Fenomenología y crítica del arte contemporáneo: Esbozos para una metodología

Nobuyoshi Araki, “Personal sentimentalism” (2000)

Resumen

El presente trabajo pretende servir de reflexión para la consideración de un marco teórico que permita al receptor de arte transitar por tres momentos identificados en la producción, circulación y recepción de la obra de arte: fenomenología, hermenéutica y crítica cultural. No se pretende ninguna objetividad, o crítica de arte, en el sentido tradicional de esos términos, sino la orientación para construir una relación propia con la obra de arte.

Palabras clave: arte contemporáneo, fenomenología, hermenéutica, crítica cultural, criticismo, economía política.

 

Abstract

The present work aims to serve as a reflection for the consideration of a theoretical framework that allows the receiver of art to go through three moments identified in the production, circulation and reception of the work of art: phenomenology, hermeneutics and cultural criticism. It’s not pretended any objetivity, or art criticism, in the traditional sense of those terms, but rather the orientation to build one’s own relationship with the work of art.

Keywords: contemporary art, phenomenology, hermeneutics, cultural criticism, criticism, political economy.

 

Sería muy difícil decir dónde está el cuadro que estoy mirando. Porque no lo miro como miro una cosa: no lo fijo en su lugar. Mi mirada vaga por él como en los halos del Ser. Sería más exacto decir que veo según él, o con él, y no que lo veo a él.

El ojo y el espíritu, Merleau-Ponty. 

¿Qué es lo contemporáneo?

 

El filósofo italiano Giorgio Agamben nos puede conducir en el camino hacia la comprensión de lo que implica ser contemporáneo. De acuerdo con Agamben, contemporáneo significa hacer las cuentas con el propio tiempo, tomar distancia del presente:

 

De Nietzsche nos llega una indicación primera, provisoria, para orientar nuestra búsqueda de una respuesta. En un apunte de sus cursos en el College de France, Roland Barthes la resume así: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1874, Friedrich Nietzsche, un joven filólogo que había trabajado hasta entonces en textos griegos y dos años antes había alcanzado una celebridad imprevista con El nacimiento de la tragedia, publica Unzeitgemiisse Betrachtungen, las Consideraciones intempestivas, con las cuales quiere ajustar cuentas con su tiempo, tomar posición respecto del presente. “Esta consideración es intempestiva —se lee al comienzo de la segunda “Consideración”— porque intenta entender como un mal, un inconveniente y un defecto, algo de lo cual la época, con justicia, se siente orgullosa, esto es, su cultura histórica, porque pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia y deberíamos, al menos, darnos cuenta de ello”. Nietzsche sitúa, por lo tanto, su pretensión de “actualidad”, su “contemporaneidad” respecto del presente, en una desconexión y en un desfase. Pertenece en verdad a su tiempo, es en verdad contemporáneo, aquel que no coincide a la perfección con este ni se adecua a sus pretensiones, y entonces, en este sentido, es inactual; pero, justamente por esto, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aferrar su tiempo.[1]

 

El anacronismo de la contemporaneidad, sin embargo, no tiende a la nostalgia, tampoco busca la restitución de un “sentido” perdido en el presente: el anacronismo resulta de la posición intermedia con la que el contemporáneo se ubica entre lo ya sido y el todavía no que significa su propio tiempo. En consecuencia, las falsas sustracciones del presente (hacia atrás, como reacción furiosa ante la “falta de sentido” que se achaca a lo moderno; o hacia adelante, como impulso de perpetuar el presente prolongándolo hacia el futuro) tienen que sucumbir al estigma de no poder fijar la mirada en el propio tiempo de forma oblicua. Entonces “[…] ¿qué es lo que ve quien observa su tiempo, la sonrisa demente de su siglo en el cielo de la noche?”.[2] El contemporáneo no fija su mirada en la luz que desprenden las ilusiones de su presente, sino precisamente en la oscuridad sobre la que estas ilusiones flotan o se encuentran suspendidas. Por ello, para el contemporáneo, la oscuridad no puede entenderse como ausencia de luz, como pasividad absoluta de un espíritu contemplativo, pues el pensamiento crítico no se deja reducir a este momento “negativo” de pasividad; por el contrario, se construye principalmente desde una positividad, desde una actividad que es la cifra de lo contemporáneo entendido como producción de pensamiento y potencia: la oscuridad resulta de neutralización de la luz, es decir, de un trabajo del pensamiento, no de una mera receptividad. Agamben se apoya en los descubrimientos de la neurofisiología de la visión y la capacidad de las off-cells de “producir” esa oscuridad:

 

Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una serie de células periféricas de la retina llamadas, precisamente, off-cells, que entran en actividad y producen esa particular especie de visión que llamamos oscuridad. La oscuridad no es, por ello, un concepto privativo, la simple ausencia de luz, algo así como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Esto significa, si volvemos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esa oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad, sino que implica una actividad y una habilidad particulares que, en nuestro caso, equivalen a neutralizar las luces provenientes de la época para descubrir su tiniebla, su especial oscuridad, que no es, sin embargo, separable de esas luces. [3]

Por lo anterior, contemporáneo es aquel que permanece en la tensión del tiempo presente; tensión que significa, en el terreno del arte, captar el momento falso y el momento de verdad las propuestas contemporáneas: ya como asociado a la crítica de la cultura de manera inmediata o bien en su aparente falta de sentido, en su descarada ausencia de contenido.

 

Fenomenología y crítica del arte contemporáneo

 

De acuerdo con Agamben, lo contemporáneo no puede ser atributo exclusivo de una época específica, la cualidad intempestiva no puede obedecer a una instancia específica: eso la contradice en su raíz más íntima. Podría decirse que arte y pensamiento extemporáneo o contemporáneo ha existido siempre, en cualquier tiempo. Sólo un enfoque progresivo de la historia destacaría el momento actual como un periodo privilegiado, alegando ser el desenlace de un proceso evolutivo del pensamiento. El progresismo aludido a la historiografía del arte permite conformar un lugar en el que dos perspectivas intentan determinar el arte contemporáneo a través de una polémica parcial sin salida: por un lado, la idea de que el arte contemporáneo es simplemente una mentira, una broma esnobista, etc.; por el otro, la idea de que el arte contemporáneo posee una inherente capacidad de crítica institucional, lo que vuelve al arte contemporáneo inmediatamente transgresor y vanguardista, debido principalmente a su supuesta reflexividad natural. La primera idea convierte al ejercicio de interpretación y apropiación del arte en un estorbo, pues se pierde el tiempo buscando cosas donde no las hay, se piensa. La segunda idea invierte la anterior en una perspectiva en la que directamente se le atribuye al arte un papel reformador de lo social, desatendiendo así los problemas esenciales que brotan de la tensión entre forma y contenido.

 

Lo anterior me permite esbozar una propuesta metodológica que busca acompasar estos dos momentos con el fin de mostrar cómo la absolutización de cualquiera de ellos conduce a un callejón sin salida en lo que refiere a las relaciones entre arte y filosofía, por un lado, y arte y sociedad, por el otro. Sin identificar el pensamiento crítico de Theodor W. Adorno con la fenomenología hermenéutica de Martin Heidegger, pues esto es imposible, esbozaré una posibilidad de acercamiento al arte contemporáneo partiendo de un apunte metodológico desplegado en tres tiempos: Fenomenología-Hermenéutica-Crítica cultural, obedeciendo a la especificidad del objeto estético contemporáneo. La restitución del cuerpo como momento no-conceptual, que abre un umbral en la historia de la reflexión estética, hará las veces de bisagra en esta propuesta.

