Rilke. Un viaje al espacio interior del mundo

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Rilke. Un viaje al espacio interior del mundo

Rilke es un poeta de lo sagrado, de lo religioso, pero no en un sentido cristiano. Ejercía con fervor el amor, el cariño y el apego a las cosas (la casa, los árboles, la tierra, los animales, la catedral, entre otras cosas). Su poesía era su vida y su vida su poesía, vivió entre su poesía y como su poesía vivió y murió. Reverenciaba lo que somos (hombres) y sobre todo, lo que podríamos ser (ángeles). Hombre profundo y ángel maltrecho, apelativos con los cuales la Princesa María von Thurn se refería al Doctor Seráfico en los salones del hotel Liverpool de París. Celebraba la posibilidad de ser, siempre en tensión con la disolución, la disipación, el extravío. El ser es inmanencia pura, es decir, espacio interior del mundo extendido hasta los límites del Todo, incluyente de los secretos para comprender ‘Dios’ y ‘Muerte’. Rilke profundizó en Goethe, Klopstock, Kleist y Hölderlin para ampliar su trabajo en proceso tanto de las Elegías como de los Sonetos. Aunque antes de estas dos obras medulares ya era un poeta conocido, no siempre era comprendido como a él le hubiese gustado, de hecho era permanente el conflicto con sus traductores -entre ellos Gide y con los muchos que convierten extractos de su obra en piezas musicales, considerando el escritor de muy mal gusto las frecuentes mutilaciones en las cuales cae su obra.

Para el poeta, el amor cuando más pleno parece ser se disuelve en el abrazo, en la mirada, en el recuerdo, borrándose, desbordándose en su intensidad en el espacio invisible, espacio en el que moran los ángeles. El infinito restringe la libertad humana como condición de ser del ser humano por excelencia, frente a lo sobrehumano, lo invisible, lo Absoluto. Sólo los animales parecen en el mundo ser más abiertos que el ser humano, tanto en su vida como en su muerte. Los seres humanos no podemos ser libres como las aves, básicamente debido a que queremos ser, sentimos –y pensamos- la necesidad de ser, por ello recurrimos a las sombras y a la vida urbana, citadina, lo más ajeno y contrario al silencio, a la interioridad, aumentando así nuestra confusión y extravío. ¿Dónde encontrar una certeza, un claro, un abrazo que no sea de fugacidad inmediata y conlleve al equilibrio interior? El hombre desea habitar al menos por un momento en la tierra de los ángeles, en ese invisible pleno de intensidad y paz, carente de sufrimiento y donde no haya que disolverse. En una carta escrita a Lou Andreas-Salomé, luego de haber pasado una temporada en Toledo, le explica el sentido de sus Elegías: “Nosotros somos las abejas de lo invisible. Libamos desesperadamente la miel de lo invisible para acumularla en la gran colmena de oro de lo visible”, lo que para el poeta consistió en constante atenta escucha y el acecho de lo invisible, es decir, el mundo del cual provienen los ángeles y al cual los hombres debemos aspirar, o lo que es lo mismo: el espacio interior del mundo o la otra cara de la naturaleza. Encontramos en la Primera Elegía

Los ángeles (se dice) a menudo no saben si se mueven
Entre los vivos o los muertos. El eterno fluir
Arrastra consigo todas las edades, a través de ambos reinos,
Y en los dos, acallándolas, su rumor las domina.[1]

Rilke considera que debemos hacernos una muerte propia. En este imaginario es en el que Rainer supone la conciencia de la obra de arte, del poema como objeto de arte, como objeto físico resultado del trabajo del poeta. Deseaba convertir su angustia –tema abundante en el rico intercambio epistolar que mantuvieron el escritor y Lou Andreas-Salomé- en cosas: en poesía. Poetizar se convierte en un nuevo ver, una nueva manera paciente y amorosa de percibir la realidad y narrarla en contra del automatismo de la percepción, de la vida y de la muerte en masa en la gran ciudad y en la guerra, adentrándose en los terrenos de lo inefable y de lo inaprensible. Sus poemas son plegarias, utiliza imágenes que evocan estados de ánimo y definen los objetos, evocan la participación del hombre en la vida universal. El Dios de sus poemas es obra del hombre, está en todos los productos de su acción, en todos sus anhelos, enigmático, inabarcable. Rilke asume una actitud poética de distancia frente a lo designado a través de transmitir una actitud de observación a distancia, desinteresada en apariencia que se plasma en el ‘poema-cosa’ o la ‘cosa de arte’, la cual existe por sí misma, liberada del ‘yo subjetivo’ del autor. No convertir la angustia en cosas conllevaría a que la muerte del poeta fuese una muerte impropia.

