El verdadero sexo

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El verdadero sexo

 

  Michel Foucault

Michel Foucault

A los antiguos les encantaba poner en paralelo las vidas de los hombres ilustres. Escuchábamos hablar a través de los siglos a estas sombras ejemplares.

Los paralelos, lo sé, son hechos para llegarse al infinito. Imaginemos otros que indefinidamente divergen. Sin punto de encuentro ni de lugar para recogerlos. Seguidamente no han tenido otro eco que aquél de su condenación. Sería necesario tomarles en la fuerza del movimiento que los separa; reencontrar la huella instantánea y estruendosa que han dejado cuando se precipitaron hacia una oscuridad dónde “eso ya no se cuenta” y dónde todo “renombrado” está perdido. Esto sería como el inverso de Plutarco: vidas a tal punto paralelas que nadie puede les reencontrar.

Michel Foucault  

 

Prefacio

Este aquí es, con algunos acrécimos, el texto francés del prefacio de la edición americana de Herculine Barbin, dites Alexina B.[3]  Esta edición comporta en apéndice la novela de Panizza “un scandale au couvent”, que es inspirada por la historia de Alexina; Panizza debió haberla conocido a través de la literatura médica de la época. En Francia, los recuerdos de Heculine Barbin fueron publicados por las Ediciones Gallimard y “un scandale au couvent” se encuentran entre un grupo de novelas de Panizza, publicadas bajo este título general por las ediciones La Différence. René de Ceccaty es quien me señaló la proximidad entre el texto de Panizza y la historia de Alexina B.[4]

¿Tenemos verdaderamente necesidad de un verdadero sexo? Con  una constancia que toca la terquedad, las sociedades del Occidente moderno han respondido afirmativamente. Ellas han hecho jugar obstinadamente esta cuestión del “verdadero sexo” en un orden de cosas donde se podría imaginar que sólo cuenta la realidad de los cuerpos y la intensidad de los placeres.

Durante mucho tiempo, no obstante, no hemos tenido tales exigencias. Lo prueba la historia del estatuto que la medicina y la justicia han acordado a los hermafroditas. Hemos puesto bastante tiempo para postular que un hermafrodita debía tener un solo, un verdadero sexo. Durante siglos, se admitió simplemente que había dos ¿Monstruosidad que despertaba furor y demandaba los suplicios? Las cosas, de hecho, eran mucho más complicadas. Tenemos, es verdad, muchos testimonios de condenación a la muerte (mis à mort), sea en la Antigüedad, sea en el Medioevo. Pero también tenemos una abundante jurisprudencia de otro tipo. En el Medioevo, las reglas del derecho –canónico y civil- eran, sobre este punto, fuertes y claras: se llamaban hermafroditas aquellos en que se yuxtaponía, según proporciones que podían variar, los dos sexos. En este caso, era función del padre o del padrino (de quien, pues, “nombraba” el infante), fijar en el momento del baptismo el sexo que sería retenido. En otros casos se aconsejaba elegir aquel de los dos sexos que pareciera triunfar, por tener “más vigor” o “más calor”. Entonces, más tarde en la edad adulta, cuando llegaba el momento de casarse, el hermafrodita seria libre para decidir él mismo si quería seguir del sexo que le habían atribuido o si prefería el otro. Único imperativo: no más cambiar, guardar hasta el final de sus días éste que ha declarado, bajo pena de ser considerado sodomita. Son estos cambios de opción y no la mezcla anatómica de sexos que han dado lugar a la mayor parte de las condenaciones de hermafroditas cuyos trazos fueron guardadas en Francia, en el período del Medioevo y del Renacimiento.   

