La diferencia es, en sí misma, una articulación, un ensamble: una marca sobre lo indeterminado. Así, el problema es una formación que emerge en el vértigo ante la diferencia. Éste, lejos de ser un obstáculo en el pensamiento es, precisamente, lo que fuerza el pensar frente a lo impensado. El lenguaje y su escritura, por el contrario, conllevan la dificultad de no poder expresar la simultaneidad; es decir, son tardíos y sucesivos respecto de la afirmación del “todo a la vez”: se sirven, necesariamente, de intentos de fijación del sentido. De ahí que escribir acerca de la diferencia tensiona al lenguaje, denotando la imposibilidad de su subsunción a dicho registro. Por ello, la misma es una noción profana y hereje. Pero, a su vez, es en el límite donde el lenguaje da cuenta de su imposibilidad: allí emergen las posibilidades de producir discursos acerca de la diferencia.
Por ello, las perspectivas teóricas que parten del pensamiento de la diferencia, conllevan la necesidad de repensar algunos tópicos arraigados tanto en el campo de la filosofía como en la teoría social y política. En esta dirección, dichas perspectivas cuestionan a construcciones teóricas que se sirven de nociones “completas”, a saber: el “Concepto”, la “Identidad”, el “Sujeto”, la “Contradicción”, el “Estado” etc.
En esta dirección, el presente artículo se propone reflexionar, en primera instancia y a partir de Deleuze, sobre qué es aquello que entendemos por diferencia. A su vez, y en una segunda instancia, se propondrá pensar la posibilidad de ¿ensambles? de la diferencia a partir de dos experiencias que atraviesan al cuerpo a la vez que lo llenan y lo deconstruyen: el amor y el psicoanálisis, sumando para ello, los aportes de Badiou, Onfray y Lacan.
En síntesis, se reflexionará sobre cómo son vividas dichas experiencias en la <
Diferencia
Siguiendo a Deleuze, pensar la diferencia implica partir de una crítica a la Representación y a la Imagen del pensamiento. De esta forma, se observa cómo la misma, lejos de subsumirse a la identidad, es la productora de sus ficciones. No hablamos siquiera de contradicción: para que surja ésta última, es necesario la identidad cerrada de dos términos que se oponen.[1] La “contradicción” implica subsumir la diferencia al régimen representacional. Por otro lado, tampoco se trata aquí de “negar” la contradicción, el Sujeto o la identidad, sino de pensar esas nociones siempre sobre un fondo de indeterminación y contingencia.
Entonces, en la Representación, la diferencia se subsume a cuatro elementos: la analogía, la semejanza, la oposición y la identidad. En otras palabras, en la representación la diferencia está mediatizada. Así, la perspectiva deleuzeana observa que el derrotero de la filosofía occidental ha pensado a la diferencia siempre subsumida bajo la lógica de lo Mismo.
Ahora bien, más allá de las especificidades de cada mediación, la pregunta que emerge en este punto es: ¿cómo pensar a la diferencia “por fuera” de la Representación (o de lo Mismo)? Si bien es preciso afrontar lo indeterminado, cabe resaltar enérgicamente que la diferencia no es lo indeterminado. En otras palabras, lo indiferente no podría ser la diferencia, pero ello no quita ésta última emerja allí.
En esta dirección, en tanto la diferencia se debe distinguir, necesariamente, de la indiferencia, podemos pensar a la misma como un primer “trazo” sobre el plano de lo indiferenciado. Es decir, la emergencia misma de la diferencia es un primer rasguño (un germen de un ensamble) en lo indeterminado, a través de lo que Deleuze denomina “determinaciones flotantes”: “La indiferencia tiene dos aspectos: el abismo indiferenciado, la nada negra, el animal indeterminado en el cual todo está disuelto, pero también, la nada blanca, la superficie de calma recuperada en la que flotan determinaciones no ligadas, como miembros dispersos, cabeza sin cuello, brazo sin hombro, ojos sin frente”.[2]
En este sentido, Deleuze se pregunta respecto de la posibilidad de relación entre series diferenciales. Si bien la conexión entre dichas series es algo de por sí contingente e indeterminado, Deleuze se enfrenta a la necesidad de abordar el problema de la comunicación[3] a partir de la dinámica diferencial. Si su reflexión se quedara simplemente en un elogio de la diferencia per se, justamente, anularía la potencia positiva de la misma. Entonces, la diferencia produce y “conecta”. Pero, ¿cómo lograría la diferencia producir sistema (entendido en términos intensivos) sin recurrir a la semejanza o a algún principio identitario? ¿Cómo conectar a través de lo heterogéneo y la multiplicidad? Efectivamente, afirma Deleuze, hay semejanza e identidad: pero dichos elementos no son las condiciones a partir de las cuales se conectan las series diferenciales, sino sus efectos ficcionales. ¿Qué “es”, entonces, aquello que produce el efecto de conexión? Un precursor sombrío.[4] Dicho precursor sombrío no es más que otra diferencia, pero de “segundo orden”. La misma es la diferencia en-sí o el object petit a en términos lacanianos. Dicha diferencia es aquella que falta siempre en su lugar, que se disfraza y desplaza, que se oculta a sí misma y que falla a su identidad. Ese no-lugar en donde habita la siempre nómade diferencia, es el que la lógica representacional intenta “llenar” a partir de las figuras de la semejanza e identidad (de ahí el carácter ficcional que les confiere Deleuze). Por ello afirmamos que éstas últimas son efectos de la dinámica diferencial, son siempre externos al sistema intensivo.
Entonces, en el presente artículo, se entiende a la diferencia a partir de aquello que, justamente, excede al lenguaje. Es decir, como se expresó anteriormente, no se concibe a la misma al interior de un “sistema de diferencias” (como lo concibe el estructuralismo de Lévi-Strauss o la lingüística estructural de Saussure). La diferencia (en tanto multiplicidad) no se subsume a lo Uno para producir sistema; sino que, como vimos, produce sistema a partir de su mismo proceder diferencial, sin “necesitar” al registro representacional. Así, a diferencia de otras salidas del estructuralismo en dónde (por ejemplo, en los desarrollos de Laclau y Mouffe), el significante en flotancia logra emanciparse (parcial y precariamente, por cierto) del campo del sin-sentido a través del establecimiento de un punto nodal, la diferencia deleuzeana “arrastra” a la indeterminación consigo misma, distinguiéndose y separándose, y a la vez, siguiendo unido a ella.
Dicho proceder diferencial lo observamos en Lógica del Sentido.[5] El sentido no se produce a partir de la detención de su exceso por medio del establecimiento de un punto nodal (es decir, a partir de su defecto que detiene el exceso de los significantes flotantes) sino que el mismo emerge a partir de la circulación a través de series diferenciales. Así, desde esta perspectiva, podemos entender también al sentido como un primer ensamble que surge como efecto (o simultaneidad) de la diferencia. El sentido se comunica entre las series, siendo que dicho circuito de la comunicación se da en algún punto aleatorio, en donde el mismo no está determinado, pero tampoco indeterminado: allí la síntesis disyuntiva actúa haciendo que las series converjan y diverjan. Ello recibe el nombre de paradoja o “principio de determinación indeterminada”.