Intentar sistematizar las Elegías puede no ser un ejercicio coherente y aceptable por la diversidad de temas de que se tratan y cuyos versos no son siempre fáciles de comprender. Éstos buscan en todo momento suscitar intuiciones en el lector a través de efectos fonéticos y rítmicos, los cuales en gran parte se pierden en la traducción. Por lo anterior, Rilke era partidario de la lectura en voz alta de los poemas, en particular de las Elegías. El ciclo de las Elegías parte de la lamentación para conducir al júbilo, de la evocación del ángel terrible -cuya sola presencia aniquilaría al ser humano-, a la creación de un mundo común. El camino recorrido sólo es posible por la acción del poeta. No obstante, las Elegías de Duino, contienen más preguntas que respuestas. El modo no es categórico sino condicional o hipotético, modesto, como humilde e intima fue la relación que estableció siempre con las cosas, con el cuidado de éstas. En una carta Witold Hulewicz, del 13 de noviembre de 1925, se queja de esa manera atropellada con que el hombre se relaciona con las cosas:

Aún para nuestros abuelos había una ‘casa’, ‘una fuente’, ‘una torre’ para ellos familiar, más aún, su propia ropa, su abrigo: infinitamente más, infinitamente más familiar; casi todas las cosas eran recipientes en que se encontraban lo humano y en que ahorraban lo humano. Ahora llegan a América vacías cosas indiferentes, pseudocosas, trampas de la vida…Una cosa en la mente americana, una manzana o una vid americanas no tienen nada en común con la casa, la fruta, el racimo, en que habían penetrado la esperanza y el ensimismamiento de nuestros antepasados.[2]

En las Elegías nos enseña la realización de la muerte en la vida. El tono de las Elegías es lento, nos exige paciencia para transformarnos desde el deshacimiento y la soledad que anteceden a la muerte; y por la cual como máxima afirmación de la vida llegamos a ser. La vida y la muerte se afirman como una unidad. Para morir frente a la muerte, es requerido prepararse, tener la paciencia que sólo en el héroe y los amantes no cabe ni en tiempo ni en espacio. Por ello, la importancia de la ‘cosa’ casa, lugar al cual se pertenece y que la Modernidad y el modo de vida urbano ha borrado de la existencia humana, haciendo su recuperación sólo posible mediante el contacto con la muerte.

Admitir la una sin la otra sería, como aquí se siente y solemniza, una delimitación que, en definitiva, excluiría todo lo infinito. La muerte es el lado de la vida que no da hacia nosotros, el lado que no nos está iluminado: debemos intentar realizar la máxima conciencia de nuestro existir […] La verdadera forma de la vida cruza a través de ambos territorios, y la sangre del máximo gripo se abre paso a través de ambos territorios, y la sangre del máximo gripo se abre paso a través de ambos […] en que tienen su morada los seres que nos sobrepujan, los ‘ángeles’.[3]    

Rilke llegó al castillo medieval de Duino en el mar Adriático un 22 de octubre de 1911. En una carta a Hedwig Fischer del 25 de octubre de 1911, le describe dicho castillo temerariamente construido en un escondido acantilado de la siguiente manera:

…quiero hacerle saber en seguida donde estoy: con mis amigos, en este inmenso castillo elevado al pie del mar, que como un promontorio de la humana existencia atalaya, con muchas ventanas (entre ellas la mía), el espacio marino más abierto, de cara al Todo, podría decirse, y remontándose, en su generoso espectáculo, por encima de todas las cosas; mientras las ventanas interiores, a otro nivel, miran a un antiguo y silencioso patio interior, donde en tiempos posteriores los antiguos muros romanos fueron ceñidos con las suaves balaustradas barrocas y las figuras haciendo juego entre sí. Pero en la parte trasera, cuando se sale por todos estos sólidos portalones, se levanta, no menos intransitable que el mar, el paisaje vacío del Karst, y la vista, vacía también de todo lo pequeño, abarca con especial emoción el pequeño jardín de la fortaleza, el cual adquiere relevancia allí donde el castillo no absorbe totalmente la colina, lo mismo que la rompiente en el fondo erosionada por el oleaje y el coto silvestre que aprovecha el próximo acantilado. En el jardín se asienta, derribada y hueca, la construcción de la fortaleza más antigua, y que precedió a este castillo de suyo ya inmemorial, y en cuyos salientes, según la tradición, ha debido detenerse el Dante.

Durante su estancia en el lugar, donde permaneció casi siete meses, una mañana alrededor del mediodía, mientras caminaba por el acantilado escuchó una voz rugir: ¿Quién, me oiría si gritase yo, desde la esfera de los ángeles? Allí sacó su cuaderno y escribió la frase que escuchó y algunas más. Al volver a su habitación y durante la noche escribió la Primera Elegía.

¿Quién, me oiría si gritase yo, desde la esfera de los ángeles?
Y aunque uno de ellos me estrechase de pronto
Contra su corazón, su existencia más fuerte
Me haría perecer. Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo
De lo terrible en un grado que todavía podemos soportar
Y si lo admiramos tanto es sólo porque, indiferente,
Rehúsa aniquilarnos. Todo ángel es terrible.[4]

