Sobre la relación entre filosofía y danza

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Sobre la relación entre filosofía y danza

Quiero abordar dos cuestiones: primero, la relación entre filosofía y danza. Luego, algunos pronunciamientos en torno a aspectos de la danza como forma artística. En el primer ámbito me importa establecer condiciones en torno al ejercicio de la reflexión filosófica cuando refiere a la danza como práctica general y como forma artística. En el segundo propondré pronunciamientos generales en torno al estado de la danza artística en la actualidad.

La filosofía, para cumplir su función crítica, debe afirmar. No basta con formular preguntas y, mucho menos, con detenerse a discutir las preguntas mismas. Se debe proponer. Es necesario establecer posturas e ideas definidas, concretas. Solo entonces se tiene la materia misma, el contenido que se debe discutir. Muchos harán proposiciones, las ideas afirmadas resultarán contrapuestas y polémicas. Pero la tarea filosófica es, justamente, la discusión de esas ideas, más allá de las preguntas que las generan. Se puede llegar a cuestionar las preguntas mismas, pero siempre las preguntas serán solo el pretexto de una discusión real, no la discusión misma.

Es necesario este pronunciamiento inicial porque la parálisis de la reflexión filosófica actual se debe a la actitud de suspender las respuestas y quedarse solo en la discusión de preguntas. El efecto nocivo y disgregador que ha tenido en concreto la llamada “filosofía de la deconstrucción” se revela aquí de manera directa. Ha contribuido más a la burocratización, a la academización de las discusiones, que a la formulación de referentes relativamente definidos y discutibles sobre los cuales se pueda pensar y, sobre todo, desde los que se puedan imaginar líneas de acción concretas para la práctica misma. La reflexión filosófica actual, encerrada en escuelas, mirándose permanentemente su ombligo filológico y burocrático, se ha inhabilitado a sí misma para constituirse tan sólo como un referente o sugerencia a la acción.

Si vamos a discutir sobre la relación entre filosofía y danza, que la utilidad de nuestras conversaciones sea su proyección sobre las prácticas. La práctica de la danza, que crea y cambia con ello el mundo; la práctica de la misma filosofía, que consiste en describir y sugerir, en criticar e iluminar para que el mundo cambie.

Cabe aclarar que la filosofía, al proponer, de manera definida, coherente e incluso enfática, no debe dirigir. No son los filósofos los que deben establecer qué hagan o no hagan los coreógrafos y bailarines. La creación artística es, y debe ser siempre, el inicio y el objeto de la reflexión de los filósofos, nunca el resultado.

Pero es necesario que insistamos aquí: de los filósofos. Porque, cuando decimos esto, estamos suponiendo que hay dos gremios distinguibles: el de los coreógrafos y el de los filósofos. Eso es claramente así. Y el que exista esta división académica y burocrática es gran parte de nuestro problema.

La creación dancística es siempre y claramente fruto de una reflexión. Hay, en todo coreógrafo, en todo bailarín, algo de un filósofo. Ya quisiéramos todos que los filósofos tuviesen tanto de bailarines como los bailarines tienen de filósofos: sabemos que no es así.

Sin embargo, el problema no es que los coreógrafos estudien filosofía o que los filósofos bailen. El asunto real y la pregunta útil es, más bien, en qué puede contribuir el filósofo como profesional, desde lo que le es propio, a una conversación común. Y lo mismo sucede con el coreógrafo. Desde luego, es más fácil estar de acuerdo con la forma de contribución de la danza. Los coreógrafos, los bailarines, ponen lo que les es propio e inmediato: las obras, la creación, sus prácticas y las reflexiones explícitas e implícitas que hay en ellas. A la danza le corresponde, densamente, su condición misma de práctica. En cambio, la tradición patriarcal y autoritaria de la filosofía hace mucho más difícil y problemático establecer cuál puede ser la contribución de la filosofía.

Ahora quisiera afirmar algo que debería ser obvio: los coreógrafos no requieren en absoluto de asesores teóricos para su labor. Por un lado, son ellos mismos, por derecho y realidad propia, teóricos. Por otro, la teoría real, la que verdaderamente importa, es la que esta contenida en la obra, no la que la precede. Que un coreógrafo arme un discurso previo sobre su creación, que busque referentes, que investigue teorías diversas, que adhiera a alguna escuela filosófica, son todas cuestiones que deben considerarse como pre-textos. El texto real de su teoría, en tanto creador artístico, solo puede ser su obra, la cual, no es, ni debe ser, un discurso teórico que establezca si la obra es o no una obra de danza o, incluso, una obra de arte. Tratándose del arte, es bueno, es sabio, dejar que el búho de Minerva emprenda su vuelo al atardecer. La obra es la vida real. Y la realidad del discurso que la describe, celebra o deconstruye, debería ser considerada siempre como una realidad derivada.