El sentido, entonces, no va a estar dado por un “afuera” o un carácter extrínseco, sino que: “el sentido es lo expresado o expresable de la proposición, y el atributo del estado de cosas”.[6] El sentido se constituye así en un entre las proposiciones y las cosas; de ahí (como se expresó) la íntima relación con la paradoja. El sentido se constituye, así como sin-sentido, siendo siempre paradojal.
Todo ello se aprehende también en el juego ideal: para Deleuze, el mismo es exceso y fuga de la representación. Como advertimos más arriba, mientras que en Laclau y Mouffe[7] el sentido justamente emergía en la detención de su exceso, para Deleuze el mismo se constituye por su exceso. En dicho juego, el azar no está determinado por una serie de probabilidades, sino que está afirmado en toda su multiplicidad. A su vez no está determinado: es toda la potencia, todas las veces, en cada tirada. Lo que queda es diferencia, el ser que se dice de la diferencia.
Ahora bien, a partir de lo expresado hasta este punto, entonces, ¿cómo pensar al amor y al psicoanálisis como experiencias de la diferencia? Antes de adentrarnos en dicha problemática resta delinear, brevemente, cuáles son las dinámicas de goce propuestas por el capitalismo contemporáneo.
Breve paréntesis acerca de la cuestión del lazo social y del goce en la posmodernidad
Resulta necesario discurrir brevemente en qué contexto estamos insertando la problemática aquí propuesta, debido a que la misma no se puede escindir de un emplazamiento efectivo en determinadas condiciones y estadio del capital. En este sentido, si el propósito refiere a reflexionar sobre el psicoanálisis y el amor como dos lógicas que, en tanto experiencias de/en la diferencia- discuten al discurso capitalista, es menester observar en qué cimientos se apoya éste último. En este punto es en dónde se hace presente la cuestión del lazo social en la posmodernidad y las formas de goce que ésta última propone.
En esta dirección, parte de la bibliografía sociológica y cultural contemporánea (Bauman, Beck, Harvey, Touraine y Lyotard; por citar sólo algunos)[8] recalca el carácter efímero, etéreo y flexible que adquiere el modo de producción capitalista (siguiendo en específico a Harvey:[9] de un modo de acumulación rígida a uno flexible) y a su vez, las experiencias en el mundo y con los otros. En términos de Deleuze, mientras se asiste al derrumbe[10] de la sociedad disciplinaria (es decir, la fábrica, la escuela, la cárcel en permanente crisis) se erige la sociedad de control. En este contexto, el capitalismo muta de estar centrado en la producción a basarse en la superproducción, la empresa reemplaza a la fábrica y el marketing al producto en sí mismo: asistimos así al imperio del consumismo.
Todo ello tiene agudas implicancias para la conformación de los lazos sociales. Lejos aquí de adherir a ciertas hipótesis que, avance del neoliberalismo mediante, perciben una fragmentación del lazo social y a la entronización de cierto individualismo que regularía la vida en sociedad (como sugieren Lipovetsky o Touraine), siguiendo a Dipaola afirmamos que éste mismo (el lazo social) se re-produce a partir de su desplazamiento siempre móvil en la experiencia con-los-otros:
“[…] el espacio normativo sobre el cual se compone lo social ya no está sujeto a una rigidez efectiva de los lazos, la historia o la ley, sino que, en la permanente circulación de individuos, publicidades, imágenes, modas, etc., se produce un constante devenir comunitario e identitario que, lejos de la individuación autoreflexiva, hace que asistamos a una nueva experiencia social signada por la dinámica y flexibilidad de las comunidades y de las identidades”.[11]
En este marco, el “discurso capitalista”[12] produce un goce “des-regulado” que el individuo experimenta a través del consumo de mercancías. La mercancía es el plus de goce que el individuo “chupa” a fin de suturar, imaginariamente, su falta constitutiva. En este sentido, el capitalismo no cesa de expandir, en su inmanencia, sus propios límites,[13] configurando así un goce “más allá” de la castración.[14]
En resumen, es en dicha configuración de promesas de “maneras de gozar” que produce el capital en las que insertamos la problemática planteada. Trataremos de ver, así, en qué sentido el amor y el psicoanálisis se configuran como “salidas” a dicho goce.[15]
Diferencia-amor
El amor es una construcción que está atravesada por la diferencia, dada por (y en) ella. El encuentro es el acontecimiento que inaugura la experiencia amorosa, es esa afirmación del azar “todo a la vez”. Dicha experiencia introduce una nueva temporalidad. Así, Badiou afirma al amor como “una construcción duradera”,[16] aunque dicho durar no tiene nada que ver con la concepción de una temporalidad lineal. Por el contrario, la durabilidad en el amor es aquella que rompe con la linealidad/racionalidad del tiempo; siendo ésta última un obstáculo que la construcción amorosa debe soportar y superar. Podemos afirmar que el amor se trata de la repetición del encuentro, de la repetición de la diferencia: de la repetición del acontecimiento.[17] De esta forma, la durabilidad del amor introduce una nueva temporalidad que se da a partir de la repetición.
Ahora bien, el capitalismo contemporáneo discute la experiencia amorosa del “para siempre”, la cual estaba ligada a condiciones en la cual el sujeto podía trazar una linealidad en su vida (pasar de “disciplina” en “disciplina”, en donde las etapas tenían claramente con comienzo y un fin).
Así, como se afirmó anteriormente, el presente estadio del capitalismo promete un goce en exceso[18] a través del consumo ilimitado e inmediato de mercancías e imágenes. Dichas formas de ser a partir de las cuales el capitalismo contemporáneo (y aún más bajo el neoliberalismo) construye subjetividad también permean al amor. Ello se observa, por ejemplo, en las páginas de “citas” on-line. De lo que se trata allí es de amputar los reales de los encuentros amorosos, es decir, prometen al usuario un ¿amor? sin acontecimiento, sin encuentros (en tanto la experiencia amorosa se construye en base a algoritmos de búsqueda entre los perfiles de los suscriptores). Dichas páginas de internet no proceden a través de la diferencia sino de la similitud: su promesa, a quién se suscribe, es encontrar a otro perfil igual. Siquiera se trata de una búsqueda, ya que se suprime la contingencia y la indeterminación; se suprime la posibilidad de un “no encuentro”.
Ahora bien, paradójicamente, al mismo tiempo que dicha promesa se basa en encontrar un “igual” para toda la vida (intentando así suprimir imaginariamente la angustia de una experiencia en el mundo sin ningún tipo de certeza), internet (y múltiples aplicaciones para móviles) multiplica ofertas destinadas a resumir la experiencia amorosa sólo a encuentros “casuales”. Dichos “encuentros” también prometen amputar los peligros de embarcarse en la experiencia amorosa: el compromiso. Prometen sexo, pero amputado de lo real del amor; en otras palabras, prometen un goce en exceso sin ningún tipo de peligro o displacer. La pregunta que realizan dichos sitios es la siguiente: “¿para qué embarcarse en un compromiso perpetuo con un otro, cuando puedes obtener el principal placer del amor (es decir, el sexo) sin, justamente, el amor mismo?” Dicha dimensión del amor no sólo se ve reflejado en Internet sino en distintas búsquedas laborales; en muchos casos, empresas multinacionales solicitan que quién oferta su fuerza laboral sea “soltero”. De esta forma, se aseguran que la mano de obra pueda seguir los procesos de desterritorialización del capital (cambio de sedes, viajes al exterior, capacitaciones constantes en distintos puntos del mundo, etc.).
