Salazar Vélez, Adriana, Enciclopedia de cosas vivas y muertas: El Lago de Texcoco, Editorial Pitzilein Books, México, 2019
Tengo que reconocer que he vivido en la ciudad de México toda mi vida. Salvo algunos años fuera del país, todo lo demás siempre ha sido en esta ciudad a la que amo enloquecidamente porque es extraña, mágica, como perteneciente a una perspectiva prodigiosa, aunque del mismo modo: efímera. Tendría que declarar, por lo mismo, que he conocido casi todos sus rincones, o ahora llamadas alcaldías, igual las zonas aledañas, o lo que se ha llamado la zona metropolitana como la colonia Nezahualcóyotl y tantas otras. Las conocí sólo por el placer de saberme en ellas, de recorrer sus rincones, las zonas arqueológicas, sus pirámides, las iglesias coloniales, los registros de las huellas de nuestro pasado, pero de igual forma, también sus rituales, sus costumbres, sus tradiciones. Unas las conocí no hace mucho tiempo, otras, hace años, quizá tantos que ellas han cambiado hasta hacerse irreconocibles para mis recuerdos, exactamente como el Lago de Texcoco.
El Lago de Texcoco nunca lo conocí. Siempre tuve noticias de él por las polvaredas que se levantaban en los meses de febrero y marzo e inundaba la ciudad con esa tierra fina y pequeña que se metía por todos los rincones de las casas y hasta en nuestros ojos. Nunca supe que aún tenía agua, o debería decir mejor: que en algún momento tuvo un intento de volver un poco a lo que fue.
Tampoco supe su historia. En mis clases de primaria y secundaria, incluso en las de Historia de México en la preparatoria se omitía la importancia de este Lago que, como dice Adriana Salazar Vélez en un libro por demás extraordinario, Enciclopedia de cosas vivas y muertas: El Lago de Texcoco: “El lago de Texcoco era el cuerpo de agua más grande en la región central mexicana antes de que Hernán Cortés avistara sus orillas desde la distancia, confundiéndolo con un ‘mar interior’”.[1] Nada que realzara su extinta grandeza, nada que me diera una vaga noción de sus márgenes, de lo que ahí se fraguó, de lo que ahí se llevó a cabo sin pudor, ni vergüenza: “Para ejercer dominio sobre estas tierras lacustres los colonos españoles se asentaron sobre las ruinas de templos y viviendas del pueblo mexica, construyendo una nueva ciudad exactamente encima de la ciudad de Tenochtitlán, asentada a su vez sobre una isla en medio de este gran lago”.[2] Era tan majestuoso, como nos dice la autora en la cita primera que se confundía con un mar interior:
Si hiciéramos un ejercicio de superponer un mapa del área actual de la Ciudad de México sobre un mapa hidrográfico de esta misma región hacia 1500, el agua cubriría casi todas las edificaciones de la metrópolis, desde Lindavista en el extremo norte de la ciudad hasta Coyoacán al sur; desde los bordes del Bosque de Chapultepec al occidente, extendiéndose al oriente más allá del Aeropuerto Benito Juárez, inundándolo hasta entrar en la ciudad de Texcoco. Su agua salada lo cubriría todo, hinchándose, expandiendo sus orillas cada año durante las fuertes lluvias que aún azotan a la región entre junio y agosto.[3]
Hubiera querido que me contaran su historia como ahora la leo en este libro; hubiera querido leer este texto en su momento, digo, en mi momento de descubridor de ese territorio inconmensurable llamado Ciudad de México, saberme exiliado de sus luchas, de su intento de sobrevivir, de seguir ahí, sereno, inexpugnable, manteniéndose hierático, aunque en una lucha que estaba destinado a perder. Me encantaría haberme sabido habitante de este espacio de tiempo en el que yo en oposición geográfica al lago, y bajo mi propia ignorancia y acompasada por tantos discursos que ocultaron el expolio que se hizo lentamente del lago y que, como dice la autora de esta Enciclopedia: “Al oriente de la Ciudad de México hay un lago que perdió su agua hace más de 40 años y aún sigue siendo llamado ‘lago’”.[4] Y agrega sin dramatismos: ¿Cómo entender el presente estado de un lugar transformado radicalmente (de lago a desierto), luego deshecho en fragmentos?”.[5]
Es curioso que cuando viajé nunca pude observar ese lago, lo que queda de él, los restos de él, desde el avión que bajaba para el aterrizaje vi muchas veces la ciudad iluminada pero nunca en la luz oblicua del atardecer, los restos de ese “Lago”. Desde la ventanilla del avión intentaba reconocer la torre Latinoamericana, la Catedral, el Palacio Nacional, la torre de Pemex, el edificio del extinto banco de Obras en Tlatelolco, y recordaba viajes de hace tanto en los que, al regresar a México, me llenaba de emoción y quería volver a reconocer esos mismos edificios. Creo que sólo vi dos o tres veces algo que hoy sé, gracias a esta Enciclopedia, que era lo que quedó del Lago de Texcoco. La historia de este lago, el discurso sobre este inmenso mar de agua salada, como explica la autora, es tan inaudito que más parece una historia de ignominias, de vejaciones, de expolios incomprensibles.