 

Apunte fenomenológico sobre la espacialidad en Heidegger

 

Previo a sus estudios sobre El origen de la obra de arte y El arte y el espacio, en una de sus obras capitales (Ser y tiempo), Martin Heidegger abre la comprensión de la espacialidad del Dasein [Ser-ahí: Ex-sistencia] en relación con un término denso en el cuerpo de su filosofía: la noción de significatividad. El desplazamiento que la facticidad ha comportado para la experiencia del Dasein, desde la alborada griega hasta el pensamiento moderno de Hegel, es interpretado por Heidegger como la historia de un extravío. ¿Qué es lo que se ha extraviado en este camino? Para Heidegger, lo que ha perdido el Dasein es precisamente su familiaridad con el entorno, la indigencia del Dasein se debe principalmente a la pérdida de aquella circunspección significativa con la que los entes brillaron en el primer resplandor (en el inicio del pensar de la Grecia parmenídea y heraclítea), y que conduce al actual abandono del ser. El asombro era el temple anímico de los primeros pensadores en la fuente griega, ellos experimentaban precisamente esta familiaridad con el entorno en la forma de la contemplación. De acuerdo con el Heidegger tardío, este asombro se ha transformado en espanto a consecuencia del imparable avance del pensamiento teorético y la progresiva mecanización del mundo. Para Heidegger, la historia del ser es la historia de cómo el primer alumbramiento condujo hasta el moderno emplazamiento de los entes y la consecuente reducción del ente total, la naturaleza, a mera reserva para la sobreexplotación de su potencia mineral, a través de la planificación que la ciencia moderna, apoyada por la técnica, elabora sobre los entes, y que conduce finalmente a una estructura de emplazamiento (Gestell) en el cual los entes han perdido ya toda indicación hacia un espacio humano, que Heidegger llama sencillamente mundo.

 

El conflicto tierra-mundo resume la propuesta sobre el lugar que el arte ocupa en el pensar heideggeriano: para Heidegger, el arte es uno de los espacios privilegiados que le permiten al hombre restituir el lazo con la divinidad a través de la praxis poética con la que el arte hace brillar de nuevo a la materia [physis: naturaleza]. Para Heidegger, la materia es abrigada por la obra de arte, esencializa en ella, y entonces aquella puede reposar como lo que es. El arte es el lugar en el que la tierra (materia desposeída de toda significación, de acuerdo con la nivelación de todo ente sometido por el pensamiento científico) puede elevarse a mundo, es decir, aquel lugar en que los entes vuelven a significar o vuelven a ser interpretados.

 

Este pensamiento tardío respecto a la obra de arte, que da cuenta del empobrecimiento de la experiencia humana operado por el avance de la tecnificación global, tiene sus orígenes en la primera obra capital de Heidegger. La noción de espacialidad, que no significa otra cosa que naturaleza entendida como res extensa, obstruye precisamente la restitución del vínculo familiar con el entorno. Esta noción del ente, de la naturaleza y del espacio, heredada de la tradición de la metafísica occidental que va de Platón a Hegel, es fuertemente criticada en Ser y tiempo. Lo que Heidegger trata de indicar ahí, es que la reducción del ente a objeto para la conciencia es la consecuencia directa que surge de la interpretación que la metafísica occidental ha elaborado sobre el ser y que de este modo lo subsume bajo el modelo de la pura presencia. Como en la alborada griega el ser resplandeció (esencializó) en la forma del ente, el pensamiento quedó prendido de este alumbramiento, por ello el ser aparece, en la historia de la metafísica, como lo siempre-ahí, lo siempre presente, cuando en realidad se trata del propio movimiento ocultador/desocultador del ser (ἀλήθεια) que necesita al ente para ser, pero que queda retirado cuando se muestra precisamente. El arte le permite al ser esencializarse de nuevo sin extraviarse, pues en la obra de arte, para Heidegger, la materia reposa tranquilamente, y entonces, de acuerdo con la contemplación a la que este reposar conlleva, la materia puede brillar de nuevo, mostrándose ella misma en el ocultamiento del ser que la obra de arte, precisamente, pone-en-obra: el arte abriga al ser, al esencializarse del ser, lo pone en obra y entonces se muestra, asombrosamente, la maravilla del ser: que las cosas sean.