Ahora bien, que el capitalismo contemporáneo prometa un goce en exceso no implica que conciba al deseo en tanto exceso, sino en tanto falta. A partir de la concepción del deseo inaugurado por una carencia, el capitalismo pone a funcionar su maquinaria a través de la producción de imágenes que intentarán colmar, justamente, dicha falta. En otras palabras, el goce en exceso que promete el capitalismo y que regula éticamente a las subjetividades contemporáneas (al punto en que, en la actualidad y parafraseando a Lacan, el mayor pecado es no vivir plenamente y excesivamente los instantes de la experiencia en el mundo y con los otros[19]) necesita suponer una dinámica deseante que siempre surge a partir de una falta.
Desde ya que suponer que el deseo se inaugura a partir de la falta no es nada nuevo; siquiera moderna, dicha concepción (muy anterior al psicoanálisis) se encuentra, por ejemplo, en la filosofía platónica. En específico, en la exposición de Aristófanes en El Banquete de Platón. Dicho personaje entiende que antes había tres clases de hombres: “macho” (hijos del Sol), “hembra” (hijas de la tierra) y los “machi-hembrados”, que eran hijos de la Luna. Esta última clase de seres, eran esféricos, poseían cuatro miembros y, además, debido a su robustez, fuerza y grandeza, amenazaban el poder de los dioses. Así, Zeus decide cortar en dos mitades a dichos seres, para de esta forma, multiplicar en dos a la raza humana (lo que significa que los dioses obtendrían el doble de tributos) y, por otro, dividir en dos al poder de dichos seres. Ahora bien, “[…] cortada, pues, así en dos la humana naturaleza, se iba una mitad hacia su otra mitad con ansias de unión, rodeándose los brazos en abrazo y en un mutuo entrelazamiento, deseando nacerse otra vez en uno […]”.[20]
Por ello, ante la negativa de dichos seres, ahora divididos, de reconocer su falta (o de su incapacidad para realizar el duelo), Zeus (en un gesto de benevolencia) “opera” nuevamente al “cuerpo” para que los hombres puedan copular en las mujeres:[21] para que del dos (división) puedan pasar al uno (fusión). Así surge el Amor (el mismo no podía tener lugar cuando los seres eran completos), a partir de la falta y como experiencia, en este sentido, de una completitud perdida.
Ahora bien, la dimensión del exceso lejos de discutir el utilitarismo al que se somete la lógica mercantil implica la imposición de una rígida economía que subsume al deseo a las máquinas capitalistas. Contraponiéndonos, entonces, a dicha lógica, cuando aquí hablamos (al igual que Badiou) de “construcción duradera” no estamos afirmando que la experiencia amorosa debe implicar un “para siempre”. Por el contrario, sostenemos que la misma puede durar unos minutos, un día, un mes o toda una vida. En otras palabras, lo duradero en el amor no implica una temporalidad (pre) determinada; sino que designa otro tipo de sensibilidad que despliega la creación de un nuevo espacio-tiempo.
Dicho cronos y dicho topos se inauguran a partir de la diferencia, siendo con ella en simultaneidad. En este sentido, la experiencia amorosa siempre es revolucionaria, en tanto no sólo resiste, sino que produce un experimentar-mundo que se contrapone a las experiencias que propone el discurso capitalista. Lo duradero de la experiencia amorosa es una temporalidad que se despliega a partir de reales; una temporalidad que se asocia a la velocidad del pensamiento: el amor, al ponernos frente a lo impensado, fuerza el pensar.
Con ello, no afirmamos que el amor es aquel discurso imaginario que intenta suturar lo real del sexo (como las tesis que parten de cierta lectura de Lacan, que Badiou llama escépticas) o la falta de relación sexual en tanto cada uno, en verdad, sólo se atañe a su goce. Por el contrario, afirmamos que el amor es una experiencia de reales. El amor nos enfrenta, en su temporalidad toda, a un pensar ante lo impensado: por eso es que se constituye también, como una experiencia insoportable. A dicho “insoportable” es que el capitalismo propone, como repetimos anteriormente, un goce en exceso, no mediatizado, desregulado pero que, a su vez (y esto es lo importante), no conlleven ningún tipo de peligro: goces soportables.[22]
Siguiendo este razonamiento, Badiou define al amor como una “construcción de verdad” acerca de la experiencia de la diferencia: “¿Cómo es el mundo cuando se lo experimenta desde el dos y no desde el uno? ¿Cómo es el mundo, examinado, puesto en práctica y vivido a partir de la diferencia y no de la identidad?”[23]
Cabe recalcar aquí el carácter de la palabra “verdad”: cuando Badiou afirma al amor como una “construcción de verdad” no se está refiriendo a una construcción sólida, trascendente y esencial sino, por el contrario, está designando una construcción que no cesa de deconstruirse: una experiencia a partir de la contingencia y de la indeterminación, pero, además, inmanente. ¿Cómo es ello posible? Ya que, justamente, el procedimiento de la verdad en el amor no subsume la diferencia a la representación, sino que, por el contrario, erige verdades sólo a partir de la diferencia, siendo que ésta última está dada siempre en tanto multiplicidad: la verdad es la emergencia del acontecimiento.
En tanto el amor es, entonces, una experiencia de la diferencia y en tanto esta última es (o deviene) multiplicidad es que afirma todos los sentidos a la vez. Dicha afirmación del todo a la vez es el elemento que (como expresamos anteriormente) permite la creación de un tiempo nuevo a partir de la experiencia amorosa. El “dos” que refiere Badiou no resulta de 1+1=2; ello implicaría una subsunción a lo Uno. El “dos” afirma multiplicidad. Cada una de las singularidades que se embarca en la experiencia amorosa es ya multiplicidad; por ello es que afirmamos que el amor también deconstruye al cuerpo, implica una renuncia a la identidad. Así, lo “revolucionario” no está dado por el número de quienes componen una experiencia amorosa sino por el arrojarse de cada una hacia la afirmación de una multiplicidad y de la diferencia.[24]
En síntesis, no estamos aquí comprendiendo al amor ni en tanto exceso ni en tanto falta. En este punto, nos es útil retomar brevemente la perspectiva que Onfray despliega en Teoría Del Cuerpo Enamorado. Por Una Erótica Solar, para marcar así ciertos contrapuntos con nuestra perspectiva. Según el punto de vista de dicho autor, una erótica del exceso es la que se desprende de una “concepción radicalmente materialista del deseo”.[25] Para nosotros, allí no hay una experiencia de la diferencia en tanto no hay una apertura a la otredad; ya que, según esta erótica, el otro es un “todo cerrado” igual a mí. En otras palabras, la diferencia se subsume a una “igualdad ontológica”.[26] En última instancia, la “erótica del exceso” impide al amor una experiencia de la diferencia; lo que implica una autonomía individual (en tanto no me entrego al otro) y soledad absoluta: el onanismo es igual a la relación sexual. Según esta lógica, los individuos siempre serán mónadas sin ventanas, allí la Razón del individuo gobierna al deseo. Así, siguiendo la reflexión de Onfray, no debemos embarcarnos en la experiencia amorosa debido a que, en un cuidadoso cálculo de placeres y desplaceres, terminarían siempre triunfando estos últimos. Por ello, son mejores las relaciones fugaces, los goces efímeros, la experiencia de múltiples carnes.