[A partir del siglo XVIII[5]], las teorías biológicas de la sexualidad, las condiciones jurídicas del individuo, las formas de control administrativo en los Estados modernos, condujeron, poco a poco, a que rechazara la idea de una mezcla de dos sexos en un único cuerpo y a que se restringiera, por consecuencia, la libre escoja de los individuos indecisos. Desde ello,  a cada uno, un sexo, y un solo. A cada uno su identidad sexual primera, profunda, determinada y determinante; cuanto a los elementos del otro sexo que eventualmente aparecieran, ya no pueden ser más que accidentales, superficiales o simplemente ilusorios. Del punto de vista médico, esto quiere decir que en la presencia de un hermafrodita ya no se busca reconocer la presencia de dos sexos yuxtapuestos o entrelazados, ni de saber cuál de los dos prevalece sobre el otro; sino de descifrar cuál es el verdadero sexo que se oculta debajo de las apariencias confusas; el médico tendrá que, en cierta medida, desvestir las anatomías engañosa y encontrar, detrás de los órganos que pueden estar revestidos con las formas del sexo opuesto, el verdadero sexo. Para quien sabe mirar y examinar, las misturas de sexos no son más que disfraces de la naturaleza: hermafroditas son siempre “pseudo-hermafroditas”. Al menos esta era la tesis sobre la cual se tendía a creer en el siglo XVIII, a través de un cierto número de casos importantes y apasionadamente discutidos.

Del punto de vista del derecho, eso implicaba evidentemente la desaparición de la libre escoja. Ya no cabe al individuo decidir de cual sexo él quiere ser, jurídicamente o socialmente; sino al experto de decir cual sexo la naturaleza le ha elegido, y cual, por consiguiente, la sociedad le debe pedir que mantenga. La justicia, si necesario fuere apelar a ella (cuando, por ejemplo, uno es sospechoso de no vivir según su verdadero sexo y de haberse casado abusivamente), tendrá que establecer o que restablecer la legitimidad de una naturaleza que no es suficientemente conocida. Sin embargo, si la naturaleza, por sus fantasías o accidentes, puede “engañar” el observador y ocultar durante un tiempo el verdadero sexo, se puede también sospechar de los individuos que disimulan la consciencia profunda de su verdadero sexo y que se aprovechan de algunas extrañezas anatómicas para servirse de su propio cuerpo como si él fuera del otro sexo. En resumen, las fantasmagorías de la naturaleza pueden servir a los caminos del libertinaje. De ello el interés moral del diagnostico médico del verdadero sexo.

Sé muy bien que la medicina del siglo XIX y del XX ha corregido muchas cosas de este simplismo reductor. Nadie más diría hoy que todos los  hermafroditas son “pseudo-”, aún si se restringiera considerablemente el dominio donde antes se hizo entrar, todo mesclado (pêle-mêle),  muchas de las anomalías anatómicas diferentes. También se admite, por supuesto con muchas dificultades, la posibilidad que un individuo adopte un sexo que no es biológicamente el suyo.

Por tanto, la idea que finalmente se debe tener un verdadero sexo está lejos de ser completamente disipada. Cualquiera que sea la opinión de los biólogos sobre este punto, se encuentra más o menos difundida, no solo en la psiquiatría, psicoanálisis, psicología, sino también en la opinión común, la idea de que entre sexo y verdad existe relaciones complejas, obscuras y esenciales. Se es, seguramente, más tolerante a lo que concierne a las prácticas que transgreden las leyes. Pero se sigue pensando que algunas entre ellas insultan “la verdad”: un hombre “pasivo”, una mujer “viril”, personas del mismo sexo que se aman entre ellas: se está dispuesto a admitir, quizá, que eso no es un grave atentado contra el orden establecido; pero se está suficientemente dispuesto a creer que hay cualquier cosa como un “error”. Un “error” entendido en el sentido más tradicionalmente filosófico: una manera de hacer que no es adecuada a la realidad; la irregularidad sexual es percibida más o menos como perteneciendo al mundo de las quimeras. Es por eso que nos deshicimos con suficiente dificultad de la idea que no son crímenes; pero con menos suficiente de la sospecha de que son “invenciones” indulgentes,[6] y de todos modos inútiles, y que deberían de ser mejor disipadas. Despiértense, gentes jóvenes, de vuestros gozos ilusorios; deshaceos de vuestros disfraces y recordaos que tenéis un sexo, un verdadero.

Michel Foucault

Michel Foucault

 

Ahora, se admite también que es en el ámbito del sexo que se tiene que buscar las verdades más secretas y más profundas  del individuo; que es allí donde se puede descubrir mejor lo que es y lo que lo determina; y si durante siglos se acreditó que se tenía que ocultar las cosas del sexo porque ellas eran vergonzosas, ahora se sabe que es el sexo, él mismo, quien oculta las cosas más secretas del individuo: la estructura de sus fantasmas, las raíces de su yo (moi), las formas de su relación con lo real. En la profundidad del sexo, la verdad.