El poeta consideró en ese momento que el poema surgía por necesidad del poema mismo y no por inspiración personal. Apenas arrancando febrero de 1912 escribiría la Segunda Elegía, comenzaría la Tercera, Sexta, Novena y Décima. Este torrente creativo se interrumpió hasta que a finales del otoño de 1913, logra concluir la Tercera Elegía estando en París. La Cuarta la terminaría en noviembre de 1915 en Munich durante la guerra. A finales de enero y principios de febrero de 1915, experimentó ciertas revelaciones en medio de un silencio perturbador. Los versos aflorarían como cánticos y en tan sólo cuatro días (entre el 2 y el 5 de febrero) comienza y concluye Rilke los Sonetos a Orfeo. Una estampa de Orfeo colocada frente a su mesa en el Torreón de Muzot y el recuerdo de la figura de una joven bailarina recién fallecida a los 19 años de edad fueron la motivación de estos Sonetos. El 7 de febrero de 1919, es decir, dos días después de la terminación de los Sonetos, Rilke concluye la Séptima Elegía. Entre el día 7 y el 8 concluye la Octava. El día 9 concluye la Sexta e inicia la Novena, misma que concluye el día 11. Este día inicia y concluye la Décima. El día 14 realiza una sustitución en lo que sería la Quinta Elegía. Con excepción de los fragmentos que comenzó a componer en 1912, las Elegías –más de mil versos- fueron escritas en cuatro días en estado de total exaltación mística.

En 1921, pasados los estragos de la guerra que sintió en lo más profundo de su interior, las Elegías parecen no poder ser continuadas. Las vivencias de la guerra parecen obnubilar la presencia del ángel del acantilado, hasta sentirse presa del más grande mutismo improductivo. Ya en una carta fechada el 28 de marzo de 1917, le había escrito a Kurt Wolff: “¿Para qué he conocido Toledo, para qué el Volga, para qué el desierto, si ahora estoy acorralado en la más angosta revocación del mundo, llena de pronto de los más implacables recuerdos?”. Pero gran parte de las vivencias que tuvo en estas ciudades, quedarían a la postre plasmadas tanto en las Elegías como en los Sonetos. Por ejemplo, aquella perrita encinta que se acercó al poeta para compartir a instancias de éste un terrón de azúcar, aparece en la Tercera Elegía; o el del Soneto XVI a Orfeo, se trata del perro que sufre como el hombre. O el recuerdo del pequeño convento de monjas de Ronda que vendrá diez años más tarde:

La primavera ha vuelto una vez más. La tierra
Se parece a una niña que sabe poesías:
Muchas, oh, muchas sí…Por lo que le ha costado
Su largo aprendizaje recibe el premio ahora.

Severo fue el maestro. Nos resultaba grato
Contemplar la blancura de su barba de viejo.
Ahora, cómo se llaman el verde y el azul
Podemos preguntarle: ¡lo sabe, ella lo sabe!

Tierra que estás feliz de vacaciones, juega
Ahora con los niños. Te vamos a pillar,
Tierra alegre. El que más lo esté, lo logrará.

Oh, lo que su maestro le enseñó, que fue tanto,
Y lo que impreso está en raíces y troncos
Altos y complicados, ¡lo canta, ella lo canta![5]

Rilke reconoce en una carta escrita en 1923, que tanto las Elegías como los Sonetos fueron escritos bajo dos actitudes permanentes: ‘mantener la vida abierta al lado de la muerte’ e ‘introducir las mutaciones del amor sin excluir la muerte’, es decir, reconocerse en el mundo entre las dimensiones de lo visible y lo invisible, dejándole un lugar a la posibilidad del amor más allá de la vida. La Primera Elegía se desarrolla en nueve movimientos y es la elegía en la cual los ángeles son el centro cuya visión tuvo el poeta en el acantilado del Castillo de Duino. Un mundo incompatible con los seres humanos, el cual es el de lo visible e impuro a diferencia del de los ángeles: puro, invisible, extraterrenal, donde la soledad se torna refugio último del hombre en franco diálogo con los muertos. Rilke plantea cuestiones existenciales como la definición del ser humano y su lugar en el universo; y, la misión del poeta. Utiliza el ritmo dactílico de la tradición clásica.

Así pues me contengo y ahogo el clamor en mi garganta
De un oscuro sollozo. ¡Ay!, ¿a quién podremos
Recurrir? A los ángeles no, ni tampoco a los hombres.
Y hasta el sagaz instinto de los animales les hace percibir
Que no nos sentimos a gusto, ni seguros,
En este mundo interpretado.[6]

A fin de cuentas ya no nos necesitan los prematuramente arrebatados,
Uno va perdiendo suavemente el hábito de lo terrenal, como el niño
Que ya no muestra apego por el pecho materno. Para nosotros, que necesitamos
De tan grandes misterios, para quienes, a menudo, brota de la tristeza
Un progreso feliz, ¿podríamos ser sin ellos?[7]

La Segunda Elegía se ocupa del tema del vacío, en el que los amantes fracasan y el corazón no es la guía más adecuada para una existencia volátil y desoladora como es la del ser humano. El ángel sigue siendo terrible, pues de nada nos sirve. El amor resulta ser tan sólo una ilusión de plenitud, cuando en realidad es fugacidad y distanciamiento, y no unidad y proximidad.

