Y tú,lector, sinoestáshechode madera yhas nacido de una madre, sabes también a tu manera de qué hablo. Pues yo no hablo demiinfierno,sinotambiéndeaquelconelquetú puedes compenetrarte, dado que has abandonado una cueva que se había hecho demasiado estrecha para llegar a ser este ser humano que eres; sí, es posible que sóloel intento de abandonar la estrecha cueva la haya convertido en el infierno, tal como te aparecerá tan pronto como hayas alcanzado el otrolado.
Peter Sloterdijk
Resumen
El siguiente artículo pretende mostrar el desarrollo de la concepción sobre la melancolía desde la época medieval hasta los linderos de la subjetividad contemporánea. Para ello ofrecemos principalmente dos acercamientos: el primero propone una fundamentación conceptual acerca de la melancolía bajo el título de demonio meridiano (Agamben); en un segundo acercamiento, proponemos el concepto de melancolía como antiesfera radicalizada (Sloterdijk). Ambas maneras de tratar el problema de la melancolía por los autores referidos anteriormente, supone la posibilidad de afirmar que el temperamento atrabiliario es causado por la persecución de altos propósitos, de utopías, de una búsqueda que termina siempre por colocarnos en los linderos mismos del sentido.
Palabras clave: melancolía, individuo, arte, subjetividad, Agamben, Sloterdijk.
Abstract
The following article aims to show the development of the conception of melancholy from medieval times to the boundaries of contemporary subjectivity. For this we offer two main approaches: the first proposes a conceptual foundation about melancholy under the title of meridian demon (Agamben); in a second approach, we propose the concept of melancholy as a radicalized anti-sphere (Sloterdijk). Both ways of treating the problem of melancholy by the authors referred to above, supposes the possibility of affirming that the atraborative temperament is caused by the pursuit of high purposes, of utopias, of a search that always ends by placing us in the very boundaries of meaning .
Keywords: melancholy, individual, art, subjectivity, Agamben, Sloterdijk.
Melancolía y acidia: la pretensión de abrazo de lo que supone exclusiva contemplación
Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa…
Julio Cortázar
Lo que pueda afirmarse sobre la melancolía tendrá que estar sustentado indudablemente en una fenomenología del temperamento melancólico o acidioso (según el término empleado por la patrística para la condición desesperada del espíritu). Giorgio Agamben, en un fascinante estudio sobre el lugar entendido en sentido topológico y no espacial[1] de aquello que se instaura inasible, desarrolla un análisis sobre la experiencia en los antiguos monjes al enfrentarse estos con el “demonio meridiano”, o bien, con la llamada acedia. La acedia constituía, nos cuenta Agamben, uno de los antiguos pecados capitales que originalmente eran ocho incluyendo justamente al que referimos ahora. El nivel de perversión de este pecado capital refería a los “asaltos del demonio” que ocurrían cerca del mediodía y que atormentaban a los espíritus nobles dedicados a la búsqueda y contemplación del Sumo bien que es Dios, haciéndoles extraviarse en el camino hacia la contemplación del objetivo absoluto.
Durante toda la Edad Media, un azote peor que la peste que infecta los castillos, las villas y los palacios de la ciudad del mundo se abate sobre las moradas de la vida espiritual, penetra en las celdas y en los claustros de los monasterios, en las tebaidas de los eremitas, en las trapas de los reclusos. Acedia, tristitia, taedium viteae, desidia son los nombres que los padres de la Iglesia dan a la muerte que incide en el alma.[2]
El estudio de Agamben es rico en evidencia documental de los antiguos textos medievales que referían a la condición fenomenológica de los monjes acidiosos o melancólicos. El interés de Agamben radica en el paralelismo de la melancolía y la acedia como “desesperación profunda”, “muerte del alma”, “hipertrofia de la imaginación exacerbada” en tanto la catástrofe que experimenta el sujeto ante la revelación lúcida de la imposibilidad –desesperada– de hacerse de su hondo deseo a través de un afán obsesivo. Nuestro interés al respecto tiene que ver con la idea de la condición fenomenológica en la que se hunde el individuo que va tras “altos propósitos” en su empresa (sea artística, filosófica o religiosa) que bien puede ser entendida como una búsqueda de la plena autoconciencia subjetiva, por la búsqueda de lo que bien podríamos suponer, es el sentido. Escribe Agamben, “[…] lo que aflige al acidioso no es pues la conciencia de un mal, sino por el contrario la consideración del más grande de los bienes; acidia es precisamente el vertiginoso y asustado retraerse (recesus) frente al empeño de las estaciones del hombre ante Dios”.[3] El mismo Agamben señala que esta idea aparece también en las ideas de Freud sobre la melancolía: “[E]l texto freudiano [Duelo y melancolía] da fe de la extraordinaria fijeza en el tiempo de la constelación melancólica: el receso del objeto y el retraerse en sí misma de la intención contemplativa”.[4] Escribe Agamben sobre la operación irónico-negativa del acidioso que a través de la privación del objeto de su deseo, logra éste –irónicamente– hacerse de él:
Que el acidioso se retraiga de su fin divino no significa, de hecho, que logre olvidarlo o que cese en realidad desearlo. Si, en términos teológicos, lo que le falta no es la salvación, sino la vía que conduce a ella, en términos psicológicos la retracción del acidioso no delata un eclipse del deseo, sino más bien el hacerse inalcanzable de su objeto: la suya es la perversión de una voluntad que quiere el objeto, pero no la vía que conduce a él y desea y yerra a la vez el camino hacia el propio deseo.[5]
Agamben ha mencionado que, en términos teológicos y psicoanalíticos, el acidioso o el melancólico “se retrae”, se vuelca absolutamente sobre sí mismo en una operación de privación o anulación de su propio deseo para asírselo entonces irónicamente con mayor fuerza a través de la pérdida del mismo. El melancólico desea hondamente “abrazar lo que está para su exclusiva contemplación” y la operación que lleva a cabo es una de naturaleza esencialmente negativa.