En el punto de cruce entre estas dos ideas –de que no debemos engañarnos en lo que concierne a nuestro sexo y que nuestro sexo esconde lo que hay de más verdadero en nosotros-, el psicoanálisis ha enraizado su vigor cultural. Ella nos promete a la vez nuestro sexo, el verdadero, y toda esta verdad de nosotros-mismos que vela secretamente en él.

En esta historia rara del “verdadero sexo”, los recuerdos de Alexina Barbin es un documento. No es el único, pero suficientemente raro. Es un diario, o mejor, los recuerdos dejados por uno de estos individuos que la medicina y la justicia del siglo XIX cobraban con encarnizamiento cual era su verdadera identidad sexual.

Creada como una niña pobre y digna en un medio casi exclusivamente femenino y fuertemente religioso, Herculine Barbin, apodada como Alexina por los cercanos, llegó finalmente a ser reconocida como un “verdadero” muchacho; obligado a cambiar de sexo legal, después de un proceso judiciario y de una modificación de su estado civil, fue incapaz de adaptarse a su nueva identidad y acabó por suicidarse. Estaría tentado a decir que era una historia común –no fuera dos o tres cosas que le dan una particular intensidad.

La fecha, para empezar. Cerca de los años 1860-1870 se está justamente en una de estas épocas donde se practicó con más intensidad la búsqueda por la identidad del orden sexual: sexo verdadero de los hermafroditas, pero también la identificación de diferentes perversiones, su clasificación, su caracterización, etc.; es decir, el problema del individuo y de la especie en el orden de las anomalías sexuales. Es bajo el título de Question d’identité que en 1860 la primera observación sobre A.B.[7] fue publicada en una revista médica; es en un libro sobre la Question médicolégale de l’identité[8] que Tardieu publicó la única parte de sus recuerdos que se ha podido encontrar. Herculine-Adélaide Barbin, o también Alexina Barbin, o aún Abel Barbin, designado en su propio texto por el nombre de Alexina o por el de Camille, ha sido uno de estos héroes tristes de la cacería de la identidad.

Con este estilo elegante, afectado, alusivo, un poco enfático y anticuado, como era para los internados de entonces no sólo un modo de escribir, sino también una manera de vivir, la narrativa escapa a todas las forma posibles de identificación. El duro juego de la verdad, que los médicos impondrían más tarde a la anatomía incierta de Alexina, nadie lo había jugado, entre las mujeres donde había vivido, hasta un descubrimiento que cada uno retardaba lo más posible y que finalmente ha sido encontrado por dos hombres, un cura y un médico. Parece que este cuerpo un poco desgarbado, nada gracioso, cada vez más aberrante frente a las jóvenes con las cuales crecía, no era percibido por nadie que lo contemplaba; pero ejercía sobre todos, o mejor, sobre todas, un cierto poder hechizante que nublaba los ojos y bloqueaba en los labios todas las preguntas. El calor que esta presencia extraña pasaba a los contactos, a las caricias, a los besos que corrían a través de los ojos de estas adolescentes, eran acogidos por todas con tanta ternura que ninguna curiosidad parecía mezclarse. Jóvenes muchachas falsamente ingenuas o viejas institutrices que se creían sagaces, totas estaban tan ciegas como se puede estar en una fabula griega, cuando ellas veían sin ver este Aquiles alfeñique ocultado en el internado. Tenemos la impresión –si creemos en la narrativa de Alexina- que todo se pasaba en un mundo de impulsos, de placeres, de tristezas, de afectos tibios, de suavidades y amarguras, donde la identidad de los participantes y sobre todo del personaje enigmático alrededor del cual todo se anudaba fuera sin importancia.[9]