Dichos goces efímeros, es decir, la experiencia de diferentes cuerpos (libertinaje) son los que terminan por sustentar la promesa de un goce en exceso: debido a que son efímeros son “puros”, no comportan el peligro del displacer. ¿Acaso no es similar a esa promesa de las “páginas de citas” que remarcábamos más arriba? Dicha erótica “materialista hedonista” que Onfray defiende (y encuentra en Lucrecio como uno de sus mayores exponentes), es la que rehúye del acontecimiento y de la cual el capitalismo contemporáneo se sigue sirviendo. Ahora bien, por otro lado, Onfray critica la concepción idealista del amor (la cual, como vimos en Platón, propone a un otro que me completaría) debido a que, en ella, la supuesta autonomía del individuo se vería subsumida en función de la entrega hacia el otro.
Si bien la perspectiva que defiende el presente escrito dista de defender dicha sutura imaginaria de la falta que propondría otro,[27] la propuesta materialista hedonista de Onfray, lejos de ser “materialista” termina siendo, también, idealista (e incluso en un sentido mucho más fuerte que la primera). A partir de la figura del erizo y del contrato, Onfray propone una experiencia con un otro no tan otro. Es decir, con un otro coartado de radicalidad, de su alteridad. De esta forma, Onfray presupone a un “individuo” que debe preservar su autonomía frente a la supuesta heteronomía que primaría cuando “uno” se abre hacia lo otro. El idealismo de Onfray se observa, entonces, en un doble sentido: por un lado, sustenta el mito de un individuo autónomo y, por otro, cae en la promesa imaginaria y en la inscripción simbólica de la lógica del contrato. El contrato, así, seria aquello que regularía y racionalizaría la relación entre dos seres y, por tanto, nos alejaría del peligro del displacer. El error de Onfray es temer al amor ya que, según él, allí primaría la pulsión de muerte, la guerra y el displacer. La motivación del autor se refleja en la siguiente cita:
“¿Cómo hablarse para entenderse, encararse sin desfigurarse el rostro, mirarse para quizá tocarse, aprehenderse sin tratarse con dureza? ¿De qué manera amar sin renunciar a la libertad, a la autonomía, a la independencia (y tratando de preservar siempre los mismos valores en el otro)? ¿Se puede conjurar y desmovilizar la lucha y la guerra en provecho de empresas más dulces y gozosas? ¿Cómo impedir la relación sexuada que sucumbe a la atracción de la violencia?”[28]
El idealismo se ve allí, en tanto se presupone que se puede alcanzar un completo entendimiento a partir del habla, que se puede experimentar lo otro sin “desfigurarse el rostro” o que amar implica la “renuncia a la libertad”. ¿Acaso el habla y la comunicación no se basan en el (des)entendimiento? Por el contrario, ¿no es la muerte la que está más relacionada con un “completo” entendimiento que con el desentendimiento?[29] En otras palabras, el completo entendimiento ¿no sería la muerte del otro? Por otro lado, si somos hablados por el lenguaje, si “no tengo más que una lengua y no es la mía”[30] ¿a qué mítica libertad estaríamos renunciando al embarcarnos en una experiencia con un otro? Lo que aquí sostenemos es que, justamente, la experiencia con un otro siempre “desfiguraría el rostro”[31] en tanto deconstruye nuestro proceso identitario (al tiempo que lo constituye). Ese otro, en tanto diferencia y emergencia acontecimental, es aquello que al tiempo que nos impone la Ley también nos recuerda su carácter transgresor. El otro nos hace heterónomos, pero también nos libera. Lejos de alcanzar algún tipo de “libertad” trascendental, la misma se vive fragmentariamente y, en ese punto, justamente la experiencia de un otro es aquello que nos permite percibirla. En resumen, la diferencia o el desacuerdo (en términos de Rancière) lejos de ser algo a suturar, es lo que permite la experiencia con los otros y con lo otro. Pensar algún tipo de posibilidad de respeto al otro (responder a otro) coartando su potencia diferencial sería, justamente, matarlo.
Así, el amor nunca puede ser pensado más allá del desacuerdo, porque en última instancia, la experiencia con los otros se funda en la diferencia. “No hay amor que no comience por la revelación de un mundo posible como tal, envuelto en otro que lo expresa”.[32] Por el contrario, el “erizo” y el “contrato” a los que aboga Onfray, no son otra cosa que intentar prevenir al amor del acontecimiento, o de negar al amor en tanto tal: impedir la emergencia horrorosa o placentera de nuevos mundos.
Desde nuestra perspectiva, el deseo en tanto exceso no está relacionado ni con la promiscuidad ni con la monogamia: una relación monógama puede ser más contestataria que lo promiscuo y viceversa: en tanto aceptamos a un otro como multiplicidad y singularidad, en tanto nos dejamos asaltar/asediar por ese otro; una experiencia con un solo individuo puede devenir una experiencia con muchos otros. A su vez, acceder a múltiples carnes no asegura la multiplicidad, sino que puede implicar una repetición de lo Mismo. En definitiva, no es un problema de cantidad sino de vivir alteridades: entender que la multiplicidad no es, necesariamente, lo múltiple. Se trata de concebir al deseo en tanto proceder diferencial.
A riesgo de repetirnos, es menester insistir que cuando hablamos del amor como una experiencia de la diferencia lo que afirmamos es que allí hay un sentir radical del otro. Como sabemos, dicho otro puede o no tener que ver con lo que comúnmente denominamos “individuo”. Hablar del amor como un sentir del otro implica, entonces, comprender que dicho otro puede ser también un espectro, una animalidad o “nombres de la historia”.[33] También implica comprender que uno “no ama” sino que siempre es “amado” (al igual que hablado) en tanto el sujeto, como insistimos, está siempre disyunto. Interroga Derrida: “La disyunción ¿no es acaso la posibilidad misma del otro?”.[34] Así, el otro se funda sobre la disyunción y el desfasaje; la experiencia de la otredad se inaugura, entonces, debido a que el tiempo nunca es contemporáneo a sí mismo. La diferencia, pero también la différence derrideana, operan así a partir del espaciamiento y la disyunción. El amor, entonces, como sentir radical de la otredad se inaugura y se repite siempre sobre un desfasaje y su advenir acontecimental.