El alcance de esta operación esencialmente negativa (a la manera de la teología negativa de Santo Tomás) presente en la teología y en la consideración del psicoanálisis puede extenderse por ejemplo, según creemos, a la esfera de la creación artística. La razón de ello radica en la idea de que el arte que va tras de “altos propósitos”, en su afán de representar absolutamente una idea, éste no encuentra justamente la vía para poder hacerlo. Siempre queda algo en falta, atestigua el artista. No es que, como dice Agamben, el acidioso “no quiera la vía” que conduce a su deseo sumo sino que sencillamente, éste no lo encuentra. La experiencia del acidioso, del artista acidioso, es la de no contar con los suficientes recursos representacionales o la suficiente capacidad expresiva para hacerlo, de ahí su condición desesperada o desesperanzada.
En este sentido, al ángel de la melancolía de Durero podríamos perfectamente quitarle de la mano derecha el compás que sostiene y colocarle en su lugar un pincel, un cincel, una pluma… De cualquier manera, ese momento suspendido, de espera o de parálisis desesperada lleva implícito un aspecto positivo en tanto que la revelación de la imposibilidad de hacer de suyo su hondo deseo. Al melancólico le es revelado a través de su negación, de su privación, un acercamiento lo más plenamente posible de su objeto negado. “La ambigua polaridad negativa de la acidia se convierte en este modo en la levadura dialéctica capaz de invertir la privación en posesión. Puesto que su deseo permanece fijo en lo que se ha vuelto inaccesible, la acidia no es sólo una fuga de…, sino también una fuga por…, que comunica su objeto bajo la forma de negación y de carencia”.[6]
El aspecto más interesante y revelador de la acedia y la melancolía radica justamente en esta operación irónica en la que a través de la pérdida, la privación, la negación, es posible hacerse de aquello que pareciera sólo mostrarnos su aspecto inefable, inconmensurable, inexpresable. Dios puede conocerse a través, irónicamente, de lo que no es; su magnitud, su cualidad infinita es inaccesible y por lo tanto, tan solo resta pensar a Dios justamente a través de sus negaciones, de la experiencia de la privación de un conocimiento pleno, absoluto, de Dios, reza la teología negativa instaurada por Santo Tomás. Tal vez eso explique porqué, “un teólogo como Guillermo de Auvernia pueda de plano afirmar que en sus tiempos «muchos hombres piísimos y religiosísimos deseaban ardientemente el morbo melancólico»”.[7]
La similitud entre la condición fenomenológica del acidioso o melancólico medieval y la experiencia de una antiesfera radicalizada[8] como experiencia fenomenológica del individuo moderno extraviado en su propio lugar, se traduce en una simetría fascinante que revela la dimensión de la negatividad presente en todo acontecimiento humano que se oriente por la búsqueda de “altos propósitos”, como bien pueden ser la búsqueda –plena–, hemos dicho, de una autoconciencia subjetiva a través de una filosofía in extremo racionalista como la de Kant, o bien, en una autoconciencia histórica que sitúa a los individuos a enfrentarse sobre todo con lo que tiene de sombra su propio tiempo, con lo que tiene de fallido su propio destino. Esta similitud fenomenológica entre el melancólico medieval y el melancólico moderno puede evidenciarse en los párrafos que me permitiré citar ampliamente dada su singular relevancia al respecto. Estos aparecen en el libro De octo spiritibus malitiae de un tal Sancti Nili y en el libro De institutis coenobiorum de un tal Joannis Cassiani. Los párrafos, insisto, se los debemos al trabajo filológico de Giorgio Agamben:
La mirada del acidioso se posa obsesivamente sobre la ventana y, con la fantasía, se finge la imagen de alguien que viene a visitarlo; ante un crujido de la puerta, salta sobre sus pies; oye una voz, y corre a asomarse a la ventana para mirar; y sin embargo no baja la calle, sino que vuelve a sentarse donde estaba, embotado y como amedrentado. Si lee, se interrumpe inquieto y, un minuto después, se desliza en el sueño: se frota la cara con las manos, distiende los dedos y, quitando los ojos del libro, avanza algunos renglones, farfullando el final de cada palabra que lee; y mientras tanto se llena la cabeza de cálculos ociosos, cuenta el número de las páginas y los folios de los cuadernos; y le resultan odiosas las letras y las hermosas miniaturas que tiene delante de los ojos, hasta que, finalmente, vuelve a cerrar el libro y lo utiliza como cojín para su cabeza, cayendo en un sueño breve y no profundo, del cual lo despierta un sentido de privación y de hambre que debe saciar.[9]
Y este otro:
Apenas este demonio empieza a obsesionar la mente de algún desventurado, le insinúa en su interior un horror del lugar en que se encuentra, un fastidio de la propia celda y un asco de los hermanos que viven con él, que le parecen ahora negligentes y groseros. Le hace volverse inerte a toda actividad que se desarrolle entre las paredes de su celda, le impide quedar en ella en paz y atender a su lectura; y he aquí que el desdichado empieza a lamentarse de no saciar ningún goce de la vida conventual, y suspira y gime que su espíritu no producirá fruto alguno mientras siga donde se encuentra; quejumbrosamente se proclama inepto para hacer frente a cualquier tarea del espíritu y se aflige de pasársela vacío e inmóvil siempre en el mismo punto, él que hubiera podido ser útil a los demás y guiarlos, y en cambio no ha concluido nada ni ha sido de provecho a ser alguno. Se hunde en elogios deshilvanados de monasterios ausentes y lejanos y evoca los lugares donde podría ser sano y feliz; describe cenobios dulces de hermanos y flagrantes de conversaciones espirituales; y por el contrario, todo lo que tiene al alcance de la mano le parece áspero y difícil, sus hermanos privados de toda cualidad y hasta la comida le parece no podérsela procurar allí sin una gran fatiga. Al final se convence de que no podrá estar bien mientras no haya abandonado su celda y de que, si se quedara en ella, encontraría allí la muerte. Después, hacia la quinta o sexta, le invade una languidez del cuerpo y una rabiosa hambre de comida, como si estuviera extenuado de un largo viaje o de un trabajo duro, o hubiera ayunado durante dos o tres días. Entonces empieza a mirar en su torno aquí y allá, entra y sale muchas veces de la celda y fija los ojos en el sol como si pudiera retardar el ocaso; y al fin, le cae en la mente una insensata confusión, semejante a calígine que envuelve a la tierra, y lo deja inerte y como vaciado.[10]
Tales descripciones fenomenológicas del acidioso o melancólico medieval coinciden de manera sorprendente con los cuadros psicológicos del melancólico moderno. Podría decirse incluso que no hay diferencia alguna entre ambos y que este hecho evidencia que la subjetividad trascendental, en tanto la autoconciencia de las propias posibilidades de hacer surgir un mundo, se manifiesta más allá de meras determinaciones culturales. El hecho de ser sujetos, individuos que experimentan su propio mundo en base a la negatividad que es su característica esencial, se garantiza la invariabilidad de esa subjetividad trascendental que, según las similitudes fenomenológicas presentadas anteriormente, da claras muestras de que es posible acercarse a ella más plenamente en los límites de las experiencias más agudas que puede ofrecer la misma convicción espiritual, racional, o expresiva a través del arte en el marco del proceso histórico de la cultura.
El mismo Agamben señala la paridad entre las descripciones fenomenológicas de los acidiosos medievales y ciertos personajes comunes a la literatura del mal du siècle. Él menciona, entre otros, al personaje Des Esseintes de la novela francesa À rebours de Karl Huysmans. Dicha novela presenta justamente a un hombre excéntrico que ha decidido vivir en “su propio mundo” rodeado de obras de arte de su predilección y en un completo enclaustramiento. La descripción fenomenológica del acidioso por parte de los intelectuales medievales coincide enteramente con el de Des Esseintes melancólico. Buena parte de la literatura del siglo XIX presenta tipos melancólicos o bien, acidiosos, que cabrían perfectamente en estas descripciones.
Incluso, podríamos decir, el cuadro psicosomático del melancólico medieval coincide también por completo con el de personajes de la literatura contemporánea como podrían ser Horacio Oliveira de Rayuela de Julio Cortázar, Ulises Lima de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, con los personajes de Paul Auster, sobre todo los de su Trilogía de Nueva York. Es precisamente en el terreno de la literatura contemporánea en el que este perfil atrabiliario del individuo puede verse mayormente testimoniado.
Radicalización de la antiesfera: estancia melancólica y/o experiencia infernal
En un bosque he sentido muchas veces que no era yo quien miraba el bosque. Ciertos días he sentido que eran los árboles los que me miraban, que me hablaban… Yo estaba allí escuchando… Creo que el pintor debe ser traspasado por el universo y no querer traspasarlo… Espero estar interiormente sumergido, amortajado. Quizá́ pinto para surgir.
Paul Klee
Ensayamos una radicalización de la antiesfera con la intención de hacer énfasis en el lugar que concierne a la negatividad en su más honda manifestación. La idea se la debemos al polémico filósofo alemán Peter Sloterdijk, quien en un análisis sobre la constitución del espacio infernal nos acerca a la interpretación de la antiesfera como el lugar auténticamente opuesto que reclama el individuo que se opone verdadera y radicalmente al mundo esférico de la armonía y el orden establecido por designio divino. La genialidad de Sloterdijk al respecto, consiste en la alegoría que hace de la visita de Dante Alighieri al infierno en su Divina comedia como testimonio de la experiencia de la negatividad absoluta y la curiosidad que despierta al individuo-artista orientado por “altos propósitos”. La coincidencia de que sea Alighieri un visitante del infierno no es resultado de una casualidad. Como hemos visto, la melancolía y la acedia, que causaba tanto interés en la Edad Media, alcanzan no sólo la experiencia de monjes e intelectuales de claustro o monasterios, sino también de artistas-poetas. La razón de ello, alude a que –como supone la teología negativa– es necesario internarse en lo que tiene de negatividad el hondo deseo pues sólo a través de la privación de ese objeto de deseo absoluto (como puede ser Dios) es que es posible hacerse de él en una operación fascinantemente irónica propia de la melancolía o la acedia.