[En el arte de dirigir las consciencias, se utiliza seguidamente el término “discreción”. Palabra singular que designa capacidad de percibir diferencias, de discriminar los sentimientos e incluso los pequeños movimientos del alma, de revelar lo impuro debajo de lo que aparece como puro y de separar en los impulsos del corazón lo que viene de Dios y lo que es soplado por el Seductor. La discreción distingue, al infinito si necesario; ella tiene de ser “indiscreta”, porque ha excavado los secretos de la conciencia. Sin embargo, por esta misma palabra, los directores de conciencia también entienden la aptitud para guardar la medida, para saber hasta dónde ir que no sea muy lejos, para controlar lo que no se debe decir, para dejar en la sombra lo que se tornaría peligroso en la luz del día. Se puede decir que Alexina pudo vivir durante mucho tiempo en este claro-oscuro del régimen de “discreción” del convento, del internado, y de la monosexualidad femenina y cristiana. Cuanto –eso fue su drama-, pasó a un régimen de “discreción” completamente diferente. Lo de la administración, de la justicia y de la medicina. Los matices y las diferencias sutiles que eran aceptadas en el primero, ya no lo eran en éste. Lo que se debía callar en el primero, en éste se debió manifestar y compartir claramente. De modo que ya no es, a decir verdad, de la discreción que se tiene que habar, sino del análisis.]

Los recuerdos de esta vida, Alexina los ha escrito cuando fue descubierta y establecida su nueva identidad. Su “veradera” y “definitiva” identidad. No obstante, está claro que no es del punto de vista de este sexo entonces encontrado que ella escribe. No es finalmente el hombre que habla, al intentar recordar sus sensaciones y su vida de los tiempos en que todavía no era “él-mismo”. Cuando Alexina escribe sus recuerdos no está muy lejos de su suicidio; ella es para ella misma sin sexo cierto; pero impedida de disfrutar de las delicias que probaba en no tenerlo o en no tener el mismo que aquellas con las que vivía, y amaba, y deseaba fuertemente. Lo que ella evoca en su pasado es un limbo alegre de una no-identidad que, paradojalmente, protegía la vida en estas sociedades cerradas, estrechas y calorosas, donde se tiene la suerte rara, a la vez obligatoria y prohibida, de conocer un solo sexo; [lo que permite acoger las gradaciones, las muarés, las penumbras, los coloridos cambiantes como la naturaleza misma de su naturaleza. El otro sexo no está allí con sus exigencias de compartir y de identidad, no dice: “si tú no eres tú mismo, exactamente idéntico, entonces eres yo. Presunción o equívoco, poco importa; tú serás condenado si te quedas allí. Entra en ti mismo o entonces acepta que eres yo.” Parece que Alexina no quería ni uno ni otro. Ella no estaba tocada por este formidable deseo de juntarse al “otro sexo”, como pueden experimentar aquellos que se sienten traicionados por su anatomía o prisioneros de una identidad injusta. A ella le agradaba ser lo que era, creo, en este mundo de un solo sexo donde estaban todas sus emociones y todos sus amores, le gustaba ser “otro” sin tener que ser “del otro sexo”. Ni mujer amante de mujeres, ni hombre escondido entre ellas. Alexina era el sujeto sin identidad de un gran deseo por las mujeres; y, para todas estas mujeres, ella era un punto de atracción de su feminidad y para su feminidad, sin que nada les forzara a salir de su mundo completamente femenino].

Michel Foucault

Michel Foucault

 

En la mayoría de las ocasiones, los que relatan su cambio de sexo pertenecen a un mundo fuertemente bisexual; el trastorno de su identidad se traduce por el deseo de pasar al otro lado –del lado del sexo que quieren tener o al cual les gustaría pertenecer. Aquí, la intensa monosexualidad de la vida religiosa y escolar sirve como revelador de los placeres tiernos que descubre y provoca la no-identidad sexual, cuando ella se extravía en medio a todos estos cuerpos semejantes.

Ni el caso de Alexina ni sus recuerdos parecen haber despertado en la época mucho interés.[10] A. Dubarry, un polígrafo autor de cuentos de aventura y de novelas medico-pornográficas, bastante apreciadas en este entonces, se sirvió claramente de elementos de la historia de Herculine Barbin para su Hermaphodite.[11] Pero fue en Alemania donde la vida de Alexina encontró un mayor eco con una novela de Panizza, titulada Un scandale au couvent.[12] Que Panizza haya conocido el texto de Alexina por la obra de Tardieu no tiene nada de extraordinario: él era psiquiatra y había realizado una estancia en Francia durante el año de 1881. Estaba más interesado por la literatura que por la medicina, pero el libro sobre la Question médico-legale de l’identité debe de haberle pasado por las manos, a menos que lo haya encontrado en alguna biblioteca alemana cuando regresó en 1982 para ejercer por algún tiempo su trabajo de psiquiatra. El encuentro imaginario entre la pequeña provinciana francesa de sexo indeterminado y lo psiquiatra frenético que iría a morir en el manicomio de Bayreuth tiene algo de sorprendente. De un lado, placeres furtivos y sin nombre que crecen en medio a la suavidad de las instituciones católicas y los internados de  jóvenes muchachas; del otro, la rabia anticlerical de un hombre en el cual se anudaba, curiosamente, un positivismo agresivo y un delirio de persecución cuyo centro era Guillermo II. De un lado, amores secretos raros que una decisión de médicos y de jueces convertirían en imposibles; del otro, un médico condenado a un año de prisión por haber escrito Concile d’amour,[13] uno de los textos más “escandalosamente” anti-religiosos de una época en la cual no escaseaban, y además expulsado de Suiza, donde había buscado refugio tras haber “atentado” contra una menor.