En definitiva, lo que sostenemos aquí es que la experiencia amorosa (en tanto experiencia de la diferencia) escapa a la economía del goce propuesta por el capitalismo. Por ello este último intenta subsumirla bajo alguno de los mecanismos que aquí describimos, “obturando” así al acontecimiento bajo un regulado cálculo de pérdida y ganancia. En otras palabras, intentando suprimir el “riesgo” que la “inversión” amorosa implica.
Diferencia-psicoanálisis
Ahora bien, bajo la perspectiva aquí planteada, puede parecer que hablar del psicoanálisis como una experiencia del mundo contemporáneo que permite experimentar los asaltos de la diferencia, es, por demás, contradictorio. En una primera lectura, Deleuze y Guattari emprenden, en el Anti-edipo, una crítica radical hacia el dispositivo psicoanalítico, siendo que el mismo supone un inconsciente como teatro de la representación: “mamá-papá”. Por el contrario, desde la perspectiva de dichos autores, el inconsciente no representa nada sino que produce en forma maquínica; en vez de teatro es fábrica. Así, el deseo no es inaugurado a partir de una falta sino que es comprendido en su positividad; siendo que el mismo no es restringido a un objeto de deseo sino que se expande en una multiplicidad. En otras palabras, no se desea “algo” sino en conjuntos, en agenciamientos.
Entonces, la pregunta que emerge aquí es: ¿cómo pensar al psicoanálisis como una experiencia de la diferencia cuando dicho dispositivo, según Deleuze y Guattari, estaría sujeto a la Representación? En primer lugar, debemos afirmar (siendo herejes) que la perspectiva deleuzeana y guattariana es, en cierta forma, psicoanalítica. El Anti-edipo no es una crítica negacionista del psicoanálisis, por el contrario, en él se despliega una afirmación positiva y radical del mismo. La afirmación precedente se desprende de algo fundamental, Deleuze y Guattari afirman (y re-afirman) el descubrimiento nuclear del psicoanálisis: el inconsciente.
En todo caso, diríamos que la perspectiva de los autores franceses radicaliza al inconsciente, en tanto se lo entiende en términos diferenciales. El inconsciente es así maquínico en tanto diferencial. La crítica anti-familiarista y anti-edípica que realizan Deleuze y Guattari al psicoanálisis no debe llevarnos a adoptar una perspectiva negacionista del mismo, sino por el contrario, a emprender un ejercicio del psicoanálisis que afirme la productividad del deseo. Desde esta lectura, el psicoanálisis no subsume al deseo al teatro de la representación, sino que lo concibe como una fuerza estrictamente productiva.
Plantear, entonces, la posibilidad de conciliación entre la perspectiva deleuzeana y el psicoanálisis carecería de sentido debido a que la primera ya es psicoanalítica. Además de ello, éste último también sostiene el carácter indecible de algún tipo de verdad(es) “completa(s)”. En otras palabras, allí se está afirmando y reconociendo que hay un núcleo duro de lo Real que se resistirá siempre a cualquier tipo de codificación. Desde este punto de vista, lo Real lacaniano es, en sí mismo, el inconsciente maquínico/diferencial que plantean Deleuze y Guattari.
Afirmar que el inconsciente procede de forma diferencial es concebir que su dinámica no es la del conflicto y que, por tanto, hace caso omiso al “principio de contradicción”. Entender al inconsciente a partir de conflictos supondría subsumir la diferencia a la identidad. A propósito de ello, Deleuze expone:
“Los fenómenos del inconsciente no se dejan comprender bajo la forma demasiado simple de oposición o del conflicto. […] los conflictos son la resultante de mecanismos diferenciales con otro grado de sutileza (desplazamientos y disfraces). Y si las fuerzas entran naturalmente en relaciones de oposición, lo hacen a partir de elementos diferenciales que expresan una instancia más profunda”.[35]
En este mismo sentido, Badiou advierte que Lacan (en su seminario, Los escritos técnicos de Freud) afirma que mientras la filosofía (en específico la hegeliana) depende del “discurso” y a través de éste último la misma se desplaza mediante el error (que surge a partir de lo indecible de la verdad) encontrando la contradicción y, de esta forma, la prueba última de la Verdad mediante dicho procedimiento errático, “no ocurre lo mismo con el Psicoanálisis. Elementalmente, esto se dice así: el inconsciente ignora el principio de contradicción”.[36] Y, en ese sentido, Lacan expone:
“[…] la palabra verídica [es decir, la del inconsciente] que supuestamente debemos detectar, no por observación sino por interpretación […] obedece leyes diferentes a las del discurso sometido a la condición de desplazarse en el error hasta el momento del encuentro con la contradicción. La palabra auténtica tiene otros modos, otros medios, que el discurso corriente”.[37]
En términos de Freud decimos que el inconsciente se haya “fuera del tiempo” o que ignora el No. Sin embargo, Deleuze recalca que ese “no” no remite a un no-ser ontológico sino al “(no)-ser”, es decir, aquel que se despliega a partir de la pregunta y de los problemas como modos de proceder del inconsciente.
Así, el psicoanálisis se configura como una experiencia que se sustenta en aceptar el exceso de la palabra por sobre el discurso del sujeto y por sobre el sujeto del discurso: evidenciando así la fisura del yo. Siendo ésta última producto de mecanismos diferenciales.
De todas formas, ello no debe llevarnos a malos entendidos: que el Yo sea concebido como fisurado no implica que el mismo se disuelva, sino todo lo contrario. La perspectiva deleuzeana afirma también al Yo [moi] a partir, claro está, de su fisura. Deleuze afirma que dicho Yo se unifica a través de una síntesis activa que implica la conjunción de pequeños y fragmentarios yo pasivos y que se distingue “tópicamente del Ello, precisamente según el principio de realidad siendo el yo activo (es decir, el Yo [Moi]) un intento de integración global”.[38] De ahí que, a partir de este punto, Deleuze también acepte la teorización acerca del Objeto que realiza el psicoanálisis, afirmando la parcialidad del mismo. Por ejemplo, retoma a Melanie Klein y su distinción entre “pecho bueno” y “pecho malo”; siendo que la psicoanalista inglesa expone:
“De esta manera, junto a la división entre un pecho bueno y un pecho malo en la fantasía del niño, el pecho frustrador (atacado en las fantasías sádico-orales) es sentido como hecho pedazos, mientras que el pecho gratificador, incorporado bajo el dominio de la libido de succión, es sentido como completo. Este primer objeto interno bueno actúa como punto central del yo. Contrarresta los procesos de escisión y dispersión, contribuye a la cohesión e integración y constituye un factor en la construcción del yo”.[39]
Si bien la perspectiva deleuzeana hace hincapié en la profundización de las síntesis pasivas (es decir, en los pedazos del pecho más que en la completitud o en la dispersión más que en la conjunción) negar las síntesis activas y al Yo [Moi], nos conduciría a un grave error de lectura.