Esto tiene una consecuencia más general. Los criterios filosóficos no deberían ser usados, nunca, para evaluar una obra de arte. Es decir, no deben establecer a la obra como arte ni definir su eventual jerarquía o calidad bajo pretexto alguno. Los criterios filosóficos estan ahí como referentes posibles, como sugerencias posibles para la creación, no como condiciones. Además, no hay que olvidar que también la vida en general esta ahí como referente y como sugerencia. De manera que forma parte de la sensibilidad y libertad de cada coreógrafo estimar qué lugar, qué peso se otorga a los referentes teóricos en el marco de las infinitas sugerencias que la vida le ofrece como condiciones de su creación.

Con todo esto, es posible apreciar cómo la danza ofrece un valioso material a la reflexión filosófica. Por eso creo que las sugerencias aportadas por la danza a la filosofía son muchísimo más interesantes, vitales e incluso más urgentes que cualquier cosa que la filosofía pueda sugerir a la danza, dado el carácter de la reflexión filosósfica: patriarcal, autoritaria, vanidosa, falsamente racionalista, como he adelantado. Lo que a la filosofía le corresponde, en cambio, es ofrecer a la danza lo que le es propio: conceptos. Debe iluminar, explicitar, a posteriori, los modos, los contenidos, las formas. Es decir, debe ordenar formas, cuestionar contenidos, problematizar coherencias, señalar problematizaciones.

No obstante, mi opinión es que si verdaderamente se quiere alcanzar una reflexión que no se convierta en una opresión directiva, academizante, se debe cumplir al menos con dos condiciones. Por un lado, no debe constituirse como una tarea evaluativa. Por otro lado, debe hacerse siempre sobre la obra hecha. No sobre el acto de la creación, ni sobre el proceso de su desarrollo.

Lo que la danza ofrece a la filosofía es el señalamiento, práctico, presente, imperioso, de realidades que la tradición filosófica ha tendido a ignorar o a desplazar en virtud de las convicciones fundamentales que han constituido la Modernidad. Sobre todo porque ese marco de categorías y convicciones fundamentales esta hoy abiertamente en crisis. Desde el problema de la vieja porfía cartesiana de la dualidad alma/cuerpo que sigue persiguiéndonos hasta el día de hoy y que vemos reflejada en los absurdos cuasi criminales psicofármacos y en los criterios morales a partir de los cuales se discrimina la diversidad sexual, hasta el problema general de la dualidad entre pensamiento y acción, y entre idea y cosa.

Ya es posible… desde hace doscientos años (desde Schiller y Hegel), formular un fundamento filosófico que trascienda estas falsas dicotomías y contribuya a conceptualizar las prácticas artísticas, en particular las performativas, como la danza, el teatro, la ópera, la ejecución musical, de una manera más compleja que los límites artificiosos a los que se sometía la ilustración y también la anti-ilustración. Límites que consistían más en desplazamientos, en omisiones y desvalorizaciones, que en prescripciones explícitas.

El modo en que ocurre la creación y la ejecución dancística, los múltiples modos en que sus creadores las describen y viven, debería ser una materia prima valiosa para la reflexión filosófica. Ver, escuchar, con-moverse y hacer que el pensamiento filosófico se deje fluir desde esa con-moción.

Sin embargo, debemos enfrentarnos al conjunto de problemas que significan para la filosofía la conceptualización y reflexión sobre el fenómeno artístico. La danza, incluso más que el teatro o la ópera, debería contribuir a enriquecer una reflexión que se ha fundado tradicionalmente en la plástica y en la literatura, es decir, en operaciones artísticas que tienden a la estabilidad, que estan siempre al borde de la cosificación. Es necesario construir un modelo de la operación artística fluido, viviente, que se haga cargo de la historicidad radical de las obras, de la relación infinita y cambiante entre el creador, la obra y el público. Hasta el mármol más estable, como el David de Miguel Ángel, convertido en obra de arte, se hace histórico, plenamente cambiante, plenamente recreado ante cada época, ante cada mirada. Este aspecto, fácilmente soslayable en el mármol es inminente e inescapable en la danza. La obra en danza no puede ser sino el mosaico infinito de sus puestas en escena, de las innumerables miradas que las reciben, de los múltiples modos de experiencia corporal de quienes la ejecutan y de quienes la aprecian aparentemente “desde fuera”.