Tempranas perfecciones, vosotros, los mimados de la creación,
Crestas elevadas, arreboladas cimas aurorales
De todo lo creado, polen de la divinidad en flor,
Articulaciones de luz, pasadizos, escalas, tronos,
Espacios de esencia, escudos de felicidad, tumultos
De un sentimiento tormentosamente arrebatado, y de pronto,
Solitarios, espejos: que la propia belleza que irradian
La recogen de nuevo en propio rostro.

[…]

Si nosotros pudiéramos encontrar también algo humano puro, contenido,
Una estrecha franja de tierra fecunda que nos perteneciese,
Entre la piedra y la corriente. Pues nuestro propio corazón nos sigue
Sobrepasando siempre, como a ellos. Y ya no podemos
Contemplarlo en imágenes
Que lo calmen, ni en los cuerpos divinos
Que, al ser más grandes, lo moderan.[8]

Luego de las dos elegías anteriores, podemos considerar que da inicio la última etapa literaria del poeta Rilke, su momento de madurez. La guerra está próxima a comenzar y Rilke ha pasado los últimos cuatro años en más de cincuenta lugares distintos. Le escribe desde París a Lou Salomé el 28 de diciembre de 1911: “No va bien conmigo cuando tengo puestas las esperanzas en los hombres, cuando los necesito o procuro su trato: esto me lleva a una mayor confusión y me pone en deuda; no se dan cuenta, en realidad, de la poca molestia que me tomo yo con ellos, ni de la indiferencia de que soy capaz”.[9] Su soledad no es sólo social y manifiesta en las poesías, siente nostalgia por los hombres. Así le escribe a Lou Andreas-Salomé desde París el 10 de enero de 1912: “…solamente has de saber a lo que me refería con eso de los ‘hombres’: no un prescindir de la soledad. Si ésta no flotara tan vagamente en el aire, si cayera en buenas manos, perdería por completo esas perturbaciones de lo enfermizo…y yo lograría imprimirle una cierta continuidad, en lugar de llevarla arrastro como se lleva un hueso de mata en mata para que sirva de señuelo”.[10]

La Tercera Elegía ocupa el tema del sexo o amor físico de los efluvios sanguíneos. El arcaísmo del cual hablan los Románticos, ese ser-para-la-muerte heideggeriano, ese no-lugar que ha llevado al hombre a la errancia como aparece aquí, evidencia la no-culpabilidad de éste pues se trata de su condición como ente en la Tierra de haber sido arrojado. De allí la importancia en las Elegías del origen.

Una cosa es cantar a la amada. Otra, ¡ay!
A aquel escondido y culpable dios-río de la sangre.
Ese al que ella reconoce de lejos, su amante juvenil, qué sabe él
Del señor del placer que, a menudo, desde su soledad,
Antes que la muchacha lo aliviase, a menudo también, como si ella
No existiese, erguía su cabeza de dios, ¡ay!, chorreando desde lo incognoscible
Imitando a la noche a un tumulto sin fin.

[…]

¿Quién podría detener en su interior las aguas del origen?
¡Ay!, allí no había cautela alguna en el durmiente: durmiendo
Pero soñando, o en estado febril: ¡cómo se entregaba![11]

La Cuarta Elegía hace referencia a la infancia. En algún lugar del poema se refiere a su padre con amargura, resaltando el hecho de una relación entre ambos llena de incomprensión. Él, siendo niño en un mundo en el que se siente del todo ajeno y extraño ante las circunstancias en las que se encuentra.

¿No tengo yo razón? Tú, al que por mí la vida
Le supo tan amarga, probando de la mía, padre,
Tú, que probabas una y otra vez, en tanto yo crecía,
La primera y turbia infusión de mi deber,
Y, preocupado por el regusto de un tan extraño porvenir,
Examinabas mi visión todavía empañada,
Tú, padre mío, desde que estás muerto, en la esperanza
Que hay en mi interior, tienes miedo a menudo
Y renuncias a esa serenidad que tan sólo poseen
Los muertos, reinos de la serenidad, por mi escaso destino.

[…]

¡Ay, horas de la niñez,
Cuando detrás de las figuras había algo más
Que un pasado tan sólo, y el futuro ante nosotros no existía!
Cierto, nosotros crecíamos y a veces teníamos la urgencia
De llegar pronto a ser mayores, en parte por amor…[12]

La preocupación rilkeana por la unidad de ‘éste lado’ y el ‘otro lado’ de la existencia como ‘espacio interior del mundo’, le llevan a acentuar dos visiones propias de la muerte tal vez como crítica al cristianismo y las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. Este tono de desolación podemos apreciarlo en esta misma Cuarta Elegía, la más sombría de todas:

¡Oh árboles de la vida! ¿Cuándo seréis invernales?
No somos unánimes. No nos entendemos
Como las aves migratorias. Tardíos y rezagados
Nos imponemos de una manera súbita a los vientos,
Para caer más tarde en un estanque indiferente.
Somos conscientes a la vez del florecer y el marchitarse.
Y en algún lugar hay todavía leones, que no saben
De ninguna impotencia, mientras les dura su esplendor.[13]

La Quinta Elegía es sobre la vida, la vida de los hombres que yacen arrojados en el mundo, como extraviados, como extrañados y sin posibilidad alguna de arraigarse a éste. Utiliza los símbolos como la rosa (círculo de espectadores) y el árbol (los acróbatas realizando su número) de manera dispersa y en deshacimiento. Hacia el final se nos anticipa una gran y repentina alegría en el que el Ángel vuelve a ser invocado, trayendo gran felicidad, lo cual será retomado en la Décima Elegía.