De todos modos, es evidente la apuesta (teórica y política) de Deleuze en las síntesis pasivas. Ello también se observa en su interpretación respecto al object petit a. En esta dirección, lo que Lacan denomina como object petit a es definido como Real, es decir inaprehensible, insimbolizable o, en síntesis, imposible.[40] En tanto se resiste a su imagen especular, el pequeño objeto a no es del orden de lo imaginario, sino que es un resto del sujeto de la jouissance. Lacan entiende por “sujeto de la jouissance” a aquella ficción la cual se constituye a partir de la “entrada” del individuo en lo Simbólico, es decir, cuando el mismo es castrado y deviene sujeto barrado.
Ahora bien, cabe hacer aquí un pequeño paréntesis: mientras que Deleuze recalca al objeto a a partir de su carácter parcial (es decir, en su vocabulario, en tanto virtual), la lectura que hace Stavrakakis (mucho más afín a una interpretación estrictamente lacaniana), por ejemplo, es recalcar el papel de dicho objeto como motorizador del deseo y, por ende, como promesa imaginaria “que promete brindar lo que le falta al Otro y, de este modo, unificarnos como sujetos”.[41] En otras palabras, lo que deseamos aquí resaltar es que el objeto a no sólo es parcial en tanto en él permanece un resto de lo Real sino que es parcial “en sí mismo y por sí mismo, porque se escinde, se desdobla en dos partes virtuales, una de las cuales siempre, falta a la otra […] Falta a su propia identidad”.[42]
Entonces, desde la perspectiva deleuzeana, debemos recalcar que el objeto a nunca es totalizable a partir de las síntesis activas que van a actuar en él, sino que es (por el contrario) la evidencia de la fisura de los objetos reales. Si nos atenemos sólo a reconstruir el rol del objeto a como objeto causa del $ correríamos el riesgo de totalizarlo a partir de su inscripción en lo simbólico. Por el contrario, dicho objeto es ante todo vestigio que se resiste a inscribirse en la realidad (de los objetos reales). En otras palabras, desde la óptica deleuzeana, el objeto virtual nunca logra totalizarse a partir de las síntesis activas que actúan a partir de él.[43]
En resumen, de lo expresado anteriormente debemos retener lo siguiente: afirmamos aquí que la perspectiva deleuzeana, lejos de ser “anti-psicoanalítica” es, por el contrario, afrimativa del psicoanálisis. ¿En qué sentido lo decimos? Lo que critica Deleuze a Freud no son las conclusiones a las cuales éste último arriba sino las decisiones teóricas que lo llevan a conducir el método psicoanalítico por otros caminos. Es decir, Deleuze no “niega” el corpus teórico psicoanalítico, sino que disiente en el camino adoptado a partir del descubrimiento del inconsciente. Para Deleuze, es como si Freud “no se hiciera cargo” de la potencia radical de su hallazgo.
Así, y a partir de ello, la crítica deleuzeana al psicoanálisis se centra, principalmente, en la subsunción de la repetición a una lógica temporal compuesta por una serie real de presentes sucesivos: de ahí las nociones de trauma, fijación, regresión, escena original etc. De esta forma, la repetición no sería más que de lo Mismo, gobernada por el conflicto (yo/ello; amor/odio; Tánatos/Eros; padre/hijo; masoquismo/sadomasoquismo; principio de realidad/principio de placer etc.) y la Representación. La repetición no emerge allí a partir de sus disfraces y desplazamientos sino como material, bruta y desnuda. Los vestidos y desplazamientos de la misma no son más que efectos producidos por la lógica conflictual, análoga e identitaria. Por el contrario, para Deleuze, la repetición no se desprende de la represión o de un conflicto edípico que tuvo lugar en la infancia de un sujeto devenido adulto. La repetición no se constituye entre dos presentes de UNA serie de reales sino a partir de la coexistencia simultánea de DOS series de reales que giran en torno al objeto virtual o pequeño objeto a. De esta forma, se entiende a la repetición a partir de la dinámica del desplazamiento y del disfraz, inmanentes al objeto virtual o (lo que es igual) a partir de algo que falta a su identidad. Esta lectura, entonces, nos lleva a comprender que no hay origen ni “mito” último que explique el devenir de la dinámica psíquica del sujeto (o del cuerpo social). Lo que hay son máscaras que no cesan de desplazarse hacia el infinito.
Entonces, según la interpretación que aquí queremos defender, comprendemos a la experiencia psicoanalítica como orientada hacia la parcialidad, hacia los restos. En esta dirección, podemos pensar al psicoanálisis como una experiencia de la diferencia, en tanto el mismo nos fuerza a pensar. Un paciente nunca repite la misma narración en distintas sesiones, aunque pareciera que estuviera hablando de la misma historia. El psicoanálisis hace tangible la emergencia de la diferencia a partir de una repetición que, si estamos desprevenidos, pareciera de lo mismo: lo traumático (a partir del trabajo analítico) nunca se narra de la misma manera.[44]
En este sentido, se puede pensar que la orientación del psicoanálisis más que ir hacia lo simbólico está orientada hacia lo Real y hacia la deconstrucción (parcial) de lo imaginario. En otras palabras, el psicoanálisis no hace más que evidenciar el problema y las preguntas mediantes las cuales procede el inconsciente.
Tal como expone Lacan la clínica psicoanalítica se trata de un “desatar las amarras de la palabra […], soltar todo”.[45] Si bien es preciso que el psicoanálisis y su clínica no pierdan nunca de vista a lo simbólico ello no significa que se oriente hacia dicho registro. Sin dudas, por ejemplo, sin la existencia de un pacto entre el psicoanalista y el psicoanalizado no se podría lograr transferencia. Ahora bien, dicho registro simbólico-imaginario se orientan, en última instancia, hacia el desplazamiento y el desliz de la palabra:
“Considerar al psicoanálisis como una práctica de la interpretación, es insistir sobre el hecho de la palabra, [o] en la práctica desde el lado del analista: los poderes de la palabra. Y como C. Soler lo ha recordado […]: ‘no todos los poderes de la palabra’. En relación con la palabra aquí, especialmente, tenemos que considerar más el deseo […] que el poder identificatorio de la palabra. Más lo que funciona entre los significantes, es decir la metonimia, que los significantes como metafóricos”.[46]
Así, se trata de observar un deseo que está más acá que el conflicto edípico, constituyéndose como un “afuera de toda Ley”. Que la práctica psicoanalítica se oriente hacia lo real es lo que permite repensarla como una experiencia de la diferencia y observar el carácter productivo del deseo. Ir hacia lo real o desplazar sus límites, implica el encuentro con un (como afirma Lacan) “imposible nuevo”. En otras palabras, podríamos definir al análisis por el encuentro y producción de una tierra nueva. Ciertamente, para llegar a tal punto, el psicoanálisis debe tener claramente en cuenta los registros de lo simbólico y lo imaginario; no se trata aquí de prescindir de ellos sino de pensar en qué punto se fija el norte.
En Deleuze, la desterritorialización es un proceso harto complejo debido a que para ello se debe entender perfectamente el territorio del cual se fuga (cartografiar) y, por otro lado, entender que dicha fuga siempre deberá volver a territorializarse.[47] No se trata aquí de un elogio de la esquizofrenia: Deleuze y Guattari nunca dijeron “sean esquizofrénicos” sino “entiendan el mecanismo esquizofrénico”. Seguir los flujos rizomáticos del deseo definitivamente no implica un “estar loco”, debido a que, como afirmábamos, las fugas deben generar nuevas tierras o nuevos simbólicos. La desterriotiralización nunca es sola, sino que se comprende con su par “territorialización”, en donde no hay una oposición entre ambos términos sino devenir.