En suma, quienes se sienten atraídos por la fuerza del vértigo al impulso de “abrazo de lo absoluto”, tenga éste la figura de un Dios –como Dante–, o bien, la figura de un deseo inalcanzable de otra índole, corren el riesgo de internarse en el espacio de la negatividad absoluta que Sloterdijk entiende por estancia infernal. En este entendido, puede decirse que Dante desciende hasta el fondo del “abismo melancólico” como es el infierno, pues éste se instaura como la única vía posible por la cual el poeta puede acercarse en mayor medida a lo que es Dios como fuente absoluta de su deseo.[11]
La búsqueda de la radical individualidad yace en los linderos de la experiencia solitaria, anónima, melancólica. La inercia en la que se arroja el individuo que decide hacerse de un lugar propio corre el riesgo de construir éste en la órbita separada y aislada que es expresión de la privación y negación absoluta que es la melancolía. La individualidad radical paga el precio del aislamiento, de la desesperanza, del hastío: de la melancolía. Lo que en principio se entendió como camino bienaventurado hacia la conquista de la individualidad/subjetividad a través del arte, la filosofía y las ciencias se traduce también en amenaza latente de privación radical y laberinto. La actividad humana que descansa en el ejercicio de la negatividad como es el arte y en general, toda crítica opositora del orden y la armonía del mundo creado, parece, según Sloterdijk, tener perfecta cabida en los márgenes de un infierno en tanto espacio de negatividad pura: “[…] el infierno sería la mazmorra más arreglada, incluso la ciudad más perfecta, que les fuera concedido habitar jamás a los seres humanos. Se habría empleado a los mejores diseñadores para desarrollar ideas eternas negativas”.[12]
El infierno en tanto “la ciudad más perfecta”, diseñada a partir de ideas negativas como es el espacio antiesférico radical que construye el individuo opositor y el artista creador, se opone por completo a la idea de un mundo de plenitud y bienestar que había imaginado “el hombre que decide salir de las cavernas”, de la oscuridad de la inconsciencia como lo hizo Adán y Eva. Bajo esta idea no sólo tendríamos que suponer que estos primeros hombres –útiles en términos representativos– fueron expulsados del paraíso, privados de un mundo de bondad y bienestar, sino, más terriblemente, enviados a un estado de indigencia a partir del cual surge la consigna original de “construir un propio mundo”, pero, trágicamente, condenado a ser construido en y desde la negatividad que presupone su condición de exilio.
El individuo tiende entonces hacia la búsqueda de su lugar y se encuentra con la terrible certeza de que todo aquello que pueda edificar estará mediado por un impulso negativo, por un impulso tanático de destrucción. La desobediencia original alentada justamente por la negatividad absoluta en la figura de una serpiente, es la que conmina a esos primeros hombres a ser individuos autoconscientes y a separarse de la esfera positiva de optimismo y armonía que es Dios. La separación entre el individuo autoconsciente y Dios tiene la cualidad de la posibilidad inaudita de la creación de la antiesfera, esencialmente humana y esencialmente negativa. Dice Peter Sloterdijk, el “conflicto público o político entre el soberano y su criatura”, más aún, “[e]l distanciamiento entre esos adversarios no conduce a relaciones íntimas enfriadas o envenenadas, sino a la creación de un contramundo formal, de un exterior antiesférico”.[13]
La antiesfera, anhelo de todo individuo autoconsciente que se arroja en la búsqueda de estructuras trascendentales que le permitan la suficiente significación y dotación de sentido en un mundo que sólo consigue experimentar desde una cierta indigencia, de la antiesfera que es promesa de plenitud, lugar de sus más altos deseos, puede adquirir en su expresión radical la forma laberíntica, infranqueable, insuperable de un infierno. La experiencia radical de la antiesfera en tanto individualidad absolutizada se convierte en la experiencia de la absoluta negatividad que es la melancolía como expresión del infierno. El infierno es el “centro de la incomplementabilidad”, dice Sloterdijk, “abismo melancólico”.[14] El puente que se tiende entre la idea del infierno como experiencia del mundo desde la individualidad radical con la condición contemporánea en la que prevalece y se alienta un individualismo rapaz, sugiere la aparición de la melancolía como forma prevaleciente de aquel que se pretenda individuo.