Ah!, y en torno a este centro,
La rosa de la admiración
Florece y se deshoja. En torno a ese mazo
De almirez, el pistilo que, alcanzado por su propio polen,
Produce en continua fecundación el falso fruto
De la melancolía, siempre inconsciente de sí misma,
Y bajo el brillo de la más tenue superficie
Dibuja con levedad una sonrisa ilusoria.[14]

La Sexta Elegía hace honor al héroe. Karnak aparece evocado dos veces, se le canta. Su valor le permite no temerle a la muerte, pues es ésta precisamente el objetivo, la meta a alcanzar como sinónimo de triunfo. Su muerte es la plenitud. Hay de nuevo una invocación al ángel.

Extraño es, sin embargo, cómo se asemeja el héroe a los que mueren jóvenes.
No le importa durar. Su aurora es ya existencia; sin descanso
Se desprende de sí y se adentra en la figura astral
Del peligro continuo. Allí pocos podrían encontrarle.
Pero el destino que, oscuro, nos silencia, súbitamente entusiasmado,
Se lo lleva cantando hacia la tempestad de su modo estruendoso.[15]

La Séptima Elegía es la del hombre capaz de volver visible lo invisible. Los templos aparecen como espacios interiorizados e intimistas. El hombre triunfa sobre el tiempo, alcanzando así la gloria. En esta elegía como en la décima se celebra la misteriosa esfinge de Gizeh.

Ya no conoce templos. Estas prodigalidades del corazón
Las ahorramos con mayor secreto. Sí, allí donde subsiste todavía
Una cosa, entonces adorada, a la que se rezaba de rodillas,
Se ofrece ya, tal como es, a lo invisible.
Muchos ya no reparan más en ella, pero sin la ventaja
De que ahora la construyen por dentro, ¡más grande!,
Con pilares y estatuas.[16]

La Octava Elegía es una despedida. El hombre contrario a la naturaleza que no es consciente de su carácter de mortal y su finitud va diciendo adiós a la vida. Es tal vez la más suave y armoniosa.

A ella [la muerte] la miramos sólo nosotros; el animal libre
Tiene su ocaso siempre tras de sí
Y ante sí, a Dios, y cuando camina, es en la eternidad
Donde camina, como lo hace el fluir de las fuentes.

[…]

¿Quién, pues, nos dio la vuelta de tal modo
Que hagamos lo que hagamos siempre tenemos la actitud
Del que se marcha? Como quien
Sobre la última colina que una vez más le muestra
Todo el valle se gira y se detiene, se demora,
Así vivimos nosotros, siempre en despedida.[17]

La Novena Elegía trata de las cosas. Rilke fue gran admirador de Francisco de Asís. Consideraba que las cosas del mundo nos interpelaban para que desde el interior de nuestro corazón invisible nos dirigiéramos a ellas. Aquí se nombra al alfarero próximo al Nilo junto al cordelero en Roma.

…todo lo que es de aquí nos necesita, esta fugacidad, que tan
Extrañamente nos incumbe. A nosotros, los más fugaces.

[…]

¿Qué es, sino transformación, tu exigencia apremiante?
Tierra, oh tú, amada, yo quiero. Oh, créeme, tus primaveras
Ya no serían necesarias para atraerme a ti-, una,
Ay, una sola es ya demasiado para la sangre.
Sin nombre y desde lejos viene mi disposición hacia ti.
Razón, tuviste siempre, y tu sagrada inspiración
Es la íntima muerte.[18]

La Décima Elegía es la de la alegría. Es la más larga y la del contenido más diferenciado. Se trata de un trayecto que va del dolor a la alegría. Muestra cómo la felicidad es algo que llega y no algo que se conquiste. El origen, lugar en el que se narran las Lamentaciones que nos atan primordialmente. La culpa y la pena son arcaicas, por ello para reencontrarnos y reunirnos con nosotros mismos, es necesario culminar con la muerte, nuestra muerte, culminando así conscientemente con nuestra intensidad de vivir.

Y nosotros, que pensamos en una felicidad
Ascendente, experimentaríamos la emoción
Que casi nos confunde
Cuando algo feliz se desmorona.[19]

Tanto en el caso de las Elegías como el de los Sonetos, existen ideas predominantes. Son básicamente cinco.

  1. La vida como disgregación interior. Tenemos en la Segunda Elegía:

Porque sentir para nosotros es, ¡ay!, desvanecerse.[20]

En la Quinta Elegía dice:

…Esos vagabundos, un poco más fugaces
Aún que nosotros…[21]

En la Octava Elegía encontramos:

Y nosotros: espectadores, siempre y en todas partes,
Vueltos hacia todo, pero nunca hacia afuera!
Esto nos desborda. Lo ordenamos. Se derrumba.
Lo ordenamos de nuevo y nos derrumbamos nosotros.[22]

Rilke, checo, suizo, alemán, francés, nómada sin patria y desplazado por las guerras se sabe exiliado, desterrado y extranjero en todo lugar, sobre todo cuando se encuentra rodeado de gente tan rica como vacía.