Ahora bien, dicha orientación no se define, simplemente, a la manera de seguir un sendero; quizás el “norte” al que nos referimos más arriba no es del todo una metáfora adecuada. La tierra nueva emerge en el análisis de manera fragmentaria y no se encuentra al “final” de algo como si fuera un todo cerrado. Dicha tierra es siempre fragmentaria, local e irrumpe de forma azarosa: nos invade y nos asalta.
En este punto, me gustaría retomar la noción que funciona como disparador en este dossier: “ensamble”. Afirmábamos que el psicoanálisis se trata de eso, de producción de una tierra nueva; en otras palabras, de un re-ensamble. Dicho re-ensamble siempre es a partir de la diferencia. El amor puede ser pensado en el mismo sentido, como la producción de nuevos mundos y tierras; por el contrario, nada más trágico que referir al “amor” como la colonización de otro mundo. Los ensambles no implican aquí la reunión de elementos heterogéneos sino su afirmación, más que de relaciones o asociaciones, se trata de choques entre elementos diferenciales.
En este punto Rancière afirma, con respecto a la política, que la misma “no está hecha de relaciones de poder sino de relaciones de mundos”.[48] Es decir, el momento del acontecimiento político, si bien presupone la igualdad, irrumpe de forma acontecimental (en tanto diferencia) en el orden policial. Así, afirmamos que hay política sólo cuando hay diferencia. ¿No podríamos pensar, entonces, al psicoanálisis y al amor de la misma forma? ¿No podemos afirmar que sólo hay amor y sólo hay psicoanálisis siempre y cuando acontece la diferencia? A ello nos referíamos con la producción de nuevas tierras: otras formas de experimentar el mundo a partir de la irrupción y la aventura de otros mundos posibles.
A partir de dichas experiencias se atraviesan devenires que proponen nuevas topologías. Por dicha razón el capitalismo habla de ello, intentando proponer una experiencia “amorosa” que no sea diferencial o marginando al psicoanálisis con literatura de auto-ayuda.
Entonces, ¿qué hay del ensamble?: el amor y el psicoanálisis “des”-ensamblan, irrumpen y acontecen, para luego construir nuevos ensambles; siendo éstos últimos conscientes de la precariedad última que los (in)determina. Deconstruyen, pero como nos enseña Derrida, dicha deconstrucción no es nunca negativa, sino positiva, ligada a la producción de nuevos sensibles. El mismo acto del “des-ensabmle” es productivo.
En otros términos, podemos hablar del amor y del psicoanálisis como experiencias que producen múltiples desterritorializaciones y, a su vez, re-territorializaciones: “[…] No hay que confundir la reterritorialización con el retorno a una territorialidad primitiva o más antigua: la reterritorialización implica, forzosamente, un conjunto de artificios por el que un elemento, a su vez desterritorializado, sirve de nueva territorialidad al otro que también ha perdido la suya”.[49]
No hay que huir a repensar las reterritorializaciones (re-ensambles): sólo de esa forma se evitará caer en territorializaciones totalitarias que intentarían obturar nuevas fugas. Es decir, desterritorializar, inscribir y volver a fugar, de eso se trata. Afirmábamos más arriba que el psicoanálisis y el amor son producciones de UNA “tierra nueva”. Error, son producción de multiplicidad de tierras, en las cuales su sustrato cada vez es más ameno para el trazado, la creación o el seguimiento de nuevas líneas de fuga: en dónde sea más tangible el acontecimiento, en dónde sea más sensible la “no contemporaneidad del presente”.[50]
Mecanismo harto complejo y dificultoso: no se trata de rehuir de la subjetividad o de Edipo. No se trata de devenir esquizoide, no se trata tampoco de un elogio de la locura: “[…] buscad vuestros agujeros negros y vuestras paredes blancas, conocedlos, conoced vuestros rostros, esa es la única forma de deshacerlos, de trazar líneas de fuga”.[51] Por el contrario, la única forma de desterritorializarse “positivamente”, la única forma de producir nuevos agenciamientos no totalitarios, es empaparse de Edipo. Hundirse en lo más profundo de la neurosis: conocerla, radicalizarla y deconstruirla. Enamorarse, aventurarse: así se podrán producir mundos cada vez más igualitarios, siempre sobre “la diferencia que los desplaza y los disfraza, y los hace retornar, volviéndolos sobre su extremidad móvil”.[52] El psicoanálisis y el amor como ensambles que siempre se dicen a partir de la diferencia.
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Notas
[1] La contradicción no emerge cuando dos cosas son “distintas” sino cuando se parecen; una diferencia nunca es (ni podría ser) contradictoria.
[2] Gilles, Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p. 61.
[3] El problema de la (des)conexión entre series, es decir, las síntesis disyuntivas que permiten la circulación del sentido, es abordado en Lógica del Sentido.
[4] Gilles, Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p.186.
[5] Gilles, Deleuze, Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, 2005.
[6] Gilles, Deleuze, Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, p. 50.
[7] Ernesto, Lacau y Chantal, Mouffe, Emancipación y diferencia, Ariel, Buenos Aires, 1996.
[8] De todas formas, es preciso resaltar las profundas diferencias que hay entre dichas perspectivas.
[9] David, Harvey, La condición de la posmodernidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2008.
[10] En rigor, la sociedad disciplinaria no se “derrumba” sino que ahora es una capa subyacente a la sociedad de control. En otras palabras, los mecanismos disciplinarios continúan actuando, pero hay una preeminencia de las técnicas de control.
[11] Esteban, Dipaola, “Socialidades contemporáneas: dinámica y flexibilidad en relaciones comunitarias e identitarias”, Nómadas, Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas. V. 26, N.2, 1-27. 2010. p. 3.
[12] Jaques, Lacan, El reverso del Psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 2008.
[13] Gilles, Deleuze, Derrames entre el capitalismo y la esquizofrenia, Buenos Aires, Cactus, 2005.
[14] En este punto, entonces, es necesario comprender que, en rigor, el goce es un imposible. De ahí que, como expone Lacan en “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, el deseo actúe como defensa, prohibición [défense] de rebasar un límite en el goce. v. Lacan, J., Los escritos técnicos de Freud, Buenos Aires, Paidós, 1987, p. 805. Por ello es necesario insistir en el carácter imaginario de la promesa: el discurso capitalista promete un goce en exceso.
[15] Desde ya, la cuestión del psicoanálisis como “salida” al discurso capitalista está planteado en El reverso del psicoanálisis. Si bien en el presente escrito algunos sentidos irán de la mano de lo que allí se plantea (al menos, en la descripción general del modo de gozar que produce el capitalismo contemporáneo), la perspectiva que se adopta aquí, como se expuso anteriormente, es a partir de la diferencia y, por tanto, las reflexiones a las que nos conducirá distaran, en cierto sentido, de una “interpretación” estrictamente lacaniana.
