Resumen
El torrente de notas expeditas, artículos superfluos, falsas noticias, y el plagio flagrante que inundan cada día el Internet han causado una metamorfosis en nuestros hábitos de lectura. Un cambio en el tempo aunado al abandono sistemático de las lecturas (y por ende de la escritura) demandantes han dado lugar a un modo de producción literaria que obedece mayoritariamente a criterios económicos y de entretenimiento más bien que a criterios estéticos y con ello ha erosionado la manera en la que entendemos, creamos y utilizamos la lectura.
Palabras clave: Historia de la lectura, ciencia del cerebro y lectura, lectura en dispositivos digitales, evolución y lectura, contralectura.
Abstract
The torrent of expeditious notes, shallow articles, fake news, and blatant plagiarism that floods the Internet every day has been the cause of a metamorphosis in our reading habits. A change in the tempo joined with a systematic abandonment of challenging reading (and accordingly of challenging writing) has given place to a sort of literary production that has more to do with economic and recreative rather than with aesthetic criteria and thus has undermined the way in which we understand, create and use reading.
Keywords: History of reading, reading and brain science, reading on digital devices, evolution and reading, counter reading.
Quando leggemo il disïato riso
esser basciato da cotanto amante,
questi, che mai da me non fia diviso,
la bocca mi basciò tutto tremante.
Galeotto fu ‘l libro e chi lo scrisse:
quel giorno più non vi leggemmo avante.[1]
Dante: Inferno
En el cuadro Anciana leyendo de 1629 que los historiadores del arte —con la cautela y la ambigüedad propia de estos casos— atribuyen al “círculo de Rembrandt”, podemos observar a una mujer de edad avanzada que con un visaje sereno y solemne entorna los fatigados ojos, parapetados tras unas gafas de montura simple, mientras se inclina para leer el libro de gran formato que tiene ante sí. Es sabido que la mujer retratada es Neeltgen Willemsdochter van Zuytbrouck, la madre del propio Rembrandt quien, desde la más tierna infancia del artista, procuraba leerle cada noche las historias bíblicas y quien, por otra parte, es bastante conocida en la historia del arte dado que modeló para diversos pintores y aprendices que frecuentaban el taller de su hijo.
No es difícil imaginar que el tema del lector o la lectora, tan profuso en el arte de los siglos XVII y XVIII, era una herramienta pedagógica ideal para los pintores noveles, ya que ofrecía a los estudiantes la oportunidad idónea de perfeccionar el dibujo de la fisionomía facial; y, a su vez, facilitaba la labor de los modelos que tenían que pasar largos periodos de exposición con un gesto o disposición anímica estable: el de la concentración y la atención que en este caso eran desplegadas en el acto de la lectura. Aún de forma más conspicua que en los estudios de Charles Lebrun y los academicistas franceses, Rembrandt y su círculo supieron captar l’Attention como una de las más depuradas pasiones del alma.[2]
Hoy, a casi 400 años de que estas consideraciones tuvieran lugar y de que el poeta John Milton escribiera que “[…] un libro es la preciosa sangre viva de un espíritu maestro, embalsamado y atesorado con el propósito de vivir más allá de la existencia”[3], un cambio en el tempo aunado al abandono sistemático de las lecturas (y por ende de la escritura) demandantes han dado lugar, en la actualidad, a un modo de producción literaria que obedece mayoritariamente a criterios económicos y de entretenimiento más bien que a criterios estéticos y, con ello, ha erosionado la manera en la que entendemos, creamos y utilizamos la literatura dejando al descubierto la vertiginosa metamorfosis de una habilidad evolutiva que está teniendo lugar en una cultura que encumbra la velocidad, la estridencia y la multitarea como las nuevas pasiones del alma.
Pero sirvámonos por un momento del recurso ácrono de la lectura y volvamos a la silenciosa cámara en donde la madre de Rembrandt lee apaciblemente.
Tras un segundo vistazo a la pintura veremos que el balance de los contrastes en el claroscuro de la composición enmarca el leitmotiv, nada extraño en Rembrandt, en el que la fuente de luz, tanto en sentido técnico como simbólico, es el libro mismo. Se trata de un amplio formato, posiblemente una Biblia o algún tomo del Talmud o del Zóhar encuadernado lujosamente, cuya luz epifánica irradia sus fulgores en el vetusto y pensativo semblante de la anciana; aunando en un nivel de interpretación alegórica el axioma central implicado en todo proceso efectivo de lectura (o de aprendizaje): el fruto de la concentración y el tiempo invertidos en un libro es la iluminación.