 

La fenomenología, entonces, es para Heidegger la metodología por la que el ente encubierto, la materia desposeída de significación por el pensar moderno, puede él mismo, a partir de su experiencia fáctica (caída), elevarse a la dimensión ontológica que le es propia. La fenomenología ontológica significa para Heidegger la capacidad de descubrir el mundo, oculto por así decirlo, que reposa calladamente en la tierra, a partir de su propia condición de tierra, fáctica, óntica. La fenomenología ontológica tiene el objetivo de elevar lo óntico a lo ontológico, a partir de lo óntico mismo. La fenomenología del arte, en Heidegger, sería la experiencia de este movimiento, la dimensión ontológica que permite que esto sea posible, de acuerdo con la capacidad que la praxis poética tiene de alumbrar la materia.

 

Merleau-Ponty y la nueva subjetividad trascendental: el cuerpo

 

Sin embargo, hay algo que falta en Heidegger y que hace imposible atender a las condiciones objetivas de posibilidad de esta experiencia significativa del entorno: eso que falta en el Dasein es sencillamente el cuerpo. El Dasein, en sentido estricto, no tiene cuerpo. El cuerpo como unidad sintética y como condición propia de la espacialidad es ignorado por todas partes en Ser y tiempo. La fenomenología de Heidegger, en cuanto analítica existencial, está por ello incompleta.

 

El Dasein de Heidegger, pese a todos los esfuerzos por concretar su facticidad, es tan concreto que no posee cuerpo. Sólo la fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty pudo restituir el cuerpo como modelo de experiencia trascendental y como campo de inmanencia vital, porque el cuerpo para Merleau-Ponty no habita una zona (que es el término con el que Heidegger intenta restituir la facticidad del Dasein, perdida con la concepción del lugar entendido como extensio a partir de la filosofía de Descartes), y ya ni siquiera un mundo (que sería el índice de verdadera elevación de la materia pre-calculada científicamente a su dimensión significativa para Heidegger): para Merleau-Ponty el cuerpo es él mismo mundo.

 

El sujeto trascendental y las condiciones puras de la experiencia, que Kant había remitido, en la Crítica de la razón pura, al ámbito del entendimiento, es decir, del esquematismo del sujeto trascendental, son encarnizados a través de una fenomenología que convulsiona el universo espacio-temporal del cuerpo individual con la significatividad del mundo en lugar de emplazar uno sobre otro, como sucede en Heidegger cuando éste no logra otorgarle al Dasein ojos, manos, cabeza y vientre. Para Merleau-Ponty, el cuerpo deja de estar en el mundo como cualquier otro ente: el cuerpo es él mismo mundo, en tanto las condiciones materiales de la facticidad y significatividad del Dasein recaen en el cuerpo como soporte de esta misma experiencia, convierte la expresión estar-en-el-mundo en un pleonasmo ontológico. El sujeto trascendental, otrora depositario final de la síntesis de la experiencia, no puede ser otro para Merleau-Ponty que el propio cuerpo, en cuanto condición absoluta de toda experiencia.

 

Sin embargo, el cuerpo también es un objeto, objeto absoluto o trascendental si se quiere, pero objeto. En cuanto objeto, la constitución del cuerpo, su acción y su potencia —su percepción—, depende de las condiciones históricamente determinadas para su conformación. El cuerpo mismo no está exento del devenir histórico: sus potencialidades pueden ser progresivas o regresivas. La conformación de la sensibilidad también es resultado de las condiciones históricamente determinadas de la experiencia, no una facultad otorgada al hombre de manera natural, sino históricamente constituida. Por ello, al análisis del arte contemporáneo como desplazamiento del monopolio de la facultad de la razón pura al ámbito objetivo de la corporalidad como condición trascendental de la experiencia, corresponde la determinación histórico-objetiva de esa condición trascendental. Es aquí donde la filosofía crítica de Theodor W. Adorno muestra su potencial y su vigencia.