Sloterdijk describe lo que él llama la “infernología de Dante” en tanto una experiencia de radical negatividad en la que el poeta se interna con la firme intención de explorar el espacio negativo y llegar a los aposentos del imperator de ese espacio negativo. “El sentido del viaje al inframundo es ver en su trono al príncipe de los demonios, a Lucifer en persona, dado que el imperio sólo se entiende desde el imperator”.[15] El viaje que emprende Dante al submundo representa esa estancia melancólica de quien pretende explorar el terreno del absoluto. En esa arriesgada travesía de Dante por acercarse al “Sumo amor” que es Dios, éste se aproxima a los abismos donde mora el principal opositor, el soberano radical, el individuo opositor del orden y la armonía de la esfera positiva que es el mundo creado. Este internamiento del poeta en la esfera negativa tiene la característica de un episodio, de una prueba. Se trata del punto álgido en el que la Esfinge se aparece al errabundo en el desierto. Dante debe soportar los horrores y los tormentos de los que es testigo. Virgilio, su guía, junto con su fe en Beatriz le brindan las fuerzas para seguir adelante en su pasaje. Dante no habría podido superar su travesía por su propia cuenta, el individuo que se hunde en el fondo de la negatividad puede salir, trastocado, pero finalmente encontrar una salida en lo que se revela más bien como laberinto sólo si se está acompañado. En el descenso que emprende Dante,
Virgilio es el Gran Otro, ante quien y mediante quien se habla; el lector es, sin embargo, el Otro real: dirigirse a él salva, porque él proporciona a las palabras un destino en el mundo y en un futuro humano. Entonces se produce el milagro: el poema conecta auténtico saber sobre el infierno con la distancia suficiente para protegerse de él. La infernología de Dante es el documento que habría demostrado para siempre que regresar del infierno no sólo es más saludable, sino también más interesante, que descender a él.[16]
El individuo que explora esa esfera de la absoluta negatividad, los abismos que se abren a los límites del conocimiento y de la capacidad representativa debe estar investido de una fortaleza como la que simboliza Virgilio (la lucidez) y Beatriz (la fe) para salir del abismo infernal que es sinónimo de la melancolía. “Sólo atraviesan sin daño espíritus humanos el campamento infernal cuando se han armado de impavidez metafísicamente bendita”,[17] dice Sloterdijk.
Antes, con algunas ideas de Agamben, proponíamos que el acercamiento a la melancolía acontece cuando el individuo va tras un deseo que tiene el carácter de lo absoluto y al querer asírselo, “abrazarlo”, este individuo se interna en los abismos que le revelan la imposibilidad de lograrlo y entonces renuncia definitivamente a su cometido y cae en la “mortal enfermedad” donde su travesía se convierte en laberinto permanente; o bien, sufre la acedia que lo paraliza y lo debilita en su búsqueda, pero este sufrimiento tan sólo representa en un episodio álgido, un pasaje, una vía de acceso a la contemplación más auténtica y cercana a su objeto de deseo. Para Sloterdijk, es esa la finalidad del viaje a los espacios de la privación absoluta: encontrarse cara a cara con la faz de la pura negatividad, que en la alegoría del Infierno tiene nombre y figura: Satán. Pero Satán entendido en tanto símbolo de la energía oscura, de la oposición radical y la privación eterna que anima toda intención de oposición, crítica y negatividad. El artista que va tras propósitos trascendentales, como sucede con Dante Alighieri, lo mismo que el individuo tras la búsqueda de sentido, dirige su camino irremediablemente hacia el centro de la negatividad: “el poeta [Alighieri] vive bajo el imperativo de entender algo que resulta inaccesible a la comprensión humana: la naturaleza de una negatividad infinita que ha arrojado su sombra sobre su vida”.[18]
Y es que el arte, como resultado de una práctica esencialmente opositora, creadora por razón de un impulso erótico (poíesis), lleva implícito en su génesis un aspecto que lo liga al orden del espacio negativo. La antigüedad ha llamado la atención sobre Eros y Tánatos como las dos caras de la misma moneda: el impulso creativo tiene la fuerza de Eros pero también el imperativo de Tánatos. El Satán de Sloterdijk lo entendemos como la representación simbólica de ese “impulso negativo” que está presente en el individuo crítico u opositor pero sobre todo en el artista a través del acto creativo y la consiguiente fundación de una antiesfera. Dante Alighieri, dice Sloterdijk, quiere en realidad mirar a la cara a Satán, a la fuente de la negatividad, la cara de Thánatos. Dante se hunde en su deseo absoluto y pretende ir hasta el origen de esa luz negra que proyecta su sombra sobre su vida y por ello desciende a los “abismos melancólicos” para encontrarse con el imperator para entonces, una vez habiendo atravesado las habitaciones del infierno, “volver” a través de la expresión artística con su testimonio. “Los viajes al más allá sólo cumplen su objetivo cuando desde el extremo informan sobre la región como tal”.[19]
La visita de Dante al infierno tiene entonces la cualidad de una tautología: el arte, en tanto ejercicio de la negatividad, es ya, en cierto sentido, una visita a ese espacio negativo; sin embargo, quien se adentra hasta el fondo de él y recorre cada uno de sus aposentos es quien se conduce tras el “deseo de abrazo” de aquello que sólo está para su exclusiva contemplación, este artista bien puede ser representado en el contexto del arte del romanticismo. Éste último, no sólo decide asomarse a los abismos infernales sino que se interna en un pasaje melancólico. Su deseo es el de ver la figura de la negatividad absoluta que simboliza Satán porque es él quien representa irónicamente, es decir, a través del reverso de su rostro, la figura anhelada por Dante que es Dios como símbolo del Sumo Bien. “… [D]esde una perspectiva metafísica o moral, el infierno se define como la fuente de estímulo de la negativa a la comunicación esferopoética con Dios”.[20]
La alegoría del Infierno que hace Sloterdijk tiene para nosotros la utilidad de señalar esa experiencia de mundo que muchas veces el arte y buena parte de los fenómenos de la cultura testimonian como una experiencia del infierno. ¿Podría sostenerse que el infierno, en el sentido que lo entiende Sloterdijk, es en realidad la experiencia del mundo que toda individualidad radical atestigua una vez que ésta reclama para sí un mundo privativo, solitario, esencialmente íntimo?