Estos conceptos, que —como hemos dicho— podrían parecer idealistas o incluso ingenuos para el temperamento contemporáneo, fueron fundamentales para vertebrar e incluso dirigir los caminos que como seres pensantes nos condujeron hacia la creación de la conciencia humana moderna. Sin ir más lejos; en el plano de la neurobiología, la tecnología de la lectura fue una innovación que contribuyó flagrantemente al programa evolutivo de la especie puesto que, como afirma la estudiosa Maryanne Wolf, “[…] el proceso de lectura no depende de un programa genético directo heredado” como podrían ser la propensión a ciertas condiciones fisiológicas o metabólicas, sino que a través del refinamiento de
“[…] tres ingeniosos principios de diseño: la capacidad para establecer nuevas conexiones entre estructuras preexistentes; la capacidad para crear áreas especializadas exquisitamente precisas de reconocimiento de patrones de información, y la habilidad para aprender a recoger y relacionar la información; procedente de esas áreas de manera automática […]”[4]
catapultó las destrezas innatas del cerebro humano mejorando su neuroplasticidad y acendrando la organización cerebral para optimizar los procesos visuales, hermenéuticos y lingüísticos implicados en cada una de las fases del complejo andamiaje del proceso de la lectura, otorgando al ser humano la capacidad —endémica sólo a su especie— de ser el escultor de su propia conciencia. Todos los clichés asociados con las fuerzas transformadoras que subyacen en el hábito de la lectura tienen sus perdurables orígenes y sus cartografías propias en el maleable entramado de conexiones neurales que esta revolucionaria innovación tecnológica, en efecto, contribuyó a fraguar.
Dicho de otra manera, desde los remotos orígenes en que el hombre aprendió a consignar y decodificar sus ideas, emociones, frustraciones y todo el abanico de lo que era dable expresar, en aquellas humildes tablillas de arcilla de Mesopotamia, hasta la cúspide de la cultura libresca (que coincide cabalmente con la época en la que Rembrandt pinta), la lectura pausada y atenta ha sido uno de los pilares del desarrollo del intelecto humano. Sin embargo en la actualidad, parece haber llegado a un punto de inflexión debido a las nuevas modalidades de producción, gestión y procesamiento de la información que ofrecen los ubicuos dispositivos electrónicos de pantallas táctiles que inundan los mercados y que, según ciertos pronósticos, son, paradójicamente, las principales causantes de una erosión en las facultades cognitivas asociadas con el acto de la lectura, particularmente en tres de ellas, a saber: la concentración, la memoria y el discernimiento.
Una de las aristas del dilema es de carácter cuantitativo. El éxito abrumador de la revolución digital es en buena medida incentivado por un culto desmedido a la información superabundante, expedita y desechable. Para tener una idea panorámica del asunto, basta revisar la cantidad de información que las plataformas más importantes reciben a cada minuto; en el 2016 en Estados Unidos, por ejemplo se enviaban 3,567,850 mensajes y se cargaban 833,333 nuevos archivos a Dropbox mientras que en Youtube se compartían 400 horas de video cada minuto.[5] Se estima que para el año 2025 la cantidad anual de información producida y registrada en la red será de 163 zettabytes.[6] Para comprender estas magnitudes (que de entrada ya están generando nuevos vocabularios y sintaxis que se van produciendo con la misma celeridad con la que las capacidades de almacenamiento se desarrollan) son útiles ciertas analogías como las que refiere Juan Antonio Pascual en la revista Computer hoy:
“Si grabáramos una película HD a 1080p y nos ocupara 1 ZB, su duración sería de nada más y nada menos que 36 millones de años. Con solo 125 ZB podríamos grabar en HD la historia entera del planeta Tierra, en tiempo real, desde su formación hasta el día de hoy”.[7]
O la que consigna el sitio bluebulbprojects.com según el que 163 zettabytes corresponden a:
“[…] el equivalente a cuatro veces el tiempo de duración de un audio si grabáramos todas las palabras que se han proferido en la historia humana; pues según el lingüista y profesor de la Universidad de Pennsylvania Mark Liberman se requerirían 42 zettabytes para albergar toda el habla de la historia humana, incluso en una grabación de baja calidad. Según sus cálculos, Liberman estimó la duración total de tal proyecto en 416, 390, 367 años de audio continuo”.[8]