 

Theodor W. Adorno y la incompresibilidad del arte contemporáneo

 

En una sociedad mediada por la ley del intercambio en la que los hombres (como las mercancías) son todos iguales entre sí, el “estilo” artístico es la caricatura de la personalidad en tanto la individualidad es producida en serie, bajo el esquema de la jerarquía social: el estilo no es estilo, pues lo individual es ya lo general, se identifica plenamente el singular y la totalidad, individuo y sociedad, de modo que ya sólo se comprende lo siempre igual a la totalidad, que sólo es verdadera en su falsa unidad, y auténtica en su fracaso sobre la promesa de individualidad. A ello se remite el planteamiento adorniano de la pérdida de comprensión del arte.

 

Para Adorno, las obras de arte se tensan entre la denuncia y el consuelo: denunciantes, auténticas, son todas aquellas obras que no se identifican con la sociedad que las produce, pues la sociedad, como promesa de individualidad y concreción para el sujeto, se ha revelado como falsa; ideológicas o falsas en sus dos sentidos (como consuelo y como resignación) son todas aquellas obras que se identifican con la sociedad que las produce, aquellas que devuelven a la sociedad la imagen que esta querría tener de sí como reconciliación de los seres humanos con la naturaleza interior (con sus propias pasiones) y exterior (la naturaleza en sí, por un lado, y los otros seres humanos, por el otro). La reconciliación en el arte es ideológica porque sirve de consuelo ante la falta de reconciliación concreta en la política y la sociedad. Todo arte que impulsa imágenes reconciliadas de la sociedad antagónica es un arte ideológico para Adorno. La categoría adorniana del ideal de lo negro constituye la paradoja de mostrar la transparencia de la totalidad social antagónica en la forma poco clara de la expresión negativa de esa totalidad, a través de la clausura de las formas y colores que reconciliaban ficticiamente a la sociedad con su autoconcepción como un todo armónico. Según Adorno, “[…] las obras que le gustan a la ideología afirmativa se orientan por el topos (al que desafía el tour de force) de que el arte grande tiene que ser sencillo”.[4]Contrario al topos o al lugar común, las obras de arte verdaderas desafían la comunicabilidad y la comprensión de una sociedad constituida gnoseológicamente bajo el modelo de identificación total entre el todo y las partes. Para Adorno, el arte auténtico no encuentra cómo ser sencillo, transparente, comprensible. Por eso el arte debe ser social, pero para serlo debe estar contra la sociedad, porque la sociedad funciona sólo con el combustible de la desigualdad estructural y ello vuelve toda idea de armonía social en un encubrimiento de intereses particulares. En cuanto arte-facto (tensión dialéctica entre la naturaleza y el dominio técnico determinado por las relaciones sociales de producción) el arte refuncionaliza el proceso de composición del material, lo saca de su uso ideológico en la sociedad capitalista, y de este modo niega su identificación con la sociedad que lo produce.

 

Ante la pérdida de comprensión del arte, la sociedad responde con el gesto regresivo de repetir lo siempre igual en todas las esferas de producción y recepción estética. Cine, radio, prensa y televisión armonizan felizmente en la difusión de la forma falsamente armónica o superficialmente polémica de lo social. Como el arte ideológico gusta de lo idéntico a sí mismo, identificación que facilita su propagación, el detalle (el fragmento, lo singular: el individuo) ha quedado barruntado por la composición de la obra (lo esquemático, lo general: el sistema). Esta identificación con el proceso de reproducción social es trasladada, en el terreno del arte, en la expresión, en la disolución de la tensión entre forma y contenido.