El resultado es bastante notable. Panizza conservó algunos elementos importantes del caso: el nombre de Alexina B., la escena del examen médico. Sin embargo, por alguna razón que me escapa, cambió los exámenes médicos (quizá por utilizar sus propios recuerdos de lectura al faltarle el libro de Tardieu en las manos, y se sirvió de algún caso semejante que disponía), y hizo cambiar toda la narrativa. Lo trasladó en el tiempo, modificó sensiblemente sus elementos materiales y atmosfera; sobre todo, le hizo pasar de un modo subjetivo a una narrativa objetiva. Él dio al conjunto un cierto aire de “siglo XVIII”: Diderot y La Religieuse no parecerían distanciarse de eso. Un internado rico, para jóvenes muchachas de la aristocracia; una superiora sensual que dirige a su joven sobrina un afecto equivocado; intrigas y rivalidades entre las religiosas; un abad erudito y escéptico; un cura creyente campesino y otros campesinos que levantan sus horcas para cazar el diablo: hay allí una libertinaje a flor de piel y todo un juego naíf de creencias, pero no completamente inocentes, que están tan alejados de la seriedad provinciana de Alexina como de la violencia barroca del Concile d’amour.    

No obstante, al inventar todo este paisaje de galantería perversa, Panizza deja voluntariamente en el centro de su narrativa una playa vasta de sombras: exactamente dónde se encuentra Alexina. Monja, concubina, estudiante inquieta, querubín desviado, amante en el femenino y en el masculino (amante, amant), fauno errante en la selva, íncubo que se desliza en los dormitorios tibios, sátira a las piernas velludas, demonio que exorcizamos –Panizza le presenta solamente en su perfil fugitivo bajo el cual los otros la observan. Ella no es más que eso, el chico-chica, el masculino-femenino, que jamás será eterno; no es más que lo que pasa en la noche, en los sueños, en los deseos, en los miedos de cada uno. Panizza no quiso hacerla más que una figura de sombras, sin identidad y sin nombre, que se desvanece al fin del relato sin dejar huellas. Él tampoco la quiso fijar por un suicidio en el cual se tronaría Abel Barbin, un cadáver que lo médicos curiosos terminarían por atribuir la realidad de un sexo mezquino.

Si he acercado estos dos textos y pensado que ellos merecían ser republicados juntos, es porque, en primer lugar, ambos pertenecen a este final del siglo XIX, el cual estuvo fuertemente obsesionado por el tema del hermafrodita –un poco como el siglo XVIII estuvo por el del travesti. Pero también, porque nos permiten ver cuales huellas esta pequeña crónica provinciana, ligeramente escandalosa, ha podido dejar para la memoria desafortunada de aquel que fue su personaje principal, para el saber de los médicos que han intervenido, y para la imaginación de un psiquiatra que caminaba, a su manera, hacia su propia locura.                  