Este maremágnum de información que aumenta exponencialmente conforme pasa el tiempo (y cabe preguntar hasta qué punto también están siendo reconfiguradas nuestras nociones sobre el tiempo mismo puesto que no es lo mismo, al menos en términos de creación de datos, un minuto de la década de los 90s que un minuto del año 2018) hace que los tropos borgianos sobre La bibloteca de Babel, que bajo este enfoque pudieran entenderse como la profecía de una cultura post-literaria, se nos presenten como una realidad tangible:
“Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano…Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz)”.[9]
Eso nos conduce al siguiente aspecto del dilema que es de carácter cualitativo. Si bien es cierto que una parte del material que se produce cada día podría considerase información certificada, ésta sólo constituye la punta del iceberg. Un torrente de notas expeditas, artículos superfluos, falsas noticias, paráfrasis y plagio flagrante inundan cada día la Internet. Y aunque evidentemente todo este caudal de información no es exclusivamente de índole literaria, las formas de procesamiento, asimilación y archivo de toda esa información —en pocas palabras, nuestras formas de lectura, escritura y memoria— están sufriendo un deterioro que es, de hecho, ostensible para cualquier persona que compare la experiencia de la lectura tradicional con la de navegar por la red. Ésta es la tesis del polémico libro de Nicholas Carr: The Shallows: How the Internet is changing the way we think, read and remember, en el que el autor nos cuenta cómo pasó de ser un voraz lector en sus años de estudiante a ser prácticamente incapaz de terminar un libro: “Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo”.[10]
Se ha demostrado que, en efecto, los nuevos formatos de escritura que incluyen información con abundantes imágenes, pop-ups, notificaciones e hipervínculos, lejos de fomentar la concentración nos vuelven lectores más superficiales. Está comprobado, por ejemplo, que los jóvenes habituados a leer en dispositivos digitales ya ni siquiera leen de izquierda a derecha y de arriba abajo, sino que escanean páginas enteras en busca de información útil discriminando los datos muchas veces sin siquiera leerlos. De hecho, cabe preguntarnos junto a Maryanne Wolf si (aunque a nivel fisiológico parece serlo, puesto que el gesto y las funciones motrices implicados son los mismos) a nivel neurobiológico el acto de leer en línea y el acto atávico de la lectura son análogos:
“¿[Ha empezado a] cambiar y a atrofiarse potencialmente el componente constructivo que anida en la esencia de la lectura, mientras nos movemos hacia un texto presentado en pantalla en el que aparecen de inmediato cantidades ingentes de información? En otras palabras, cuando se proporciona información visual aparentemente completa casi de manera simultánea, como ocurre en muchas presentaciones digitales, ¿hay suficiente tiempo o suficiente motivación para procesar la información de manera más deductiva, analítica y crítica? ¿Es el acto de leer espectacularmente distinto de estos contextos? Los procesos visuales y lingüísticos básicos podrían ser idénticos, pero ¿no se estarían acortando los procesos probatorios, analíticos y creativos de la comprensión, que son los que más tiempo requieren?”[11]
Por otra parte, los lapsos de atención se han reducido significativamente, en gran medida a causa de la continua interacción que exigen estas plataformas. Un dato alarmante afirma que “[…] dentro de ocho años, una persona promedio conectada en cualquier parte del mundo tendrá interacciones con dispositivos conectados cerca de 4800 veces al día ¡una interacción cada 18 segundos!”[12] Pareciera que, en nuestros tiempos, esa luz recíproca y tutelar que tan magistralmente supo captar Rembrandt o alguno de sus discípulos, lentamente se replegara, incapaz ya de transfigurar a quien lee, o emergiera de un centro que, aunque efervescente, parece haber agotado sus fuerzas a medida que el icono de una batería titilante en la pantalla nos recuerda que es necesario conectar el dispositivo electrónico para recargarlo mientras decenas de notificaciones nos advierten que requerimos actualizar nuestros sistemas o que hay nueva información al acecho.