  1. La fatalidad del amor, en tanto resistencia y no entrega incondicional. Dice la Primera Elegía:

¿No es tiempo ya de liberarnos, amando, del amante,
De resistirle, estremecidos, como la flecha resiste en el arco
Para, concentrada en el salto, superarse a sí misma?
Pues no hay permanencia en parte alguna.[23]

En la Segunda Elegía, el abrazo de los amantes para invisibilizarse:

Por eso os prometéis con el abrazo casi la eternidad. Y sin embargo,
Cuando habéis superado el terror de las primeras miradas
Y el anhelo junto a la ventana, y ese primer paseo,
Una vez, juntos por el jardín, decidme, amantes:
¿Seguís siéndolo aún?[24]

En la Tercera Elegía, el amor obedece a la fuerza de la sangre y no responde a ninguna pasión por el otro:

Mira, nosotros no amamos como las flores, siguiendo tan sólo
El ciclo del año. A nosotros, cuando amamos, nos sube por los brazos
Una savia inmemorial.[25]

  1. La interiorización como transformación necesaria de la realidad. Dice la Séptima Elegía:

En ningún sitio, amada mía, habrá mundo sino en el interior.
Nuestra vida se pasa transformando. Y, más exiguo cada vez,
Lo exterior se disipa.[26]

En la Novena Elegía encontramos los siguientes versos:

…Y estas cosas que viven
De desaparecer comprenden que tú las alabas;
Fugaces, esperar de nosotros, más fugaces aún, que las salvemos.

[…]

Tierra, ¿no es eso lo que tú quieres: invisible
Resurgir en nosotros? ¿No es tu sueño
Hacerte alguna vez invisible? La tierra, ¡invisible!
¿Qué es, sino transformación, tu exigencia apremiante?[27]

  1. El ángel como vínculo de lo visible y lo invisible. Desde la Primera hasta la Décima Elegía, Rilke se siente muy alejado de los ángeles; la existencia nómada de su mundo visible lo ha alejado a él al igual que al resto de los hombres del mundo invisible de los ángeles. No desea ya tanto ser oído por ellos como cantar a su lado. Dice la Primera Elegía:

Los ángeles (se dice) a menudo no saben si se mueven
Entre los vivos o los muertos. El eterno fluir
Arrastra consigo todas las edades, a través de ambos reinos,
Y en los dos, acallándolas, su rumor las domina.[28]

En la Segunda Elegía, Rilke describe a los ángeles en su aspecto sobrenatural más escalofriante:

Todo ángel es terrible. Y no obstante, ¡ay de mí!,
Yo os canto, casi letales pájaros del alma,
Sabiendo lo que sois. ¿Qué fue del tiempo de Tobías,
Cuando uno de los más resplandecientes se apareció ante el humilde umbral,
Un poco disfrazado para el viejo y sin ser tan temible?
(Como un joven que contempla a otro, lo miraba con curiosidad).
Si ahora el peligroso arcángel, desde detrás de las estrellas
Con sólo dar un paso descendiese hasta aquí,
De un vuelco nuestro propio corazón nos mataría. ¿Quiénes sois?

En la Décima Elegía, los hombres y los ángeles coexisten tanto en el mundo visible como en el mundo invisible, siendo en este último donde el hombre encuentra la verdad:

…¡Ah!, pero en seguida, un poco más allá,
Detrás de la última valla con carteles pegados de “Sin-Muerte”,
Aquella cerveza amarga que a los bebedores les resulta dulce
Siempre que con ella mastiquen distracciones nuevas…,
Justo detrás de la valla, inmediatamente detrás, está lo real.[29]

  1. La irrevocabilidad del ser. El hombre es un ser terrenal irrevocable, no aniquilable, frente a la luz perdurará, a pesar de sus dolores, miedos y la soledad. Las cosas y la vida mantienen una unidad. Dice la Novena Elegía:

…A nosotros, los más fugaces. Cada cosa,
Una vez, sólo una. Una vez y nada más. Y nosotros también
Una vez. Nunca más. Pero ese
Haber sido una vez, aunque sea una sola:
Haber sido terrestre parece irrevocable.[30]