Adriana Salazar nos adentra en el laberinto de las pasiones de un “Lago que no es un Lago” sino un desierto, y nos hace admirar el camino recorrido, un trabajo por demás de talla mayor, de búsquedas inquietantes, de hallazgos infinitos, una reconstrucción de un mundo de archivos, o mejor, como decía Derrida, el abordaje de “el mal de archivo”, porque esa es la noción que priva en esta Enciclopedia: diría como Derrida:
[…] la lectura de los desastres que marcan este fin de milenio son también archivos del mal: disimulados o destruidos, prohibidos, desviados, ‘reprimidos’. Su tratamiento es a la vez masivo y refinado en el transcurso de guerras civiles […], de manipulaciones privadas o secretas. Nunca se renuncia, es el inconsciente mismo, a apropiarse de un poder sobre el documento, sobre su posesión, su retención o su interpretación. ¿Mas a quién compete en última instancia la autoridad sobre la institución del archivo? ¿Cómo responder de las relaciones entre el memorándum, el indicio, la prueba y el testimonio? Pensemos en los debates acerca de todos los ‘revisionismos’. Pensemos en los seísmos de la historiografía, en las conmociones técnicas a lo largo de la constitución y tratamiento de tantos ‘Dossiers’.[6]
Esta Enciclopedia, me parece, es una reflexión acerca de las consecuencias que ha tenido una deconstrucción no sólo teórica sino real del concepto de archivo, lo que se pone en curso a partir de la destrucción de ese archivo viviente llamado Lago de Texcoco, sus modos de tratamiento y el mal que lo constituye en tanto su condición de posibilidad misma: destruirse para preservarse. Estamos aquí de cara a la escritura de la historia. Es a partir de este campo desde donde se interroga todas y cada una de las acciones que han trabado un enlace con el Lago para extirparlo de nuestra memoria, y no obstante, esta Enciclopedia, vuelve como lo reprimido freudiano, y nos narra su historia en una poética sin más.
Lo que queda atravesado como resto es la misma noción de Lago: la aglomeración de presiones que ha sufrido y sigue sufriendo queda bajo la multitud de escombros y de los intereses particulares y políticos que dejan sin efecto las leyes o las cambian a su medida. En el Lago de Texcoco, ese Lago que ya no es lago sino desierto. Las trazos y narrativas que la cruzan quedan registradas en cada una de las letras del alfabeto que hacen de este libro una Enciclopedia que se niega a ser académica, a ser una obra de arte, pero que puede bien ser una poética. Esta enciclopedia me recuerda al abecedario de Gilles Deleuze que consistió en una serie de tres entrevistas que Claire Parnet le realizara al filósofo. ¿Podremos esperar lo mismo en esta enciclopedia?
Un solo ejemplo de esta bellísima enciclopedia que es un tratado de historiografía, un tratado del lado bizarro de esa historia, un mal de archivo, o el mal de archivo de todos los males del Lago: La letra V:
Cuentan los ingenieros de la Conagua que en 2012 llegaron al lago de Texcoco una manada de estos animales (venados) desde Nueva Zelanda […] En algunos documentos estos animales aparecen como miembros de una manada que en 2005 ya compartía pastizales con vacas y caballos nativos, en algún punto de la zona federal […] Lejos de los tupidos bosques inscritos en el imaginario de los cuentos infantiles europeos, los venados extranjeros no se articulaban a un terreno en el cual los humanos, peces, aves, liebres e insectos ya circulaban entre -y convivían con- mangueras, semillas y piscinas de aguas tratadas […]. La manada fue ubicada en un corral de unos cuantos metros cuadrados de extensión, en una especie de zoológico sin público. Hacia 2014, cerca de la fecha en la cual el gobierno federal dio luz verde al proyecto del nuevo aeropuerto, los venados fueron expulsados del lago sin dejar marcas ni descendencia…[7]
adrianasalazar.net
http://www.allthingslivingallthingsdead.com/
Notas
[1] Adriana Salazar Vélez, Enciclopedia de cosas vivas y muertas: El Lago de Texcoco, Editorial Pitzilein Books, México, 2019, p. 9.
[2] Idem.
[3] Ibidem, p. 10.
[4] Ibidem, p. 9.
[5] Ibidem, p. 11.
[6] Derrida, Jacques, Mal de archivo. Una impresión freudiana, Editorial Trotta, Madrid, 1997. Visto en https://filologiaunlp.files.wordpress.com/2012/01/maldearchivo.pdf
Recuperado el 10 de julio de 2020.
[7] Ibidem, p. 178
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