Ante este panorama la práctica y la enseñanza de la contralectura, entendida como una lectura crítica, responsiva y paciente y el rescate de los géneros tradicionales de literatura son nuestra mejor herramienta para restituir la buena salud de las capacidades cognitivas y analíticas que desde sus remotos orígenes ha propiciado el ejercicio de la lectura. Fomentar el desarrollo de una mente capaz de leer de manera lineal, tranquila y atenta, además de minimizar los daños colaterales y maximizar los no pocos beneficios que ofrecen las nuevas tecnologías de la información, sigue siendo nuestra mejor defensa contra el deterioro involutivo que implicaría la pérdida de los recursos expresivos y analíticos que durante siglos de pausada evolución se fueron fraguando en el cerebro del llamado homo sapiens. Si en el umbral de nuestra conciencia como seres civilizados estuvieron los libros, el futuro de ésta, indudablemente, estará también ligado a ellos.
Bibliografía
- Borges, Jorge Luis, “La biblioteca de Babel” en Ficciones, Madrid, Alianza, 2007, pp. 89-90.
- Carr, Nicholas, The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains, New York, Norton and Company, 2010.
- Cave, Andrew, “What Will We Do When The World’s Data Hits 163 Zettabytes In 2025?” en Forbes (https://www.forbes.com/sites/andrewcave/2017/04/13/what-will-we-do-when-the-worlds-data-hits-163-zettabytes-in-2025/#76dd42a4349a).
- Hale, Tom, “This Is How Much Data The Internet Gets Through In One Minute” en IFLScience! (http://www.iflscience.com/technology/this-is-how-much-data-the-internet-gets-through-in-one-minute/).
- “How much is 163 zettabytes?” en The Measure of Things (http://www.bluebulbprojects.com/MeasureOfThings/results.php?comp=data&unit=zb&amt=163&sort=cntD&p=6)
- Milton, John, Areopagitica, Londres, Elibron Classics, 2000.
- Moorhouse, A.C., Historia del Alfabeto, México, Fondo de Cultura Económica, 1982.
- Ordine, Nuccio, La utilidad de lo inútil, Barcelona, Acantilado, 2016.
- Pascual, Juan Antonio, “¿Qué demonios es un Zettabyte, y por qué tienes que saberlo?” en Computer Hoy (https://computerhoy.com/noticias/internet/que-demonios-es-zettabyte-que-tienes-que-saberlo-63492).
- Volpi, Jorge, Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción, México, Alfaguara, 2012.
- Wolf, Maryanne, Proust and The Squid. The Story and Science of the Reading Brain, New York, Harper, 2007.
Notas
[1] Al leer que el amante, con amores / la anhelada sonrisa besó amante, / éste, por siempre unido a mis dolores, / la boca me besó, todo tremante… / ¡El libro y el autor… Galeoto han sido…! / ¡Ese día no leímos adelante!
[2] Charles LeBrun fue un pintor y académico francés que publicó en 1698 Méthode pour apprendre à dessiner les passions (Método para aprender a dibujar las pasiones) que fue muy influyente en la teoría del arte y particularmente entre los retratistas. En éste cataloga los gestos de acuerdo con las pasiones, siendo la primera l’Attention (La atención).
[3] Milton, Areopagitica.
[4] Wolf, Cómo aprendemos a leer. Historia y ciencia del cerebro y la lectura, ed. cit.
[5] Hale, “This Is How Much Data The Internet Gets Through In One Minute”, ed. cit.
[6] Un zettabyte es una unidad de almacenamiento de información cuyo símbolo es el ZB, equivale a 1021 bytes.
[7] Pascual, “¿Qué demonios es un Zettabyte, y por qué tienes que saberlo?”, ed. cit.
[8] “How much is 163 zettabytes?”, ed. cit.
[9] Borges, La biblioteca de Babel.
[10] Carr, Shallows: How the Internet is changing the way we think, read and remember, ed. cit.
[11] Wolf, op. cit.
[12] Cave, “What Will We Do When The World’s Data Hits 163 Zettabytes In 2025?”, ed. cit.
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