[16] Alain, Badiou, y Nicolas, Truong, Elogio del amor, Paidós, Buenos Aires, 2012.
[17] En este punto, es necesario advertir (como bien subraya Derrida) que el acontecimiento no entiende de pasado-presente-futuro, sino que es a partir del “entre” o de lo disyunto del tiempo; en otras palabras, es según la lógica de la espectralidad. En este sentido, lo que sostenemos aquí es que el amor, si bien se “inaugura” con el encuentro, en tanto experiencia duradera debe necesariamente repetir al acontecimiento indefinidamente. Si el acontecimiento no se repite y queda como un “hecho pasado” se negaría su mismo carácter acontecimental. El acontecimiento así entendido, no cesaría de devenir durante la experiencia amorosa.
También es preciso remarcar que Badiou entiende al acontecimiento a partir de aquello que irrumpe con la temporalidad misma: rompe, efectivamente, un estado de cosas -y este es el sentido que se dará aquí a dicho término. Pero también es menester destacar que en Deleuze (2005a) el acontecimiento no necesariamente debe actualizarse en un estado de cosas, sino que existe en sí mismo, en su virtualidad: siendo así, de índole impersonal. Para profundizar dicho punto se sugiere leer la Vigésimo primera serie de Lógica del Sentido o el último artículo publicado de Deleuze en 1995: “La inmanencia: una vida”.
[18] Recalquemos que, como advertimos, dicho exceso sólo es en tanto promesa, ya que, en verdad, se subsume a un racional cálculo de “pérdidas y ganancias”. Además de ello, cabe resaltar aquí que si bien el exceso (o “estado de exceso”) es aquello que permite el desplazamiento móvil y los disfraces de la diferencia, el exceso al que aludimos en el escrito no está ligado a dicho proceder, sino todo lo contrario: es un exceso que se subsume a la repetición de lo Mismo. v. Deleuze, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2012, p. 446.
[19] Lacan lo expone, en El reverso del psicoanálisis, no en función de algún “pecado”, sino en torno a la cuestión de la vergüenza.
[20] Platón, Diálogos, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1965, p. 149.
[21] Antes de ello, “los hombres engendraban y parían no los unos en los otros, sino en la tierra, cual las cigarras”, en Platón, Diálogos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1965, p. 150. A partir de esta nueva intervención, Zeus cambia el lugar de los órganos sexuales: de traseros pasan a ser delanteros.
[22] A este respecto, Zizeck observa como el capitalismo “amputa reales” de otras mercancías, por ejemplo: coca-cola sin azúcar, cigarrillos electrónicos, café descafeinado, sexo seguro (uso de preservativos) o, incluso, sexo virtual.
[23] Badiou, A y Truong, N, Elogio del amor, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 29.
[24] En otras palabras, un trío no tiene por qué ser más contestatario que una pareja, si el tres se despliega a partir del Uno no está designando una multiplicidad sino lo múltiple. Además de ello, como se expresará más adelante, la experiencia amorosa no tiene por qué ser una experiencia entre aquello que denominamos como “individuos”.
[25] Michel, Onfray, Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar, Pre-textos, Valencia, 2002, p. 93.
[26] Aquí parece necesario insistir en que el proceder diferencial no niega la igualdad. Es decir, el pensamiento de la diferencia no tiene nada que ver con la legitimación de la desigualdad entre seres: el punto está en comprender que la igualdad siempre procede a partir de la diferencia. Es la repetición de la diferencia aquello que iguala, siendo que dicha igualdad no está nunca pre-dicha ontológicamente: el ser se dice de la diferencia. El “¡todo es igual!” sólo podrá decirse “donde se alcanza la última extremidad de la diferencia”. v. Deleuze, G., Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2012, p. 446.
[27] Ello también implicaría una dialéctica, en la cual, se alcanzaría un todo cerrado. El amor sería así una promesa y experiencia de armonía (es decir, actuaría bajo la lógica de lo Uno) y, por tanto, nunca del acontecimiento y de la diferencia.
[28] Michel, Onfray, Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar, Pre-textos, Valencia, 2002, p.38.
[29] Desde ya, que la lógica del acuerdo es lo que terminaría por aniquilar la experiencia política y con- los-otros.
[30] Jacques, Derrida, El monolingüismo del otro. O la prótesis del origen, Manantial, Buenos Aires, 2012.
[31] Siempre se trata de una “desrostrificación”. v. Deleuze, G. y Guattari, F., Mil Mesetas, capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 2002, p. 193.
[32] Gilles, Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p. 388.
[33] En este sentido, pensar un “amor a los espectros” o a los “nombres de la historia” implica reflexionar sobre la experiencia amorosa en un sentido hiperpolítico.
[34] Derrida, J., Espectros de Marx, Valladolid, Trotta, 1998, p. 36.
[35] Gilles, Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p. 168.
[36] Alain Badiou, Condiciones, Siglo veintiuno, Buenos Aires, 2015, p. 268.
[37] Jacques, Lacan, Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Buenos Aires 1985, p. 388.
[38] Gilles, Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p. 157.
[39] Melanie, Klein, Envidia y gratitud, Paidós, Buenos Aires, 1991, p. 15.
[40] Aquí no afirmamos que “todo” lo real sea “insimbolizable”, sino que hay un núcleo duro del mismo que se resiste, siempre, a la simbolización.
[41] Yannis, Stavrakakis, Lacan y lo político, Prometeo, Buenos Aires, 2007, p. 80.
[42] Gilles, Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p. 160.
[43] En esta dirección también podemos comprender por qué Deleuze y Guattari se enfrentarán a Edipo: justamente, el mismo es la expresión de la “normalización genital” que subsume todas las pulsiones parciales del niño. v. Lacan, J., Los escritos técnicos de Freud, Buenos Aires, Paidós, 1985, p. 312.
[44] A propósito de ello, también es interesante destacar que Freud afirma: “Cuando el relato de un sueño me parece difícilmente comprensible, ruego al sujeto que lo repita, y he podido observar que sólo rarísimas veces lo hace con las mismas palabras”, en Freud, S., “Lo Inconsciente” en Obras completas: Tomo II, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, p. 660. Así, no es que la diferencia opera al servicio de la resistencia sino viceversa: la resistencia opera a partir de la diferencia en el relato.
[45] Jacques, Lacan, Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Buenos Aires 1985, p. 268.
[46] Jean-Pierre, Klotz, Seminario Hispanohablante: hacia el 9° encuentro, p. 1.
[47] Concebir la mera desterritorialización sería perderse en lo esquizo o, en última instancia, en la muerte).
[48] Jacques, Rancière, El desacuerdo. Política y Filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, p. 60.
[49] Gilles, Deleuze y Felix, Guattari. Mil Mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Pre-textos, Valencia, 2002, p. 180.
[50]Derrida, J. Espectros de Marx. Valladolid: Trotta. 1998.
[51] Gilles, Deleuze y Felix, Guattari. Mil Mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Pre-textos, Valencia, 2002, p. 192.
[52] Gilles, Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2012, p. 446.
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