 

La forma estética son aquellas decisiones que han devenido canon de composición, regla, norma, incluso índice de honestidad artística para los discursos neoconservadores del arte contemporáneo. Sin embargo, para Adorno, de acuerdo con su propia ley de desarrollo, la forma estética sólo es el resultado del anquilosamiento con el que la ideología intenta petrificar lo que antes fue vivo, es decir, lo que antes fue contenido. La forma es la falsa petrificación de un contenido que sigue latente, vivo. El canon presente muestra como invariable lo que alguna vez fue dinámico, de la misma forma que la historia suele cerrarse ante el pasado, el cual aparece como petrificado, resuelto, cerrado, y esto mueve al pensamiento ideológicamente resignado a dar vuelta a la página, superar el pasado[5] : olvidar a los muertos, que “los muertos no hablan”. La forma también fue contenido contingente: el embotamiento de la conciencia moderna ya no reconoce como histórico, dinámico, vivo, el contenido que hoy figura como forma. Lo anterior tiene la consecuencia gnoseológica de que, para la sociedad contemporánea, es casi imposible pensar lo otro, lo diferente, lo disonante respecto a lo que el sano sentido común espera experimentar cuando acude al arte. El arte contemporáneo exige otra actitud, una actitud de sustracción y desfase, una actitud crítica respecto de la forma arquetípica de experimentar el arte, que consiste en una contemplación pasiva o en un consumo hedonista del arte y sus objetos. Para ello, el discurso crítico se sirve de una instancia ontológicamente determinante e históricamente determinada en sus posibilidades: el cuerpo.

 

Si la dialéctica intermitente tiene como propósito frenar la maquinaria abstracta del pensamiento con la interrupción que ofrece la pausa corporal de la respiración, esta dialéctica tampoco se asienta en la corporalidad como momento final de la inmanencia: el cuerpo mismo es una construcción históricamente determinada, de acuerdo con aquello que los hombres pueden o no experimentar en la tensión entre las facultades corporales y su desarrollo o atrofia. De esta manera, el cuerpo deja de ser esa instancia a la que el magro empirismo recurre cada vez que pretende un suelo objetivo inmediato al cual le gustaría asirse para ganar en concreción. Como construcción históricamente mediada y constituida, el cuerpo no puede presentarse como soporte listo para la expresión: él mismo es cuestionado en sus amplitudes y potencialidades por la crítica adorniana de la cultura. A la ideología de la inmediatez corporal (que se expresa no pocas veces en el performance como último reducto donde el cuerpo falsamente pretende constituirse como un lugar exento de construcción simbólica y conceptual) la crítica cultural le responde como otrora Kant hiciera con la duda de Hume: la experiencia (sensación), no es la simple impresión de vivencias sensuales calcadas por nuestros sentidos: nuestros sentidos operan de acuerdo a lo que podemos sentir, pensar y decidir, actividades todas ellas mediadas por el lenguaje, que, como sujetos preformados por un espacio político determinado, brota de la sociedad y después se retrotrae hacia el interior, en un movimiento infinito de construcción de la experiencia subjetiva en tensión con la totalidad social que es su propia condición de posibilidad y su principal opositor.

 

Apenas aprendemos a sentir con el cuerpo. El arte contemporáneo invita a ver y comprender con el cuerpo. El hecho de que, a diferencia del arte llamado moderno, el arte contemporáneo tenga como soporte principal al cuerpo, en lugar del lienzo, por ejemplo, comporta algunas consecuencias directas: la decisión de disolver el objeto estético, de no producir más objetos materiales, explica el movimiento del situacionismo (disolver al objeto artístico para evitar su fetichización o reproducción industrial en el mercado de la cultura); la confrontación con objetos que aparecen como amorfos al canon de lo simétrico y la proporción aurea, y que por tanto clausuran la experiencia de identificación con la proporción humana, corresponde al contenido de la propuesta minimalista; las materializaciones negativas de peso, dimensión, emplazamiento, elevación, etc. de la escultura expandida podrían explicar la razón por la que son tachadas de irracionales, etcétera. Lo cierto es que el arte contemporáneo, en sus manifestaciones singulares y sus movimientos totales, ofrece un campo de acción que demanda la interpretación filosófica que lo transparente. Por sí solas, las obras de arte no pueden hablar, sólo pueden mostrar [negativamente]: expresar. Es el famoso mutismo del arte contemporáneo con el que Adorno interpreta el pasaje de las Sirenas en el célebre “Excurso sobre Odiseo”.