El imperator, como lo llama Sloterdijk, de ese espacio negativo radicalizado es Satán como representación simbólica del individuo esencialmente opuesto y transgresor del orden esférico positivo que es el mundo creado: “La imagen prototípica de tal negatividad no puede encontrarse en ninguna otra parte que en la posición luciferina; en ella se cumple la unidad permanente de horror y negación”.[21] Lucifer, dice Sloterdijk:
Él, el opositor abatido, es el único y el primero que está plenamente en el mundo, porque es el primero y el único que ha perdido el mundo compartido. En tanto que experimentó antes que cualquier otro el impulso a instalarse en una antiesfera que sólo gira en torno a él mismo, él es el individuo clásico, empobrecido ontológicamente al modo típicamente moderno. Él es el primer punto sin contra-punto, el primero no complementado, el primero que vive solo, que, como centro sin un enfrente, gira dentro de su furibunda fijación al sí mismo doliente.[22]
La analogía entre el individuo, strictu sensu, el in-diviso, aquella entidad singular definida por su autoconsciencia y sus deseos de habitar en su propio lugar y ser soberano de sí mismo, y la figura recurrente del mal como es Satán para el pensamiento cristiano, es sin duda exagerada y tiene un afán estrictamente ilustrativo pero aporta sin duda elementos necesarios para la reflexión de la experiencia del espacio negativo que es la antiesfera. A la figura del opositor, del crítico, de aquel que se aparta sobre todo al inaugurar un nuevo orden de mundo como es el arte, debemos darle suficiente consideración en términos, incluso, ontológicos: “Al opositor hay que entenderlo con seriedad ontológica como héroe-fundador de una forma de sujeto que reside en el centro de un gran imperio de negaciones y rechazos. Por eso, como portador o soporte de todas las privaciones, ha de reconocérsele, al menos a nivel fenoménico, como un algo poderoso y un alguien formidable”.[23]
En efecto, el individuo que se busca a sí mismo a través de un proceso cultural largo que se puede testimoniar en una historia completa del arte, la filosofía, la religión y la ciencia; y que tiene morada en la cultura como espacio propio de ese individuo tiene mucho en común con la figura de Lucifer y el Infierno según Sloterdijk. Además, este individuo radicalmente opuesto se parece también, dice el mismo Sloterdijk al ser-en-el-mundo heideggeriano: “El Satán de Dante es el primero en el que aparece como hecho consumado aquello de lo que en el siglo XX se hablará bajo el precario título ontológico de «ser-en-el-mundo»”.[24] El horizonte del mundo para el individuo radicalmente opuesto parece tener las características de un laberinto que se cierra sobre sí mismo y alrededor de él: un egoísmo radical. El individualismo radical, o bien, el solipcismo característico de la subjetividad moderna que aparece con Descartes y que se radicaliza con Husserl, presente incluso en la época contemporánea a través, sobre todo, de personajes en la literatura, tiene la suerte de una mónada, de constituir un espacio privativo, un espacio negativo que posibilita su antiesfera. El individualismo moderno y contemporáneo es monádico por definición, tiende a la soledad y el ensimismamiento melancólico en su radicalización. El lugar común de la individualidad compartida: la ciudad, la búsqueda incesante de sentido a través de la representación y la conceptualización, como es el ejercicio de la filosofía y el arte, puede mutar en la forma de un infierno cuando esta antiesfera se pliega demasiado sobre el individuo.[25] El infierno de Sloterdijk es el espacio negativo opresivo, intolerante, sofocante, es la experiencia de un mundo en plenitud del egoísmo: “[…] el infierno como apocalipsis de la egoidad”.[26] Más aún:
[e]l infierno de Dante representa, por decirlo así, la primera ola individualista: cada uno para sí y todos para el demonio [la negatividad absoluta, la melancolía como condición cultural]. La integración de todos los egoísmos individuales en un gran reino con estilo propio es el sentido de esta infernografía que sorprende por su minuciosidad. Pone ante los ojos cómo la negatividad se convierte en un espacio de tipo propio y en qué consiste su principio excluyente.[27]
La antiesfera entendida así, radicalizada, es lugar propiamente de un “reino de negatividad” (éste puede ser el mundo del arte, de la cultura, la ciudad) que tiene origen en la experiencia fenomenológica individual de un mundo asumido como laberinto. La antiesfera radicalizada no adquiere la forma de un mundo artificial que se experimenta en comunidad, donde el ser-unos-con-otros sea la base de la plenitud, sino la antiesfera radicalizada señala al ego como elemento central, como criterio exponenciado que resulta en condición enfermiza. La melancolía contemporánea comparte similitudes con el perfil psicológico del Lucifer de Sloterdijk, se trata de la prevalencia de sujetos enclaustrados en sí mismos, opositores y críticos pero enfriados, paralizados, catatónicos por efecto de su propia negatividad radical como experiencia laberíntica. El individuo de ciencias, de arte, de razón: el individuo ilustrado en la época contemporánea ha hecho de su afán de representación, conocimiento y plenitud en su mundo, algo insoportable.