En la danza el hecho básico y crucial de que toda obra de arte solo se completa en la mirada, en la experiencia conjunta del coreógrafo, el ejecutante y el “público”, es una evidencia inmediata y permanente, más visible y experimentable que en cualquier otra disciplina artística. La danza, además, pone en escena el problema del sujeto. Un asunto, desde luego, que es una preocupación central y recurrente en la filosofía de la modernidad.

Un efecto de las dicotomías entre cuerpo y alma, entre la razón y las pasiones, entre el pensamiento y la acción, es que quienes han pensado la danza han incurrido en considerarla ejemplar y muestra de uno solo de los lados en cada una de estas tensiones. Y entonces parece que lo que la danza trae a la filosofía es la evidencia de la primacía del cuerpo, de las pasiones, de la acción. Por supuesto que la danza moderna (Graham, Jooss) llevada a su entusiasmo anti-ilustrado, ha contribuido a formar esa impresión. Pero sobre todo sus curiosos epígonos “post modernos” (Bausch, Hijikata, Vandekeybus), influidos de manera algo impropia por las retóricas existenciales y derridianas, han extremado la dicotomía llevándonos a pensar que en danza de lo que se trata es del cuerpo o en versión emotiva (Bausch) o en su expresión mecánica (Vandekeybus) o existencial (Hijikata). Así, parece que la danza sólo tiene qué ver con algo que a estas alturas resulta un fetiche más: el “cuerpo”.

Un gran desafío para la filosofía profesional es ir más allá de las dicotomías modernas y ser capaz de completar la anunciada y prometida supremacía de la subjetividad sobre el mundo, de la intersubjetividad común y fundante que nos hace posible vivir en común y construir nuestro mundo libremente. Una promesa que la modernidad, ilustrada y cosificada, no ha sido capaz de realizar, ni en el orden del pensamiento, ni como es aterradoramente obvio, en el orden de la vida práctica.

Si los coreógrafos, los bailarines, los creadores de espacios, vestuarios, iluminaciones, movimientos, pusieran al centro de su concepto lo que es la danza para el sujeto, cómo lo hace y cómo produce un cuerpo en sus acciones, en lugar de poner al cuerpo como ente meramente natural o como puro artefacto, entonces la danza podría ser, una vez más, un poderoso referente para la filosofía. Un referente que señala en acto cómo es que el sujeto se constituye no en su cuerpo, sino como un cuerpo; cómo el sujeto se constituye no en el intercambio de palabras o ideas sino en el intercambio básico y fundante de gestos y movimientos.

Muy pocas de estas consideraciones que hago, animadas de optimismo filosófico y de sobrecogimiento ante la realidad de la danza, ocurren realmente en las tendencias más visibles de la danza artística actual.

Cuando examinamos las tendencias predominantes en el valioso intercambio cada vez más globalizado entre la danza europea, norteamericana y latinoamericana, lo que encontramos, exactamente, al revés de las prudencias que he propuesto en los puntos anteriores, es una tendencia a cubrir las obras de grandes relatos, de discursividades “teóricamente correctas”. La tendencia a crear y presentar las obras a través del filtro del asesor teórico, de la dictadura curatorial, del gran comentario erudito que se interpone frente al acto de recreación de los espectadores, quienes deben poco menos que ser competentes en los discursos filosóficos y literarios de moda antes de poder siquiera hablar de lo que han experimentado. Impera el autoritarismo amable, casi siempre sonriente y, por supuesto, patriarcal, del intelectual que primero mira el libro de moda y solo entonces dice que experimenta la danza. E impera incluso una suerte de sometimiento de quienes “solo” bailan o “solo” hacen coreografías ante el dictamen del que “sabe”, “ha estudiado”, “ve más profundamente”… ¡que el propio creador!… Vemos el esfuerzo en muchos sentidos lamentable de los profesionales de la danza de hacer sus post grados en estética, en filosofía, en crítica cultural, para poder “ver mejor”, “articular de manera más consciente” o, en buenas cuentas… estar a la altura de la dictadura de los curadores, que rara vez hacen ellos mismos danza.