  

Esbozos para una metodología: Fenomenología-Hermenéutica-Crítica

 

Hasta aquí he querido esbozar las inquietudes iniciales que despertaron en mí la necesidad de elaborar una tentativa metodológica como un camino que partiera de la fenomenología, en el sentido en que considera al objeto estético como generador de su propio proceso de percepción ante el receptor, y se encaminara hacia la crítica cultural en cuanto crítica de las condiciones de posibilidad de la propia experiencia estética. Sin embargo, se revela aquí un abismo que las dos teorías implicadas en esta pretensión: por un lado, las condiciones de producción (mediación social) del acceso a la experiencia estética y, por el otro, el “sentido” o significatividad de esa experiencia, aparecen en el marco de un programa específico de la filosofía en los casos de Adorno y Heidegger respectivamente.

 

Dicho crudamente, resulta imposible un puente directo entre la fenomenología de Heidegger y la filosofía crítica de Adorno. Por lo que hemos recorrido, y si es que el forzamiento de la teoría no traiciona la coherencia de la propuesta, el nivel fenomenológico, de entrada, tiene que ser depurado de las pretensiones ontológicas del “sentido del ser” como las que elabora Heidegger, pues esto conlleva actos fundacionales del espacio artístico que no contribuyen a determinar el proceso de esa propia “fundación”. En Heidegger acontece la fundación de una significación que es ciega ante sus propias determinaciones históricas o sus condiciones materiales de posibilidad. El nivel intermedio de la propuesta metodológica, quizá el más arbitrario de todos, por tanto, tendría que elaborarse a través de una hermenéutica de tipo particular, una hermenéutica que sea capaz de interpretar la semántica de la acción y la historicidad inmanente al objeto estético y a la experiencia humana, una hermenéutica que vaya Del texto a la acción[6] y de regreso, pues, si bien es cierto que el espacio, según Heidegger, produce horizonte, significatividad, mundo, también es cierto que el horizonte compartido produce imaginario colectivo, y este imaginario tiene determinaciones históricas específicas. El espacio, como imaginario colectivo, es decir, político, debe ser remitido a las condiciones históricas de la producción de ese “símbolo” estético [mundo, cuerpo]; de este modo, el trazo que va de la fenomenología a la crítica de la cultura demanda de la filosofía la necesidad de atender al objeto estético a partir de él mismo, y no tratar de capturarlo de antemano en una concepción reduccionista de la experiencia y la filosofía que pretende interpretarla.

 

Bibliografía

  1. Adorno, Theodor W. Teoria estética. 67,  Akal, Madrid, 2004.
  2. Agamben, Giorgio. Trad., Mercedes Ruvitoso, María Teresa D’Meza. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2011.

 

Notas
[1] Agamben, Giorgio. Desnudez. Trad., Mercedes Ruvitoso, María Teresa D’Meza. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2011, p. 18.
[2] Ibid., p. 21.
[3] Ibid., p. 22.
[4] Adorno, Theodor W. Teoría estética. Vol. 67. Ediciones Akal, Madrid, 2004, p. 146.
[5] La ficción que la superación conservadora [Aufhebung] de la síntesis hegeliana criticada por Adorno, en cuanto a exacerbación del sistema se refiere, encuentra en la frase “Ya supérenlo” del lamentable presidente Peña Nieto una dialéctica impresionante. “Ya supérenlo” fue la frase con la que el actual presidente de México se refirió a los lamentables acontecimientos de Iguala, después que el Estado no pudo ocultar su papel determinante en este crimen de lesa humanidad.
[6] Alusión al texto de Paul Ricœur. Del texto a la acción: ensayos de hermenéutica II