Prueba de la genialidad de Dante es intuir la existencia del espacio negativo como horizonte de mundo, dice Sloterdijk: “Dante hace un descubrimiento ontológico-formal de gran alcance: cada condenado se haya hundido en su propio entorno, que se forma de negaciones penetrantes”.[28] De tal suerte que la expresión “experiencia del mundo como infierno” significa una vivencia fenomenológica particular que el individuo atraviesa una vez sumido en su honda antiesfera: la melancolía. La excursión a los abismos de la antiesfera: a través del arte en busca de “elevados propósitos”; a través de la filosofía que persigue el noúmeno o la aprehensión conceptual de todo en cuanto hay; a través de la experiencia mística de la religión que busca llegar a Dios, no hace sino evidenciar que estas búsquedas yacen en los límites de una suerte de dialéctica de la inconmensurabilidad. Por lo tanto, el camino que se hace, la travesía hacia esos “altos propósitos” se mueven al filo de una caída en el abismo melancólico y el enfrentamiento subsecuente con el centro de la negatividad absoluta.
La caída en el abismo melancólico sólo puede expresarse en términos fenomenológicos. Al igual que Dante, quien se hunde en los aposentos de la negatividad absoluta, debe emerger de ellos con su testimonio. De hecho, el ofrecimiento de testimonio es ya prueba de haber encontrado una salida al laberinto melancólico en el que el individuo se descubre; pues nadie nunca desea por su propia voluntad internarse en esos parajes. El infierno sólo se descubre una vez estando en él. Se trata del individuo que se descubre en su “ser-en-el-infierno inmerecido, originariamente dado, “arrojado”[29] una vez que ha emprendido la búsqueda de explicaciones y representaciones últimas que le han redituado en la frustración y el fracaso, su extravío. “La palabra fundamental heideggeriana «arrojamiento», como remisión al indeducible encontrarse en una totalidad de circunstancias, que se llama mundo, sólo es propiamente adecuada para designar el encontrarse en el infierno. El lanzamiento de dado a la existencia lleva en este caso a que uno quede tirado en el peor sitio”.[30]
El curso de la modernidad y el arribo a su fin puede explicarse de esta manera. La filosofía posmoderna así lo atestigua: atravesamos un impasse, experimentamos un spleen. Bajo esta determinación fenomenológica pero también ontológica de existencia en el mundo, el individuo se asemeja fenomenológicamente a Satanás de Sloterdijk. Un individuo profundamente deprimido pero soberano; profundamente desilusionado pero regente un su propio lugar; profundamente ensimismado pero envuelto en la vorágine de su propia negatividad. Heredero doliente del anhelo frustrado de esperanza y redención. Permítaseme citar una imagen que ha mostrado Sloterdijk en su libro Esferas II al respecto de estas ideas sobre el demonio o el individuo radicalmente opuesto:
El mismo Sloterdijk señala que la interpretación que hace Gustav Doré del demonio de Dante es ejemplar:
Satán desde un punto de vista moderno, que representa al señor del submundo en la pose del genio melancólico, con brazos acodados y mirada obstinada y vacía, lleno de impenitencia y dolor reprimido, prisionero en un patética gruta en el fundamento frío del mundo. Su entorno está envuelto en un viento glacial de alas batientes. En proyección tardorromántica, Satán aparece con naturaleza saturnal; se trata de un rebelde que niega lo existente por hastío y considera lo venidero como prototipo de lo que fracasará. Emerge del hielo como rebelde, lleno de talento, abandonado, demasiado orgulloso para tomar siquiera en consideración una alternativa diferente al ser-en-el-infierno.[31]
Efectivamente Lucifer es el ejemplo mismo del individuo cínico y melancólico. Habrá que prestar atención a su postura: las manos sobre el rostro –al mismo tiempo mordisqueando a Judas y en señal de franco tedio– en una postura muy similar a la del ángel melancólico de Durero. Es el demonio frustrado, desesperanzado, ensimismado. La expresión de su mirada es elocuente, es el individuo que se sabe perdido, abandonado a la densidad de su propia antiesfera; es la mirada de quien la dirige al horizonte que se distiende, y más aún, se anula. El individuo radicalmente opuesto, enclaustrado en su dolorosa antiesfera experimenta su propio espacio como opresión, toda la fuerza de su negatividad se pliega sobre sí mismo. Él es el centro etéreo del “doloroso imperio”. El espacio se encoge cada vez más sobre él amenazando con implotarlo. Satanás de Doré tiene por completo los rasgos del melancólico, más aún del melancólico moderno y también contemporáneo. De una cosa no hay duda, el demonio melancólico y/o el individuo radicalizado experimentan su mundo como privación pura, como la dolorosa experiencia suspendida en el acontecimiento del fin que nunca llega y que sólo se manifiesta como aplazamiento.