Todo esto tiene, por cierto, efecto sobre la creación. Se baila, se crean obras, curiosamente abstractas. Que podrían ocurrir en cualquier parte del mundo (incluso en la Luna) o en cualquier época (más bien en ninguna época definida). Obras cuyo sostén referencial no es sino un conjunto de otras obras igualmente abstractas. O cuyos referentes temáticos son más bien discursos sobre realidades aún mas lejanas que las realidades mismas. Obras cuyo contenido es añadido de una manera meramente circunstancial al plan de los movimientos y las situaciones de movimiento. Se baila por los estudiantes de Ayotzinapa del mismo modo como se podría bailar por los alimentos transgénicos o por la contaminación industrial en China. A costa de bailar como si pudiesen provenir y habitar en cualquier parte del mundo, terminan bailando como si no vivieran realmente en ninguna parte. En ninguna otra parte que no sea el ánimo “corporalista” y terapéutico de las capas medias que logran tener acceso a la cultura.

Es importante, sin embargo, distinguir esta danza establecida, ligada a los circuitos culturales “importantes” y poderosos, de la creatividad omnipresente, como ha ocurrido ya tantas veces en los últimos doscientos años, en los márgenes del arte oficial.

Por un lado, el arte “visible”, ampliamente dependiente de los financiamientos privados y estatales, tiende a la academización, al burocratismo curatorial, a la reproducción de modelos europeos, a su escolarización como disciplina. En el plano inmediato, tiende a la alta exigencia física, siempre discriminadora y elitista. Tiende a la oscilación entre la provocación inocua, banalmente crítica, ante la que no se ofende nadie, y la estetización, grata a las oficinas de turismo y al público que quiere ser visto consumiendo arte.

Por otro lado, el arte “invisible”, o mejor, invisibilizado por la falta de acceso a la prebenda estatal, el arte de los indignados, de los furiosos, pleno de historicidad, situado de lleno en la crisis producida por la violencia de los ricos, por la soberbia de las capas medias acomodadas, por la indiferencia general ante el dolor humano. Un arte de la danza que se expresa, una vez más, en la democratización de los movimientos, en la radicalidad y explicitación de los contenidos, en la voluntad de impugnar. Obras sustentadas en la precariedad de recursos, en una enorme voluntad de expresión, en la crítica al arte establecido, a la obligación de medrar por financiamientos.

Habría que ver cómo los estudiantes de danza bailan en las manifestaciones estudiantiles en Santiago de Chile, cómo bailan los negros en los suburbios de París, cómo bailan los turcos en Alemania y los estudiantes chinos en la debacle del falso crecimiento. Habría que ver cómo bailan los estudiantes que se oponen a los criterios corporales y a las hipocresías de género que suelen exigir sus maestros. Habría que ver las coreografías de los pueblos que marchan, de los que han sido empujados a una falsa locura por el consumo de fármacos, de los que han sido empujados a la violencia justa como única salida posible ante la violencia criminal. Habría que ver las coreografías de los que han sido empujados al margen del arte no porque quieran estar en el margen sino porque el poder exige abstracción, falsa historicidad, contextos inocuos, estándares “de excelencia” a cambio de sus financiamientos. 

Allí, en lo que solo es margen porque el poder es el poder, habría que ver el nuevo arte de la danza. Una vez más. Como alguna vez fue la solidaridad de Martha Graham con la República Española, y como fue la crítica de la New Dance a la tibieza de Martha Graham. Como alguna vez fue la crítica de Pina Bausch a la hegemonía cultural norteamericana, y como fue la radical crítica de Johann Kresnik a la tibieza puramente existencial de Pina Bausch. Como alguna vez fue la crítica de Tatsumi Hijikata a la industrialización, antes de que el Butoh fuese convertido en un arte inofensivo.

No es su estar en el margen lo que hace de estos creadores y de sus obras un gran arte. No habría porqué estar en el margen o proclamarlo como lugar de pureza. De lo que se trata es del arte sin más. Del arte que se constituye desde una enorme voluntad de humanizar la vida. Un arte que se despliega para ver, no solo para ser visto.

 

Notas

[1] Agradezco a los compañeros de la Comisión Organizadora del Primer Encuentro de Filosofía y Danza de la Universidad Nacional Autónoma de México su invitación. Un saludo desde Chile y un abrazo solidario para todos los que sufren en México la violencia que se ha expresado tan brutalmente en la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa. Dedico a ellos y a la lucha por recuperarlos las palabras que diga aquí. En buenas cuentas la filosofía crítica, el arte, solo adquieren su sentido más esencial cuando forman parte de la gran lucha por lograr vivir en un mundo más humano.

 

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