro, sin juicio y sin armonía. Sus palabras son “mytoisi skoliois”, oblicuas y torcidas como su propia espalda. El episodio que enfrenta a Tersites con Odiseo nos ayuda a entender un poco más de la forma en que los procesos deliberativos se llevaban a cabo en el mundo antiguo. Las palabras que los aqueos intercambian en ese momento no son vanas en medida alguna, ya que de ellas depende el destino de la historia y de cada uno de los personajes. Las palabras oblicuas de Tersites llevan consigo el germen del caos y representan una fuerza disruptiva que debe ser neutralizada cuanto antes. Dicho caos no solo implica una posible desbandada de las tropas sino también la desestabilización del propio poema. Si las palabras de Tersites triunfan, si es cierto su decir sobre lo absurdo de la guerra, el deseo insaciable de Agamenón y la necesidad de tomar las naves y volver a casa, toda la épica sucesiva y el destino asignado por los dioses corre el riesgo de desmoronarse. Es ahí donde la figura de Odiseo, el más hábil discursador y héroe de los muchos recursos, se vuelve imprescindible.
A diferencia de otros héroes que blanden la espada y hacen sonar el bronce con la potencia de su brazo, el papel de Odiseo en este episodio es recuperar el orden de la asamblea y contener el veneno que la voz de Tersites ha esparcido entre las tropas. Para que Paris pague la antigua deuda que contrajo con las diosas, Héctor enfrente a Aquiles al pie de la muralla y Troya caiga finalmente, es necesario que Tersites sea silenciado por la fuerza. David Elmer considera tentador pensar que la actitud de Odiseo no es sino una muestra de la brutalidad del poderoso que se ensaña con el débil y no permite la crítica, pero para que esto fuera cierto habría que dejar de mirar otros tantos episodios del poema en los que las voces disidentes son integradas en el transcurrir armónico de la asamblea, considerada eje fundamental de las relaciones comunitarias entre los aqueos.[23] Tal como señala Leticia Flores Farfán, si para el griego arcaico un hombre es lo que hace, Tersites termina siendo un anti-héroe y su pretendida intrepidez no hace más que evidenciar su descompuesta estatura moral y su cobardía.[24]
Tersites ha pasado por encima de las convenciones que aseguran la sociabilidad en el mundo de Homero. Carece por completo del prestigio que solo la comunidad puede brindar en forma de eudoxia o buena fama. Tal como señala Carlos García Gual, el aplauso, la admiración y el elogio se ganan en la medida en que un héroe es capaz de competir y demostrar su valía.[25] De acuerdo con Leticia Flores Farfán, si el valor de un hombre está vinculado con su reputación, cualquier ofensa pública a su dignidad, cualquier acción contra su prestigio permanecerá hasta que no se repare adecuadamente. La forma en que Odiseo humilla a Tersites tiene como finalidad la degradación, el deshonor y la anulación su timé, su rango y sus privilegios.[26] (que quizás no eran muchos). Su acción será recordada como un acto despreciable y su memoria será para siempre indigna. Los decires insensatos y desmedidos siempre fueron mal vistos en el mundo griego. Lo que se juzgaba en el caso de Tersites no era solamente que atacara a un griego noble sino también que lo hiciera en el momento inoportuno, es decir, sin kairos.
Bibliografía
- Bonifaz Nuño, Rubén, Antología de la Lírica Griega, UNAM, Mexico, 1988.
- Cole, Thomas, The Origins of Rhetoric in ancient Greece, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1991.
- Elmer, David. The Poetics of Consent, Colective Decision Making and the Iliad, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2013.
- Finley, Moses, El mundo de Odiseo, FCE, México, 1978.
- Flores Farfán, Leticia, En el espejo de tus pupilas. Ensayos sobre la alteridad en Grecia Antigua, Editarte, México, 2011.
- Flores Farfán, Leticia, Temblores en el ánimo, fragmentos para una historia de la intimidad en Grecia antigua, Editorial Ítaca, México, 2014.
- García Gual, La secta del perro, vidas de filósofos cínicos, Alianza, Madrid, 2005.
- Homero, Ilíada, versión de Rubén Bonifaz Nuño, UNAM, México, 2012.
- Jaeger, Werner, Paideia, Los ideales de la cultura griega, trad. Joaquín Xirau/Wenceslao Roces, FCE, México, 1957.
- Jünger, Friedrich George, Los mitos griegos, traducción de Carlota Rubies, Herder Editorial, Barcelona, 2014.
- Pernot, Laurent, La retórica en Grecia y Roma, Gerardo Ramírez Vidal, ed., UNAM, México, 2013.
- Worthington, Ian, ed. A companion to greek rhetoric, Blackwell Publishing, Malden, MA. 20.
Notas
[1] Thomas Cole, La elocuencia homérica, p. 40.
[2] Moses Finley, El mundo de Odiseo, p. 91.
[3] Marcel Detienne apud. Leticia Flores Farfán, En el espejo de tus pupilas, p. 16.
[4] Homero, Ilíada XVIII, vv. 490-495.
[5] ibídem, vv. 500-507.
[6] ibídem, Ilíada IV, vv. 440 y ss.
[7] Friedrich George Jünger, Los mitos griegos, p. 92.
[8] Laurent Pernot, La retórica en Grecia y Roma, p. 27.
[9] Werner Jaeger, Paideia, p. 24.
[10] Homero, Ilíada IV, vv. 438-447.
[11] Laurent Pernot, La retórica en Grecia y Roma, p. 28.
[12] ibídem.
[13] Ian Worthington, A companion to greek rhetoric, p. 27.
[14] Werner Jaeger, Paideia, p. 24.
[15] Laurent Pernot, La retórica en Grecia y Roma, p. 31.
[16] Leticia Flores Farfán, Temblores en el ánimo, p. 71.
[17] Laurent Pernot, La retórica en Grecia y Roma, p. 32.
[18] Homero, Ilíada II, vv. 221-224.
[19] Werner Jaeger, Paideia, p. 24.
[20] Homero, Ilíada II, vv. 258-260.
[21] ibídem, vv. 259-260.
[22] ibídem, vv. 265-270.
[23] Rubén Bonifaz Nuño, Antología de la Lírica Griega, p. 59.
[24] David F. Elmer, The Poetics of Consent, Colective Decision Making and the Iliad, p.96.
[25] Leticia Flores Farfán, Temblores en el ánimo, p. 85.
[26] Carlos García Gual, La secta del perro, p. 19.
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