El demonio ensimismado, el egoísmo hecho costra constituye el mal metafísico contemporáneo que se deduce de un gran fracaso. El fracaso contundente es el de la exteriorización; es la imposibilidad de subjetivación de un mundo y su posterior testimonio. La subjetivación del mundo ocurre en el plano conceptual pero también en el plano representativo de las artes, y, según la herencia histórica de la cultura en general, ésta resulta inalcanzable. La subjetivación plena, absoluta, total del mundo deviene en un fracaso que la filosofía posmoderna ha señalado constantemente y que el arte desde inicios del siglo XX hasta ahora no ha hecho sino enfatizar. La melancolía del individualismo contemporáneo prefiere ahora como consecuencia mostrar las vísceras, exponer sus mecanismos de significación fallidos, sus anticuados métodos de persecución de sentido; prefiere por tanto, exponer la verdad desnuda a través de la ironía y la sátira: la verdad cínica.
Bibliografía
- Agamben, Giorgio, La palabra y el fantasma de la cultura occidental, Pre-textos, Valencia, España, 2006.
- Gowland, Angus, The worlds of Renaissance Melancholy, Cambridge University Press, Inglaterra, 2006.
- Kant, Immanuel, Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime, Alianza, España,1990.
- Merleau-Ponty, Maurice, El ojo y el espíritu, Paidós, España, 1986.
- Panofsky, Erwin, Vida y arte de Alberto Durero, Alianza, Madrid, 1995.
- Sloterdijk, Peter, Esferas II, Siruela, Madrid, España, 2011.
- Starobinsky, Jean, Historia del tratamiento de la melancolía desde los orígenes hasta 1900, Geigy, Basilea, 1961.
Notas
[1] “Tenemos todavía que acostumbrarnos a pensar el «lugar» no como algo espacial, sino como algo más originario que el espacio; tal vez, según la sugerencia de Platón, como una pura diferencia…” Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma de la cultura occidental, p. 15.
[2] Agamben, Op. cit., p. 23.
[3] Ibidem, p. 30.
[4] Ibidem, p. 52.
[5] Ibidem, p. 31.
[6] Ibidem, p. 34.
[7] Ibidem, p. 43.
[8] Concepto que será plenamente abordado más adelante en el segundo apartado titulado Radicalización de la antiesfera: estancia melancólica y/o experiencia infernal.
[9] Agamben, Op. cit., pp. 24-25
[10] Idem.
[11] Giorgio Agamben menciona que “[e]l lazo entre acidia y deseo, y por ende, entre acidia y amor, se cuenta entre las más geniales intuiciones de la psicología medieval y es esencial para comprender la naturaleza de este pecado [acidia]; esto explica por qué Dante (Purgatorio, XVII) entiende a la acidia como una forma de amor, y precisamente como aquel amor «che corre al ben con ordine corrotto»”. Agamben, Op. cit., p. 32.
[12] Peter Sloterdijk, Esferas II, ed. cit., p. 518.
[13] Sloterdijk, Op. cit., p. 535.
[14] Ibidem, p. 526.
[15] Ibidem, p. 525. Es menester señalar que hacemos una interpretación adecuada a los propósitos de nuestra investigación del lenguaje empleado por Sloterdijk. Si bien, el filósofo alemán recurre a un lenguaje propio de una disertación sobre la dualidad maldad/bondad, luz/oscuridad, desde un lenguaje característico de los textos bíblicos o de los cantos del mismo Dante, nosotros rescatamos de las representaciones mitológicas cristianas de la bondad y la maldad, sólo su contenido conceptual, estrictamente representativo. Así pues, ahí donde Sloterdijk dice Satán, Satanás o Lucifer, nosotros entendemos: centro de la negatividad absoluta, individuo radicalmente opuesto y privado de mundo.
[16] Ibidem, p. 569.
[17] Ibidem, p. 523.
[18] Ibidem, p. 526.
[19] Ibidem, p. 525.
[20] Ibidem, p. 526.
[21] Ibidem, pp. 526-527.
[22] Ibidem, p. 529.
[23] Ibidem, p. 527.
[24] Ibidem, p. 528.
[25] Maurice Merleau-Ponty cita en uno de sus textos: “[…] tantos pintores me han dicho que las cosas los miran, y André Marchand siguiendo a Klee: ‘En un bosque he sentido muchas veces que no era yo quien miraba el bosque. Ciertos días he sentido que eran los árboles los que me miraban, que me hablaban… Yo estaba allí escuchando… Creo que el pintor debe ser traspasado por el universo y no querer traspasarlo… Espero estar interiormente sumergido, amortajado. Quizá pinto para surgir’”. Citado en El ojo y el espíritu, p. 25.
[26] Sloterdijk, Op. cit., p. 526.
[27] Ibidem, p. 528.
[28] Ibidem, p. 527.
[29] Ibidem, p. 571.
[30] Ibidem, p. 564.
[31] Ibidem, p. 537.
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