Notas

[1] Esta traducción es realizada a partir del prefacio del libro Heculine Barbin dite Alexina B. Paris: Gallimard 2014 que es una reedición que toma en cuenta los trechos del prefacio añadidos por Foucault en 1980 para la edición americana que no aparecen los Dits et ècrits y cuenta con un posfacio de Eric Fassin (editor de la publicación en 2014). Gallimard ya había publicado estos recuerdos de Herculine Barbin en 1978 bajo la coordinación de Michel Foucault en una colección llamada “les vies parallèles” (vidas paralelas) donde Foucault hizo una pequeña presentación. El texto aparece en Dits et Écrits II (de 1980), páginas 934-944. Para esta traducción he decidido seguir lo más literalmente posible la escritura de Foucault, aunque no suene muy adecuado en castellano. Utilizaré notas para aclarar la traducción y explicar las ambigüedades de los términos. Opté por usar “verdadero sexo” a la francesa, y no “sexo verdadero”, posiblemente más adecuado en español, porque creo que la expresión verdadero sexo” mantiene el énfasis sobre “verdadero” y a ella se añade “sexo”, en tanto lugar de esta verdad. La diferencia es sutil, pero también se identifica en otras situaciones como “verdadero destino” y “destino verdadero”, “verdadero amor” y “amor verdadero”, o aún “verdadero azul” y “azul verdadero”. La verdad (lo verdadero) no es una característica aplicada a “sexo”, no es una calificación de éste como si fuera un objeto dado y a él se dice que es verdadero, que corresponde al mundo o a los fenómenos, y por tanto no es falso. Decir “Verdadero” antes de “sexo” enfatiza el argumento foucaultiano de que éste fue construido históricamente como un elemento que se impone como verdad. (Nota de la traductora).
[2] “Le vrai sexe”, Arcadie, 27º. Año, nº323, noviembre 1980, pp 617-625; también publicado en Dits et écrits IV, 1980-1988, ed. Daniel Defert y François Ewald con Jaques Lagrange, Gallimard, 1994, texto nº 287, pp 115-123. La versión americana de este texto (ver nº 3 luego abajo) añade breves frases que Foucault no hace en éste, como la referencia al gato y a su sonrisa que Éric Fassin analiza en el posfacio (ver p. 235 en el original). (Nota del Editor)
[3] “Introcution”, in Herculine Barbin, Being the Recently Discovered Memoirs of a Nineteenth Century French Hermaphodite, New York, Panthenon Books, 1980, pp. VII-XVII. (Nota del Editor)
[4] En epañol no se conoce traduccion de la novela de Panizza, pero hay una traduccion de este prefácio y de los recuerdos de Herculine Barbin en: Foucault (presentador) Herculine Barbin llamada Alexina B. Serrano A. (selecionador y traductor), Madrid: Talasa Ediciones S.L., 2007.  (Nota de la traductora)
[5] Las frases entre corchetes no aparecen en la edición americana (Nota del Editor)
[6] En la edición americana: “…de las invenciones involuntarias o complacientes…” (nota del editor)
[7] Chesnet, “Question d’identité: vice de confirmation des organes génitaux externes; hypospadias; erreur sur le sexe”, Annales d’hygiène publique et de médecine légale, t.XIV, 1er partie, juillet 1860, pp. 206-209.
[8] Tardieu (A), Question médico-légale de lídentité dans ses rapports avec les vices de conformation organes sexuels, Paris, Baillière, 2e éd., 1874. 
[9] En la ediccion americana: “… parece que nadie…” (nota del editor)
[10] En la ediccion americana: “… mucho interés. En su imenso inventário de casos de hermafroditismo, Neugebauer da un resumen de este en una longa cita”. 1.“Neugebauer (F.L. von) Hermafroditismus beim Menschen, Leipzig, 1908, p. 748. A enfatizar que el editor localiza de manera equivocada el nombre de Alexine bajo un retrato que defitivamente no es el suyo”.
[11] A. Dubarry también escribió una longa serie de cuentos bajo el título Les déséquilibrés de l’amour; y asimismo: les Invertis (le vice allemand), Paris, Chamuel, 1896; L’hermaphodite, Paris, Chamuel, 1897; Coupeur de nattes, Paris, Chamuel, 1898; Les femmes eunuques, Paris, Chamuel, 1901.
[12] Panizza (O.), Un scandale au couvent (trad. J. Bréjoux), recueil de nouvelles extraites de Visionen der Dämmerung, Munich, G. Müler, 1914 (Vision du crépuscule, Paris, Éd. De la Difference, 1979).
[13] Panizza (O.), Das Liebeskonzil. Eine Himmelstragödie in fünf Aufzügen, Zurich, Verlag Magazin, 1895 (Le concile d’amour: tragedie céleste, Trad. J. Bréjoux, Paris, J.-J. Pauvert, 1960). 

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