No hay conjuro ante esa sensación de vacío que siente el hombre, ni siquiera a través del amor cuyo destino es siempre el fracaso en este mundo humano, mundo visible en el cual pesarosamente desarrolla su existencia sin tener acceso al mundo invisible de los ángeles, donde es posible evadirse del dolor. El hombre aunque mundanamente irrevocable debe aspirar a los ángeles como modelo, pues sólo en el mundo invisible puede cantar junto a éstos. En la Cosmología de las Elegías hay una unidad entre lo visible y lo invisible, entre lo mundano y lo extramundano, entre la luz y la oscuridad, entre la presencia y la ausencia, entre la voz y el silencio. La vida y la muerte son una misma cosa. Es probablemente la muerte la que nos hace ser conscientes de nuestro existir. El ángel es el ser que transformamos de visible a invisible, siendo lo invisible no algo enfrentado u opuesto a la realidad, sino un nivel más alto de la realidad. Las Elegías y los Sonetos son soporte uno del otro. Rilke entendía sus Elegías como una unidad de vida en la que los opuestos aunque diferenciados no son tales, sino parte de la misma sustancia. Las Elegías de Duino no son sólo composiciones líricas que lamentan la muerte, sino como dijimos, la celebración de la vida a través de la muerte. La poesía fue para Rilke un acontecimiento de madurez, transformación interior y paciencia. Rilke no experimentó con el estilo narrativo ni ‘lo literario’, para éste la poesía y su literatura se tratarán de la forma en la cual vivió y como sólo la vida podía ser, reafirmándola en la espera, la paciencia y la escucha. Las Elegías –dice Rilke- le fueron dictadas, sólo tuvo que transcribirlas, así, no es el dueño de ellas, hágamoslas nuestras.

En el Soneto VI de la primera parte se pregunta Rilke por la naturaleza de Orfeo, quien es raíz y rama y se extiende por la tierra y por el cielo a la vez.

¿Él es alguien de aquí? No, porque de los dos
Reinos se originó su amplia naturaleza.
Mejor arqueará las ramas de los sauces
Quien antes las raíces de los sauces conozca.[31]

Una idea similar tenemos en el Soneto IX de la primera parte:

Sólo el que cuando estaba entre las sombras
También alzó la lira
Puede intuitivamente celebrar
La alabanza infinita.[32]

La naturaleza de Orfeo le hace superior tanto de los hombres como de los ángeles. En el no hay mundos, el visible y el invisible sino uno único, del cual él es el centro y la unidad de la realidad. Orfeo a diferencia de los ángeles terribles es dichoso, canta, eleva alabanzas, inventa juegos, poemas, música, baila. El Soneto I está dedicado a la música, la cual es la más perfecta expresión de la felicidad de quien la escucha. Dice éste:

Entonces se alzó un árbol. ¡Oh pura elevación!
¡Oh, canta Orfeo! ¡Oh alto árbol en el oído!
Y calló todo. Pero incluso del silencio
Surgió un nuevo principio, seña y transformación.

Animales silentes brotaron desde el claro,
Abandonando bosque, de nidos y cubiles;
Y fue evidente entonces que no era por astucia
Ni tampoco por miedo por lo que eran tan quedos,

Sino por la audición. Rugidos, gritos, bramas
Parecían pequeños en sus pechos. Y donde
Apenas una choza para acogerlo había,

Refugio subterráneo del ansia más oscura
Con jambas temblorosas sujetando su entrada,
Tú creaste para ellos un templo en el oído.[33]

En el Soneto X de la primera parte de los Sonetos a Orfeo, Rilke hace una evocación al nombre de una antigua avenida cerca de Arlés, llamado Campos Elíseos, cuyo llamado debió ser para él un motivo de elevada significación y sentido. Pasaron alrededor de trece años de que Rilke visitó este lugar en la Provenza hasta que se vio plasmado el recuerdo en los Sonetos:

A vosotros, presentes siempre en mi sentimiento,
Os saludo, a vosotros, sarcófagos antiguos
Por los que el agua alegre de los días romanos
Circula igual que pasa una canción viajera.

O a aquellos tan abiertos como los están los ojos
De un pastor que se acaba de despertar alegre,
-por dentro todo calma y zumbido de abejas-
De los que embelesadas mariposas salían;

A todos cuantos son sacados de la duda
Saludo yo, a las bocas que se vuelven a abrir,
A las que ya sabían lo que callar supone.

¿Lo sabemos, amigos, tal vez no lo sabemos?
Ambas cosas esculpe la hora vacilante
En los rostros humanos.[34]

En el Soneto XXII de la segunda parte de los Sonetos de Orfeo, que trata sobre la riqueza y abundancia de nuestra existencia, leemos:

Oh campana de bronce que su badajo alza
Día tras día contra lo romo y cotidiano.
O la única columna de Karnak, la columna
Que sobrevive a templos casi imperecederos.[35]

En una carta escrita a la Princesa María von Thurn el 21 de julio de 1921, Rilke le describe el paisaje que ha encontrado a su llegada a un cantón suizo del Ródano (Valais) donde se ubicó: el torreón de Muzot.

Ya le he encontrado la atracción que ha ejercido sobre mí este lugar cuando lo vi por primera vez el año pasado en la época de la vendimia. El hecho de que en la revelación de este paisaje actúen fundidos de modo singular los paisajes de España y Provenza es algo que ya me impresionó entonces: los dos países, precisamente, cuyos paisajes, en los años anteriores a la guerra me habían hablado con mayor claridad y fuerza. ¡Y Ahora encuentro reunidas sus voces en este amplio valle montañoso de Suiza! Y este eco, este aire de familia, no es ninguna imaginación mía.

En esa misma carta describe su habitación en el torreón de Muzot: “Esa habitación, con sus viejas arcas, su mesa de roble del 1600 y el antiguo techo de vigas, en el que estaba grabada la fecha MDCXVII, ejerce sobre mí una atracción llena de promesas. Al decir atracción, no soy muy exacto, porque en realidad todo Muzot me persigue, me retiene, aunque a la vez me oprime el ánimo”. Luego de varios meses de vivir en Muzot, un 17 de octubre del mismo año, le escribe en una carta a Nanny Wunderly: “Hoy debe empezar mi soledad”. Se sumió en el silencio y abandonó todo contacto humano, restándole como única compañía un gato. Así, los cantos de los Sonetos a Orfeo afloraron entre el 2 y el 5 de febrero de 1922 concluyendo esta obra. Por la tarde del 11 de febrero, le dirige una carta muy emotiva a la Princesa María, en la cual le dice: “Por fin, Princesa, por fin el día bendito, y cómo de bendito, en que puedo anunciarle la conclusión de las Elegías: ¡Diez! […] Una se le he dedicado a Kassner. El conjunto es suyo, Princesa, así debía ser. Las llamaremos las Elegías de Duino”. A Lou Andreas-Salomé, le escribe el mismo día: “En este momento, este sábado 11 de febrero, a las seis, dejo la pluma al terminar la última Elegía completa, la décima. Aquella cuyo comienzo fue en Duino. Cuanto había, entonces, te lo leí, pero ahora sólo han quedado las primeras doce líneas. Todo lo demás es nuevo […] Ahora me vuelvo a conocer. Porque era como una mutilación de mi corazón el que las Elegías no estuvieran ahí. Y ahora están. Están”.

Rilke nació el 4 de diciembre de 1875. El 4 de diciembre de 1925 cumplió 50 años. A mediados del mes de diciembre de 1926 escribió su último poema.

Ven, tú, el último, a quien reconozco,
Dolor incurable que se adentra en la carne:
Igual que yo ardía en el espíritu, mira:
Ardo ahora en ti; la leña ha resistido
Largamente la llama que encendías,
Pero ahora te alimento, y en ti ardo.
Mi calma se hace furia en tu furia, se hace infierno,
Algo que no es de aquí. Sin planes, sin futuro,
Subo a la confusa cima del dolor,
Sabiendo que nada del futuro valdrá
Para mi corazón. Que guardaré en silencio
Todo lo que he atesorado. ¿Soy yo aún
Quien arde, ya irreconocible?
No puedo adentrarme en los recuerdos.
Oh vida, vida: tendría que estar fuera.
Pero estoy dentro, en llamas. Ya nadie me conoce.

Rilke murió la madrugada del 29 de diciembre de 1926. Antes de morir pidió que en su lápida en el cementerio que rodea la iglesia de Raron en Valais, Suiza, se labrara el escudo familiar y estos versos:

Rosa, oh contradicción pura, deleite
De no ser sueño de nadie bajo tantos
Párpados.

A manera de conclusión, de la Primera Elegía

¡Voces, voces! Escucha, corazón mío, como sólo los santos
Alguna vez lo hicieron: la llamada gigante
Que los alzó del suelo, mientras ellos, absortos
E impasibles, seguían de rodillas:
Así es como escuchaban.[36]

 

 

 

Bibliografía

Rilke, Rainer Maria, Elegías de Duino, Hiperión, Madrid, 2014.

_______________, Sonetos a Orfeo, Hiperión, Madrid, 2010.

  

Notas

[1] Rainer María Rilke, Elegías de Duino, Madrid, Hiperión, 2014, 21.
[2] Rainer María Rilke, Obras (Barcelona: Plaza & Janés, 1971), 1453.
[3] Ibid., 1451-1452.
[4] Rainer María Rilke, Elegías de Duino, 15.
[5] Rainer Maria Rilke, Sonetos a Orfeo (Madrid: Hiperión, 2010), p. 51.
[6] Rainer María Rilke, Elegías de Duino, 15.
[7] Ibid., 21.
[8] Ibid., 25-31.
[9] Correspondencia entre Rainer María Rilke y Lou Andreas Salomé, Prologo de Pierre Klossowski (Palma de Mayorca: Hesperus, 1997), 17-19.
[10] Correspondencia entre Rainer María Rilke y Lou Andreas Salomé, 17-19.
[11] Ibid., 35-39.
[12] Rainer María Rilke, Elegías de Duino, 49.
[13] Ibid., 45.
[14] Ibid., 57-63.
[15] Ibid., 69.
[16] Ibid., 79.
[17] Ibid., 85-91.
[18] Ibid., 95-101.
[19] Ibid., 113.
[20] Ibid., 27.
[21] Ibid., 55.
[22] Ibid., 89.
[23] Ibid., 19.
[24] Ibid., 29.
[25] Ibid., 39.
[26] Ibid., 79.
[27] Ibid., 99-101.
[28] Ibid., 25.
[29] Ibid., 107.
[30] Ibid., 95.
[31] Rainer Maria Rilke, Sonetos a Orfeo, 21.
[32] Ibid., 27.
[33] Rainer Maria Rilke, Sonetos a Orfeo, 11.
[34] Rainer Maria Rilke, Sonetos a Orfeo, 29.
[35] Rainer Maria Rilke, Sonetos a Orfeo, 107.
[36] Ibid., 19.

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